IV

Un día de agosto, recibí un telegrama desde Maine. Hacía unos dos meses que no veía a Edward y sólo sabía de él que se encontraba afuera por «cuestiones de negocios». Creía que Asenath lo acompañaba, pero la gente rumoreaba que en la casa, tras las cortinas de las ventanas del primer piso, se entreveía a alguien. Se hablaba también de las compras que realizaban los criados. En el telegrama, el alguacil de Chesuncook me hablaba de un loco con la ropa totalmente destrozada que había salido del bosque, delirando y mencionando mi nombre para pedirme ayuda.

Chesuncook es una zona boscosa y abrupta que rodea a Maine. Estuve todo un día traqueteando sobre el lomo de impresionantes barrancos antes de llegar en coche al lugar citado por el alguacil. Encontré a Edward encerrado en una pieza de la granja que hacía las veces de cárcel; estaba mitad delirante, mitad apático. Enseguida me reconoció y me propinó un torrente de palabras cuyo sentido se me escapaba.

—¡Por amor de Dios! ¡El infierno de los shaggoths! Hay que descender de los seis mil escalones… allí está lo abominable… ¡Iä!… ¡Shub-Niggurath!… La figura en el altar… el aullido de quinientos… el encapuchado decía «¡Kamog! ¡Kamog!»… es el nombre secreto de Ephraim en el aquelarre… y yo estaba allí… Asenath prometió que nunca me llevaría… Un instante antes estaba encerrado bajo llave en la biblioteca… y de pronto estaba ella allí con mi cuerpo… el más atroz de los infiernos… el reino de las tinieblas… el cancerbero custodia la puerta… apareció un shaggoth… vi cómo cambiaba de forma… no lo pude aguantar… la mataré si vuelve a enviarme a ese lugar… lo mataré a él… mataré lo que sea… lo haré con mis propias manos…

Más de una hora pasé tratando de tranquilizarlo. Finalmente lo conseguí. Le compré ropa en el pueblo y al día siguiente volvimos a Arkham. El furioso delirio había dado paso a un reconcentrado silencio, pero cuando pasamos por Augusta se puso a mascullar como si la simple vista de una ciudad le despertara recuerdos odiosos. Era evidente que no deseaba volver a su casa y tomando en consideración los delirios que le inspiraba su mujer —estados que atribuí a alguna experiencia hipnótica a que ella lo habría sometido— decidí que lo más conveniente sería no llevarlo a su hogar. Por lo tanto, lo albergué en mi casa por algún tiempo, consciente de los problemas que semejante decisión podría acarrearme con Asenath. Con el tiempo lo ayudaría en los trámites para lograr el divorcio, ya que resultaba indudable que seguir con aquella mujer significaría el suicidio para Edward. Mientras cavilaba acerca de estos temas, mi acompañante dormitaba en el asiento junto a mí mientras yo conducía.

Ya de noche, cuando pasábamos por Portland, Derby volvió a mascullar una violenta ristra de insultos destinados a Asenath. Era innegable que la mujer había quebrado el equilibrio nervioso de mi amigo y ahora no conseguía escapar de una red de alucinaciones que tejía en torno a ella. En voz baja, con toda claridad, me confió que la circunstancia por la que entonces atravesaba no era más que una dentro de una larga serie. Se lamentaba que llegaría el día en que ya no podría escapar de las redes tendidas por la mujer. Si ahora lo soltaba, sin duda que se debía a que no le era posible otra cosa, ya que aún era incapaz de apresarlo por demasiado tiempo. Casi constantemente se apoderaba de su cuerpo, luego se iba a cualquier parte para participar en singulares ritos, mientras lo dejaba a él encerrado en el piso superior dentro de su cuerpo de mujer. Algunas veces no lograba someterlo por demasiado tiempo y así, de pronto, Edward se reencontraba con su cuerpo en cualquier lugar, por lo general horrible. Fue lo que sucedió cuando lo encontró el alguacil a la vera del denso bosque. Supe que no era la primera vez que se veía obligado a regresar a casa desde tremendas distancias, suplicándole a alguien de buena voluntad que se ocupara de manejar el coche.

Con el transcurso del tiempo, los lapsos por los que se apoderaba de su cuerpo eran mayores. Asenath procuraba ser hombre y esto era lo que explicaba sus intentos con el pobre Edward. El joven Derby tenía características ideales para sus proyectos: una esclarecida inteligencia en una débil voluntad. Tal vez no estuviese lejano el día en que se apropiaría definitivamente de su cuerpo para transformarse en un gran hechicero, como su padre, mientras que Edward quedaría confinado dentro de aquella carcasa femenina que ni siquiera cabía pensar como humana.

Derby hablaba y mascullaba en el asiento contiguo al mío. En un momento determinado giré la cabeza y lo contemplé: pude verificar entonces una impresión previa que había recibido. Aunque parezca un contrasentido, daba la impresión de encontrarse en mejores condiciones físicas que nunca, lucía más robusto y no se notaba en su cuerpo las flacideces propias de su indolencia para el cuidado físico. Era como si por primera vez en su holgada existencia estuviese obligado a alguna actividad física sostenida, circunstancia que me llevó a inferir que Asenath era la responsable de aquel nuevo dinamismo corporal y mental en mi amigo. Sin embargo, en aquellos precisos instantes las manifestaciones de su mente eran más bien deplorables, puesto que de su boca sólo escapaban incoherencias acerca de su mujer, de la magia negra, del viejo Ephraim y de otros dislates. A veces reconocía algunos de los nombres que pronunciaba por la memoria que conservaba de inconsistentes y esporádicas frecuentaciones de volúmenes dedicados a saberes esotéricos. El hilo de la conversación, monólogo mejor dicho, de Edward era discontinuo; cada poco se detenía y parecía como si estuviera tornando aliento para emprender una revelación final y agobiante.

—Dan, Dan, ¿recuerdas sus ojos feroces, la descuidada barba que nunca encaneció? Una vez me asestó su mirada terrible. Nunca lo olvidaré. Ahora esa mirada está en los ojos de ella. Sé por qué. El viejo encontró en el Necronomicon la fórmula. No sé bien en qué página está, pero cuando lo averigüe podrás leerlo y enterarte. Enterarte de por qué me encuentro en este estado lamentable. Paso de… de… de un cuerpo a otro y luego a otro… Así nunca morirá… El fuego de la vida… él sabe cómo apagarlo… sabe cómo hacerlo brillar incluso una vez que el cuerpo ha muerto… Si te doy algunas pistas, podrás adivinar… Escúchame Dan… ¿Tienes idea de por qué mi mujer evita escribir con una inclinación de las letras hacia la izquierda? ¿Viste alguna vez algún texto escrito por el viejo Ephraim? ¿Sabes por qué sentí morirme cuando vi el modo en que escribía Asenath?

»Asenath… ¿existe realmente una persona con ese nombre?… ¿Por qué se dijo que se había encontrado veneno en las vísceras del viejo Ephraim? ¿Nunca oíste los rumores de los Gilman acerca del modo en que gritaba el viejo cuando se volvió loco y Asenath lo recluyó en el acolchado cuarto de la buhardilla, el mismo donde había estado el otro?… Tal vez allí sólo se encontraba encerrada el alma del viejo… ¿Se puede determinar quién encerró a quién? ¿Recuerdas que el viejo buscó durante muchísimo tiempo alguien que tuviese una gran inteligencia y muy poca voluntad? ¿Recuerdas cómo maldecía a su hija por no ser varón? Puedes decirme, Daniel Upton, ¿qué siniestro cambio ocurrió en aquella pesadillesca casa en la que el monstruo implacable manejaba a aquella confiada, pusilánime y no del todo humana criatura a su antojo? ¿No se produjo acaso un cambio como el que ahora está ocurriendo conmigo? ¿Sabes por qué ese ser llamado Asenath escribe de manera peculiar cuando nadie la ve, de una manera en que no es posible diferenciar su escritura de la de…?

En ese preciso instante sucedió aquello. La voz de Derby venía haciéndose cada vez más estridente a medida que avanzaba en su monólogo hasta lindar con el inminente grito histérico, cuando súbitamente se apagó tras un chasquido en apariencia metálica. Recordé que en mi casa otras veces también se había interrumpido intempestivamente, como obedeciendo Órdenes; no tuve dudas de que alguna poderosa onda mental de Asenath le ordenaba callar. Sin embargo, esta vez la situación se tornaba mucho más horrible. Los rasgos de la cara de Edward se retorcieron hasta volverla prácticamente irreconocible; en tanto su cuerpo era presa de espantosas convulsiones. Era como si todos sus huesos y músculos y nervios se vieran obligados a adoptar violentamente una posición, una tensión, una personalidad diferente.

Me ganó el horror. Sentí un indecible malestar, una aguda repugnancia y mis manos dejaron de sujetar el volante. El ser que tenía junto a mí en el asiento ya no era la del amigo de toda la vida; era una monstruosa criatura que parecía provenir de los espacios siderales e irradiaba desconocidas y malsanas fuerzas.

Durante mi indecisión horrorizada, mi nuevo compañero de viaje me arrebató el volante y me obligó a cambiar de asiento con él. Era noche sin luna y las luces de Portland resplandecían tenuemente a nuestras espaldas, por lo que casi no pude verle el rostro. Percibí el fulgor que se desprendía de sus ojos y comprobé que la gente tenía toda la razón cuando afirmaba que a veces se convertía en un arrogante desatado al mando del volante. No podía creer que el indolente y apocado Edward Derby estuviera dándome órdenes y demostrando tal petulante soberbia como conductor, precisamente él, quien nunca se atrevía a entablar una discusión y que siempre se mostraba orgulloso de no saber conducir. Pero entonces esa era la situación y en medio de mí desasosiego lo único que me aliviaba era que toda la escena transcurriese sin que él se decidiera a abrir la boca.

Al pasar por Biddeford y Saco, las luces me permitieron comprobar que mantenía la boca apretada con fuerza y renové mí estremecido horror al reencontrar el fulgor de sus ojos. Pude verificar también algo que había oído; durante esos trances se parecía mucho a su esposa y al viejo Ephraim. Eran desagradables sus actitudes, sus gestos no parecían naturales, Pero lo más perturbador era la clara conciencia de que aquel hombre, a quien toda la vida había conocido como Edward Pickman Derby, no era más que un extraño, una endemoniada presencia proveniente de algún averno sideral.

Al retomar un tramo oscuro de la carretera volvió a hablar con una voz que casi no pude reconocer como la de mi amigo. Era mucho más áspera, más cortante y tanto su acento como el énfasis de la pronunciación diferían radicalmente de los que yo podía recordar. En el fondo de aquella voz subyacía una veta de ironía agresiva, también en las antípodas de la pseudoironía desenfadada y algo torpe que Edward solía manejar; ahora se había cargado de algo siniestro, maligno, corrosivo.

—Espero que no te preocupes por el acceso que tuve hace un rato, mi querido Upton —me dijo mi acompañante—. Sabes muy bien cómo son mis nervios. Te pido disculpas por las molestias que te causo y te agradezco mucho que me lleves a casa. Te pido que olvides todas la majaderías que haya podido decir acerca de mi mujer y, en general, todos los demás dislates con que te haya abrumado. Son las consecuencias de dedicarme excesivamente a una materia como la mía. Mi filosofía se asienta sobre conceptos y nociones muy extrañas, y cuando la mente no resiste comienza a imaginar toda clase de delirios. Voy a tomarme un prolongado descanso. Es posible que no nos veamos durante algún tiempo. Pero no vayas a pensar que es culpa de Asenath.

»Tal vez este viaje te resulte incomprensible en muchos de sus aspectos, pero en realidad tiene una explicación sencilla. En los bosques del norte existen unas ruinas pertenecientes a los indios, por lo general piedras, de gran valor para el folklore; Asenath y yo nos hemos dedicado intensivamente a su estudio. Ha sido un trabajo extenuante que bien puede hacer que uno pierda momentáneamente la lucidez. Cuando llegue a casa mandaré a alguien para que busque el coche. Y, como te decía, me tomaré al menos un mes de vacaciones.

Ignoro si por mi parte llegué a pronunciar palabra alguna, pues la transmutación de mi amigo me tenía paralizado. Experimentaba una creciente sensación de enfrentar un inexplicable horror cósmico y lo único que me obsesionaba era que aquel viaje terminara de una vez por todas. Derby insistía en no abandonar el volante y con cierto alivio noté la velocidad con que dejábamos atrás Portsmouth y Newburyport.

Cuando llegamos al cruce donde la carretera principal se desvía para evitar el paso por Innsmouth, tuve miedo de que el conductor optara por aquel lugar infausto. Afortunadamente no lo hizo, con lo que pasamos rápidamente por Rowley y por Ipswich hasta que al fin llegamos a nuestro destino. Era poco antes de la medianoche cuando llegamos a Arkham y vimos cómo la luz en la vieja casa de Crowninshield seguía encendida. Derby se bajó; apresuradamente me volví a mi casa con una eufórica sensación de alivio. Alivio también me causaba la advertencia de Derby de que pasaría algún tiempo antes de que volviésemos a vemos.

El tiempo que siguió a aquel viaje terrible fue una época de desbocados rumores. La gente decía que ahora se veía a Edward cada vez más en su versión dinámica y petulante y que, por el contrario, casi no se veía nunca a Asenath; Derby sólo me visitó una vez; llegó fugazmente en el coche de Asenath para llevarse unos libros que me había prestado. Me dirigió unas pocas palabras de cortesía, ya que cuando se encontraba en su impostación dinámica y arrogante no tenía qué decirme. En esos momentos tampoco aparecía la característica de los tres golpes en la puerta seguidos por los otros dos. Volvió a ocurrirme lo mismo que la noche en que lo dejé frente a su casa, cuando se retiró sentí un profundo alivio.

Promediado setiembre, Edward se ausentó por una semana; uno de los más activos integrantes del grupo «vanguardista» de estudiantes dejó caer la hipótesis de que habría ido hasta Nueva York a reunirse con el cabecilla de un culto prohibido en Inglaterra. Por mi parte, no podía dejar de pensar en el horrible viaje que hicimos desde Maine. La transmutación que tuve ocasión de presenciar me afectó mucho y no cejaba en el intento de darle una explicación a aquel horrible enigma.

La gente de los alrededores comenzó a hablar acerca de los lastimeros sollozos que provenían de la vieja casa de Crowninshield. Parecían de mujer y, según algunos, pertenecían a Asenath, quien las escasas veces en que podía vérsela, daba la impresión de estar bajo una fuerte represión. Llegó a pensarse en dar cuenta a la policía para que abriera una investigación de los hechos, pero la idea fue abandonada cuando sorpresivamente apareció Asenath en la calle conversando animadamente con un grupo de conocidos a los que pedía disculpas por las molestias que podría haber causado el reciente ataque de histeria que había afectado a un visitante en cuestión, pero la rotunda y convincente presencia de la mujer fue más que suficiente como para aventar todas las suposiciones.

A mediados de octubre, una tarde escuché en mi puerta la sucesión de los tres golpes seguidos por los otros dos. Abrí y me encontré con el Edward de los viejos tiempos, al que no veía desde el preciso momento en que experimentó el cambio durante el viaje a Maine. Se le veía tenso, presa de emociones encontradas y mientras yo cerraba la puerta tras él noté como echaba una temerosa mirada a sus espaldas.

Fuimos hasta mi estudio y me pidió un trago para tranquilizarse. Preferí no preguntarle nada y dejé que fuese él quien estableciera los hilos de la conversación. Pasó un rato antes de empezar a monologar con voz sobresaltada.

—Asenath se fue. Anoche, mientras los criados estaban ausentes, hablé con ella y le arranqué la promesa de que dejaría de acosarme. Por supuesto que tengo algunas garantías de las que aún no te he hablado. La obligué a que me dejara tranquilo. Se puso furiosa, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Puso unas pocas ropas en las maletas y salió para Nueva York. Apenas pudo tomar el expreso de las ocho y veinte para Boston. Ahora todos volverán a murmurar, como siempre, pero me tiene bien sin cuidado. No cuentes a nadie que tuvimos una disputa; será bueno que digas tan sólo que Asenath ha emprendido un largo viaje de estudios.

»Es probable que se quede a vivir con esos fanáticos. ¡Cómo me gustaría que se quedara en la costa oeste y pidiera el divorcio! Al menos, me prometió que se mantendría alejada de mí y que no me molestaría. No sabes lo horrible que era, Dan… me robaba el cuerpo… estaba tomando mi lugar… me había convertido en un prisionero. Opté por la pasividad, dejándole llevar la delantera, pero tenía que estar constantemente en guardia. Con mucho cuidado podía lograrlo, ya que ella no es capaz de leer mis pensamientos en detalle. Apenas podía saber que yo estaba elaborando alguna rebelión, pero me salvaba el hecho de que ella creyese que yo era más pusilánime de lo que en realidad soy. Nunca imaginé que podría dominarla… pero me había reservado uno o dos conjuros que afortunadamente funcionaron.

Derby repitió el gesto de la mirada atemorizada por encima del hombro y apuró un generoso trago de whisky.

—Hoy de mañana eché a esos endemoniados criados. Fue al regresar y protestaron con energía, pero al fin se fueron. Son de Innsmouth y responden incondicionalmente a Asenath. Voy a buscar a los antiguos criados de mi padre, ya que he decidido mudarme a casa de inmediato.

»Sé que debo parecerte loco, Dan, pero piensa en las historias de Arkham y convendrás conmigo que en ella hay elementos suficientes como para respaldar lo que te he contado… y lo que te contaré. Tú mismo fuiste testigo de una de esas mutaciones. ¿Lo recuerdas? Fue en tu propio coche. En un determinado momento Asenath se apoderó de mí… me expulsó de mi cuerpo. Recuerdo que fue en el preciso instante en que me disponía a contarte qué clase de ser es Asenath. Ahí fue cuando se apoderó de mí y yo me vi súbitamente instalado en mi biblioteca, que los malditos criados cerraban bajo llave y en aquel diabólico cuerpo que ni siquiera es humano. Se trataba de ella, y no de mí, quien te acompañó durante el resto del viaje, ella, como un lobo feroz dentro de mi cuerpo. No pudo escapársete la diferencia.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras proseguía. Por supuesto que había notado el cambio. ¿Cómo no hacerlo? Pero ¿era verosímil semejante explicación? El monólogo de Edward era incontenible.

—Salvarme, Dan, salvarme era mi único objetivo. Debía hacerlo. El designio de Asenath era apoderarse de mí para siempre en ocasión del día de Todos los Santos. Ese día oficiaban un aquelarre pasando Chesuncook y con el sacrificio ritual yo ya no tendría escapatoria. Quedaría para siempre en manos de ella… ella habría sido para siempre yo y yo habría sido ella. Para el resto de los tiempos. Habría cumplido entonces su sueño de ser un hombre de carne y hueso. Supongo que luego trataría de deshacerse de mí, dando muerte a su excuerpo conmigo adentro, tal como lo hizo antes.

Llegado a este punto de su relato, el rostro de Edward fue presa de una descomunal tensión; se inclinó más hacia mí y bajando la voz, casi en un susurro, continuó:

—En el coche se me ocurrió que ella no es Asenath sino el mismísimo viejo Ephraim. En verdad ya antes lo había sospechado, pero en aquel momento tuve la evidencia. Es posible comprobarlo en su caligrafía cuando está desprevenida. A veces escribe largos textos con la misma letra del viejo. Este se refugió en el cuerpo de su hija cuando sintió que iba a morir. Ella fue la única persona a mano con el cerebro adecuado y una personalidad apocada. Se apoderó de su cuerpo de manera permanente, igual que lo que ella pretendió hacer conmigo. Luego envenenó el anciano cuerpo donde había alojado a su hija. ¿Acaso no has visto relucir docenas de veces en los ojos de Asenath los diabólicos ojos del viejo? ¿No has reparado que esa misma mirada aparece en mis ojos cuando ella se apodera de mí?

Derby debió detenerse para retomar aliento. No me atrevía a decir nada. Al cabo de un momento el tono de su voz volvió a ser normal. Para mí, Edward estaba loco rematado, pero por cierto que no sería yo quien lo empujara a un manicomio. Tal vez todo volviese a la normalidad con el paso del tiempo y la ausencia de Asenath. Era evidente que mi amigo estaba lo suficientemente escaldado como para volver a sus prácticas de ocultismo.

—Con el tiempo te contaré otras cosas que ignoras. Ahora me siento muy cansado. Ya te hablaré sobre los horrores en que me involucré por causa de Asenath, horrores que aún alientan entre nosotros por causa de unos cuantos fanáticos que se encargan de mantenerlos vivos. Hay gente capaz de hacer ciertas cosas que nadie debería hacer. He sido uno de ellos, pero todo eso ya acabó para mí. Si estuviese a mi cargo la biblioteca de Miskatonic, yo mismo reduciría a cenizas el maldito Necronomicon y todos los libros de su estirpe.

»Pero ahora Asenath ya no podrá apoderarse de mí. Pronto abandonaré esa casa y volveré a mi hogar. Sé que puedo contar contigo. Te he hablado de esos diabólicos criados… en especial de lo que son capaces si la gente insiste en preguntarse acerca del paradero de Asenath. ¿Te das cuenta de que no puedo dar la dirección de ella? Quien quiera indagar podría malinterpretar nuestra separación y sé muy bien que algunos de esos fanáticos tienen ideas y métodos contundentes. Sé que estarás de mi parte si llega a ocurrir algo… incluso si me veo obligado a decirte cosas que te provocarán una gran perturbación…

Casi naturalmente, Edward se quedó en casa aquella noche, alojado en una de las habitaciones de huéspedes; por la mañana parecía mucho más tranquilo. Examinamos sus planes para el regreso al hogar familiar; por mi parte sentía la necesidad de que no perdiera tiempo alguno en la implementación del proyecto. Durante las siguientes semanas nos encontramos muy frecuentemente. En nuestras reuniones no se mencionó casi ninguna cosa extraña; la conversación se concentraba exclusivamente en las tareas de restauración que se practicaban sobre la vieja casa de los Derby y sobre los viajes que planeábamos realizar el próximo verano.

Asenath había desaparecido completamente de nuestras conversaciones; por cierto que el tema desagradaba profundamente a Edward. Mientras tanto, en la ciudad corrían rumores acerca de la singular pareja que vivía en Crowninshield aunque a esa altura esto no significaba novedad alguna. Sin embargo, no me gustó lo que una vez oí decir al banquero de Derby en el club de Miskatonic: que Edward remitía frecuentemente cheques a algunos vecinos de Innsmouth llamados Moses y Abigail Sargent y Eunice Babson. Temí que mi amigo estuviese siendo víctima de un chantaje por parte de los malditos criados. Edward nunca me comunicó nada al respecto.

Yo esperaba con ansiedad la llegada del verano y de las vacaciones para realizar los viajes que habíamos planeado con Edward. Sin embargo, la salud de mi amigo no progresaba con la rapidez deseable. Aun en sus escasos momentos de alegría, subyacían matices de histeria y la sucesión de estados de depresión y aprensión ocupaban buena parte de su día. En diciembre, la casa de los Derby quedó en condiciones de habitarse, pero inexplicablemente Edward demoraba la mudanza. Detestaba y temía a la casa de Crowninshield, pero algo misterioso lo retenía a ella. Todos los días recurría a un nuevo pretexto para demorar el traslado de sus cosas a la casa familiar. Cierta vez se lo hice notar y entonces pareció más asustado que de costumbre. El viejo mayordomo de su padre —a quien había ubicado y contratado— llegó a confiarme acerca de los extraños merodeos de Edward por la casa, especialmente por el sótano, de sus malos presentimientos al respecto. Le pregunté si había recibido alguna correspondencia de Asenath, pero el anciano me confirmó que no había visto carta alguna en el correo.

Sería hacia la Navidad cuando una tarde Derby sufrió un ataque mientras se encontraba de visita en mi casa. Yo dirigía la conversación hacia el viaje que proyectábamos hacer durante el verano cuando, de repente, Derby lanzó un grito y saltó de la silla en que estaba sentado, adquiriendo su rostro un aire de espantoso e irrefrenable temor; su expresión reflejaba un pánico y aversión tales como sólo las más infernales pesadillas pueden producir en una mente sana.

—¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mío, Dan!… tira con fuerza… desde la lejanía… golpea… desgarra… esa bruja… ahora mismo… Ephraim… ¡Kamog! ¡Kamog! ¡El averno de los shaggoths!… ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Chivo con las Mil Crías!… La llama… la llama… más allá del cuerpo, más allá de la vida… en las profundidades de la tierra… ¡Oh, Dios mío!…

Volví a sentarle en la silla y le obligué a beber un vaso de vino, mientras su agitación daba paso a una mortecina apatía. No opuso la menor resistencia, pero sus labios no cesaban de moverse como si estuviera hablándose a sí mismo. Al instante advertí que era a mí a quien trataba de hablar, y pegué el oído a su boca en un intento de captar sus débiles palabras.

—Otra vez, otra vez… trata de volver a hacerlo… debía suponerlo… nada puede detener esa fuerza, ni la lejanía, ni los conjuros, ni la muerte… se abalanza una y otra vez, sobre todo por la noche… no puedo escapar… es horrible… ¡Oh, Dios mío! Dan, si te hicieras una mínima idea de lo horrible que es todo esto

Luego cayó en una especie de sopor, le coloqué unos almohadones debajo del cuerpo y dejé que el sueño se apoderase de él. No llamé al médico, pues sabía muy bien lo que iba a decir sobre su estado mental y quería dejar obrar a la naturaleza… si es que aún podía albergarse alguna esperanza. Edward se despertó a medianoche y entonces le acosté en el piso de arriba, pero al despertarme a la mañana siguiente se había ido ya. Había salido sin hacer ruido, y cuando le llamé por teléfono en su casa el mayordomo me dijo que se encontraba dando vueltas por la biblioteca.

La salud de Edward se agravó mucho a partir de aquella noche. Ya no venía a visitarme, si bien ahora yo iba a verle todos los días. Siempre me lo encontraba sentado en la biblioteca, con la mirada perdida en el vacío como si estuviese escuchando algo fuera de lo normal. A veces hablaba razonando, pero siempre sobre temas intrascendentes. La menor mención de su enfermedad, de futuros planes o de Asenath le hacía montar en cólera. Su mayordomo dijo que sufría espantosos ataques por la noche, en el curso de los cuales llegaba a producirse lesiones.

Tras consultar detenidamente con su médico de cabecera, su banquero y su abogado, me decidí finalmente a que fuera a verle su médico junto con dos especialistas. A las primeras preguntas que le formularon Edward sufrió unos violentos espasmos que le hicieron digno de la mayor compasión, y aquella misma tarde se lo llevaron forcejeando, en un coche cubierto, al sanatorio de Arkham. Hube de hacerme cargo de su curación y le visitaba dos veces por semana. Sus gritos estridentes, sus pavorosos murmullos y su terrible e insaciable repetición de frases como «Tenía que hacerlo… tenía que hacerlo… se apoderará de mí… se apoderará de mí… allá abajo… allá abajo en las tinieblas… ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme!… ¡Salvadme!», casi me hacían saltar las lágrimas.

Si había posibilidades de que se recuperase es algo que nadie se atrevía a vaticinar, pero en todo caso me esforcé por no perder el optimismo. Si lograba salir de aquella, Edward iba a necesitar una casa, por lo que mandé trasladar a toda su servidumbre a la mansión de los Derby que, a no dudar, sería el lugar elegido por él de conservar el sano juicio. No supe qué hacer con la finca de Crowninshield, con su ingente mobiliario y todas aquellas colecciones de las más inexplicables cosas. Así que, de momento, opté por no hacer nada en ella, limitándome a decirles a los criados de Derby que fuesen por allí una vez por semana a limpiar el polvo de las habitaciones principales y a ordenar al encargado de la calefacción que encendiera la caldera en tales días.

La contrariedad definitiva tuvo lugar unas fechas antes de la Candelaria y, para cruel ironía, vino precedida de un falso destello de esperanza. A últimas horas de una mañana de enero, telefonearon del sanatorio para decir que Edward había recobrado repentinamente la razón. Según decían, su memoria se había resentido mucho, pero no cabía duda de que se hallaba en su sano juicio. Naturalmente, durante algún tiempo debía seguir en observación, pero apenas podían albergarse dudas sobre cuál sería el desenlace. Si todo iba bien, en una semana le darían de alta.

Loco de contento por la noticia que acababan de darme, me dirigí rápidamente al hospital, pero me quedé anonadado al entrar tras una enfermera en la habitación de Edward. El paciente se levantó para saludarme, alargándome la mano con una cordial sonrisa, mas al instante advertí que se encontraba en aquel estado extrañamente sobreexcitado tan opuesto a su natural forma de ser, tenía aquella engreída personalidad que tan indeciblemente horrible me había parecido y de la que el mismo Edward dijo en cierta ocasión que no era sino el alma intrusa de su mujer. Era exactamente la misma mirada abrasadora —la misma de Asenath y del viejo Ephraim— y la misma expresión firme de la boca, y cuando hablaba pude notar la misma lúgubre y aguda ironía en su voz, aquella profunda ironía que tanto hacía pensar en la inminencia de un mal. De nuevo me encontraba ante la persona que había conducido mi coche aquella noche cinco meses atrás, la persona que no había vuelto a ver desde aquella breve visita en que olvidó la vieja señal del timbre y suscitó temores harto difusos en mí, y ahora me producía la misma tenebrosa sensación de espantosa demencia e inefable horror cósmico.

Me estuvo hablando en tono afable de los trámites que debía hacer para salir de allí, ante lo cual sólo me quedó asentir a pesar de sus fallos de memoria sobre hechos bien recientes. Pero me dio la impresión de que le sucedía algo terrible, inexplicable, erróneo y anormal. Aquella criatura encerraba horrores que no podía discernir. Sin duda, estaba en su sano juicio, pero ¿era el mismo Edward Derby que había conocido? De lo contrario, ¿quién o qué era, y dónde estaba el verdadero Edward? ¿Estaría en libertad o confinado en algún lugar? ¿O quizás habría desaparecido de la faz de la tierra? Se percibía una sensación de abominable sarcasmo en todo cuanto aquella criatura decía; sus ojos, muy parecidos a los de Asenath, reflejaban una ironía harto desconcertante al aludir a ciertas palabras sobre la libertad ganada años atrás gracias a un confinamiento de lo más estricto. Debí comportarme con suma torpeza, pero lo cierto es que me alegré al salir de allí.

Aquel día y el siguiente no cesé de devanarme los sesos reflexionando sobre el problema. ¿Qué había sucedido? ¿Qué inteligencia miraba a través de aquellos ojos ajenos a la cara de Edward? Apenas podía pensar en otra cosa que en tan terrible y complejo enigma, hasta el punto de que hube de dejar a un lado mi trabajo cotidiano. Al día siguiente por la mañana llamaron del hospital para decir que el estado del paciente seguía igual, y ya avanzada la tarde estuve a punto de sufrir una crisis nerviosa —un estado pasajero que admito, aunque otros dirán que tiñó de color la visión que tuve después. No tengo nada que decir al respecto, salvo que ninguna locura mía puede llegar a explicar toda la evidencia.