III

Como he dicho, estas visiones no fueron en un principio de carácter terrorífico. Sin duda, muchas personas han soñado cosas aún más extrañas, cosas que son el producto de una mezcla inconexa de detalles de la vida diaria, de cuadros y lecturas, fundidos fantásticamente por los caprichos de sueño.

Durante un tiempo, aun cuando nunca había tenido ningún sueño de este género, acepté mis visiones como cosa natural. Me dije que muchos de los elementos fantásticos de esas visiones procedían de causas triviales, aunque demasiado numerosas para poderlas identificar; otros, en cambio, eran probablemente una interpretación onírica de mis conocimientos elementales sobre la flora y el clima de hace ciento cincuenta millones de años, es decir, de la Edad Pérmica o Triásica.

En el curso de algunos meses, no obstante, el elemento terrorífico fue rápidamente en aumento, a medida que mis sueños iban tomando un aspecto inequívoco de recuerdos, y yo los relacionaba cada vez más con mis preocupaciones abstractas, con la sensación de que en mi memoria había sido borrado algo muy importante, con mi sorprendente concepción del tiempo, con la impresión de que, entre 1908 y 1913, había morado un intruso en mí, y con la inexplicable aversión que me causaba posteriormente mi propia persona.

Cuando comenzaron a aparecer determinados detalles de mis sueños, mi horror se centuplicó. En octubre de 1915 comprendí al fin que debía hacer algo. Fue entonces cuando emprendí el estudio intensivo de los casos de amnesia y visiones. Pensé que así podría objetivar mi estado de confusión y liberarme de la ansiedad que me oprimía.

Sin embargo, como he dicho antes, el resultado fue diametralmente opuesto a lo que había previsto. Mi angustia aumentó al descubrir que otras personas habían tenido idénticos sueños a los míos, y que algunos casos, además, se remontaban a épocas en que no cabía admitir ninguna clase de conocimiento geológico, y por consiguiente, ninguna idea sobre el paisaje de las edades prehistóricas.

Y lo que es más, en muchos de estos casos se especificaban ciertos pormenores y ciertas explicaciones que se relacionaban con los inmensos edificios y los selváticos jardines. Mis propias visiones eran ya bastante terroríficas en sí, pero lo que daban a entender o afirmaban algunos otros soñadores era pura locura y blasfemia. Lo peor de todo fue que la lectura de aquellas experiencias que contaban suscitó en mí nuevos sueños, aún más descabellados, y un presagio de revelaciones venideras. No obstante, casi todos los médicos me aconsejaron proseguir mi investigación.

Estudié psicología sistemáticamente y, por las mismas razones que yo, mi hijo Wingate me secundó, iniciando entonces los estudios que le llevaron por último a la cátedra que ocupa actualmente. En 1917 y 1918 me matriculé en varios cursos especiales de la Universidad del Miskatonic. Entretanto, continué examinando infatigablemente infinidad de documentos médicos, históricos y antropológicos, lo que me obligaba también a efectuar diversos viajes a algunas bibliotecas apartadas para leer los libros sobre artes ocultas y prohibidas, en las cuales parecía tan febrilmente interesada mi segunda personalidad.

Algunos de estos volúmenes eran, efectivamente, los mismos que había consultado yo durante mi periodo amnésico. Lo desconcertante de estos libros eran las anotaciones marginales y las correcciones en el texto, escritas en una caligrafía y un lenguaje que, en cierto modo, hacían pensar en algo ajeno por completo al hombre.

Casi todas estas anotaciones estaban redactadas en las lenguas respectivas de los diferentes libros, lenguas que el misterioso glosador parecía conocer sobradamente, aunque de modo académico. Sin embargo, en el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt figuraba una anotación que difería alarmantemente de las anteriores. Consistía en unos jeroglíficos curvilíneos, trazados con la misma tinta que las correcciones en alemán, pero en ellos no se reconocía ningún alfabeto humano. Y estos jeroglíficos eran asombrosa e inequívocamente análogos a los caracteres que constantemente se me aparecían en sueños, caracteres cuyo significado a veces, de manera fugaz, creía conocer o estaba a punto de recordar.

Para completar mi total confusión muchos bibliotecarios me aseguraron que, teniendo en cuenta mis anteriores indagaciones y las fechas en que había consultado los volúmenes en cuestión, era muy posible que todas estas notas hubiesen sido realizadas por mí durante mi estado de enajenación. Sin embargo, esto está en contradicción con el hecho de que yo ignoraba, y todavía ignoro, tres de aquellos idiomas.

Una vez reunidos los datos dispersos, antiguos y modernos, antropológicos y médicos, me encontré con una mezcla medianamente coherente de mitos y alucinaciones, cuya índole demencial me dejó completamente ofuscado. Sólo una cosa me consolaba: el hecho de que tales mitos existieran desde tiempos remotos. No podía siquiera imaginar qué ciencia olvidada había sido capaz de introducir tan atinadas descripciones de los paisajes paleozoicos o mesozoicos en aquellas fábulas primitivas. Pero el caso es que allí estaban, y, por lo tanto, existía una base real sobre la que cabía elaborar un modelo fijo de alucinaciones.

La amnesia creaba sin duda los rasgos generales de los mitos, pero después, los detalles fantásticos con que los propios enfermos enriquecían sus experiencias morbosas influían en las víctimas posteriormente, adoptando un extraño matiz de pseudorecuerdo. Yo mismo, durante mis años de enajenación, había leído y oído infinidad de leyendas primitivas, como puso de manifiesto mi ulterior investigación. ¿No era natural, pues, que mis sueños sufrieran la influencia de los datos asimilados durante mi estado secundario?

Había mitos que se relacionaban con ciertas leyendas oscuras sobre la existencia de un mundo prehumano, y especialmente con las de origen hindú, que hablan de espantosos abismos de tiempo y forman parte del saber de los actuales teósofos.

El mito primordial y los modernos casos de amnesia coincidían en suponer que el género humano es tan sólo una —quizá la más insignificante— de las razas altamente evolucionadas que han gobernado los misteriosos destinos de nuestro planeta. Según esto, hubo seres de forma inconcebible que habían levantado torres hasta el cielo y ahondado en los secretos de la naturaleza, antes que el primer anfibio, remoto antepasado del hombre, saliese de las cálidas aguas de la mar, hace trescientos millones de años.

Algunos de aquellos seres habían bajado de las estrellas; otros eran tan viejos como el cosmos; otros se desarrollaron vertiginosamente de gérmenes de la tierra, tan alejados de los primeros orígenes de nuestro ciclo evolutivo, como estos de nosotros mismos. En tales mitos se hablaba de miles de millones de años, y de misteriosas relaciones con otras galaxias y otros universos. En ellos, sin embargo, no existía el tiempo tal como lo concibe el hombre.

Pero la mayor parte de esas leyendas y esas visiones se refería a una raza relativamente tardía, de constitución extraña y complicada, distinta de cualquier forma de vida conocida por la ciencia actual, que se había extinguido tan sólo cincuenta millones de años antes de la aparición del hombre. Según los mitos había sido la raza más poderosa de todas, porque únicamente ella había conquistado el secreto del tiempo.

Esta raza conocía la ciencia de todas las civilizaciones pasadas y futuras de la Tierra, ya que sus espíritus más poderosos poseían la facultad de proyectarse en el pasado y en el futuro, salvando incluso abismos de millones de años, con objeto de estudiar el saber de cada época. De las conquistas de esta raza derivaban todas las leyendas de profetas, incluidas las pertenecientes a ciclos mitológicos humanos.

Sus inmensas bibliotecas conservaban innumerables textos y grabados que resumían toda la historia de la Tierra. En ellos se describía cada una de las especies que existieron o llegarían a existir, con especial referencia a sus artes, sus realizaciones, sus lenguas y su psicología.

Gracias a esta ciencia incalculable, la Gran Raza tomaba de cada era y de cada forma de vida, las ideas, las artes y las técnicas que mejor convinieran a sus propias condiciones y circunstancias. El conocimiento del pasado, logrado mediante una especie de proyección mental que nada tenía que ver con nuestros cinco sentidos, era más difícil de conseguir que el del futuro.

El método para conocer el porvenir era más sencillo y material. Con ayuda de ciertos aparatos, la mente se proyectaba en el tiempo futuro tanteando su camino por medios extrasensoriales, hasta que localizaba la época deseada. Luego, después de varios ensayos preliminares, se apoderaba de uno de los mejores ejemplares de la forma de vida dominante en dicho periodo. Para ello, se introducía en el cerebro del organismo escogido y le imponía sus propias vibraciones, en tanto que la mente así desplazada se hundía en la noche de los tiempos, hasta la misma época del intruso, en cuyo cuerpo permanecía hasta que se efectuase el proceso inverso.

Entre tanto, la mente desplazada, se proyectaba a su vez hacia la época y el cuerpo del espíritu invasor, era cuidadosamente vigilada. Se impedía que dañase el cuerpo que ocupaba, y se le extraían todos los conocimientos útiles por medio de interrogatorios especiales, que a menudo se realizaban en su propia lengua, cuando la Gran Raza era capaz de expresarse en ella, merced a anteriores exploraciones del futuro.

Si el espíritu secuestrado provenía de un cuerpo cuyo idioma no podía reproducir la Gran Raza por falta de órganos adecuados, se recurría a unas máquinas ingeniosísimas, en las cuales era posible reproducir cualquier lengua extraña como en un instrumento musical.

Los miembros de la Gran Raza eran como enormes conos rugosos de unos cuatro metros de altura y tenían la cabeza y los demás órganos situados en el extremo de unos tentáculos retráctiles que les nacían en el mismo vértice del cono. Se comunicaban entre sí por medio de castañeteos y roces ejecutados con las garras o pinzas en que terminaban dos de sus cuatro miembros tentaculares, y avanzaban dilatando y contrayendo una capa muscular viscosa situada en la parte inferior de sus bases, de unos tres metros de diámetro.

Una vez disipado el aturdimiento del espíritu cautivo, y —suponiendo que viniese de un cuerpo totalmente distinto a los de la Gran Raza— perdido ya el horror por la forma extraña de su nuevo cuerpo provisional, se le permitía estudiar su situación y adquirir la portentosa sabiduría de esa raza.

Con las debidas precauciones, y a cambio de determinados servicios, se le permitía recorrer aquel extraño mundo en gigantescas aeronaves o en inmensos vehículos semejantes a embarcaciones atómicas que surcaban las grandes carreteras, y penetrar libremente en las bibliotecas que guardaban documentos sobre el pasado y el futuro del planeta.

Esto reconciliaba a muchos espíritus cautivos con su destino. Y no era de extrañar, puesto que se trataba únicamente de inteligencias muy elevadas, para las cuales el descubrimiento de los misterios insondables de la Tierra —capítulos concluidos de un pasado inconcebiblemente remoto y torbellinos vertiginosos del tiempo por venir— constituye siempre, a pesar de los horrores que puedan salir a la luz, la suprema experiencia de la vida.

En ocasiones, algunos eran autorizados a reunirse con otras inteligencias cautivas procedentes del futuro; de este modo, era posible cambiar impresiones con otros seres inteligentes de cien mil o un millón de años antes o después de sus propias épocas. Y a todos se les invitaba a escribir, cada uno en su lengua, detallados informes de sus respectivos periodos, los cuales pasaban a engrosar los grandes archivos centrales.

Puede añadirse que había ciertos cautivos cuyos privilegios eran infinitamente superiores a los de los demás. Eran los desterrados a perpetuidad, seres del futuro despojados de sus cuerpos por los espíritus más elevados de la Gran Raza que, abocados a la muerte, trataban de evitar así la extinción de sus inteligencias.

Tales desterrados melancólicos no eran tan numerosos como sería de esperar, ya que la longevidad de la Gran Raza reducía su apego a la vida, especialmente entre sus individuos superiores, capaces de proyectarse indefinidamente hacia tiempos remotos. De estos casos de proyección permanente se habían derivado muchos de aquellos desdoblamientos duraderos de personalidad recogidos en la historia, incluso en la del género humano.

En cuanto a los casos ordinarios de exploración, cuando la mente proyectada en el futuro había aprendido lo que deseaba, construía un aparato como el que le había permitido su viaje por el tiempo, e invertía el procedimiento de proyección. Así regresaba a su cuerpo y época, mientras el espíritu cautivo recuperaba su correspondiente cuerpo orgánico del futuro.

Sólo era imposible esta restitución cuando uno u otro de los cuerpos fallecía durante el periodo de intercambio. En tales casos, naturalmente, el espíritu explorador —como el de los que habían huido de la muerte— se veía obligado a vivir la vida de un cuerpo extraño del futuro, o bien el alma cautiva —como la de los desterrados perpetuos— tenía que terminar sus días en el pasado bajo la forma de la Gran Raza.

Este destino era menos horrible cuando el espíritu cautivo pertenecía también a la Gran Raza, lo cual no era raro, ya que, como es natural, dicha raza estaba profundamente interesada en su propio futuro. El número de desterrados perpetuos de la Gran Raza era escaso, debido a las tremendas penas con que castigaban a los moribundos que pretendían usurpar un cuerpo futuro de su propia estirpe.

Por medio de la proyección, dichas sanciones se infligían a los espíritus transgresores en sus propios cuerpos futuros recién invadidos. A veces eran obligados incluso a efectuar la restitución del cuerpo usurpado.

Se habían descubierto —y corregido— casos muy complejos de desplazamiento de espíritus exploradores, o mentes ya cautivas, provocados por otros individuos procedentes de diversas épocas del pasado. Desde el descubrimiento de la proyección mental, había en todas las épocas un porcentaje pequeño pero reconocible de los individuos de la Gran Raza, pertenecientes a edades pretéritas, que permanecían en sus cuerpos prestados durante un tiempo más o menos largo.

Cuando una mente cautiva de origen extranjero era restituida a su propio cuerpo futuro, se la purificaba mediante una complicada hipnosis mecánica de todo cuanto hubiera aprendido en la época de la Gran Raza. Esta purificación se hacía en atención a ciertas consecuencias catastróficas que podían acarrear con el traslado de esas enormes cantidades de saber a un mundo futuro.

Siempre que el saber de la Gran Raza se había filtrado hasta otras edades, se habían producido —y seguirían produciéndose en ciertos momentos de la historia— grandes desastres. Según las viejas crónicas, eran precisamente dos de esas filtraciones, las que habían permitido a la humanidad descubrir lo poco que sabía acerca de la Gran Raza.

En la actualidad, de aquel mundo remoto y distante apenas quedaban unas cuantas ruinas ciclópeas en algún rincón apartado y en los abismos oceánicos, y los textos fragmentarios de los terribles Manuscritos Pnakóticos.

De esta forma, la mente liberada regresaba a su propia época con una visión muy vaga de su estancia en ese otro mundo. Se le extirpaba la mayor cantidad posible de recuerdos, de manera que en la mayoría de los casos sólo conservaba un vacío de sueños nebulosos de ese periodo. Algunos espíritus recordaban más que otros, y el azar, conjuntando a veces los recuerdos brumosos, había permitido en ocasiones que el futuro vislumbrase fugazmente su propio pasado prohibido.

Indudablemente en ninguna época de la historia de la Tierra ha dejado de haber sectas místicas o esotéricas que venerasen en secreto esos vislumbres de otro mundo. En el Necronomicon se menciona a este respecto que entre los seres humanos ha existido un culto de esta naturaleza, encaminado a facilitar el regreso de los espíritus procedentes de la época de la Gran Raza.

Y mientras tanto, la Gran Raza misma, bordeando los límites de la omnisciencia, se dedicaba a intercambiar sus espíritus con los moradores de otros planetas, y a explorar sus pasados y sus futuros. Asimismo, trataba de remontarse, cara al pasado, hasta el origen de aquel orbe negro, perdido en el espacio y el tiempo, de donde procedía su propia herencia intelectual, ya que sus espíritus eran más viejos que sus estructuras orgánicas.

Los habitantes de un orbe agonizante e incalculablemente antiguo, conocedores de los últimos secretos, habían buscado en el porvenir un mundo, unas especies nuevas capaces de garantizarles larga vida. Una vez determinada la raza del futuro que reunía las condiciones más idóneas para albergarlos, sus espíritus emigraron a ella en masa. Así fue cómo se apoderaron de los seres cónicos que habían poblado nuestra tierra hace un billón de años.

De este modo surgió la Gran Raza en la Tierra, en tanto que los espíritus desposeídos fueron proyectados por millares hacia el pasado, y se vieron condenados a morir en el horror de unos organismos extraños que pertenecían a un mundo extinguido. Más tarde, la Gran Raza tendría que enfrentarse nuevamente con la muerte, si bien lograría sobrevivir, una vez más, lanzando al futuro a sus espíritus más selectos, que ocuparían los cuerpos de otra especie biológica de mayor longevidad.

Tal era la epopeya que parecía desprenderse del conjunto de mitos y alucinaciones estudiados por mí. Cuando, en 1920, terminé de poner en orden los resultados de mi investigación, sentí un alivio en la ansiedad que me había dominado al principio. Después de todo, y a pesar de los desvaríos suscitados por oscuras emociones, ¿no era explicable todo lo que me pasaba?

Una eventualidad cualquiera pudo haberme inclinado a estudiar las ciencias esotéricas durante mi estado de amnesia, y de ahí que leyese todas esas horrendas historias y me relacionara con los miembros de cultos antiguos y maléficos, lo cual me había proporcionado material suficiente para los sueños y los trastornos emocionales que llevaba padeciendo desde que recobré la memoria.

Por lo que se refiere a esas notas marginales, escritas en fantásticos jeroglíficos y lenguas desconocidas para mí, que los bibliotecarios me atribuían, tampoco eran decisivas. Podía haber aprendido someramente esas lenguas durante mi amnesia. En cuanto a los jeroglíficos, sin duda los había forjado mi fantasía a partir de las descripciones leídas en las viejas leyendas, introduciéndolos después en mis sueños.

Traté de comprobar algunos pormenores dirigiéndome a ciertos dirigentes de cultos secretos, pero nunca conseguí establecer relaciones satisfactorias con ellos.

A veces, el paralelismo existente entre tantos casos de épocas tan distintas me preocupaba como al principio; pero me tranquilicé, diciéndome que las leyendas terroríficas estaban indudablemente más extendidas en el pasado que en el presente.

Era probable que todas las demás víctimas de crisis análogas a la mía hubiesen sabido a fondo, y desde mucho tiempo atrás, los relatos que llegaron a mi conocimiento durante mi amnesia. Al perder la memoria se habían tomado a sí mismos por los personajes de tales fantasías, por los fabulosos invasores que suplantaban el espíritu de los hombres, y emprendían la búsqueda de un saber que creían poder conseguir en un imaginario pasado prehumano.

Después, cuando recobraban la memoria, invertían el mismo proceso asociativo y ya no se tomaban a sí mismos por espíritus intrusos, sino por los propios cautivos. De ahí que los sueños y pseudorecuerdos se ajustasen al modelo mitológico comúnmente admitido.

A pesar de que esta explicación resultaba un tanto rebuscada, me pareció la más verosímil, y a ella me atuve. Las demás no tenían pies ni cabeza. Por otra parte, había un crecido número de psicólogos y antropólogos eminentes que coincidía conmigo.

Cuanto más reflexionaba, más convincente me parecía mi razonamiento. Puede decirse que, hasta el final, dispuse de un baluarte realmente eficaz contra las visiones y las sensaciones desagradables que todavía me asaltaban. ¿Que veía cosas extrañas durante la noche? No eran más que producto de mis lecturas y de lo que había oído. ¿Que tenía sensaciones desagradables y pseudorecuerdos? Se trataba solamente de un reflejo de lo que había asimilado durante mi amnesia. Ninguno de mis sueños, ninguna de mis sensaciones, podían tener significado real.

Fortalecido por esta filosofía mi equilibrio nervioso mejoró considerablemente, aun cuando las visiones se fueron haciendo más frecuentes y circunstanciadas. En 1922 me sentí capaz de reanudar mis actividades habituales.

Aprovechando mis conocimientos últimamente adquiridos, me hice cargo de una cátedra de Psicología en la Universidad.

Hacía tiempo que mi antigua cátedra de Economía Política había sido cubierta. Además, los métodos de enseñanza de esa disciplina habían variado muchísimo desde mis tiempos. Por si fuera poco, mi hijo se hallaba a la sazón ampliando estudios, con vistas a conseguir su actual cátedra, y con frecuencia trabajábamos juntos.