Llego otra vez a un punto en el que me resulta muy difícil proseguir. Ya debiera estar endurecido a estas alturas, pero ciertas experiencias y suposiciones hieren demasiado hondamente para cicatrizar y dejan la memoria tan sensibilizada que los recuerdos nos hacen volver a vivir el pasado horror. Vimos, como he dicho, ciertos obstáculos en nuestro camino sobre el pulido suelo, y puedo decir que, casi al mismo tiempo, nuestro olfato se vio invadido por una curiosa acentuación de aquel extraño hedor, ahora claramente mezclado con la fetidez indecible de los que nos habían precedido. La luz de la segunda linterna no nos dejó dudas acerca de qué objetos obstruían el camino, y únicamente nos atrevimos a acercarnos a ellos porque advertimos, incluso a distancia, que ya estaban tan lejos de poder hacer mal alguno como los seis ejemplares de su misma especie que desenterramos de los abominables túmulos coronados por estrellas del campamento de Lake.
Estaban, efectivamente, tan incompletos como la mayor parte de los que desenterramos, aunque por el charco espeso y de color verde oscuro que se estaba formando en torno a ellos era evidente que su mutilación era infinitamente más reciente. Parecía no haber sino cuatro de ellos, mientras que los boletines de Lake indicaban que el grupo que nos había precedido estaba formado por no menos de ocho. Fue completamente inesperado encontrarlos en aquel estado y nos preguntamos qué clase de siniestro combate se había desarrollado en medio de la oscuridad.
Los pingüinos, cuando se les ataca en grupo, se defienden ferozmente con el pico, y el oído nos decía ahora que había un criadero no lejos de allí. ¿Acaso quienes nos precedieron habían alborotado un lugar así provocando una persecución asesina? Los obstáculos que teníamos ante nuestro camino no lo hacían pensar así, pues los picos de los pingüinos difícilmente podrían haber causado en los duros tejidos que Lake diseccionara tan terribles destrozos como los que ahora podíamos ver al aproximarnos. Además, las enormes aves ciegas que habíamos visto parecían singularmente tranquilas.
¿Se habría producido, entonces, una lucha entre aquellos «otros», y había que achacar el daño a los cuatro que faltaban? En ese caso, ¿dónde se hallaban? ¿Estaban cerca de allí representando una amenaza inmediata para nosotros? Fuimos mirando con cierto temor algunas de las bocas de túnel por las que pasábamos según avanzábamos con paso lento y receloso. Cualquiera que fuese el conflicto, esto había sido lo que ahuyentó a los pingüinos incitándolos a desacostumbradas correrías. Seguramente la cosa había ocurrido cerca del lugar en que habitaban, junto al insondable abismo de más allá desde donde habían llegado hasta nosotros los lejanos graznidos de las aves, pues no se percibían señales de que vivieran por allí Tal vez había habido una terrible lucha en la que el grupo más débil fue aniquilado por el más fuerte cuando trataba de llegar a los trineos escondidos. Cabía imaginar el diabólico combate entre seres indeciblemente monstruosos que surgían del negro abismo, rodeados de bandadas de pingüinos frenéticos graznando y huyendo lo más velozmente posible.
Afirmo que nos acercamos lenta y recelosamente a los objetos mutilados que yacían en medio de nuestro camino. ¡Ojalá nunca nos hubiéramos aproximado a ellos y hubiésemos salido a todo correr de aquel túnel execrable de suelo escurridizo y de paredes cuajadas de decoraciones decadentes que copiaban los seres que habían reemplazado! ¡Ojalá hubiéramos retrocedido antes de ver lo que vimos y antes de que quedara grabado a fuego en nuestra mente algo que nunca nos permitirá volver a respirar tranquilamente!
La luz de las dos linternas cayó sobre los objetos caídos de tal manera que pronto nos percatamos de cuál era el factor predominante de su mutilación. Machacados, aplastados, retorcidos y rotos como estaban, lo que caracterizaba a todos ellos era que estaban decapitados. Todas las cabezas de equinodermo provistas de tentáculos estaban cortadas, y según nos acercamos, vimos que, al parecer, habían sido descabezados más por diabólico desgarro o succión que mediante cualquier forma habitual de corte. El maloliente licor de color verde oscuro que de ellos fluía formaba un charco grande que iba en aumento, pero su fetidez quedaba medio anulada por un nuevo y más extraño hedor, más penetrante allí que en ningún otro lugar de nuestro camino. Tan sólo cuando habíamos llegado muy cerca de los obstáculos desparramados en el suelo pudimos comprender de dónde procedía aquel segundo e inexplicable olor, y tan pronto como lo hicimos, Danforth, recordando ciertas tallas muy elocuentes de la historia de los Primordiales en la era pérmica, es decir, hace ciento cincuenta millones de años, no pudo contener un grito de angustia que despertó los ecos de aquel pasadizo abovedado y arcaico de los relieves de palimpsesto.
Yo mismo estuve a punto de gritar también, pues había visto igualmente los frisos primigenios y había admirado estremecido la forma en que el anónimo artista había dado a entender la horrible capa de viscosidad que cubría a unos Primordiales mutilados y caídos en tierra, aquellos a los que los terribles shogoths habían dado muerte y succionado hasta dejarlos sin cabeza en la guerra en que habían vuelto a sojuzgarlos. Eran bajorrelieves infames, producto de pesadillas, aunque narraran episodios de remotísima antigüedad, pues ningún ser humano debiera ver a los shogoths y sus obras, ni criatura alguna debiera representarlos con imágenes. El demente autor del Necronomicon había tratado de afirmar bajo juramento que ninguno se había engendrado en este planeta, y que solamente soñadores toxicómanos los habían imaginado. ¡Protoplasma informe capaz de adoptar y reproducir todas las formas, órganos y procesos, aglutinaciones viscosas de células burbujeantes, esferoides elásticos de quince pies, infinitamente plásticos y dúctiles, esclavos de la sugestión, constructores de ciudades, cada vez más sombríos, cada vez más inteligentes, cada vez más anfibios y más miméticos! ¡Dios santo! ¿Qué clase de demencia induciría a aquellos Primordiales blasfemos a utilizar y plasmar semejantes seres?
Fue entonces cuando Danforth y yo vimos aquella negra viscosidad de recentísimo brillo y de iridiscentes reflejos que se pegaba espesamente a los cuerpos descabezados tornando el ambiente horriblemente apestoso con aquel nuevo y desconocido hedor cuyo origen solamente una mente enferma podía imaginar, aquella viscosidad que se pegaba a los cuerpos y brillaba menos espesamente en un trozo de la pared esculpida de nuevo con una serie de puntos agrupados, fue entonces cuando comprendimos lo que era el terror cósmico en toda su insondable profundidad. No fue el miedo a aquellos cuatro seres que faltaban, pues demasiado sospechábamos que no volverían a hacer daño. ¡Pobres diablos! Al fin y al cabo no eran seres malignos en su especie. Eran los hombres de otra era y de otro orden de cosas. La naturaleza les había gastado una broma infernal —como se la gastará a otros cualesquiera cuya locura, dureza de sentimientos o crueldad lleve en lo sucesivo a excavar en aquel horrendo desierto polar, muerto o dormido. Aquel fue su trágico destino. Ni siquiera habían sido salvajes, pues ¿qué habían hecho? Aquel pasmoso despertar en el frío de una época desconocida, tal vez la acometida de una manada de cuadrúpedos peludos ladrando furiosamente y una aturdida defensa contra ellos y los igualmente frenéticos simios blancos con extrañas envolturas y adimentos… ¡Pobre Lake, pobre Gedney… y pobres Primordiales! Científicos hasta el final. ¿Qué hicieron ellos que no hubiéramos hecho nosotros en su lugar? ¡Santo Dios, qué inteligencia y qué tenacidad! ¡Qué manera de enfrentarse con lo increíble, igual que aquellos parientes y antepasados suyos que se habían enfrentado también con cosas casi igualmente extrañas! Animales radiados, plantas, monstruos, semilla de estrellas, no sé qué habían sido, pero ahora eran hombres.
Habían atravesado los helados picos en cuyas templadas laderas se habían entregado tiempo atrás al culto, las mismas laderas que habían recorrido antaño entre helechos arbóreos. Habían descubierto su ciudad muerta inmóvil bajo el peso de la maldición y habían interpretado el relato esculpido de sus tiempos postreros, como habíamos hecho nosotros. Hablan tratado de llegar hasta congéneres vivos en profundidades míticas de una negrura jamás vislumbrada, y ¿qué habían encontrado? Todo esto pensábamos Danforth y yo mientras contemplábamos aquellas formas descabezadas y cubiertas de viscosidad para mirar después las tallas palimpsestas y los malignos grupos de puntos frescos en la pared, y al mirar comprendimos lo que debió de triunfar y sobrevivir en las profundidades de la ciclópea ciudad acuática de aquel abismo sumido en una noche eterna y rodeado de pingüinos, del que comenzaba a subir una siniestra y rizada neblina blanca como respondiendo al grito nervioso de Danforth.
La sorpresa que había supuesto reconocer la monstruosa viscosidad y la decapitación de aquellos seres nos había dejado a los dos convertidos en estatuas inmóviles y mudas, y solamente en el curso de posteriores conversaciones descubrimos la idéntica naturaleza de nuestros pensamientos en aquellos instantes. Nos pareció haber permanecido allí durante milenios, pero en realidad no fueron más de unos quince segundos. Aquella neblina pálida y odiosa ascendía rizándose como impulsada por algún volumen más alejado que también avanzaba, y luego llegó el sonido que desbarató gran parte de lo que acabábamos de decidir y, al hacerlo, nos libró del sortilegio y nos permitió recorrer alocadamente, entre desconcertados pingüinos que no cesaban de graznar, el camino de vuelta a la ciudad a través de pasadizos megalíticos inmersos en el hielo, hasta llegar al gran espacio circular abierto y luego subir por la arcaica rampa en espiral para tratar frenéticamente de salir al aire puro de fuera y a la luz del exterior.
El nuevo sonido a que me he referido desbarató, como he dicho, buena parte de lo que habíamos decidido: porque fue lo que la disección del desgraciado Lake nos había inducido a atribuir a los que dábamos por muertos. Era, me dijo Danforth después, exactamente lo mismo que él había oído de forma infinitamente apagada cuando se hallaba en aquel lugar de más allá del recodo del callejón situado por encima del nivel glacial, y, desde luego, recordaba estremecedoramente los silbidos del viento que los dos habíamos oído en torno a las encumbradas cuevas de las montañas. A riesgo de parecer pueril, añadiré algo más, aunque no sea más que por la sorprendente forma en que las impresiones de Danforth encajaron con las mías. Naturalmente, la lectura de los mismos libros fue lo que nos preparó para llegar a tales interpretaciones, aunque Danforth ha apuntado algunas raras nociones acerca de fuentes insospechadas y prohibidas que Poe pudo consultar cuando escribió su Arthur Gordon Pym hace ya un siglo. Se recordará que en esa fantástica narración hay una palabra de significado desconocido, pero terrible y prodigioso, una palabra relacionada con la Antártida y que gritan eternamente las gigantescas aves de fantasmal blancura en el centro de esa malévola región. «Tekeli-li! Tekeli-li!» Eso fue exactamente, lo reconozco, lo que nos pareció articulaba aquel repentino ruido tras la blanca neblina que avanzaba, aquel insidioso silbido musical que se dejaba oír abarcando una escala singularmente amplia.
Antes de que se oyeran tres notas, o tres sílabas, ya corríamos desenfrenadamente, aunque sabíamos que la rapidez de los Primordiales permitiría a cualquier superviviente de la matanza que, alertado por el grito, pudiera perseguirnos, darnos alcance en un instante si deseaba hacerlo. Teníamos una vaga esperanza, sin embargo, de que un comportamiento pacífico por nuestra parte y el mostrar una razón parecida a la suya, podía inducir a un ser de esa naturaleza a hacernos gracia de la vida en caso de captura, aunque no fuera más que por curiosidad científica. Después de todo, si no veía nada que temer, no tendría motivo para hacernos daño. Comoquiera que ocultarnos habría resultado fútil en aquella coyuntura, enfocamos hacia atrás el rayo de la linterna mientras corríamos, con lo que vimos que la neblina se iba haciendo más sutil. ¿Veríamos al fin un ejemplar completo y vivo de aquellos «otros»? Una vez más llegó a nuestros oídos aquel silbido obsesivo y musical: «Tekeli-li! Tekeli-li!»
Como observáramos entonces que le íbamos ganando terreno a nuestro perseguidor, se nos ocurrió que quizá estuviese herido. Pero no podíamos arriesgarnos, pues estaba claro que venía tras de nosotros en respuesta al grito de Danforth y no porque huyera de ninguna otra criatura. El tiempo acuciaba demasiado para vacilar. Donde pudiera encontrarse aquel otro ser de pesadilla, menos concebible y menos mencionable, aquella masa apestosa nunca vislumbrada que vomitaba viscoso protoplasma, cuya raza había conquistado el abismo y había expulsado a los colonizadores de la Tierra forzándolos a socavar de nuevo y a arrastrarse por las madrigueras de las montañas, no podíamos imaginarlo siquiera y nos causó un verdadero remordimiento dejar a aquel Primordial, probablemente malherido y quizá único superviviente, a merced de una nueva captura y una suerte sin nombre.
Gracias a Dios no cejamos en nuestra carrera. La rizada neblina había vuelto a espesarse y avanzaba a mayor velocidad, en tanto que los descarriados pingüinos graznaban a espaldas nuestras y gritaban dando muestras de un pánico sorprendente si teníamos en cuenta la escasa confusión que mostraron cuando los adelantamos. Una vez más recorrió aquel siniestro silbo la extensa escala de su música: «Tekeli-li, Tekeli-li». Nos habíamos equivocado. Aquel ser no estaba herido, sino que se había detenido al encontrar los cuerpos de sus congéneres caídos y la diabólica inscripción viscosa encima de ellos. Nunca sabríamos qué mensaje demoníaco sería aquel, pero los enterramientos en el campamento de Lake nos habían indicado la mucha importancia que daban a sus muertos. La linterna tan descuidadamente utilizada, nos mostraba al frente la gran caverna en que convergían varias galerías, y celebramos perder de vista aquellas morbosas tallas palimpsestas que casi sentíamos incluso cuando apenas las veíamos.
Otro pensamiento que nos inspiró la aparición de la caverna fue la posibilidad de despistar a nuestro perseguidor en tan confusa infinidad de galerías. Había en el espacio abierto varios pingüinos ciegos, y resultaba evidente que su temor del ente que se acercaba era extremado hasta el punto de no ser explicable. Si disminuíamos la luminosidad de la linterna hasta dejar solamente la luz indispensable para caminar, y la manteníamos fija delante de nosotros, los movimientos y los atemorizados graznidos desacompasados de aquellas enormes aves sumidas en la neblina, tal vez apagaran el ruido de nuestros pasos, ocultando nuestro verdadero trayecto y creando de alguna forma una pista falsa. En medio de las inquietas volutas de bruma y de sus rizadas espirales, el deslustrado piso cubierto de cascotes del túnel principal a partir de aquel punto, en contraste con las otras galerías morbosamente pulidas, no podía distinguirse con facilidad ni siquiera, por lo que nos era dado conjeturar, para los especiales sentidos que hacían que los Primordiales pudieran prescindir de la luz, aunque sólo parcialmente, en casos de emergencia. De hecho, teníamos cierto temor de extraviarnos con las prisas, pues habíamos decidido, naturalmente, seguir derechos hacia la ciudad muerta, ya que las consecuencias de perdernos en aquellas desconocidas celdas de las montañas serían impensables.
El hecho de que sobreviviéramos y saliéramos al exterior es prueba suficiente de que aquel ser se equivocó de túnel en tanto que nosotros dimos providencialmente con el acertado. Los pingüinos por sí solos no hubieran podido salvarnos, pero en conjunción con la neblina parece que lo consiguieron. Nuestra buena estrella mantuvo las volutas de neblina lo bastante espesas en el momento crítico, pues estaban siempre agitadas y amenazando con desvanecerse totalmente. Y, efectivamente, así lo hicieron durante un segundo antes de que saliéramos del repugnante túnel dos veces tallado y llegáramos a la cueva, de tal manera que únicamente percibimos durante un instante, y sólo a medias, el ser que nos perseguía, al lanzar una última y angustiada mirada hacia atrás antes de apagar la linterna y de mezclarnos con los pingüinos con la esperanza de escapar a su persecución. Si la estrella que nos ocultó fue benigna, la que nos permitió ver a medias aquella criatura fue infinitamente cruel, pues a esa relampagueante semivisión se debe la mitad del horror que desde entonces nos acosa.
Lo que nos hizo volver la vista atrás fue el instinto inmemorial que impulsa al perseguido a investigar la naturaleza y rumbo del perseguidor, o, tal vez, un intento automático de responder a una pregunta subconsciente planteada por uno de nuestros sentidos. En medio de nuestra huida, con todas nuestras facultades centradas en el problema de cómo escapar, no nos encontrábamos en condiciones de observar y analizar los detalles, pero, aun así, las células latentes del cerebro debieron asombrarse ante el mensaje que les transmitía nuestro olfato. Más tarde comprendimos en qué consistía ese mensaje: que nuestra huida de la capa de viscosidad apestosa que cubría aquellos obstáculos acéfalos, y la simultánea aproximación del ser que nos perseguía, no había supuesto una sustitución de hedores como por lógica cabía esperar. Junto a los que yacían en tierra había predominado aquella fetidez nueva e inexplicable, pero ahora esta debía haber dado paso al hedor innominado asociado con los otros seres. Tal sustitución no había tenido lugar; por el contrario, la nueva fetidez era ahora menos soportable por estar prácticamente sin diluir, y con cada segundo que pasaba se hacía más ponzoñosamente insistente.
Así pues, volvimos la vista atrás al parecer simultáneamente, aunque sin duda el incipiente movimiento del uno provocó el del otro, y al hacerlo enfocamos con la luz de las linternas la neblina, entonces más sutil, guiados por el ansia primitiva de ver todo lo posible, o por el deseo, aunque menos primitivo igualmente inconsciente, de deslumbrar al ser que nos perseguía antes de apagar las linternas y escabullirnos entre los pingüinos del laberinto que se abría ante nosotros. ¡Qué desdichada acción!
Ni el mismo Orfeo, ni la esposa de Lot, pagaron mucho más cara una mirada atrás. Y de nuevo oímos aquellas pavorosas notas de gaita que recorrían una extensa escala: «Tekeli-li, Tekeli-li…»
Más vale que hable francamente, aunque me siento incapaz de hacerlo con claridad, al decir qué es lo que vimos, si bien en aquel momento pensamos que nunca lo admitiríamos, ni siquiera el uno al otro. Las palabras que llegarán al lector no podrán ni siquiera dar una idea de la espantable naturaleza de lo que vislumbramos. Invalidó tan totalmente nuestra capacidad de discernimiento que me maravilla que conserváramos juicio suficiente para apagar las linternas, como habíamos decidido hacer, y correr por el túnel que conducía a la ciudad muerta. Debió ser el instinto lo que nos sacó del aprieto tal vez mejor de lo que hubiera podido hacer el raciocinio, aunque si fue eso lo que nos salvó, pagamos un alto precio por ello. Desde luego, juicio no nos quedaba mucho.
Danforth estaba totalmente desquiciado y lo primero que recuerdo del resto de nuestro recorrido es el canturreo maquinal de mi compañero, su letanía incoherente en la cual, solamente yo entre todos los seres humanos, podía encontrar algo que no fuera inoportuna demencia. Resonaba con ecos gangosos entre los graznidos de los pingüinos, reverberando en las bóvedas más lejanas y en las desiertas galerías que, por fortuna, habíamos dejado atrás. No comenzó a canturrear inmediatamente, o de lo contrario no hubiéramos estado vivos y corriendo como locos. Tiemblo al pensar en la diferencia que nos hubiera supuesto una reacción ligeramente distinta por su parte.
—South Station…, Washington…, Park Street…, Kendall… Central… Harvard… —El pobrecillo recitaba los nombres de las estaciones del suburbano de Boston a Cambridge que atravesaba las apacibles tierras de la patria, a millares de leguas de distancia, en Nueva Inglaterra, y, sin embargo, para mí, tal letanía ni resultaba incoherente ni me traía recuerdos del hogar, pues reconocía en ella con absoluta certidumbre la monstruosa, la nefanda analogía que la había sugerido. Habíamos esperado ver al volver la cabeza, si la neblina se había diluido lo bastante, un ser espeluznante e increíble en movimiento. Nos habíamos formado una idea clara acerca de aquel ente. Pero lo que pudimos ver, pues, para colmo de males, la neblina efectivamente se había aclarado, fue algo completamente diferente e inconmensurablemente más horrendo y detestable. Aquello era la encarnación real de «lo que no debe ser» del autor de novelas fantásticas, y la analogía que más se aproxima a su realidad es un enorme tren subterráneo tal como se le ve a su llegada desde el andén de una estación; la negra y voluminosa parte delantera surgiendo colosalmente de la infinita distancia subterránea, constelada de lucecillas de colores y llenando la prodigiosa oquedad como llena un émbolo un cilindro.
Pero no nos hallábamos en un andén del metro. Estábamos en medio de la vía mientras aquella maleable columna de negra y fétida iridiscencia de pesadilla, rezumando apretadamente contra las paredes del túnel, avanzaba por el recodo de quince pies de anchura, cobrando infernal velocidad y empujando ante ella una vorágine de desvaídos vapores emanados del abismo. Era un algo terrible, indescriptible, mayor que cualquier tren subterráneo, un conjunto informe de protoplasma burbujeante, tenuemente luminoso y con miríadas de efímeros ojos que se formaban y desvanecían constantemente como pústulas de luz verdosa cubriendo completamente el frente que llenaba el túnel y que estaba a punto de abalanzarse sobre nosotros aplastando en su camino a los desalados pingüinos y resbalando sobre el reluciente suelo que, junto con sus congéneres, había limpiado aviesamente de toda clase de basura. Aún volvió a oírse aquel grito ultraterreno y burlón: «Tekeli-li, Tekeli-li». Y fue entonces cuando recordamos al fin que los satánicos shogoths, dotados por los Primordiales de vida, capacidad mental y diversas configuraciones de órganos maleables, pero carentes de lenguaje hablado, excepto aquel que expresaban los grupos de puntos, carecían también de voz, exceptuando los sonidos que imitaban de sus desaparecidos amos.