Muchos serán los que nos tilden probablemente de inhumanos, además de locos, por pensar en el túnel del Norte y en el abismo al cabo de tan poco tiempo de nuestro macabro hallazgo, y no me encuentro capaz de decir que no hubiésemos recordado inmediatamente tales cosas de no haber sido por una circunstancia concreta que nos sorprendió, iniciando una nueva serie de conjeturas. Habíamos vuelto a cubrir el cadáver del pobre Gedney con la lona y nos encontrábamos sumidos en una especie de mudo asombro, cuando unos sonidos acabaron por abrirse paso hasta nuestra percepción. Eran los primeros que escuchábamos desde que habíamos bajado del espacio abierto donde el viento de las alturas nos había dejado oír sus débiles gemidos desde cumbres ajenas a este mundo. Aunque bien conocidos y terrestres, su existencia en aquel remoto reinado de la muerte resultaba más inesperada y estremecedora que la de cualquier otro sonido fabuloso o grotesco, pues volvieron a hacer vacilar todas nuestras concepciones acerca de la armonía cósmica.
Si hubieran tenido alguna vaga semejanza con los fantásticos silbidos pertenecientes a una extensa escala musical que el informe de Lake acerca de sus disecciones nos había inducido a esperar y que nuestra exacerbada imaginación había reconocido en todas las ráfagas de viento que habíamos escuchado después de descubrir los horrores del campamento, al menos habrían tenido una especie de infernal congruencia con respecto a la región que nos rodeaba, muerta durante muchos eones. El lugar apropiado para una voz llegada de otras épocas es un cementerio de otras épocas. Pero el hecho fue que dicho sonido echó por tierra nuestras convicciones más arraigadas, toda nuestra tácita aceptación de la Antártida interior como desierto helado, total e irrevocablemente carente de cualquier vestigio de vida normal. Lo que oímos no fue el fabuloso sonido de la expresión blasfema de una antigua tierra en cuyas duras entrañas ultraterrenas un sol polar, rechazado durante incontables siglos, había provocado una monstruosa respuesta. Lejos de ello, fue algo tan burlonamente normal, tan inequívocamente habitual durante nuestros días de navegación por las aguas próximas a la tierra de Victoria y de campamento junto a la bahía de McMurdo, que nos estremecimos al pensar que pudiera darse allí, en donde no debían oírse tales cosas. En resumen, fue sencillamente el ronco graznido de un pingüino.
El apagado sonido llegó flotando desde rincones subglaciales claramente opuestos a la galería por la que habíamos llegado, desde una zona situada evidentemente en la dirección del otro túnel que conducía al inmenso abismo. La presencia de un ave acuática viva en aquellos parajes, en un mundo en cuya superficie la ausencia de vida era característica secular y uniforme, sólo podía llevarnos a una conclusión; por ello nuestro primer pensamiento fue comprobar la realidad objetiva del sonido. Efectivamente, se repitió varias veces, y en ocasiones parecía proceder de más de una garganta. Buscando su procedencia, pasamos bajo un arco del cual se habían limpiado buena parte de los cascotes: volvimos a penetrar en galerías desconocidas y, cuando dejamos atrás la luz del día, a marcar nuestro rastro con una cantidad suplementaria de papel que tomamos con extraña repulsión de uno de los fardos tapados con lona que hallamos en los trineos.
A medida que el piso helado fue siendo reemplazado por cascotes y broza, percibimos con nitidez unas curiosas huellas dejadas por algo que hasta allí se había transportado a rastras; Danforth encontró una huella muy clara cuya descripción resultaría superflua. El camino que marcaban los graznidos del pingüino era el que el mapa y la brújula señalaban como el que conducía a la boca del túnel situado más al norte, y nos alegramos de encontrar un acceso sin puentes en el piso bajo que parecía estar expedito. El túnel, según el mapa, debía partir de la base de una gran construcción piramidal que recordamos vagamente haber visto desde lo alto y que se encontraba en sorprendente estado de conservación. A lo largo del camino, la única linterna encendida nos mostró la acostumbrada profusión de relieves, pero no nos detuvimos para examinar ninguno de ellos.
De pronto, una forma blanca y voluminosa apareció ante nosotros, y encendimos la segunda linterna. Es extraño cómo esta nueva búsqueda había borrado totalmente de nuestra memoria los anteriores temores a lo que pudiera acecharnos en la oscuridad. Era de suponer que los «otros», tras dejar sus cosas en el gran espacio circular, habían proyectado volver después de su exploración del camino del abismo, o incluso del abismo en sí. Pero nosotros habíamos desechado toda precaución, tan completamente como si «ellos» jamás hubieran existido. Aquella cosa blanca de torpe andar de pato medía más de seis pies, y, sin embargo, comprendimos al punto que no se trataba de uno de los «otros», pues estos eran de mayor tamaño y oscuros, y, según la descripción de los bajorrelieves, sus movimientos en tierra, a pesar de la rareza de sus miembros tentaculares nacidos del mar, eran veloces. Pero decir que aquella forma blanca no nos atemorizó profundamente sería vano. La verdad es que durante un instante nos atenazó un miedo primitivo, casi tan lacerante como nuestros razonados temores relacionados con los «otros». Nuestra excitación decayó bruscamente cuando aquel bulto blanco pasó con su andar patoso bajo un arco lateral que quedaba a nuestra izquierda para reunirse con los dos congéneres que le habían llamado con sus voces roncas. Pues no era sino un pingüino, aunque gigante, de una especie desconocida mayor que la de los pingüinos conocidos y monstruoso por la combinación de su albinismo con la casi total carencia de ojos.
Cuando pasamos en pos del ave por debajo del arco encendimos las dos linternas, y dejamos caer su luz sobre el grupo de los tres indiferentes y distraídos pingüinos; vimos que todos ellos eran albinos y carecían de ojos, y que los otros dos eran de la misma especie desconocida y gigantesca del primero. Por su tamaño nos recordaron algunos de los pingüinos arcaicos de las tallas de los Primordiales, y no tardamos en deducir que descendían de antepasados comunes y que estos habían sobrevivido por haberse refugiado en algunas regiones más templadas, cuya perpetua oscuridad había destruido su pigmentación y atrofiado los ojos hasta transformarlos en inútiles rendijas. No había duda alguna de que habitaban ahora en el profundo abismo que estábamos buscando, y esta prueba de la perdurable templanza y habitabilidad del mar interior nos llenó la cabeza de fantasías en extremo curiosas y perturbadoras.
También nos preguntamos qué había podido impulsar a estas tres aves a aventurarse lejos de sus acostumbrados dominios. El estado y el silencio de la gran ciudad muerta demostraba que no había sido nunca criadero natural de aves, mientras que la clara indiferencia del trío respecto a nuestra presencia hacía que resultara raro que el paso de un grupo distinto los hubiera alarmado. ¿Era posible que aquellos «otros» se hubieran mostrado agresivos o hubieran tratado de aumentar sus provisiones de carne? Dudábamos de que aquel penetrante olor que tanto aborrecían los perros pudiese resultar igualmente antipático para los pingüinos, pues sus antepasados habían mantenido apaciblemente con los Primordiales unas relaciones amistosas que tenían que haber perdurado a orillas del abismo en tanto que sobrevivieran algunos de los Primordiales. Llevados por un nuevo despertar del espíritu científico, lamentamos no poder fotografiar aquellas anómalas criaturas, y seguimos el camino hacia el mar subterráneo, un camino que ahora sabíamos sin ningún género de dudas que se encontraba abierto y libre de obstáculos, y cuya dirección exacta nos manifestaban claramente las huellas de los pingüinos que encontrábamos a nuestro paso.
Poco después, una fuerte bajada por una larga galería extrañamente desprovista de tallas nos indujo a creer que nos acercábamos por fin a la entrada del túnel. Acabábamos de pasar junto a dos pingüinos y oíamos a otros delante, muy cerca de nosotros. La galería terminaba en un prodigioso espacio abierto que nos dejó sin aliento; se trataba de un perfecto hemisferio invertido, evidentemente situado a enorme profundidad. Medía cien pies cumplidos de diámetro y cincuenta de altura, con bajas entradas en arco en todos los puntos de la circunferencia menos en uno, donde se abría cavernosamente una abertura negra y en forma de arco, que quebraba la simetría de la bóveda hasta una altura de casi quince pies. Era la entrada al gran abismo.
En este gran hemisferio, cuya techumbre cóncava estaba impresionantemente tallada, aunque en estilo decadente, representando una primigenia bóveda celeste, se contoneaban unos cuantos pingüinos albinos, extraños en aquel lugar, pero indiferentes y ciegos. El negro túnel mostraba sus fauces y se alejaba indefinidamente en pendiente cuesta abajo, con la boca adornada por jambas y dintel grotescamente tallados a cincel. Desde aquella críptica embocadura imaginamos que soplaba un aura ligeramente más templada y tal vez emanaba un sospechoso vapor, y nos preguntamos qué seres vivos, aparte de los pingüinos, podían ocultar el insondable abismo de allá abajo y los infinitos huecos del panal de la superficie y de las titánicas montañas. Nos preguntamos también si los indicios de humo que el desgraciado Lake creyó ver en una montaña, y también la extraña neblina que nosotros mismos habíamos visto en torno al pico coronado por un bastión, pudieran tener por causa la ascensión por tortuosos cauces de vapores procedentes de las regiones insondables del centro de la tierra.
Al entrar en el túnel vimos que su trazado general, al menos a lo largo de los primeros quince pies en ambas direcciones, era de paredes, suelo y techo abovedado formado por la acostumbrada arquitectura megalítica. Las paredes estaban sucintamente adornadas con medallones de dibujos sencillos y estilo tardío decadente, y toda la fábrica y las tallas estaban en maravilloso estado de conservación. El suelo se hallaba limpio, exceptuando algunos detritus dejados por los pingüinos al salir y las huellas impresas por otros al entrar. Cuanto más avanzábamos más templado se hacía el ambiente, con lo que no tardamos en desabrocharnos las prendas de más abrigo. Pensamos si realmente se darían allá abajo fenómenos ígneos y si las aguas de aquel mar sin sol estarían calientes. Al cabo de una corta distancia, los bloques de piedra fueron reemplazados por la roca viva, aunque el túnel conservó las mismas proporciones y siguió presentando la misma regularidad de horadación. En ocasiones, la pendiente era tan fuerte que se habían tallado hendiduras en el piso. Vimos algunas bocas de galerías laterales que no aparecían en nuestro plano, pero ninguna de naturaleza tal que pudiera dificultar nuestro regreso, y todas ellas ofrecían refugio en caso de que en nuestra vuelta topáramos con seres desagradables. El hedor de tales seres era muy perceptible. Indudablemente era una aventura suicida y necia adentrarse en aquel túnel en las condiciones descritas, pero la, tentación de lo desconocido es en ciertas personas más fuerte de lo que se cree, y al fin y al cabo esa tentación era lo que nos había llevado, en primer lugar, a este inclemente desierto polar. Según avanzábamos vimos varios pingüinos y nos preguntamos qué distancia nos quedaría por recorrer. Los bajorrelieves nos hacían esperar un descenso como de una milla hasta el abismo, pero nuestras primeras exploraciones nos habían hecho comprender que podíamos fiarnos plenamente de las escalas.
Al cabo de un cuarto de milla aproximadamente aquel olor sin nombre se intensificó, y tomamos buena cuenta de las diversas galerías laterales por las que pasamos. No se percibía vapor alguno como el de la entrada, pero esto se debía indudablemente a la falta de aire fresco que sirviera de contraste. La temperatura subía rápidamente y no nos asombró llegar ante un informe montón de cosas estremecedoramente familiares para nosotros. Se trataba de un montón de pieles y lonas de tiendas procedentes del campamento de Lake, y no nos detuvimos para estudiar las caprichosas formas en que habían sido cortadas. Algo más allá advertimos que aumentaban notoriamente el tamaño y el número de las galerías que desembocaban en la nuestra, y dedujimos que debíamos haber llegado a la zona densamente poblada de celdillas y situada debajo de las estribaciones más altas. Aquel curioso hedor sin nombre nos llegaba ahora mezclado con otro olor casi igualmente desagradable, la naturaleza del cual no nos fue dado adivinar aunque pensamos en organismos en estado de putrefacción avanzada y quizá en desconocidos hongos subterráneos. Luego se abrió ante nosotros un inesperado ensanchamiento del túnel para el cual no nos habían preparado los bajorrelieves; se trataba de un ensanchamiento y una elevación del techo, con lo que el túnel se convirtió en caverna elíptica de aspecto natural, de piso liso, de unos setenta y cinco pies de longitud por unos cincuenta de anchura y con numerosos pasillos que en ella confluían y de ella se alejaban para perderse en la misteriosa oscuridad.
Aunque la caverna parecía natural, una inspección realizada con ayuda de las dos linternas, nos descubrió que se había formado mediante la destrucción artificial de varios muros que separaban las estancias contiguas excavadas en la roca. Las paredes eran rugosas, y el elevado techo abovedado mostraba gran número de estalactitas, pero el suelo de roca viva había sido allanado y estaba libre de cascotes, detritus e incluso polvo en grado sumamente anormal. Excepto por la amplia galería por la que habíamos ido todos los grandes corredores que salían de ella se hallaban en igual estado, cuya singularidad era tal que nos tenía asombrados. El curioso y nuevo hedor que había venido a sumarse al olor sin nombre era allí muy penetrante, hasta el punto de anular al otro sin dejar rastros de él. Había algo en aquel lugar, con su suelo alisado y casi reluciente, que nos sorprendió de forma más espantosa que cualquiera de las cosas monstruosas con que habíamos tropezado anteriormente.
La regularidad de la galería que se abría ante nosotros, y también la mayor abundancia de excrementos de pingüino que había en aquel lugar, evitaba errar el camino en aquella plétora de bocas de caverna igualmente grandes. No obstante, decidimos volver a dejar un rastro de trozos de papel si se presentaban complicaciones, pues ya no podíamos esperar guiamos por las huellas dejadas en el polvo. Al reanudar la marcha iluminamos en varios puntos las paredes del túnel y nos quedamos atónitos al percibir el cambio tan radical que se apreciaba en los bajorrelieves de esta parte del corredor. Apreciábamos, naturalmente, la notable decadencia de las esculturas de los Primordiales en el período en que abrieron el túnel y ya habíamos observado la mediocre artesanía de los arabescos en los tramos que habíamos dejado atrás. Pero ahora, en aquella profunda sección de más allá de la caverna, se advertía una sutil diferencia que resultaba inexplicable, una diferencia en su naturaleza básica distinta de la merma de calidad que suponía tan profunda y calamitosa degradación de la habilidad de los artesanos y que resultaba inesperada en vista de lo que habíamos observado anteriormente.
Estas nuevas y degeneradas tallas eran toscas, burdas y totalmente carentes de delicadeza en los detalles. La talla tenía una profundidad exagerada y formaba franjas que seguían la tónica general de los pocos medallones de las secciones anteriores, pero la altura de los relieves no llegaba hasta el nivel de la superficie general. A Danforth se le ocurrió que se trataba de una talla superpuesta, una especie de palimpsesto añadido después de borrar el diseño primitivo. Era todo ello de naturaleza decorativa y convencional y el diseño consistía en burdas espirales y ángulos que se ajustaban rudamente a la tradición matemática del quintil conservada por los Primordiales asemejándose más a una parodia que a la perpetuación de una tradición. No podíamos quitarnos de la cabeza que algún elemento sutil, pero profundamente extraño, se había añadido a los principios estéticos en que se apoyaba la técnica —un elemento extraño, supuso Danforth, culpable de la elaborada sustitución. Era un arte parecido al que habíamos llegado a reconocer como el de los Primordiales, pero también desazonadoramente distinto, y me recordaba pertinazmente cosas híbridas, como las torpes esculturas de Palmira modeladas a la manera romana. Que otros habían estudiado la franja de tallas lo insinuaba el hecho de que viéramos en el suelo, delante de uno de los medallones más característicos, una pila gastada de linterna.
Comoquiera que no podíamos perder mucho tiempo estudiando aquello, reanudamos la marcha después de una ojeada, pero iluminando frecuentemente las paredes para ver si podía apreciarse algún otro cambio en la decoración. No vimos nada parecido, aunque los bajorrelieves escaseaban en algunas partes como resultado de las muchas bocas de túneles que se abrían para dar paso a galerías laterales de suelo alisado. El número de pingüinos disminuyó, aunque nos pareció percibir vagamente un coro infinitamente lejano de graznidos que llegaban desde las profundidades de la Tierra. El nuevo e inexplicable hedor se había hecho abominablemente penetrante y apenas podíamos notar indicios del otro olor innominado. Algunas nubecillas de vapor, visibles ante nosotros, indicaban los crecientes contrastes de temperaturas y la relativa cercanía de los acantilados sin sol del gran abismo. Y entonces, de súbito, vimos ciertos obstáculos en el pulido suelo delante de nosotros, obstáculos que con toda seguridad no eran pingüinos, y encendimos la segunda linterna para asegurarnos de que aquellos objetos permanecían inmóviles.