No me pregunten cuánto duró mi inesperado adormecimiento, ni lo que de puro sueño hubo en lo que aconteció después. Si les dijera que me desperté a determinada hora y que pude oír y ver ciertas cosas insospechadas, ustedes se limitarían a decirme que no era cierto, que no me había despertado; que todo fue un sueño hasta el momento en que salí corriendo de la casa, me dirigí dando tumbos al cobertizo donde había visto el antiguo Ford y emprendí una enloquecida carrera sin rumbo fijo en el veterano vehículo por aquella hechizada comarca montañosa, hasta llegar —tras horas de continuo traquetear y sortear curvas por siniestros laberintos cubiertos de bosques— a un pueblo que resultó ser Townshend.
Tampoco me extrañaría lo más mínimo que pusieran en duda el resto de mi relato, y dijeran que todas las fotografías, grabaciones, sonidos de máquinas y cilindros y otras pruebas por el estilo, no eran sino retazos de la superchería de que me hizo víctima el desaparecido Henry Akeley. Hasta incluso es posible que piensen que Akeley se puso de acuerdo con otros tipos tan estrafalarios como él para urdir la absurda y retorcida patraña siguiente; interceptar el paquete echado al correo en Keene, y hacer grabar a Noyes aquel horripilante cilindro de cera. Con todo, resulta raro que no se haya identificado aún a Noyes, y que no le conociera nadie en los pueblos cercanos a la granja de Akeley, aunque, al parecer, iba con frecuencia por la comarca. Me gustaría haber retenido en la memoria la matrícula de su coche… quizás haya sido mejor así después de todo. Pues, a pesar de lo que digan los demás y a pesar de todo lo que a veces trato de decirme yo, sé positivamente que abominables influencias del exterior deben encontrarse aún al acecho en aquellas enigmáticas montañas… y que cuentan con espías y emisarios entre los hombres. Mantenerme a la mayor distancia posible de tales influencias y emisarios es todo lo que pido de la vida en adelante.
Cuando el sheriff oyó mi increíble historia, envió un grupo de hombres armados a la granja… pero Akeley se había ido ya sin dejar el menor rastro. Su holgado batín, la bufanda amarilla y las vendas para los pies estaban tirados en el suelo del estudio, cerca del sillón de la esquina, y no pudo averiguarse si el resto de su ropa se había esfumado con él. Los perros y el ganado habían desaparecido también, y en la fachada de la casa y en alguna de las paredes interiores podían apreciarse extraños agujeros causados por proyectiles. Pero, por lo demás, no se observaba nada anormal. Ni cilindros, ni máquinas, ni las pruebas que había traído yo en mi maleta, ni ningún extraño olor o sensación vibratoria, ni huellas en el camino, ni ninguno de los objetos que acerté a ver en el último momento.
Tras mi precipitada fuga, me quedé una semana en Brattleboro interrogando a todos cuantos conocían a Akeley. Los resultados de mi investigación me convencieron de que todo aquello no había sido una invención ni un sueño. Las extrañas compras de perros, munición y productos químicos que hizo Akeley, así como el corte del cable telefónico, eran hechos incontestables; y todos los que le conocían —incluso su hijo de California— admitían que sus ocasionales referencias a estudios esotéricos tenían cierta consistencia. En opinión de los ciudadanos de pro, Akeley estaba loco, y unánimemente sostenían que todas las pruebas no eran sino meras patrañas ingeniadas con malsana astucia e inspiradas quizá por algún estrafalario cómplice; pero las gentes sencillas del campo creían firmemente en lo que decía. Akeley había enseñado a algunos campesinos las fotografías y la piedra negra y les había puesto para que la escucharan aquella horrible grabación, y sin excepción alguna encontraban las huellas y la susurrante voz semejantes a las descritas en las leyendas ancestrales.
Decían, igualmente, que desde que encontró la piedra se habían advertido visiones y sonidos sospechosos en torno a la casa de Akeley, por eso todo el mundo evitaba pasar ahora por el lugar, salvo el cartero y alguna que otra persona no fácilmente impresionable. Tanto Dark Mountain como Round Hill eran tradicionalmente considerados lugares encantados, y no logré encontrar a nadie que los hubiera explorado a fondo. A lo largo de la historia de la comarca había testimonios de desapariciones misteriosas, como la del semivagabundo Walter Brown, a quien Akeley mencionaba en sus cartas. Incluso me tropecé con un granjero que creía haber visto a uno de aquellos extraños cuerpos descender por el desbordado West River cuando las riadas, pero su testimonio era demasiado contradictorio para tomarlo en consideración.
Cuando me marché de Brattleboro me prometí no volver más a Vermont, y estaba completamente seguro de que cumpliría mi palabra. Aquellas desoladas montañas eran sin duda el puesto de observación de una espantosa raza cósmica… y mis dudas perdieron consistencia al leer que se había localizado un noveno planeta más allá de Neptuno, tal como aquellos seres habían adelantado. Los astrónomos, con una implacable propiedad que estaban lejos de sospechar, lo denominaron «Plutón». Yo estoy convencido de que se trata nada menos que del nocturnal Yuggoth… y un escalofrío se apodera de mí cuando trato de imaginarme el verdadero motivo por el que sus monstruosos habitantes deseaban que se les conociera por tal nombre en aquellos momentos. En vano trato de convencerme de que estas diabólicas criaturas no están planeando poco a poco realizar actos contra la seguridad de la tierra y de sus habitantes humanos.
Pero aún tengo que contar el final de aquella espantosa noche en la granja de Akeley. Como he dicho, finalmente me quedé sumido en un sopor algo agitado, un sueño lleno de pesadillas en que vislumbraba monstruosos paisajes. No podría precisar qué es lo que me despertó, pero sí decir que me desperté llegado a este punto. Lo primero que oí vagamente fue el amortiguado crujir de la tarima del rellano junto a mi puerta, y alguien que manipulaba desmañadamente y con sigilo en el picaporte. Empero, el ruido cesó casi al instante, así que en realidad mis primeras impresiones fueron unas voces en el estudio situado debajo de mi cuarto. Los que hablaban eran varios, y me pareció que estaban enzarzados en una discusión.
Unos segundos después estaba despierto del todo, ya que la naturaleza de aquellas voces era tal que resultaba absurda toda idea de volver a conciliar el sueño. El tono de las voces era de lo más variopinto, y nadie que hubiera escuchado aquella endiablada grabación fonográfica podía albergar la menor duda acerca de al menos dos de ellas. Por muy horrible que fuese la idea, comprendí que me encontraba bajo el mismo techo que unos desconocidos seres procedentes de los espacios abismales, pues aquellas dos voces eran, sin ningún género de duda, los diabólicos susurros que utilizan los Seres Exteriores cuando se comunican con los hombres. Las dos voces eran completamente distintas —diferían en timbre, acento e intensidad— pero ambas se caracterizaban por el mismo tono estremecedor.
La tercera voz era, sin duda, la de una de aquellas máquinas parlantes conectadas a uno de los cerebros envasados en los cilindros. Tan convencido estaba de ello como de los susurros pues la voz recia, metálica y apagada que había oído la tarde anterior, con sus chirridos y traqueteo sin inflexiones ni matiz alguno, y aquella precisión y ponderación impersonales, resultaban de todo punto inolvidables. En un primer momento no me detuve a preguntarme si la inteligencia que había detrás de aquel chirrido era idéntica a la que me había hablado a mí; pero no tardé en reflexionar que cualquier cerebro podría emitir sonidos vocales parecidos a aquellos si se lo conectaba al mismo aparato emisor de palabras, con las únicas diferencias del idioma, ritmo, velocidad y forma de pronunciación. Completando aquel espectral coloquio podían oírse dos voces humanas: una el habla tosca de un desconocido que tenía todas las trazas de un campesino, y la otra tenía el suave acento bostoniano del que fuera mi guía Noyes.
Mientras trataba de captar las palabras que de modo tan frustrante interceptaba la gruesa tarima, oí un montón de chirridos, traqueteos y ruidos producidos por algo que se movía en el cuarto de abajo así que forzosamente saqué la conclusión de que estaba lleno de seres vivos, en número muy superior a los pocos cuya voz podía identificar. La naturaleza exacta de aquellos ruidos resulta extremadamente difícil de describir, pues apenas se cuenta con elementos de comparación fiables. Los objetos parecían moverse de cuando en cuando en la habitación como si de seres conscientes se tratase; el sonido de sus pisadas se asemejaba al de un chapaleo intermitente sobre algo duro, como si los pies avanzaran por superficies irregulares de asta de toro o caucho resistente. Era, para utilizar una comparación más gráfica pero menos precisa, como si personas calzadas con zuecos sueltos y astillados arrastraran y traquetearan los pies por la barnizada tarima. Preferí no especular sobre la naturaleza y aspecto físico de los autores de aquellos sonidos.
No tardé en comprender que cualquier intento por captar una conversación coherente se vería abocado al más irremediable fracaso. Palabras sueltas —entre las que distinguí el nombre de Akeley y el mío— llegaban de vez en cuando a mis oídos, sobre todo cuando hablaba la máquina emisora de palabras, pero su verdadero significado se me escapaba debido a la falta de un contexto donde encajarías. Aún hoy me niego a extraer conclusiones definitivas de aquellas palabras, aun cuando el terrible impacto que me causaron tuvo más de sugeridor que de revelador. De lo que estaba convencido era de que justo debajo de mí se hallaba reunido un terrible y monstruoso cónclave, pero no sabría decir el motivo de sus espeluznantes deliberaciones. Resultaba extraño que me invadiera semejante sensación preñada de imágenes incuestionablemente malignas y monstruosas, a pesar de las garantías que me había dado Akeley sobre la cordialidad de los Exteriores.
Tras una paciente escucha comencé a distinguir claramente las voces, si bien apenas podía entender lo que decían. Detrás de algunos de los que hablaban me pareció captar ciertos rasgos temperamentales. Una de las voces susurrantes, por ejemplo tenía un indiscutible tono autoritario; mientras que la voz metálica, a pesar de su artificiosa estridencia y regularidad, parecía hallarse en una situación subordinada e implorante. La voz de Noyes rezumaba un tono conciliador, en tanto que las otras me fue imposible interpretarlas. No oí el ya familiar susurro de Akeley, pero sabía perfectamente que su voz no podía en modo alguno traspasar la gruesa tarima del suelo de mi habitación.
Trataré de reproducir a continuación algunas de las inconexas palabras y sonidos que llegaron hasta mí, identificando, lo mejor que pueda, a quienes las pronunciaban. Las primeras frases mínimamente inteligibles que reconocí procedían de la máquina parlante.
(La máquina parlante)
«… lo traje conmigo… devueltas las cartas y la grabación… el final de todo… recibido… ver y oír… maldita sea… fuerza impersonal, después de todo… cilindro nuevo y reluciente… Dios Todopoderoso…»
(Primera voz susurrante)
«… el tiempo detuvimos… pequeño y humano… Akeley… cerebro… decir…»
(Segunda voz susurrante)
«… Nyarlathotep… Wilmarth… grabaciones y cartas… burda patraña…»
(Noyes)
(una palabra o nombre impronunciable, posiblemente N’gah-Kthun) «… inofensivo… paz… par de semanas… teatral… ya se lo advertí…»
(Primera voz susurrante)
«… ningún motivo… plan original… efectos… Noyes puede vigilar… Round Hill… nuevo cilindro… coche de Noyes…»
(Noyes)
«… bien… todo suyo… aquí abajo… descansar… lugar…»
(Varias voces a la vez, imposibles de distinguir)
(Muchas pisadas, incluido el peculiar sonido del arrastre o traqueteo de los zuecos)
(Extraño sonido batiente)
(El ruido de un automóvil arrancando y echando marcha atrás)
(Silencio)
Esto es, en sustancia, lo que captaron mis oídos mientras permanecía tumbado sin moverme en aquella cama del piso superior de la granja encantada perdida entre aquellas endemoniadas montañas. Allí estaba, tumbado y sin desvestirme, con un revólver en la mano derecha y una linterna de bolsillo en la izquierda. Como ya he dicho, me desperté del todo; pero una extraña parálisis me impidió cualquier movimiento hasta mucho después de extinguirse el último eco de aquellos ruidos. Volví a oír el machacón y lejano tic-tac del antiguo reloj de Connecticut en algún lugar del piso de abajo, y, al cabo de un rato, el sonido intermitente de unos ronquidos. Akeley debió quedarse adormecido tras aquella increíble sesión… y yo entendí perfectamente su necesidad de descansar.
No sabía qué pensar o hacer en tales circunstancias. Después de todo, ¿qué había de nuevo en todo lo que acababa de oír que no pudiera esperar de lo que ya sabía? ¿Acaso no sabía que los nefandos Exteriores tenían ahora libre acceso a la granja? Sin duda, Akeley debió verse sorprendido por una inesperada visita de aquellos seres. Pero algo había en aquella fragmentaria conversación que me produjo un tremendo escalofrío, suscitando las más grotescas y espantosas dudas y haciéndome desear fervientemente que me despertase y comprobase que no había sido sino un sueño. A mi juicio, mi subconsciente debió captar algo que aún no había reconocido a nivel consciente. Pero ¿y Akeley? ¿Acaso no era mi amigo y habría tratado de evitar por todos los medios que se me infligiera el menor daño? Los apacibles ronquidos que subían de la planta inferior no hacían sino dejar en ridículo todos los temores que repentinamente se habían apoderado de mí.
¿No sería posible que estuvieran aprovechándose de Akeley y lo utilizaran de cebo para atraerme a las montañas con las cartas, las fotografías y la grabación fonográfica? ¿Buscaban aquellos seres nuestra destrucción porque habíamos llegado a saber demasiado? De nuevo me vino a la cabeza el insólito y abrupto cambio operado entre la penúltima y la última carta de Akeley. Algo, mi instinto me lo decía, no encajaba nada bien en todo aquello. Las cosas no eran lo que parecían. Aquel amargo café que rehusé tomar… ¿no habría sido un intento de drogarme por parte de alguna fuerza oculta y desconocida? Tenía que hablar con Akeley y sin perder un segundo, y hacer que recobrase el sentido de las cosas. Aquellos seres le tenían hipnotizado con sus promesas de revelaciones cósmicas, pero ya era hora de que atendiese a razones. Debíamos salir de allí antes de que fuese demasiado tarde. Si Akeley carecía de la fuerza de voluntad necesaria para recobrar la libertad, trataría de infundírsela yo. Y si no lograba persuadirle para salir de allí, al menos me iría yo. Supongo que me permitiría llevarme su Ford, y luego se lo dejaría en un garaje de Brattleboro. Lo había visto en el cobertizo —la puerta estaba sin cerrar y abierta ahora que el peligro parecía haber pasado— y me imaginé que estaría listo para utilizarlo. La momentánea aversión que me produjo Akeley en el transcurso y después de la conversación que mantuvimos por la tarde había desaparecido por completo. Se hallaba en una situación muy parecida a la mía, y debíamos correr la misma suerte. Sabiendo lo mal que se encontraba, detestaba tener que despertarle en semejante trance, pero no me quedaba otro remedio. Tal como estaban las cosas, no podía permanecer en aquel lugar hasta que amaneciera.
Finalmente me sentí con fuerzas, y me desperecé enérgicamente para recobrar el dominio de mis músculos. Levantándome con una precaución más impulsiva que premeditada, agarré el sombrero y me lo puse encima, cogí la maleta y comencé a bajar las escaleras con ayuda de la linterna. En mi nerviosismo, seguí sin soltar el revólver que llevaba en la mano derecha, y con la izquierda cogí la maleta y la linterna. En realidad no sé por qué tomé tales precauciones, pues simplemente me dirigía a despertar a la única persona a excepción de mí mismo que se hallaba en aquella casa.
Mientras bajaba medio de puntillas los crujientes escalones que llevaban al vestíbulo de entrada, pude oír con mayor nitidez que alguien dormía por los ruidos que salían de la habitación que había a mi izquierda: el cuarto de estar en el que no había entrado. A mi derecha se abría la densa oscuridad del estudio en que había oído las voces. Abrí la puerta sin cerrar del cuarto de estar y dirigí la luz de la linterna hacia el lugar donde se oían los ronquidos, dirigiéndola finalmente a la cara de quien se encontraba allí durmiendo. Pero al instante aparté la luz de aquel rincón e inicié una sigilosa retirada hacia el vestíbulo. Esta vez mi precaución tenía un fundamento racional a la vez que instintivo: quien dormía en el sofá no era ni mucho menos Akeley, sino el que fuera mi guía, Noyes.
No me hacía una idea clara de qué era lo que realmente pasaba allí, pero el sentido común me dijo que lo más prudente era averiguar cuanto fuese posible antes de despertar a nadie. De vuelta en el vestíbulo, eché silenciosamente el cerrojo de la puerta del cuarto de estar detrás de mí, con lo que se vieron muy reducidas las posibilidades de que Noyes se despertara. Con suma precaución entré seguidamente en el oscuro estudio, donde esperaba encontrar a Akeley, ya fuese dormido o despierto, en la butaca del rincón en que solía descansar. Según avanzaba, el haz de mi linterna se posó en la gran mesa, iluminando uno de los diabólicos cilindros conectado a las máquinas visual y auditiva, a cuyo lado había una máquina parlante, lista para ser conectada en cualquier momento. Me imaginé que debía tratarse del cerebro envasado al que había oído hablar durante la horripilante alocución que hube de aguantar. Incluso se me pasó por la cabeza el perverso impulso de conectarlo a la máquina parlante y ver qué decía.
Debió advertir mi presencia, pues aquellos dispositivos visuales y auditivos no podían dejar de detectar el haz de luz de la linterna ni el débil crujir del suelo bajo mis pies. Pero, finalmente, no me atreví a tocarlo. De pasada, vi que se trataba del nuevo y reluciente cilindro con el nombre de Akeley que había visto encima del estante y que mi anfitrión me rogó que no tocara. Cuando pienso en aquel momento, no hago sino lamentar mi cobardía por no atreverme a hacer hablar al aparato. ¡Dios sabe qué misterios y espantosas dudas y cuestiones sobre su identidad podría haber despejado! Aunque, después de todo, quizá hice bien en no tocarlo.
De la mesa dirigí la linterna al rincón donde creía que estaría Akeley, pero mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que en el butacón no había nadie, ni dormido ni despierto. Por el suelo, arrastrando del asiento, vi el viejo y familiar batín de Akeley, y junto a él la bufanda amarilla y los grandes vendajes para los pies que tanta extrañeza me causaron. Como dudara, haciendo cábalas sobre el paradero de Akeley y por qué se habría desembarazado de repente de sus prendas de enfermo observé que había desaparecido de la habitación el extraño olor y sensación vibratoria que había experimentado antes. ¿A qué se debería? Curiosamente, caí en la cuenta de que sólo lo había notado en la proximidad de Akeley. Aquellas sensaciones eran más intensas en el rincón donde él estaba sentado, e inexistentes fuera del estudio o de las inmediaciones de su entrada. Me detuve, dejando vagar al haz de la linterna por el estudio a oscuras y devanándome los sesos por tratar de encontrar una explicación ante el nuevo cariz que tomaba el caso.
Ojalá hubiera salido sigilosamente de aquel lugar antes de dejar que la luz de la linterna volviera a recaer sobre el sillón vacío. A lo que se ve, no obré con excesiva cautela al salir, pues solté una ahogada exclamación que debió sobresaltar, aunque no despertar del todo, al centinela que dormía al otro lado del vestíbulo. Aquel grito, y los ronquidos aún no interrumpidos de Noyes, fueron los últimos sonidos que oí en aquella tenebrosa granja al pie de la oscura y frondosa cima de la montaña encantada ¡todo un foco de horror trans-cósmico entre las desoladas montañas verdes y los maldicientes arroyos de aquella espectral campiña!
Lo raro es que con la precipitación no dejara caer la linterna, la maleta y el revólver, pero lo cierto es que no perdí nada. Conseguí salir de la habitación y de la casa sin hacer más ruidos, llegar, junto con mis pertenencias, hasta el viejo Ford que se encontraba en el cobertizo y poner en marcha aquel vejestorio, y emprendí una loca huida en busca de algún lugar seguro a través de la noche oscura y sin luna. Lo que siguió fue una escena de delirio digna de la pluma de un Poe o Rimbaud o del lápiz de un Doré, pero finalmente llegué a Townshend. Eso es todo. Si aún estoy en mi sano juicio, puedo considerarme más que afortunado. A veces recelo ante lo que nos depara el futuro, sobre todo ahora que tan sorprendentemente ha sido descubierto el nuevo planeta Plutón.
Como he dicho, después de recorrer toda la habitación dejé que la luz de la linterna se posara en el vacío butacón. Por vez primera, advertí la presencia sobre el asiento de varios objetos que apenas dejaban ver los pliegues sueltos del batín. Eran los objetos, tres en total, que los investigadores no encontraron en su posterior visita a la granja. Como dije al principio, no tenían nada de horroroso en apariencia. El problema radicaba en lo que dejaban intuir. Incluso ahora hay momentos en que me asaltan dudas… momentos en los que casi llego a aceptar el escepticismo de quienes atribuyen aquella irrepetible experiencia al sueño, a los nervios o a un simple espejismo.
Los tres objetos eran dispositivos endiabladamente sofisticados, e iban provistos de ingeniosas pinzas metálicas que se conectaban a articulaciones orgánicas de las que, francamente, prefiero no hacer conjetura alguna. Espero, lo espero con toda mi alma, que se tratara simplemente de las obras en cera de un escultor magistral, no obstante lo que mis más recónditos temores me inducen a pensar. ¡Dios mío! ¡Aquel susurrador en la oscuridad con su enfermizo olor y sus vibraciones! Brujo, emisario, portavoz del averno, ser ajeno a este mundo… aquel espantoso y amortiguado susurro… y todo el tiempo en aquel cilindro nuevo y reluciente del estante… pobre diablo… «Prodigiosa destreza quirúrgica, biológica, química, mecánica…»
Pues lo que había encima del butacón, perfectos en apariencia hasta el menor y más inimaginable detalle, eran el rostro y las manos de Henry Wentworth Akeley.