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Naturalmente, Danforth y yo estudiamos con especial interés, y con la extraña sensación de estar amenazados personalmente, todo lo correspondiente a la zona en que nos encontrábamos. Las muestras locales abundaban como es natural; y en la intrincada parte baja de la ciudad tuvimos la suerte de encontrar una casa de los últimos tiempos cuyas paredes, aunque algo dañadas por un corrimiento cercano, tenían bajorrelieves de ejecución decadente que narraban la historia hasta un periodo muy posterior al del mapa del plioceno y que nos proporcionó un postrero atisbo de aquel mundo anterior al humano. Fue aquel el último lugar que inspeccionamos minuciosamente, porque lo que allí encontramos nos ofreció un nuevo objetivo inmediato.

Estábamos indudablemente en uno de los rincones más extraños y fantásticos del globo terrestre. De todas las tierras existentes aquella era infinitamente la más antigua. Fue apoderándose de nosotros el convencimiento de que aquella horrible altiplanicie tenía que ser la fabulosa meseta de pesadilla de Leng, acerca de la cual ni siquiera el demente autor del Necronomicon quiso hablar. La gran cordillera era inmensamente larga, pues comenzaba como cadena montañosa de poca altura en la Tierra de Luitpold, en la costa del mar de Weddell, y atravesaba casi todo el continente. La parte verdaderamente elevada formaba un gran arco desde 82° de latitud sur y 60° de longitud este, hasta 70° de latitud sur y 115° de longitud este, con su parte cóncava vuelta hacia nuestro campamento y su extremo marino en la región de la larga costa cerrada por el hielo cuyas cimas divisaron Wilkes y Mawson en el círculo antártico.

Sin embargo, otras monstruosas exageraciones de la naturaleza parecían estar alarmantemente próximas. He dicho que estas cimas tenían mayor altura que las del Himalaya, pero los frisos esculpidos me impiden afirmar que son las más altas de la Tierra. Ese sombrío honor le está reservado sin duda a algo que la mitad de las tallas vacilaban en mostrar, mientras que otras lo hacían con muy clara repugnancia y temor. Había, al parecer, una porción de aquellas antiguas tierras —las que primeramente surgieron de las aguas después que la Tierra se separara de la Luna y que los Primordiales se filtraran a través del espacio desde las estrellas— que se llegó a rehuir por su carácter indeciblemente maldito. Las ciudades edificadas en ella se habían derruido tempranamente, viéndose súbitamente abandonadas. Vino luego el primer gran alabeo de la tierra que hizo trepidar convulsivamente aquella región en la era comanchiense; una tremenda fila de cumbres había surgido repentinamente en medio del más espantoso estruendo y caos, y fue entonces cuando la Tierra vio nacer las montañas más terribles y elevadas.

Si la escala de los bajorrelieves era exacta, aquellas odiadas cimas tuvieron que alzarse hasta una altura superior a los 40.000 pies; eran inmensamente más altas que las montañas de la locura que habíamos cruzado. Al parecer se extendían aproximadamente desde los 77° de latitud sur y 70° de longitud este, hasta los 70° de latitud sur y 100° de longitud este a menos de trescientas millas de la ciudad muerta, por lo que hubiéramos divisado sus tremendas cumbres en el horizonte occidental de no haber sido por aquella vaga neblina opalescente. Su extremo norte hubiera resultado igualmente visible desde el gran círculo que traza la costa antártica en la Tierra de la Reina María.

Algunos de los Primordiales, en los tiempos de la decadencia, habían dedicado extrañas preces a aquellas montañas, pero ninguno se acercó a ellas ni osó imaginar qué habría al otro lado. Ningún mortal las había contemplado jamás, y cuando estudié las emociones representadas en las tallas rogué que nadie llegara a verlas. Existen montañas que las protegen a lo largo de la costa que queda más allá —la Tierra de la Reina María y la del Kaiser Guillermo— y doy gracias al cielo de que nadie haya podido desembarcar en ellas o escalarías. No tengo el mismo escepticismo de antes acerca de antiguas leyendas y temores primitivos y hoy no me río de la idea del escultor prehumano según la cual los rayos se detenían significativamente de tarde en tarde en cada uno de los sombríos picachos y un fulgor inexplicable se esparcía desde una de las tremendas cumbres a través de la larga noche polar. Es posible que tengan un significado muy verdadero y monstruoso las leyendas pnakóticas musitadas en voz baja acerca de Kadath y del Páramo Helado.

Pero el terreno de los alrededores no causaba menos asombro, aunque al carecer de nombre fuera menos maldito. Poco después de la fundación de la ciudad se alzaron en la gran cordillera los principales templos, y muchos bajorrelieves mostraban los grotescos y fantásticos pináculos que punzaron el cielo en donde ahora solamente veíamos los extraños cubos y bastiones adheridos a la roca. Con el tiempo aparecieron las cuevas que se adaptaron como anexos de los templos. Con el transcurrir de épocas aún posteriores, todas las venas de piedra caliza fueron horadadas por corrientes subterráneas, con lo que montañas, cerros y llanuras inferiores quedaron transformados en una verdadera red de cuevas y galerías comunicadas entre sí. Muchas de las tallas narraban las numerosas exploraciones de aquellas profundidades y el descubrimiento final del tenebroso mar estigio que se escondía en las entrañas de la Tierra.

Este vasto abismo sin luz lo había socavado indudablemente el gran río que bajaba desde las horribles montañas sin nombre que se alzaban al Oeste y que antes cambiara de curso al pie de la cordillera de los Primordiales para discurrir paralelamente a la sierra y desembocar finalmente en el océano Indico entre la Tierra de Budd y la de Totten, en la costa de Wilkes. Poco a poco había ido desgastando la base de piedra caliza de la montaña al cambiar su curso, hasta que su corriente roedora llegó hasta las cavernas de las aguas inferiores y se unió a ellas para socavar un abismo todavía más profundo. Finalmente vertió su gran caudal en la oquedad de las montañas dejando seco el antiguo cauce que le había llevado hasta el mar. Gran parte de la ciudad, tal como nosotros la encontramos, se edificó sobre aquel primitivo cauce. Los Primordiales comprendieron lo que había ocurrido, y, dando rienda suelta a su sentido artístico, siempre agudo, habían convertido los naturales pilones de la entrada del río en grandes columnas de ornada talla al pie de las alturas en donde el caudaloso río comenzaba su descenso hacia la sempiterna oscuridad.

Este río, en un tiempo cruzado por docenas de nobles puentes pétreos, era evidentemente aquel cuyo seco cauce habíamos visto en el curso de nuestra exploración aérea Su situación en los diferentes bajorrelieves nos ayudó a orientarnos para imaginar la ciudad tal como había existido en las diversas etapas de la historia de aquella región milenaria muerta durante muchos eones, con lo que pudimos trazar un apresurado pero minucioso plano de sus puntos más destacados —plazas, edificios principales y cosas semejantes— que nos sirviera para guiamos en ulteriores exploraciones. Pronto pudimos reconstruir imaginariamente la totalidad del asombroso conjunto tal como existió hacia un millón, o diez millones, o cincuenta millones de años, pues las tallas nos decían qué aspecto habían presentado exactamente los edificios, las montañas y las plazas, los suburbios y los paisajes, así como la fértil vegetación de la Era Terciaria. Aquellos parajes debieron ser de mística y embrujadora belleza, y mientras pensaba en ello casi llegué a olvidar la desabrida sensación de siniestra congoja con que la antigüedad y el volumen, la ausencia de vida y la lejanía del lugar, unidos al constante crepúsculo glacial, habían ahogado y conturbado mi espíritu. Mas a juzgar por ciertas tallas, los mismos habitantes de aquella ciudad habían experimentado un terror insoportable, pues mostraban los bajorrelieves un tipo de escenas repetidas y sombrías en las que se veía a los Primordiales en el momento de apartarse temerosamente de algún objeto —que nunca aparecía en la estampa esculpida— encontrado en el gran río y que había llegado arrastrado por las aguas a través de ondulados bosques poblados de plantas trepadoras desde las horrendas montañas que se alzaban al Oeste.

Solamente en la casa de construcción menos remota y que contenía las tallas más decadentes conseguimos percibir vagamente la calamidad que llevó al abandono de la ciudad. Indudablemente, debió de haber muchas tallas de la misma época en algún otro lugar, aun teniendo en cuenta la merma de energías y aspiraciones propia de un período de tensión e incertidumbre, y, de hecho, poco después tuvimos pruebas seguras de su existencia. Mas aquel fue el primer y único conjunto que encontramos directamente. Pensábamos proseguir nuestra búsqueda más tarde, pero, como ya he dicho, las condiciones inmediatas dictaron que, por el momento, nos señaláramos otro objetivo. En cualquier caso, debían haber tenido un limite, pues cuando se extinguió entre los Primordiales toda esperanza de habitar la ciudad durante largo tiempo, hubieron de cesar por completo las labores de decoración mural. El golpe final fue, naturalmente, la llegada del extremado frío que en un tiempo se adueñó de la mayor parte de la Tierra y que nunca ha abandonado los desventurados polos, el gran frío que en el otro extremo del mundo acabó con las fabulosas tierras de Lomar y de los hiperbóreos.

Sería difícil precisar cuándo comenzó dicha tendencia en la Antártida. Hoy consideramos que el comienzo de las eras glaciales tuvo lugar hace unos quinientos mil años, pero el terrible azote debió iniciarse mucho antes. Todos los cálculos son, en buena parte, meras conjeturas, pero es muy probable que las tallas decadentes se esculpieran hace bastante menos de un millón de años y que el total abandono de la ciudad ocurriera mucho antes de la fecha aceptada como comienzo del pleistoceno, según un cálculo global para toda la superficie terrestre, es decir, hace unos quinientos mil años.

En las tallas decadentes se advertían indicios de una vegetación menos abundante y de una menor vida campestre por parte de los Primordiales. Se veían utensilios de calefacción en las casas y se mostraba a los viajeros desplazándose en invierno envueltos en ropas de abrigo. En esas tallas tardías, la franja continua de adornos estaba frecuentemente interrumpida; vimos una serie de medallones que representaba una emigración en constante aumento hacia refugios cercanos más cálidos, escapando unos a ciudades submarinas edificadas en las proximidades de lejanas costas y otros descendiendo a través de un laberinto de cavernas de los estratos de piedra caliza de las montañas hasta el vecino abismo negro de aguas subterráneas.

Finalmente, parece que fue este abismo el que quedó más colonizado. Esto se debió, sin duda, al tradicional carácter sagrado de aquella región, pero tal vez lo que influyó más decisivamente fue la posibilidad que ofrecía de seguir utilizando los grandes templos de las montañas socavadas por innumerables pasadizos y cavidades y de conservar la enorme ciudad terrestre como lugar de residencia veraniega y base de comunicación con diversas minas. El enlace entre los antiguos y los nuevos lugares de residencia se mejoró modificando la inclinación de las pendientes, ensanchando caminos en las rutas de unión, y también mediante la apertura de gran cantidad de túneles que conducían desde la antigua metrópolis al oscuro abismo, túneles que descendían en picado y cuyas bocas dibujamos detalladamente con gran esmero en el plano que íbamos trazando. Era evidente que por lo menos dos de estos túneles estaban a razonable distancia del lugar en que nos hallábamos, pues los dos se abrían en el borde de la ciudad más cercano a las montañas, uno a menos de un cuarto de milla del antiguo cauce del río y el otro tal vez al doble de esa distancia en la dirección contraria.

Parece que el abismo tenía márgenes con bancadas de tierra que quedaban por encima del nivel del agua en ciertos lugares, pero los Primordiales edificaron su nueva ciudad debajo del agua, indudablemente por ser un lugar más resguardado y que ofrecía una regularidad térmica superior. La profundidad del oculto mar debía ser muy grande, con lo que el calor interior de la Tierra aseguraría su habitabilidad durante un período indefinido de tiempo. Aquellos seres no parecían tener mucha dificultad para adaptarse a la vida submarina, pues nunca habían permitido que se atrofiaran sus agallas. Muchos bajorrelieves mostraban que siempre habían visitado con frecuencia a sus parientes submarinos de otros lugares, y cómo se bañaban habitualmente en las profundidades del lecho del gran río. La oscuridad del interior de la Tierra tampoco podía ser inconveniente para una raza acostumbrada a la larga noche antártica.

Aunque su estilo era de total decadencia, estas últimas tallas alcanzaban un nivel verdaderamente épico cuando narraban la edificación de la nueva ciudad en aquel mar recóndito. Los Primordiales habían emprendido la tarea científicamente, abriendo canteras de piedra insoluble en el corazón de las montañas horadado por incontables túneles y trayendo obreros experimentados de la ciudad submarina más cercana para que realizaran las obras de construcción según los mejores métodos. Estos obreros trajeron consigo todo lo necesario para que prosperara la nueva empresa: tejido de shogoth para crear los seres que se destinarían a levantar las pesadas piedras y que servirían posteriormente de bestias de carga en la ciudad y otras sustancias protoplásmicas con las que moldear organismos fosforescentes destinados a la iluminación.

Finalmente, en el fondo de aquel mar estigio se alzó una gran metrópolis de arquitectura muy semejante a la de la ciudad exterior, y de construcción que demostraba relativamente poca decadencia, debido a los principios matemáticos inherentes a las operaciones de construcción. Los nuevos shogoths llegaron a tener un enorme tamaño y a desarrollar singular inteligencia; los bajorrelieves los mostraban ejecutando órdenes con maravillosa prontitud. Parecían capaces de conversar con los Primordiales imitando las voces de estos —una especie de silbidos musicales que abarcaban una amplia escala de tonos, si es que el infortunado Lake no se equivocó al hacer su disección— y atender más bien a las órdenes orales que a las sugestiones hipnóticas, menos empleadas que en los primeros tiempos. Los mantenían, sin embargo, admirablemente controlados. Los organismos fosforescentes daban luz con magnífico rendimiento, y compensaban, sin duda, la pérdida de las acostumbradas auroras australes de la noche del mundo exterior.

Practicaron el arte y la decoración, aunque naturalmente con cierta decadencia. Los mismos Primordiales debieron darse cuenta de esta degeneración de su arte y en muchos casos se adelantaron a la política de Constantino el Grande trasladando tallas, especialmente delicadas, de la ciudad terrestre, del mismo modo que el Emperador, en parecida época de decadencia, despojó a Grecia y Asia de sus mejores obras de arte para dar a su nueva capital bizantina mayores esplendores de los que su pueblo era capaz de crear. Si el traslado de bloques de piedra esculpidos no fue más abundante, la causa fue, indudablemente, que la ciudad terrestre no se abandonara totalmente en un principio. Para cuando esta fue abandonada, cosa que ocurrió seguramente antes de que el pleistoceno alcanzara de lleno a los Polos, es posible que los Primordiales ya encontraran de su gusto aquel arte decadente o que hubieran dejado de reconocer la supremacía de las tallas más antiguas. En cualquier caso, era evidente que las ruinas que nos rodeaban, inmersas en un silencio más que milenario, no habían sufrido una expoliación escultórica en gran escala, aunque las mejores tallas, al igual que otros objetos muebles, sí se habían trasladado.

Los medallones y el friso de estilo decadente que relataban lo ocurrido, fueron, como he dicho, los más recientes que encontramos en nuestra sucinta exploración. Mostraba a los Primordiales trasladándose a la ciudad terrestre en el verano y a la ciudad marina en el invierno, y, en ocasiones, comerciando con las ciudades del fondo del mar cercanas a la costa antártica. Para entonces ya debían admitir que la ciudad terrestre estaba condenada, pues las tallas mostraban multitud de indicios del avance maligno del frío. Iba desapareciendo la vegetación y las terribles nieves de invierno ya no se fundían totalmente ni siquiera en la plenitud del verano. Había muerto casi todo el ganado saurio y los mamíferos no aguantaban muy bien el frío. Para hacer el trabajo del mundo superior había resultado necesario adaptar a la vida en tierra a algunos de los amorfos shogoths, de curiosa resistencia al frío, cosa que los Primordiales se habían negado a hacer hasta entonces. El gran río carecía ya de vida animal, y el mar superior había perdido casi toda su fauna a excepción de las focas y las ballenas. Todas las aves habían volado a otros lugares, exceptuando los grotescos pingüinos de gran tamaño.

Lo que había ocurrido después solamente podíamos adivinarlo. ¿Cuánto tiempo sobrevivió la nueva ciudad del abismo? ¿Seguiría allí abajo convertida en cadáver de piedra rodeado por la eterna oscuridad? ¿Acabaron por helarse las aguas subterráneas? ¿Qué destino encontraron las ciudades submarinas del mundo exterior? ¿Se trasladaron algunos de los Primordiales hacia el Norte huyendo ante el avance del casquete polar? La geología actual no muestra señal alguna de su presencia. ¿Era el temible Mi-Go todavía una amenaza en el mundo terreno septentrional? ¿Quién sabía con seguridad qué podía sobrevivir, o qué puede sobrevivir incluso hoy, en los oscuros e insondables abismos de las aguas más profundas de la Tierra? Aquellos seres parecían capaces de soportar las mayores presiones, y la gente de mar ha sacado algunas veces en sus redes objetos muy extraños. ¿Ha llegado a explicar la teoría de la ballena carnicera las feroces y misteriosas cicatrices de las focas antárticas descubiertas hace una generación por Borchgrevingk?

No he tenido en cuenta los ejemplares encontrados por el desgraciado Lake para hacer estas conjeturas, pues su ambiente geológico demostraba que vivieron en la que tuvo que ser una época muy remota de la historia de la ciudad terrestre. Por el lugar en que se hallaban, debían contar al menos treinta millones de años, y creemos que en aquellos días la ciudad de la caverna marina y ni siquiera la caverna misma existían. Ellos pertenecían a un paisaje anterior de frondosa vegetación de la era Terciaria, a una ciudad terrestre más joven, de artes florecientes y un caudaloso río que trazaba una gran curva hacia el Norte lamiendo las laderas de encumbradas montañas y alejándose hacia un distante océano tropical.

Y con todo, no podíamos evitar el pensar en aquellos ejemplares, en particular en aquellos ocho ejemplares perfectos que faltaban del campamento de Lake, terriblemente devastado. Algo anómalo había en todo aquello, en los extraños sucesos que nos habíamos empeñado en achacar a la locura de alguna persona, en aquellas horribles tumbas, en la cantidad y variedad del equipo desaparecido, en lo de Gedney, en la dureza tan poco natural de aquellas monstruosidades arcaicas y en las extraordinarias características vitales que los bajorrelieves nos decían ahora que poseía aquella especie. Danforth y yo habíamos visto mucho en las últimas horas y estábamos dispuestos a creer en estremecedores e increíbles secretos de la naturaleza primitiva, y a mantenernos callados acerca de ellos.