Fue por la noche —tras aquella segunda tarde— cuando el más espantoso horror se abatió sobre mí, sumiéndome en un pánico atroz y atenazador del que jamás lograré verme libre. Todo comenzó por una llamada de teléfono al filo de la medianoche. Yo era la única persona levantada en toda la casa y, somnoliento, descolgué el auricular que había en la biblioteca. No parecía haber nadie al aparato, y ya estaba a punto de colgar e irme a la cama cuando mi oído creyó captar un tenue sonido al otro extremo de la línea. ¿Sería acaso alguien que tenía grandes dificultades para hablar? Escuché atentamente y me pareció oír una especie de chapoteo semilíquido —un «glub… glub… glub…»— que daba extrañamente la impresión de evocar una palabra inarticulada e ininteligible o una sucesión de sílabas entrecortadas. Seguidamente, pregunté «¿Quién es?», pero por toda respuesta volví a oír aquel «glub… glub… glub… glub». No me quedó más remedio que suponer se trataba de un ruido automático; pero imaginando que quizá se debiese a que el aparato estaba estropeado y sólo podía escucharse desde él pero no hablar, añadí «No puedo oírle. Cuelgue, por favor, y llame a información». Al instante oí cómo colgaban el auricular al otro extremo del hilo.
Esto, como decía, sería sobre la medianoche poco más o menos. Cuando más tarde se investigó la procedencia de la llamada pudo averiguarse que fue hecha desde la vieja casa de Crowninshield, pese a que aún faltaba media semana hasta el día en que le correspondía a la criada ir por allí. Me limitaré a dar una idea aproximada de lo que se encontró al entrar en la casa: una barahúnda en el trastero más recóndito del sótano, huellas, tierra, un armario desvalijado apresuradamente, huellas enigmáticas en el teléfono, papel de escribir desmañadamente utilizado y un detestable hedor que impregnaba todos los rincones de la casa. Estos idiotas de policías se han forjado sus harto manidas teorías y andan tras los criados despedidos, los cuales han desaparecido de la vista ante el actual estado de cosas. La policía habla de una horrible venganza por lo que se les hizo, y dicen que me incluyeron a mí en ella por ser el mejor amigo y consejero de Edward.
¡Serán majaderos! ¿Cómo pueden pensar que esos mamarrachos supieron imitar aquella escritura? ¿Acaso se figuran que fueron ellos los culpables de lo que más tarde sucedería? ¿Pero tan ciegos están que no ven los cambios operados en el cuerpo que fue de Edward? Por lo que a mí se refiere, ahora creo cuanto Edward Derby me dijo. Hay horrores que rebasan los confines mismos de la vida y que ni siquiera sospechamos, y sólo de vez en cuando la maligna curiosidad humana pone a nuestro alcance. Ephraim… Asenath… el diablo los atrapó en sus redes, y ellos acabaron con Edward y ahora tratan de hacer otro tanto conmigo.
¿Acaso tengo garantías de estar a salvo? Esos poderes sobreviven a la vida corpórea. Al día siguiente —por la tarde, tras recuperarme del estado de postración en que me encontraba y lograr ponerme en pie y articular algunas palabras coherentemente— fui al manicomio y le maté de varios tiros por el bien de Edward y de la humanidad entera, pero ¿cómo estar seguro hasta tanto no le incineren? Conservan el cuerpo para que varios médicos efectúen en él una absurda autopsia, pero sostengo que deben incinerarlo. Deben incinerar a aquel que no era Edward Derby cuando le disparé. Me volveré loco si no lo hacen, pues es muy probable que yo sea la siguiente víctima. Pero no me falta coraje, y no dejaré que se apoderen de mí los monstruosos terrores que están continuamente al acecho. Ephraim, Asenath, Edward, ¿quién de los tres vive? Pero a mi no me arrebatarán mi cuerpo… ¡No dejaré que me cambien por ese cadáver acribillado a balazos que hay en el manicomio!
Pero trataré de contar coherentemente el horror final y definitivo. No hablaré de lo que la policía se empeña en ignorar, de las historias que corren sobre ese ser raquítico, grotesco y maloliente con el que al menos tres transeúntes que pasaban por High Street se tropezaron al filo de las dos de la madrugada y de las huellas que se han encontrado en ciertos lugares. Sólo diré que serían las dos cuando el timbre y la aldaba me despertaron; timbre y aldaba, los dos, uno detrás de otro y con un repique vacilante, como una sofocada desesperación, y en ambos casos tratando de imitar la antigua señal de Edward de tres llamadas seguidas de otras dos.
Tras despertar de un profundo sueño mi mente se vio sumida en un mar de confusión. Derby en la puerta… ¡y recordaba la vieja contraseña! En su nueva personalidad no parecía recordarla… ¿Habría vuelto Edward a su estado normal? ¿Le habrían soltado antes de lo previsto o se habría escapado? Posiblemente, pensé mientras me enfundaba en una bata y bajaba aprisa las escaleras, el hecho de recobrar su identidad le habría producido irritación y delirio, tras lo que le habrían anulado el alta forzándole a emprender una desesperada huida en pos de la libertad. Fuese lo que fuese, volvía a ser mi buen y viejo amigo Edward, ¡claro que podía contar con mi ayuda!
Al abrir la puerta a aquellas tinieblas arqueadas por la sombra de los olmos, una corriente de viento insoportablemente fétido casi me hizo rodar por los suelos. Sofocado por la náusea que invadió todo mi cuerpo, pude ver en el umbral una figura raquítica y jorobada. Los golpes en la puerta eran sin duda de Edward, pero ¿quién era aquel pestilente y canijo mamarracho? ¿Dónde podría haberse metido Edward en tan escaso tiempo? El último timbrazo que dio apenas había sonado un segundo antes de abrir yo la puerta.
Quien llamaba al timbre llevaba encima un abrigo de Edward, los bajos rozaban el suelo, y las mangas, si bien estaban vueltas, le cubrían por completo las manos. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala plegada y una bufanda de seda negra le ocultaba el rostro. Al dirigirme hacia él con paso vacilante, aquella figura emitió un sonido semilíquido semejante al que había oído por teléfono —«glub… glub…»— y, espetado en la punta de un largo lápiz, me alargó un papel grande, escrito con apretujada letra. Aún bajo los efectos de aquel repugnante y extraño hedor, cogí el papel y traté de leerlo bajo la luz de la puerta.
No había la menor duda, aquella era la letra de Edward. Pero ¿por qué habría escrito la nota cuando podía perfectamente llamar al timbre? ¿Y por qué era tan torpe, fea y temblorosa su escritura? Apenas podía descifrar nada en aquella semipenumbra, así que retrocedí unos pasos hacia el vestíbulo mientras el raquítico mensajero me seguía maquinalmente a duras penas, deteniéndose una vez traspuesto el umbral. El olor que despedía aquel extraño personaje era verdaderamente insoportable y rogué (no en vano, a Dios gracias) para que mi mujer no se despertara y se viese frente a semejante criatura.
Luego, a medida que leía el papel, sentí que mis piernas comenzaban a flaquear y mi vista se nublaba por completo. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo, todavía con aquella endiablada hoja de papel entre las manos, crispadas por el espanto que se había apoderado de mí. He aquí lo que decía:
«Dan, vé al sanatorio y mátalo. ¡Aniquílalo! Ya no es Edward Derby. Asenath se apoderó de mí, pero hace tres meses y medio que está muerta. Mentí al decirte que se había ido. La maté. Me vi obligado a hacerlo. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pero en aquel momento estábamos solos y me encontraba en mi auténtico cuerpo. Vi un candelabro y le descargué un fuerte golpe con él en la cabeza. De haber seguido con vida se habría apoderado definitivamente de mí el día de Todos los Santos.
La enterré en el trastero más recóndito del sótano, bajo unas viejas cajas, y borré todas las huellas. A la mañana siguiente, los criados sospecharon lo que había sucedido, pero son tantos los secretos que esa gente oculta en sus entrañas que no se atrevieron a ir a contárselo a la policía. Los despedí, pero sólo Dios sabe qué intentarán hacer, al igual que otros sectarios de su culto.
Por unos instantes pensé que todo iba bien, pero al cabo de un rato sentí como si me desgarrasen el cerebro. Sabía perfectamente de qué se trataba, debía haberlo recordado. Un alma como la de Asenath —o la de Ephraim— se separa a medias pero sigue con vida hasta después de la muerte, en tanto dura el cuerpo. Asenath estaba apoderándose de mí —intercambiaba su cuerpo con el mío—, estaba usurpando mi cuerpo al tiempo que me introducía en su cadáver enterrado allá en el sótano.
Sabía muy bien lo que me esperaba, por eso perdí el control y tuvieron que encerrarme en el manicomio. Luego lo que me temía sucedió. Me encontré asfixiado por las tinieblas dentro del cadáver putrefacto de Asenath y enterrado en el sótano bajo unas cajas. Ella debía estar ocupando mi cuerpo en el sanatorio para siempre, pues ya había pasado Todos los Santos y el sacrificio valdría aun cuando ella no estuviese presente… Ella estaría sana, recuperada y lista para cernir su amenaza sobre el mundo. Estaba desesperado, y pese a todo me las arreglé para escapar de allí.
Me encuentro demasiado débil para intentar hablar —ni siquiera pude hablar por teléfono—, pero aún me quedan fuerzas para escribir. Confío en que me recuperaré y en que sean escuchadas las siguientes palabras y recomendación que te hago: mata a ese taimado demonio si valoras en algo la paz y el bienestar del mundo. Y asegúrate de que se incinera el cadáver. Si no lo haces, seguirá viviendo, irá pasando de un cuerpo a otro eternamente, y huelga todo comentario sobre qué pueda hacer. No te dejes atrapar por la magia negra, Dan, es algo verdaderamente diabólico. Hasta siempre, has sido un excelente amigo. Cuenta a la policía cualquier patraña que creas que puedan tragarse. No sabes cuánto siento haberte metido en todo esto. A no tardar, espero disfrutar de paz, pues la vida de este monstruo que me atenaza no puede prolongarse mucho más. Espero que esta nota llegue a tus manos. ¡Y mata a ese monstruo! ¡Mátalo!
Tuyo, Ed».
Sólo al cabo de un buen rato acabé de leer la segunda mitad de tan desconcertante carta, pues al final del tercer párrafo caí desmayado al suelo. Volví a perder el sentido al ver y oler aquello que obstruía el umbral, por donde se filtraba el aire caliente. El mensajero no volverá a moverse ni a recobrar la conciencia.
El mayordomo, hombre bastante más duro que yo, no desfalleció ante el espectáculo que se ofreció a su vista en el vestíbulo a la mañana siguiente, sino que llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes ya me habían metido en la cama, en la habitación de arriba; pero aquello otro, aquella informe masa, seguía yaciendo allí donde se había desplomado por la noche. Era tal el hedor que despedía que los policías hubieron de taparse la nariz con un pañuelo.
Lo que encontraron a la postre dentro de la extraña y variopinta indumentaria de Edward fue esencialmente, una monstruosidad licuada. Encontraron también unos cuantos huesos… y un cráneo aplastado. Posteriormente y por una prótesis dental que llevaba, pudo identificarse aquel cráneo como el de Asenath.