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Imagino que ninguno de nosotros durmió muy profundamente ni de forma continuada aquella madrugada. Lo impedían, de una parte, la excitación que nos había producido la noticia del descubrimiento de Lake y, de otra, la creciente furia del vendaval. Soplaba de un modo tan salvaje, aun donde nosotros estábamos, que no pudimos por menos de pensar cómo lo estarían pasando en el campamento de Lake, situado justamente bajo los inmensos picos desconocidos, donde nacía y se desataba el viento. McTighe ya estaba en pie a las diez intentando oír a Lake por radio, según habíamos convenido, pero alguna perturbación eléctrica que había en el aire agitado, hacia el Oeste, parecía impedir la comunicación. Si pudimos, en cambio, ponernos al habla con el Arkham, y Douglas me dijo que también había tratado en vano de establecer contacto con Lake. Douglas no sabía de la tempestad, pues en la bahía de McMurdo soplaba poco viento a pesar de su insistente fiereza en donde nos hallábamos.

Nos pasamos el día escuchando con ansiedad y tratando de enlazar con Lake, pero siempre sin resultado. Hacia mediodía el viento sopló enloquecido desde el Oeste y nos hizo temer por la seguridad de nuestro campamento; pero acabó amainando casi totalmente, sin más que una moderada recaída a las dos de la tarde. Después de las tres la calma era absoluta y redoblamos nuestros esfuerzos para comunicarnos con Lake. Pensábamos que por tener cuatro aeroplanos, dotados cada uno de un excelente equipo de onda corta, era improbable que un accidente ordinario pudiera haber inutilizado simultáneamente todos los aparatos. Pero lo cierto era que continuaba el silencio total, y cuando pensábamos en la fuerza delirante que el viento debía haber alcanzado en su campamento no podíamos alejar de nuestra imaginación los más ominosos presagios.

Para las seis nuestros temores eran ya más vivos y concreto, y después de consultar por radio con Douglas y Thorfinnssen, decidí tomar las medidas necesarias para realizar una investigación. El quinto aeroplano, el que habíamos dejado en el depósito de la bahía de McMurdo con Sherman y dos marineros, estaba en buenas condiciones y listo para su empleo inmediatamente; parecía haberse presentado la emergencia para la cual lo habíamos reservado. Llamé a Sherman por radio y le ordené que acudiera con el aeroplano y los dos marineros a la base Sur tan pronto como pudiera, pues las condiciones meteorológicas parecían ser muy propicias. Hablamos luego del personal que realizaría la investigación, y decidimos incluir a todos los hombres, llevando además el trineo y los perros que yo había conservado. Aunque muy considerable, la carga no sería excesiva para uno de aquellos enormes aeroplanos que habían sido construidos, según nuestras instrucciones, para el transporte de maquinaria pesada. De cuando en cuando volví a tratar de comunicarme con Lake, pero todo fue en vano.

Sherman, con los marineros Gunnarsson y Larsen, despegó a las siete y media e informó desde varios puntos del recorrido que las condiciones de vuelo eran buenas. Llegaron a nuestra base a medianoche, y todos procedimos inmediatamente a discutir qué haríamos a continuación. Era arriesgado volar sobre la Antártida con un solo aparato y sin contar con una línea de bases de apoyo, pero ninguno vaciló ante lo que parecía ser un caso de absoluta necesidad. Nos retiramos a las dos para descansar brevemente después de realizadas las operaciones preliminares de carga, pero cuatro horas más tarde ya estábamos otra vez en pie para terminar de cargar el aeroplano y empaquetar el resto de las cosas.

A las siete y cuarto de la mañana del 25 de enero iniciamos el vuelo hacia el noroeste con McTighe como piloto, más diez hombres, siete perros, un trineo, provisión de víveres y combustible, y algunas otras cosas, entre ellas la radio del aeroplano. La atmósfera estaba clara y casi en calma, y la temperatura era relativamente suave. Calculamos que encontraríamos pocas dificultades para llegar a la latitud y longitud que Lake nos había dado como coordenadas de su campamento. Nos horrorizaba pensar en lo que pudiéramos encontrar, o no encontrar, al final del viaje, pues el silencio seguía siendo la única respuesta a nuestras insistentes llamadas al campamento.

Guardo indeleblemente grabados en la memoria todos los incidentes de aquel vuelo de cuatro horas y media, por tratarse de un momento crucial en mi vida, que marca la pérdida, a mis cincuenta y cuatro años, de toda la paz y equilibrio mental resultantes de la aceptación de un concepto habitual de la naturaleza y de sus leyes. A partir de entonces, los diez —pero sobre todo un estudiante, Danforth, y yo— íbamos a enfrentarnos con un mundo espantosamente ampliado de horrores en acecho que nada puede borrar de nuestra memoria, y que si pudiéramos nos abstendríamos de compartir con la humanidad en general. Los periódicos han publicado los boletines que enviamos desde el aeroplano en vuelo y que describían nuestro viaje sin escalas, las dos luchas que mantuvimos con traidores vendavales en la atmósfera superior, nuestra visión de la superficie rota donde Lake había hundido tres días antes la perforadora a mitad de su viaje, y cómo encontramos un grupo de esos extraños cilindros algodonosos de nieve, observados por Amundsen y Byrd, y que el viento hacia rodar sobre interminables leguas de la helada meseta. Pero llegó la hora en la que no pudimos expresar nuestras sensaciones con palabras que la prensa hubiera podido entender, y otro momento posterior en el que tuvimos que adoptar una verdadera norma de estricta censura.

Larsen, uno de los marineros, fue el primero que descubrió la linea dentada de cumbres cónicas y picos de apariencia maligna que teníamos delante en la distancia, y sus gritos nos impulsaron a todos a mirar por las ventanillas de la espaciosa cabina del avión. A pesar de nuestra velocidad, tardaron mucho en destacarse sobre el fondo, por lo que dedujimos que se encontraban a una distancia infinita y que eran visibles solamente a causa de su extraordinaria altura. Pero poco a poco fueron irguiéndose amenazadoras en el horizonte, hacia poniente, y pudimos ver varias cumbres desnudas, yermas y negruzcas y captar la curiosa sensación de fantasía que inspiraban vistas a la rojiza luz antártica sobre el sugestivo fondo de unas nubes iridiscentes de polvo de hielo. Todo el espectáculo estaba saturado de la insinuación pertinaz y penetrante de algún asombroso secreto de posible revelación. Era como si aquellas enhiestas torres de pesadilla fuesen pilones que enmascarasen una temible puerta de acceso a prohibidas esferas del ensueño, enigmáticas simas de remotos tiempos y espacios ultradimensionales. No pude eludir la impresión de que eran cumbres malignas —montañas de locura cuyas más lejanas laderas se asomaban a algún detestable abismo final. Aquella nube al fondo, trémula y medio luminosa, despertaba sugerencias indecibles, más que de un espacio terrestre de un más allá vago y etéreo, y daba aterradoras advertencias de la naturaleza totalmente remota, apartada, desolada y muerta desde hacía muchos eones de ese mundo austral insondable y jamás hollado.

Fue Danforth quien nos llamó la atención acerca de la curiosa regularidad de las montañas más altas, regularidad como de fragmentos adheridos de cubos perfectos, a los que Lake había aludido en sus mensajes y que efectivamente justificaban su comparación con las imágenes, como soñadas, de ruinas de templos primitivos sobre las cimas nubosas de Asia, que tan sutil y extrañamente pintara Roerich. En verdad había algo obsesionante, que evocaba a Roerich en todo este continente sobrenatural, de montañas misteriosas. Lo experimenté en octubre, cuando divisamos por primera vez Tierra Victoria, y lo volví a experimentar ahora. Sentí también otra oleada de inquietante percepción de semejanza con los mitos arcaicos, de la forma sospechosa en que estas tierras letales correspondían a la meseta de Leng, de siniestro renombre, que aparece en los escritos primitivos. Los mitólogos han situado Leng en el Asia Central, pero la memoria racial del hombre —o de sus predecesores— es larga y bien pudiera ser que ciertas consejas hubieran llegado desde tierras, montañas y templos del horror anteriores a Asia y anteriores a cualquier mundo humano conocido. Algunos místicos audaces han insinuado que los fragmentarios Manuscritos Pnakóticos tienen un origen anterior al pleistoceno, y han supuesto que los fieles de Tsathoggua estaban tan lejos de ser humanos como el propio Tsathoggua. Leng, donde quiera que estuviera situada espacial o temporalmente, no era una región en la que yo deseara encontrarme, ni me agradaba tampoco la proximidad de un mundo que dio el ser a las ambiguas y arcaicas monstruosidades que Lake había mencionado. En aquel momento deploré haber leído el aborrecido Necronomicon y haber hablado tanto con Wilmarth, el folklorista de la Universidad, versado en tan desagradables temas.

Este estado de ánimo sirvió indudablemente para agravar mi reacción ante el extraño espejismo que se desató sobre nosotros, desde un cenit cada vez más opalescente, según nos aproximábamos a las montañas y comenzábamos a divisar las ondulaciones acumuladas de sus estribaciones. Durante las semanas anteriores habíamos visto docenas de espejismos polares, algunos de ellos de un realismo tan misterioso y fantástico como el actual, pero este tenía una calidad de simbolismo amenazador completamente nueva y misteriosa, y me estremecí cuando el trémulo laberinto de muros, torres y minaretes fabulosos surgió de entre los turbulentos vapores helados que se cernían sobre nosotros.

El efecto que producía era el de una ciudad ciclópea de arquitectura no conocida ni imaginada por el hombre, con inmensas masas de mampostería, negras como la noche, que suponían monstruosas desviaciones de las leyes geométricas. Había conos truncados, a veces en escalones o estriados, que terminaban en altas columnas cilíndricas interrumpidas aquí y allá por abultamientos bulbosos, y a menudo coronadas por hileras de finos discos ondulados, así como grotescas estructuras prominentes y lisas que hacían pensar en amontonamientos de numerosas losas rectangulares, planchas circulares o estrellas de cinco puntas que se cubrieran parcialmente unas a otras. Había pirámides y conos compuestos, aislados o coronando cilindros, cubos o pirámides y conos truncados más chatos, y también torres aguzadas como alfileres en curiosos haces de cinco. Todas estas febriles estructuras parecían estar unidas por puentes tubulares que cruzaban de las unas a las otras a través de vertiginosos abismos, y la escala implícita en todo el conjunto era aterradora y opresiva por sus desmesuradas dimensiones. El espejismo, en líneas generales, no era muy distinto de algunos de los más caprichosos observados y dibujados por el ballenero ártico Scoresby en 1820, pero en aquel lugar y momento, con aquellos picos oscuros y desconocidos que se elevaban prodigiosamente ante nosotros, aquel descubrimiento anómalo de un mundo anterior en nuestras mentes y el presagio de un probable desastre que habría afectado a la mayor parte de la expedición, todos creímos percibir en él un matiz de latente perversidad y un augurio infinitamente aciago.

Sentí alivio cuando el espejismo comenzó a desvanecerse, aunque en el proceso de disolución los diversos conos y torres de pesadilla adoptaron temporalmente formas distorsionadas aún más horrorosas. Cuando todo aquel engañoso espectáculo se desvaneció para sofocarse en ebullente opalescencia, comenzamos a mirar otra vez hacia tierra, y advertimos que no estaba lejos el fin de nuestro viaje. Las desconocidas montañas que teníamos ante nosotros se elevaron vertiginosamente como imponente muralla ciclópea dejando ver con sorprendente claridad sus curiosas regularidades aun sin ayuda de prismáticos. Ya volábamos sobre las estribaciones más bajas y podíamos distinguir entre la nieve, el hielo y los retazos desnudos de la meseta principal un par de puntos oscuros que supusimos eran el campamento de Lake y las perforaciones hechas por este. Las estribaciones más altas se elevaban a unas cinco o seis millas de distancia formando una cadena casi independiente de la aterradora cordillera del fondo, con picos más altos que el Himalaya. Al fin, Ropes —el estudiante que había relevado a McTighe en los mandos del aparato— comenzó a descender hacia el punto oscuro de la izquierda, cuyo tamaño hacía suponer que se trataba del campamento. Mientras lo hacía, McTighe transmitió el último mensaje no censurado que el mundo iba a recibir de nuestra expedición.

Todos, naturalmente, han leído los breves e insuficientes boletines del resto de nuestra permanencia en la Antártida. Algunas horas después del aterrizaje enviamos un cauteloso informe acerca de la tragedia que habíamos encontrado, y anunciamos al mundo con dolor que todo el grupo de Lake había sido exterminado por el terrible viento del día anterior, o de la noche que le precedió. Once muertos seguros y Gedney desaparecido.

Se nos perdonó nuestra confusa falta de detalles por comprender el estado de ánimo en que debió sumirnos el triste suceso, y se nos creyó cuando dijimos que los tremendos destrozos causados por el viento habían dejado los once cadáveres en un estado que hacía imposible su traslado. Realmente, me halaga que en medio de la angustia, del total desconcierto y del atenazante horror apenas nos desviáramos de la verdad en ningún momento. Lo tremendamente significativo es lo que no nos atrevimos a relatar, lo que aun hoy no mencionaría si no fuera por la necesidad de advertir a otros para que se mantengan alejados de terrores sin nombre.

Ciertamente que el viento había causado daños terribles. Es muy dudoso que todos hubieran podido sobrevivir a sus efectos, aunque no hubieran ocurrido otros acontecimientos. La tempestad, con su furor de partículas de hielo disparadas con fuerza infernal, tuvo que ser algo infinitamente peor que todo lo que la expedición había encontrado hasta entonces. Uno de los cobertizos de los aviones —todos, al parecer, habían quedado muy débiles y poco resistentes— estaba casi pulverizado, y la torre de perforación, a alguna distancia, había quedado totalmente destrozada. Las partes metálicas expuestas al viento de los aviones y del equipo de sondeo estaban pulimentadas por la infinidad de golpes recibidos, y dos de las tiendas pequeñas aparecían aplastadas a pesar de los muros de nieve alzados para su protección. Las superficies de madera azotadas por el vendaval estaban despintadas y llenas de agujeros, y de la nieve habían desaparecido toda clase de huellas. También es verdad que no encontramos ninguno de los ejemplares biológicos arcaicos en condiciones de poderlo transportar entero. Recogimos algunos minerales de un gran montón esparcido, entre ellos varios de los trozos verduscos de esteatita, cuya rara forma de estrella de cinco puntas y casi imperceptible dibujo de puntos agrupados había dado motivo para tantas dudosas comparaciones, y también algunos huesos fósiles, entre los cuales se hallaban algunos de los más característicos de los ejemplares curiosamente dañados.

No había sobrevivido ninguno de los perros y el cercado de nieve, apresuradamente construido cerca del campamento, estaba destruido casi totalmente. Es posible que fuera obra del viento, aunque una mayor destrucción en la parte próxima al campamento, que no era la de barlovento, hacía pensar en una arremetida de los propios animales impulsados por el frenesí. Los tres trineos habían desaparecido, y hemos tratado de explicar que es posible que el viento los arrastrara lejos de allí. La perforadora y el equipo de fusión de hielo que hallamos junto a la perforación estaban demasiado destrozados para pensar en salvarlos, por lo que los utilizamos para cegar aquella puerta de acceso al pasado, sutilmente inquietante, que Lake había abierto con dinamita. También dejamos en el campamento dos de los aeroplanos más averiados, puesto que entre nuestro equipo de supervivientes solamente había cuatro verdaderos pilotos —Sherman, Danforth, McTighe y Ropes—, y Danforth se encontraba en un estado de nervios poco a propósito para pilotar. Recogimos todos los libros, equipo científico y accesorios que pudimos encontrar, aunque muchos de ellos habían desaparecido inexplicablemente por causa del viento. Las tiendas de repuesto y las pieles o habían desaparecido o se encontraban en muy mal estado.

Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando, después de un vuelo de reconocimiento muy prolongado, nos vimos obligados a dar a Gedney por perdido, y a esa hora transmitimos al Arkham un cauteloso mensaje; creo que hicimos bien en darle el tono tranquilo y poco comprometedor con que conseguimos revestirlo. Si hablamos de agitación fue con respecto a los perros, cuyo frenesí ante la proximidad de los ejemplares biológicos era de esperar en vista de los informes del pobre Lake. Creo que no mencionamos sus semejantes muestras de inquietud al olfatear los extraños trozos de esteatita verdosa y algunos otros objetos de la desordenada zona, entre ellos instrumentos científicos, aeroplanos y maquinaria, que se encontraban tanto en el campamento como en la perforación, y cuyas piezas habían sido aflojadas, movidas o manipuladas por el viento, el cual debía estar dotado de singular curiosidad y deseos de investigar.

Debe perdonársenos que nos mostráramos vagos acerca los catorce ejemplares biológicos. Dijimos que los únicos que hallamos estaban muy maltrechos, aunque quedaba lo bastante de ellos para demostrar que la descripción de Lake había sido completa e impresionantemente exacta. Fue difícil mantener las emociones personales al margen de todo aquello; no dimos números, ni dijimos cómo habíamos encontrado lo que pudimos hallar. Para entonces ya habíamos convenido no transmitir nada que pudiera sugerir que la locura se había apoderado de los hombres de Lake, aunque evidentemente parecía obra de dementes que seis de las monstruosidades estuvieran cuidadosamente enterradas en posición vertical en tumbas de nueve pies de profundidad bajo montículos en forma de estrella de cinco puntas cubiertos de puntos hechos con algún instrumento punzante, formando dibujos exactamente iguales a los que mostraban los extraños trozos de esteatita color verdoso del período mesozoico o terciario. Los ocho ejemplares en perfectas condiciones que Lake había mencionado habían desaparecido totalmente arrastrados por el viento.

También tuvimos cuidado de no alterar la tranquilidad del público, razón por la cual Danforth y yo apenas hablamos del terrible vuelo del día siguiente sobre las montañas. El hecho de que solamente un aeroplano radicalmente aligerado de peso podría sobrevolar una cordillera de tan gran altura fue lo que afortunadamente limitó a nosotros dos el número de participantes en la expedición. Cuando regresamos a la una de la madrugada, Danforth estaba a punto de derrumbarse vencido por los nervios, pero se dominó de manera admirable. No fue necesario violentarle para que prometiera no mostrar los dibujos que habíamos hecho y el resto de las cosas que trajimos en los bolsillos, ni para que dijera a los demás sólo lo que habíamos convenido que transmitiríamos al exterior y escondiera las películas de fotografías tomadas con el fin de revelarías posteriormente en secreto; por ello, esta parte de mi narración será tan nueva para Pabodie, McTighe, Ropes, Sherman y los demás como para el mundo en general. En realidad, Danforth es más reservado que yo, pues él vio, o cree que vio, algo que ni siquiera a mí ha querido decirme.

Como todos saben, en nuestro informe confirmábamos la opinión de Lake de que los grandes picos eran de pizarra precámbrica y de otros estratos arcaicos que habían permanecido inalterables por lo menos desde mediados del comanchiense; comentábamos la regularidad de las formaciones de murallas y cubos adheridos, decidíamos que las bocas de cavernas indicaban la presencia de venas calcáreas disueltas, conjeturábamos que ciertas laderas y desfiladeros permitirían escalar y cruzar la cordillera a escaladores experimentados; y comentábamos que en la otra vertiente misteriosa existía una elevada e inmensa supermeseta tan antigua e inmutable como las propias montañas, todo ello mientras narrábamos un duro ascenso hasta veinte mil pies de altitud, con grotescas formaciones rocosas que sobresalían de una fina capa glacial y con bajas estribaciones entre la superficie general de la meseta y los precipicios cortados a pico de las cumbres más altas.

Este conjunto de datos es exacto en todos los sentidos y satisfizo completamente a los hombres del campamento. Achacamos el hecho de no haber regresado hasta pasadas dieciséis horas —un tiempo superior al que dijimos que habíamos permanecido volando, aterrizando, reconociendo el terreno y recogiendo rocas— a imaginarios vientos adversos, y dimos noticia verdadera de nuestro aterrizaje en las estribaciones más lejanas. Afortunadamente el relato parecía auténtico y lo suficientemente trivial como para no tentar a otros a emular el vuelo realizado. Si alguien hubiese tratado de imitarnos, yo hubiera empleado todos mis poderes de persuasión para disuadirlo —y no sé lo que Danforth hubiera hecho. Mientras estuvimos ausentes Pabodie, Sherman, Ropes, McTighe y Williamson trabajaron incansablemente en los dos mejores aeroplanos de Lake, dejándolos en estado de funcionamiento a pesar de los inexplicables destrozos que se habían producido en su mecanismo.

Decidimos cargar todos los aeroplanos a la mañana siguiente y salir para nuestra antigua base lo antes posible. Aunque esta ruta no era la directa, era la más segura para llegar a la bahía de McMurdo, pues volar en línea recta través de desconocidas extensiones del continente, muerto durante eones, supondría añadir muchos peligros. Apenas resultaba posible realizar más exploraciones, en vista de las trágicas bajas que habíamos tenido y del daño sufrido por el equipo de perforación. Las dudas y los horrores que nos rodeaban, y que no revelamos, solamente nos hacían desear escapar lo más rápidamente posible de aquel mundo austral de desolación y sobre el cual se cernía la locura.

Como sabe el público, nuestro regreso al mundo civilizado se logró sin más desastres. Todos los aeroplanos llegaron a la antigua base en la tarde del día siguiente —27 de enero—, después de un rápido vuelo sin escalas; el 28 llegamos a la bahía de McMurdo tras dos etapas de vuelo la única escala, muy breve, fue debida a la avería de un timón provocada por el tremendo viento que soplaba por encima de la muralla de hielo una vez atravesada la gran meseta. A los cinco días, el Arkham y el Miskatonic, con toda la tripulación y todo el equipo a bordo, nos alejamos de los mantos de hielo cada vez más espesos y navegamos rumbo al Norte por el mar de Ross con las burlonas alturas de Tierra Victoria descollando contra un alborotado cielo antártico hacia el Oeste y desfigurando los gemidos del viento hasta convertirlos en silbos musicales que abarcaban una amplia escala y que me helaron el alma hasta lo más hondo. Menos de dos semanas después dejamos atrás el último indicio de regiones polares y dimos gracias al cielo por haber salido de un territorio embrujado y maldito en que la vida y la muerte, el espacio y el tiempo habían formado oscuras y blasfemas alianzas en las épocas ignotas en que la materia serpenteó primero y nadó después sobre la corteza apenas enfriada del planeta.

Desde nuestro regreso, todos hemos procurado disuadir a los posibles exploradores de la Antártida, reservándonos ciertas dudas y suposiciones con espléndida unanimidad y fidelidad. Incluso el joven Danforth, pese a su crisis nerviosa, no ha flaqueado ni ha hecho revelaciones importunas a sus médicos —y eso que, como he dicho, hay algo que cree haber visto solamente él y que ni a mí quiere contarme, aunque creo que mejoraría su estado psíquico si consintiera en hacerlo. Su revelación podría explicar y mejorar muchas cosas, aunque bien pudiera ser que no se tratara sino de imaginaciones, consecuencia de la anterior impresión. Esa es la sensación que me dejan esos escasos momentos de irresponsabilidad en que me susurra cosas incoherentes, cosas que niega con vehemencia tan pronto como recobra el dominio de si mismo.

Será difícil disuadir a otros de que se dirijan hacia la inmensa blancura del Sur, y algunas de nuestras tentativas puede que perjudiquen directamente nuestra causa al estimular el deseo de saber. Debimos suponer desde un principio que la curiosidad humana no muere y que los resultados que dimos a conocer bastarían para servir de acicate a otros y lanzarlos a la misma búsqueda milenaria de lo desconocido. Los informes de Lake acerca de aquellas monstruosidades biológicas habían enardecido en grado máximo a los naturalistas y a los paleontólogos, aunque tuvimos la prudencia suficiente como para no mostrar los trozos separados que habíamos tomado de los ejemplares enterrados, ni las fotografías de esos mismos ejemplares tal como fueron hallados. También nos abstuvimos de enseñar los huesos dañados y los trozos de esteatita verdosa, mientras que Danforth y yo hemos mantenido celosamente guardadas las fotografías que tomamos y los dibujos que hicimos en la altiplanicie de allende la cordillera y las cosas arrugadas que alisamos, estudiamos con horror y nos llevamos en los bolsillos.

Pero ahora se está organizando la expedición Starkweather-Moore, y con una minuciosidad muy superior a la que nuestro equipo trató de conseguir. Si no los disuadimos llegarán hasta el mismo núcleo de la Antártida y derretirán y taladrarán hasta sacar a la luz lo que nosotros sabemos que puede acabar con el mundo. Así pues, he de poner fin al silencio y hablar incluso de aquella postrera cosa sin nombre que se encuentra más allá de las montañas de la locura.