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Sólo con enorme vacilación y repugnancia permito a la memoria que vuelva al campamento de Lake y a lo que allí encontramos verdaderamente —y a aquella otra cosa que se encuentra más allá de las montañas de la locura. Siento la constante tentación de rehuir los detalles y dejar que las insinuaciones ocupen el lugar de los hechos y de las inevitables deducciones. Espero haber dicho ya lo suficiente para que se me permita mencionar apresuradamente lo demás, es decir, el horror del campamento. He hablado del terreno devastado por el viento, de los cobertizos dañados, del desorden de la maquinaria, de la inquietud de los perros, de la desaparición de trineos y otros objetos, de la muerte de hombres y perros, de la desaparición de Gedney y de los seis ejemplares biológicos enterrados de forma que dijérase obra de un loco, procedentes de un mundo muerto hacía cuarenta millones de años y con sus tejidos extrañamente incólumes a pesar de todos los daños de la estructura. No recuerdo si he dicho que cuando contamos los cadáveres de los perros advertimos que faltaba uno. No pensamos mucho en ello hasta más tarde —y en realidad solamente lo hemos hecho Danforth y yo.

Lo principal que he venido callando tiene que ver con los cadáveres y con ciertos detalles sutiles que pueden dar o no una especie de explicación horrenda e increíble del aparente caos. En su momento, traté de mantener la mente de todos alejada de estas cosas, pues era mucho más sencillo —y mucho más normal— achacarlo todo a un ataque de locura de algunos de los hombres del grupo de Lake. Por el aspecto que ofrecía todo, el viento demoníaco llegado desde las cumbres debió bastar para enloquecer a cualquiera que se hallara en aquel centro de todo el misterio y toda la desolación de la tierra.

La anomalía que lo remataba todo era, naturalmente, las condiciones en que se hallaban los cadáveres, tanto los de los hombres como los de los perros. Todos se habían visto envueltos en una especie de lucha terrible y estaban desgarrados y despedazados de manera diabólica y completamente inexplicable. Por lo que pudimos colegir, la muerte había sobrevenido por lesiones o estrangulación. Era evidente que fueron los perros los que iniciaron la lucha, pues el estado de su primitivo cercado demostraba que se había roto desde dentro. Lo habían situado a cierta distancia del campamento por el odio que inspiraban a los animales aquellos infernales organismos arcaicos, pero esta precaución parece que resultó inútil. Cuando los dejaron solos en medio de aquel viento monstruoso, tras unos endebles muros de insuficiente altura, los perros debieron salir de estampía, no sé si a causa del mismo viento o excitados por un sutil olor que emanaba en cantidad creciente de aquellas criaturas de pesadilla.

Pero lo ocurrido era en cualquier caso horrendo y repugnante. Tal vez sea mejor que deje a un lado los escrúpulos y diga al fin lo peor, aunque manifieste categóricamente la opinión de que, a juzgar por las observaciones directas y las rigurosas deducciones que hicimos tanto Danforth como yo, el por entonces desaparecido Gedney nada tuvo que ver con los abominables horrores que encontramos. He dicho que los cadáveres estaban espantosamente destrozados, pero ahora debo añadir que algunos de ellos mostraban incisiones muy curiosas, hechas a sangre fría y de la manera más inhumana. Me refiero tanto a los perros como a los hombres. Los cuerpos más sanos y gruesos de cuadrúpedos y bípedos estaban despojados de las partes más carnosas, como si hubieran pasado por manos de un hábil carnicero; y en torno suyo había sal esparcida, procedente de las cajas de provisiones que se hallaban en los aeroplanos y que habían sido saqueadas, lo que evocaba las más horribles imágenes. Todo había ocurrido en uno de los rudimentarios cobertizos del cual habían sacado uno de los aeroplanos; los vientos habían borrado después todas las huellas que hubieran podido servir de base a una teoría plausible. Los trozos de ropas que estaban esparcidos, arrancados brutalmente de los cuerpos que mostraban las incisiones, no ofrecían ningún indicio. De nada sirve sacar a relucir aquí las huellas que hallamos débilmente marcadas sobre la nieve en una esquina resguardada del destrozado cercado, pues no tenían nada que ver con huellas humanas, sino que estaban claramente relacionadas con aquellas huellas fosilizadas de las que el pobre Lake había estado hablando las semanas anteriores. Era necesario frenar la imaginación al socaire de aquellas ensombrecedoras montañas de locura.

Como ya he dicho, resultó que Gedney y uno de los perros habían desaparecido. Al descubrir aquel terrible cobertizo, habíamos echado de menos a dos perros y a dos hombres, pero la tienda de disección, poco dañada, en la que entramos después de investigar las monstruosas tumbas, tenía algo que revelarnos. No estaba como Lake la había dejado, pues los trozos cubiertos de aquella monstruosidad primigenia ya no se hallaban sobre la improvisada mesa de disección. De hecho, ya nos habíamos percatado de que uno de esos seis seres imperfectos y demencialmente inhumados que habíamos encontrado —el que conservaba vestigios de un olor singularmente odioso— debía corresponder al conjunto de los trozos del ente que Lake había tratado de estudiar. Sobre la mesa del laboratorio, y alrededor de ella, había esparcidas otras cosas, y no tardamos en adivinar que eran los trozos, minuciosa pero extraña y torpemente diseccionados de un hombre y un perro. Callaré el nombre de aquella persona en atención a los sentimientos de sus familiares. Habían desaparecido los instrumentos de cirugía de Lake, pero sí había señales de que habían sido limpiados cuidadosamente. También se había esfumado la estufa de gasolina, aunque si encontramos un curioso revoltijo de cerillas. Enterramos los restos humanos junto a los otros diez hombres, y los restos de los perros, junto a los cadáveres de los otros treinta y cinco animales. En cuanto a las extrañas manchas de la mesa del laboratorio y el desordenado montón de libros ilustrados, violentamente manoseados, que había a su lado, nos encontrábamos demasiado aturdidos para hacer conjeturas sobre ello.

Esto era lo peor del campamento, pero había otras cosas que no causaban menor perplejidad. La desaparición de Gedney, de uno de los perros, de los ocho ejemplares biológicos indemnes, de los tres trineos y de ciertos instrumentos, libros técnicos y científicos, material de escritura, linternas con sus correspondientes pilas, provisiones y combustible, aparatos de calefacción, tiendas de repuesto, trajes de pieles y cosas semejantes, estaban más allá de cualquier hipótesis razonable; como no había explicación tampoco para los borrones de tinta hallados en ciertos pedazos de papel ni para las pruebas evidentes de que los aeroplanos y otros instrumentos mecánicos, tanto en el campamento como junto a las perforaciones, habían sido manipulados ineptamente. Los perros parecían no poder soportar la maquinaria tan extrañamente desordenada. Luego estaba también el asalto a la despensa, la desaparición de ciertos alimentos de primera necesidad, y las latas cómicamente apiladas y abiertas por los procedimientos y lugares más increíbles. La abundancia de fósforos esparcidos, intactos, rotos o gastados constituía otro enigma menor, así como dos o tres lonas de tienda y algunos abrigos de pieles que encontramos tirados en el suelo con cortes hechos, al parecer, al azar, pero que posiblemente se hicieron al tratar de adaptar unas y otros a usos difíciles de imaginar. El mal trato dado a los cuerpos humanos y caninos y la demente inhumación de los ejemplares arcaicos, encajaban con aquella aparente locura destructora. Con vistas a una eventualidad como la que estamos viviendo ahora, fotografiamos cuidadosamente todas las muestras de vesánico desorden perceptibles en el campamento; utilizaremos las reproducciones para apoyar nuestros ruegos de que no parta la proyectada expedición de Starkweather-Moore.

Lo primero que hicimos cuando encontramos los cuerpos en el cobertizo, fue fotografiar y abrir la fila de tumbas cubiertas con montículos de nieve en forma de estrella. No pudimos sino advertir la semejanza que había entre aquellos monstruosos montones de nieve, con sus conjuntos de puntos agrupados, y la descripción que nos había hecho el desgraciado Lake de los insólitos pedazos de esteatita verdosa, y cuando encontramos algunos de estos pedazos en el gran montón de minerales, advertimos que la semejanza era, efectivamente, muy grande. He de decir claramente que toda aquella configuración recordaba abominablemente la cabeza en forma de estrella de aquellos seres arcaicos y todos estuvimos de acuerdo en que esta semejanza debió de ejercer una poderosa influencia en la mente de los hombres de Lake, hipersensibilizados por el cansancio.

Porque la locura —centrada en Gedney como único posible superviviente— fue la explicación espontáneamente adoptada por todos, al menos en cuanto a lo que se expresó verbalmente, aunque no incurriré en la ingenuidad de negar que cada uno de nosotros probablemente abrigaba las más descabelladas explicaciones que la cordura nos impidió formular. Sherman, Pabodie y McTighe realizaron aquella tarde un largo vuelo sobre el territorio de los alrededores y escudriñaron el horizonte con prismáticos en busca de Gedney y de los varios seres desaparecidos, pero nada se pudo averiguar. El trío explorador informó que la cordillera se extendía interminablemente hacia la derecha y hacia la izquierda sin disminuir de altura ni mostrar cambio esencial de la estructura. En algunos de los picos, sin embargo, las formaciones de cubos y bastiones eran más claras y acusadas, y presentaban semejanzas doblemente fantásticas con las ruinas de las tierras altas de Asia pintadas por Roerich. La distribución de las crípticas bocas de cueva en las negras cimas desprovistas de nieve parecía más o menos regular hasta donde la vista podía alcanzar.

A pesar de todos los horrores presentes, conservamos celo científico y curiosidad suficientes como para preguntarnos acerca de las regiones desconocidas que se hallarían al otro lado de las misteriosas montañas. Como dijimos en nuestros partes, siempre cautelosos, descansamos a medianoche, después de un día de espanto y desconcierto, mas no sin antes pergeñar un plan provisional para sobrevolar una o varias veces más la cordillera con un aeroplano poco cargado, máquina de fotografías aéreas y equipo de geología, a partir de la mañana siguiente. Se decidió que Danforth y yo hiciéramos la primera tentativa, y con el propósito de despegar temprano nos levantamos a las siete, pero el fuerte viento, mencionado en nuestro sucinto boletín para el mundo exterior, retrasó la partida hasta casi las nueve.

Ya he repetido el relato no comprometedor que hicimos a los hombres del campamento y que retransmitimos al exterior a nuestro regreso, dieciséis horas después de nuestra partida. Ahora me incumbe el tremendo deber de ampliar ese informe rellenando los vacíos que he callado por piedad con insinuaciones de lo que verdaderamente vimos en el oculto mundo ultramontano, insinuaciones de las revelaciones que finalmente han conducido a Danforth a una crisis nerviosa. Quisiera que él añadiera unas palabras sinceras acerca de lo que cree que él solamente vio —aunque se trata probablemente de una figuración provocada por los nervios— y que fue tal vez la gota que colmó el vaso dejándole en el estado en que se encuentra, pero se muestra firme en contra de eso. Lo único que puedo hacer es repetir sus incoherentes susurros posteriores acerca de lo que le llevó a prorrumpir en gritos mientras el avión regresaba por el desfiladero azotado por el ventarrón después de la impresión verdadera y tangible que compartí con él. No diré más. Si las claras señales que haya en lo que revele de remotos horrores supervivientes no bastan para impedir que otros se adentren en la Antártida interior —o al menos para que no curioseen demasiado profundamente bajo la superficie de ese supremo yermo de prohibidos arcanos y desolación inhumana maldita durante eones—, la responsabilidad de males indecibles y tal vez incalculables no será mía.

Danforth y yo, al estudiar las notas tomadas por Pabodie en su vuelo de la tarde y hacer algunas comprobaciones con el sextante, habíamos calculado que el paso más bajo que ofrecía la cordillera se encontraba a nuestra derecha, a la vista del campamento y a una altura de veintitrés o veinticuatro mil pies sobre el nivel del mar. Partimos, pues, rumbo a ese lugar en el aligerado aeroplano a iniciar nuestra expedición de descubrimiento El campamento, situado en unas estribaciones que se alzaban sobre una elevada meseta continental, se hallaba a una altura de alrededor de unos doce mil pies; por tanto, lo que necesitábamos subir no era tanto como a primera vista pudiera parecer. No obstante, a medida que ganábamos altura nos dimos cuenta de que el aire se enrarecía, pues, a causa de las condiciones de visibilidad, tuvimos que dejar abiertas las ventanillas de la carlinga. Naturalmente, llevábamos puestas las pieles de mayor abrigo.

A medida que nos aproximábamos a las adustas cumbres, que se elevaban oscuras y siniestras por encima de la nieve hendida por los desfiladeros y los glaciares que rellenaban las quebradas, fuimos percibiendo más y más de aquellas formaciones extrañamente regulares que se adherían a las laderas y volvimos a pensar en las estrambóticas pinturas asiáticas de Nicholas Roerich. Los antiquísimos estratos rocosos erosionados por los vientos confirmaron plenamente todos los boletines de Lake, y vinieron a demostrar que aquellos picos se habían alzado allí exactamente del mismo modo desde eras sorprendentemente tempranas de la historia de la Tierra, quizá durante más de cincuenta millones de años. Sería llana ocupación tratar de calcular a qué altura llegaron, pero cuanto se percibía en tan extraña región hacia pensar en oscuras influencias atmosféricas contrarias a las mudanzas y calculadas para dilatar los usuales procesos climáticos de desintegración de las rocas.

Pero lo que más nos fascinó e inquietó fue el revoltijo de cubos regulares, de bastiones y de bocas de cueva que vimos en las laderas. Los estudié con la ayuda de los prismáticos y los fotografié mientras Danforth pilotaba; de vez en cuando le relevaba —aunque mi pericia como aviador no pasaba de ser la de un aficionado— para permitirle que utilizara los prismáticos. Podíamos ver sin dificultad que gran parte de los cubos eran de cuarcita arcaica más bien arenosa, distinta de todo cuanto podíamos ver en grandes extensiones de terreno de la superficie general; y también que su regularidad era muy grande y misteriosa hasta un punto que el pobre Lake apenas había podido sugerir.

Como él había dicho, tenían los bordes desmoronados redondeados debido a incontables eones de erosión salvaje pero su inexplicable solidez y la dureza del material de que estaban formados habían logrado que perduraran a pesar de todas las inclemencias. Muchas de sus partes, especialmente las más cercanas a las laderas, parecían ser de sustancia idéntica a la de la superficie rocosa que las rodeaba. Todo ello recordaba las ruinas de Machu Pichu en Los Andes, o los primitivos muros de los cimientos de Kish excavados por la expedición del Field Museum de Oxford en 1929; y tanto Danforth como yo tuvimos esa misma impresión de que se trataba de bloques ciclópeos separados que Lake había atribuido a Carroll, su compañero de vuelo. No me era posible, la verdad sea dicha, explicar la presencia de tales cosas en aquel lugar y me sentí extrañamente humillado como geólogo. Las formaciones ígneas, como son las volcánicas, presentan con frecuencia extrañas regularidades, como la afamada Calzada de los Gigantes de Irlanda, pero esta sobrecogedora cordillera, pese a las primeras suposiciones de Lake acerca de la existencia de conos volcánicos humeantes, tenía por encima de todo una estructura que, evidentemente, no era volcánica.

Las curiosas bocas de cueva, en cuyas cercanías parecían abundar más las insólitas formaciones, presentaban por su regularidad otra incógnita, aunque menos que la primera. Como había dicho el boletín de Lake, eran aproximadamente cuadradas o semicirculares, como si una mano mágica hubiera dotado de una mayor simetría a los orificios naturales. Su abundancia y distribución eran notables, y hacían pensar si toda la zona estaría, a modo de panal, llena de túneles labrados en la piedra caliza por la tenacidad de las aguas. Nuestras miradas no pudieron penetrar muy profundamente en las cuevas, pero sí vimos que no había estalactitas ni estalagmitas. Fuera, la parte de las laderas inmediatamente próximas parecía invariablemente lisa y regular, y Danforth tuvo la impresión de que las pequeñas grietas y hoyos producidos por la erosión tendían a mostrar insólitas configuraciones. Influido como estaba por los horrores y misterios encontrados en el campamento, me dio a entender que aquellos hoyos recordaban vagamente los grupos de puntos que salpicaban los primigenios trozos de esteatita verdosa, tan atrozmente copiados en los túmulos de nieve, dementemente concebidos, que cubrían las seis monstruosidades enterradas.

Habíamos ascendido gradualmente al volar sobre las estribaciones más altas y a lo largo de la garganta relativamente baja que habíamos elegido. A medida que avanzábamos, mirábamos algunas veces hacia la nieve y el hielo del camino por tierra, y nos preguntamos si hubiéramos podido tratar de llevar a cabo la expedición con el equipo más sencillo de épocas anteriores. Y vimos con sorpresa que el terreno no era difícil en la medida que suele ser en esos lugares, y que, pese a las grietas de los glaciares y a otros obstáculos duros de vencer, no era probable que la dificultad del terreno hubiese detenido los trineos de un Scott, un Shackleton o un Amundsen. Algunos de los glaciares parecían llevar a gargantas que los vientos limpiaban de nieve con rara continuidad, y cuando llegamos al paso que habíamos elegido, vimos que este no constituía una excepción.

La tensa expectación que experimentamos cuando nos disponíamos a rodear la cima y asomarnos a un mundo jamás hollado, apenas cabe describirse por escrito, aunque no teníamos motivo alguno para pensar que las tierras que se extendían al otro lado de las montañas fueran esencialmente distintas de aquellas que ya habíamos visto y atravesado. El aire de maligno misterio de aquella barrera montañosa, y del incitante mar de cielo opalescente fugazmente entrevisto entre las cumbres, era algo tan tenue y sutil que no cabe explicarlo con palabras. Se trataba más bien de una cuestión de difuso simbolismo psicológico y de asociaciones estéticas, un algo antes mezclado con pinturas y poemas exóticos y con mitos arcaicos que acechaban en libros rehuidos y prohibidos. Incluso la fuerza del viento conllevaba una extraña tensión de malignidad consciente; y durante un segundo pareció que en su sonido compuesto había un extravagante silbo musical o fino tono de gaita que se extendiera a lo largo de las notas de una amplia escala cuando el poderoso hálito del viento entraba en las omnipresentes bocas de las cuevas para luego salir de ellas con ímpetu sonoro. Había en estos sonidos una nota vaga que repelía, tan compleja e imposible de identificar como cualquiera de las otras oscuras impresiones del día.

Nos encontrábamos ahora, después de la lenta ascensión, a una altura de veintitrés mil quinientos setenta pies, según el barómetro, y habíamos dejado atrás definitivamente las regiones de suelos cubiertos de nieve. Allá arriba solamente se veían oscuras y desnudas laderas de roca y el nacimiento de glaciares de ásperas aristas, pero aquellos inquietantes cubos, bastiones y bocas de cueva resonantes añadían un algo portentoso, antinatural, fantástico, semejante a un sueño. Mirando a lo largo de la hilera de elevadas cumbres, creí ver la mencionada por el desgraciado Lake, un pico coronado por un bastión que se elevaba sobre la misma cima. Parecía estar medio envuelto en una extraña neblina antártica —una neblina que probablemente sugirió a Lake la idea de volcanismo. La garganta se abría inmediatamente ante nosotros, lisa y barrida por el viento entre abruptas elevaciones de maligno ceño. Más allá se veía un cielo perturbado por torbellinos de vapores e iluminado por el bajo sol polar, el cielo de los misteriosos reinos de un más allá que, según creíamos, jamás había sido visto por ojos humanos.

Unos pies más de altura y veríamos esos reinos. Danforth y yo, incapaces de hablarnos, excepto a gritos, en medio de aquel viento veloz que rugía y ululaba en la garganta sumándose al estruendo de los motores sin silenciador, intercambiamos elocuentes miradas. Y luego, tras ascender aquellos pies más, miramos por encima de la vertiente divisoria hacia los secretos no desentrañados de una tierra más antigua y totalmente extraña.