VII

Negándome a dejar que aquellas lóbregas sensaciones se apoderasen de mí, recordé las instrucciones de Noyes y abrí la blanca puerta de seis paneles con picaportes de bronce que había a mi izquierda. La habitación a la que daba estaba en penumbra tal como se me había indicado, y al entrar en ella advertí que el extraño olor era más intenso allí. Además, parecía como si flotara en el ambiente un leve y un tanto irreal ritmo o vibración. Por unos instantes, y debido a que las persianas estaban echadas, apenas pude ver nada, pero luego una tosecilla o murmullo amortiguado atrajo mi atención hacia un butacón situado en el ángulo más alejado y oscuro de la habitación. En aquel lóbrego rincón pude ver la borrosa imagen blanquecina de la cara y manos de un hombre, y al instante me acerqué a saludar a aquella figura que trataba de hablarme. Aun cuando la luz era tenue, pude advertir que se trataba de mi anfitrión. Había examinado repetidas veces la fotografía, y no me cabía la menor duda acerca de la identidad de aquel robusto y curtido rostro de barba recortada y entrecana.

Pero al volver a mirar y reconocer a Akeley se apoderó de mi una sensación de tristeza y angustia, pues tenía todo el semblante de las personas muy enfermas. Sin duda, debía haber algo más que asma detrás de aquella rígida e inmóvil expresión, que reflejaba agotamiento, y de aquella impertérrita y vidriosa mirada. Me di perfecta cuenta de hasta qué punto le había afectado la tensión de sus tenebrosas experiencias. ¿Acaso no bastaban para destrozar la vida de cualquier ser humano, incluso de hombres más jóvenes que este intrépido explorador de mundos prohibidos? El extraño y repentino alivio, me temí, debió llegarle demasiado tarde como para librarle de aquella suerte de crisis total en que se hallaba sumido. Había algo digno de compasión en la forma fláccida e inerte de aquellas esqueléticas manos postradas sobre el regazo. Akeley llevaba encima un amplio batín, y se cubría la cabeza y la parte superior del cuello con una bufanda o caperuza de color amarillo vivo.

Y luego vi que trataba de hablar en el mismo tono susurrante y entrecortado con que me había recibido. Era un susurro difícil de captar al principio, pues el bigote entrecano hacía imposible ver los movimientos de sus labios, y al mismo tiempo había algo en el timbre de su voz que no me agradaba en absoluto; pero, concentrando la atención, pronto pude entender sorprendentemente bien lo que intentaba decirme. El acento distaba mucho de ser el de un hombre del campo, y su expresión era incluso más refinada de la que cabía esperar por la correspondencia mantenida.

—¿Mr. Wilmarth, supongo? Disculpe que no me levante. Me encuentro muy mal, como sabrá por Mr. Noyes, pero ello no era óbice para que usted viniera. ¿Recuerda lo que le dije en la última carta? ¡Tengo tantísimas cosas que decirle mañana cuando me encuentre mejor! No puede imaginarse cuánto me alegro de verle en persona, después de todas las cartas que nos hemos cruzado. Supongo que habrá traído toda la correspondencia ¿no? ¿Y las fotografías kodak y grabaciones? Noyes dejó su maleta en el vestíbulo… espero que la viera allí. Pues esta noche me temo que tendrá que arreglárselas por sí mismo. Su habitación está en el piso de arriba —es justo la que hay encima de esta— y al final de la escalera verá el cuarto de baño con la puerta abierta. En el comedor —saliendo de este cuarto a la derecha— hay una comida esperándole cuando usted guste. Mañana haré mejor las veces de anfitrión, pero ahora no puedo hacer nada a causa de esta dolencia que sufro.

»Siéntase como si estuviera en su casa… Lo mejor será que saque las cartas, fotografías y grabaciones y las ponga encima de la mesa antes de subir el equipaje a su habitación. Aquí hablaremos de todo ello… en aquel estante del rincón puede ver un fonógrafo.

»No, gracias… no puede ayudarme. Estoy acostumbrado desde hace mucho a estos ataques. Baje a verme un momento antes de que anochezca, y luego vaya a acostarse cuando guste. Yo me quedaré donde estoy… quizá pase aquí la noche, como suelo hacer con frecuencia. Por la mañana me sentiré con muchas más fuerzas para hablar de las cosas que debemos tratar. Espero que se dé perfecta cuenta de la naturaleza increíblemente fascinante de todo este asunto. Ante nosotros, como ha sucedido con muy pocos más hombres sobre la tierra, se abrirán inmensas simas de tiempo, espacio y conocimientos que sobrepasan cualquier límite de la ciencia y filosofía humanas.

»¿Sabía que Einstein está equivocado, y que ciertas fuerzas y objetos pueden moverse a una velocidad superior a la de la luz? Con la ayuda debida, espero retroceder y avanzar en el tiempo, y ver y sentir la tierra en el pasado remoto y en futuras épocas. No puede imaginarse el nivel científico que han alcanzado estos seres. No hay nada que no puedan hacer con la mente y el cuerpo de los organismos vivos. Espero visitar otros planetas, e incluso otras estrellas y galaxias. El primer viaje será a Yuggoth, el planeta más cercano en que habitan los seres. Es una extraña y oscura esfera en el límite mismo de nuestro sistema solar, aún desconocido para los astrónomos de la Tierra. Pero… creo que ya le he dicho algo anteriormente al respecto. En el momento oportuno, los seres nos enviarán corrientes mentales, gracias a las cuales podremos descubrir Yuggoth… si bien es posible también que uno de sus aliados humanos dé una pista a los científicos.

»En Yuggoth hay inmensas ciudades… interminables hileras de torres construidas en terrazas de piedra negra, como la muestra que traté de enviarle. Procedía de Yuggoth. La luz del sol no es más fuerte que la de una estrella, pero los seres no precisan luz. Poseen otros sentidos más sutiles, y en sus mansiones y templos no hay ventanas. La luz incluso les hiere, molesta y entorpece sus movimientos, pues no existe la menor traza de ella en el oscuro cosmos allende el tiempo y el espacio del que son originarios. Bastaría una visita a Yuggoth para volver loco a un hombre débil… pero yo voy a ir allá. Los ríos negros de alquitrán que discurren bajo esos misteriosos puentes ciclópeos —obra de una antigua raza extinguida y olvidada antes de que los seres llegaran a Yuggoth procedentes de los últimos vacíos—, debieran bastar para hacer un Dante o un Poe de cualquier hombre… si conserva el juicio el tiempo suficiente para contar lo que ha visto.

»Pero recuerde: no hay nada de terrible en ese oscuro mundo de jardines fungiformes y ciudades sin ventanas… aunque así nos lo parezca a nosotros. Probablemente nuestro mundo les pareció igual de terrible a los seres cuando lo exploraron por vez primera en épocas remotas. Como sabe, ya estaban aquí mucho antes de que llegara a su fin el fabuloso período de Cthulhu, y recuerdan lo que le sucedió al sumergido R’lyeh cuando surgió de entre las aguas. Han estado en el interior de la tierra —hay hendiduras de las que nada saben los seres humanos… algunas de ellas bajo estas mismas montañas de Vermont— y en los grandes mundos de misteriosa vida que hay bajo nosotros: el azulado K’u-yan, el rojizo Yoth y el negro y tenebroso N’kai. De N’kai vino el terrible Tsathoggua… ya sabe, la amorfa y repelente deidad que se menciona en los Manuscritos pnakóticos, en el Necronomicon y en el ciclo mitológico de Commoriom conservado por Klarkash-Ton, sumo sacerdote de los atlantes.

»Pero ya tendremos tiempo de hablar de todo esto. Deben ser ya las cuatro o las cinco. Será mejor que saque las cosas de su equipaje, coma algo y regrese luego para que hablemos con más calma.

Muy lentamente di la vuelta y empecé a obedecer a mi anfitrión: cogí la maleta, saqué los objetos que precisaba y los puse encima de la mesa, y, finalmente, subí a la habitación que me habían asignado. Con el recuerdo presente de aquella huella reciente a orillas de la carretera, las palabras musitadas por Akeley dejaron en mí una extraña sensación, y las insinuaciones de familiaridad con aquel mundo de vida Lungiforme —el prohibido Yuggoth— me hizo estremecer más de lo que podía imaginar. Me preocupaba muchísimo la enfermedad de Akeley, pero debo confesar que su ronco susurro tenía algo de repugnante a la vez que de digno de compasión. ¡Si al menos no hubiera experimentado tan siniestro placer respecto a Yuggoth y sus tenebrosos secretos!

Mi habitación era muy confortable y estaba bien amueblada, sin el menor olor a humedad ni molestas vibraciones. Tras dejar la maleta, volví a bajar para saludar a Akeley y comer lo que me había preparado. El comedor estaba pasado el estudio, y siguiendo en la misma dirección pude ver un ala de la cocina. Sobre la mesa del comedor me estaba esperando un extenso surtido de sandwiches, dulces y quesos; un termo colocado junto a un platillo y una taza eran buena prueba de que no se había olvidado el café caliente. Tras un reconfortante refrigerio me serví una buena taza de café, pero desgraciadamente el café no se encontraba a la altura de la cocina que había degustado. Al primer sorbo percibí un sabor desagradablemente acre, así que no tomé más. Durante la comida no pude dejar de pensar en Akeley sentado en silencio en el butacón de la oscura habitación contigua. Una vez fui a rogarle que compartiera conmigo aquellos alimentos, pero en voz baja me dijo que aún no podía comer nada. Más tarde, antes de dormirse, tomaría algo de leche con malta: lo único que podía ingerir en todo el día.

Después de comer, me puse a limpiar la mesa y lavar los platos en la pila de la cocina, al tiempo que vaciaba el café que no había sabido apreciar. Luego, volviendo al lóbrego estudio acerqué una silla al rincón donde se encontraba mi anfitrión y me dispuse a seguir una conversación sobre el tema que él quisiera proponer. Las cartas, fotografías y grabación seguían aún encima de la gran mesa, pero por el momento no las necesitábamos. Al cabo de un rato, había incluso olvidado el extraño olor y las curiosas sensaciones vibratorias.

Como ya dije antes, había cosas en algunas de las cartas de Akeley —sobre todo en la segunda y más voluminosa— que no me atrevía a mencionar, ni siquiera a expresar en palabras sobre el papel. Esta duda se aplica aún con más fuerza a lo que, en un tono susurrante, oí aquel atardecer en aquella oscura habitación entre las solitarias montañas encantadas. Ni siquiera me atrevo a insinuar hasta dónde llegaban los horrores cósmicos que aquella ronca voz me ponía al descubierto. Akeley conocía cosas espeluznantes con anterioridad, pero lo que descubrió desde que firmó el pacto con los Seres Exteriores sobrepasaba con mucho lo que una mente en su sano juicio puede soportar. Incluso ahora me resisto en redondo a creer lo que me contó sobre la constitución del infinito elemental, la yuxtaposición de las dimensiones y la espantosa situación de nuestro cosmos conocido de espacio y tiempo en la interminable cadena de cosmos-átomos que configura el inmediato supercosmos de curvas, ángulos y organización electrónica material y semimaterial.

Jamás estuvo un hombre en sus cabales más peligrosamente cerca de los arcanos de la sustancia originaria… jamás un cerebro orgánico estuvo más cerca de la total desintegración en el caos que trasciende toda forma, fuerza y simetría. Me enteré de dónde vino originariamente Cthulhu, y del motivo por el que la mitad de las grandes estrellas temporales de la historia habían seguido resplandeciendo. Intuí —por las veladas alusiones que incluso hacían interrumpirse temerosamente a mi interlocutor— el secreto existente tras las Nubes Magallánicas y las nebulosas globulares, y la siniestra verdad que ocultaba la inmemorial alegoría del Tao. La naturaleza de los Doels me fue expuesta claramente, y se me informó de la esencia (aunque no del origen) de los Sabuesos de Tindalos. La leyenda de Yig, Padre de las Serpientes, dejó de ser para mí algo figurado, y experimenté una cierta aversión cuando se me puso al corriente del horripilante caos nuclear existente allende el espacio angular que el Necronomicon había benignamente encubierto bajo el nombre de Azathoth. Resultaba sorprendente desentrañar las más espeluznantes pesadillas de los secretos mitos en términos concretos, cuya desnuda y morbosa malevolencia sobrepasaba las más atrevidas insinuaciones de la mística antigua y medieval. Llegué a la inevitable conclusión de que los primeros que hicieron alusión a tan execrables historias debían estar en contacto con los Exteriores de Akeley, y hasta era posible que hubiesen visitado algún reino cósmico exterior, tal como Akeley se proponía hacer.

Se me habló de la Piedra Negra y de lo que significaba, y me alegré sinceramente de que no hubiera llegado a mis manos. ¡Mis elucubraciones acerca de aquellos jeroglíficos se confirmaron en su totalidad! No obstante, Akeley parecía haberse reconciliado con todo aquel diabólico sistema contra el que tan arduamente había combatido… reconciliado a la vez que decidido a proseguir sus investigaciones en aquellas abismales simas. Me pregunté con qué seres habría hablado desde la última carta que me escribió, y si serían tan humanos como aquel primer emisario que mencionó. La tensión a que me veía sometido llegó a hacerse insoportable, y elaboré toda clase de absurdas teorías sobre aquel extraño y persistente olor y aquellas sensaciones vibratorias de la lóbrega estancia que no me abandonaban.

Empezaba a oscurecer, y al recordar lo que Akeley me dijo sobre aquellas primeras noches me estremecí sólo de pensar que no habría luna. Además, no me gustaba nada el emplazamiento de la granja al socaire de aquella imponente y frondosa ladera que conducía a la no hollada cima de Dark Mountain. Con permiso de Akeley, encendí una lamparilla de petróleo, bajé la mecha y la coloqué sobre una estantería algo alejada junto al espectral busto de Milton. Al cabo de un rato lo lamenté pues daba al terso e inmóvil rostro y manos inertes de mi anfitrión una horrible apariencia, como si de algo anormal y cadavérico se tratara. Daba la impresión de que no pudiera hacer movimiento alguno, aunque le vi cabecear rígidamente de vez en cuando.

Después de todo lo que me había contado, se me hacía difícil imaginar qué secretos más arcanos pensaría guardarme para el día siguiente, pero a la postre me enteré de que hablaríamos de su viaje a Yuggoth y a otros mundos más lejanos… y de mi posible participación en el mismo. Debió divertirle el respingo de sobresalto que di al oír hablar de mi participación en un viaje cósmico, pues su cabeza se agitó violentamente ante mi expresión de horror. A continuación, me habló en un tono extremadamente delicado de cómo los seres humanos pueden efectuar —cosa que él ya había hecho en varias ocasiones—, aunque parezca increíble, vuelos por el espacio interestelar. Por lo visto, el viaje no lo hacía todo el cuerpo humano: los Exteriores —gracias a sus prodigiosos adelantos en los campos de la cirugía, biología, química e ingeniería— habían encontrado la forma de que sólo viajara el cerebro humano, sin su estructura física concomitante.

Los seres se valían de un procedimiento inofensivo para extraer el cerebro y conservar con vida el resto del organismo durante su ausencia. La desnuda y compacta masa encefálica se sumergía en un líquido que se cambiaba de vez en cuando y se alojaba dentro de un cilindro al vacío, hecho de un metal extraído en las minas de Yuggoth, que estaba conectado a través de unos electrodos a una serie de sofisticados instrumentos capaces de duplicar las tres facultades vitales, a saber, vista, oído y habla. Para aquellos seres fungiformes y alados no era problema alguno transportar, sin el menor riesgo, cerebros envasados a través de los espacios siderales. En cada planeta al que se extienda su civilización encontrarán un sinfín de instrumentos adaptables que pueden conectarse a los cerebros así envasados. Así pues, basta con unas mínimas adaptaciones para que las inteligencias viajeras puedan disfrutar de una vida sensorial y articulada plena —aunque incorpórea y mecánica— en cada etapa de su viajar por y allende el continuo espacio-tiempo. Era algo tan sencillo como si uno llevara siempre consigo una grabación y la escuchara allí donde hubiera un fonógrafo en el que reproduciría. De sus buenos resultados no cabía la menor duda. Akeley no albergaba ningún temor. ¿Acaso no se había realizado con éxito en repetidas ocasiones?

Por vez primera, una de las inertes y marchitas manos se alzó y apuntó rígidamente a un estante alto que había en la pared más alejada de la estancia. Allí, perfectamente alineados, podían verse más de una docena de cilindros de un metal que no había visto hasta entonces: cilindros de aproximadamente un pie de altura y algo menos de diámetro, con tres curiosos enchufes dispuestos en forma de triángulos isósceles sobre la convexa superficie de cada uno de ellos. Uno de los cilindros tenía dos de los enchufes conectados a un par de máquinas de singular apariencia que se divisaban al fondo. No hizo falta que me explicaran su finalidad, pues al instante un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Luego vi que la mano apuntaba a un rincón más próximo en donde podían verse amontonados varios intrincados instrumentos provistos de cables y enchufes, algunos de los cuales guardaban un extraordinario parecido con los dos dispositivos que había detrás de los cilindros.

—Aquí hay cuatro clases de instrumentos, Wilmarth —susurró la voz—. Cuatro clases, a tres facultades cada una, hacen un total de doce piezas. En esos cilindros que se ven ahí se hallan representadas cuatro clases distintas de seres. Tres hombres, seis seres fungiformes que no pueden navegar corporalmente por el espacio, dos seres de Neptuno (¡Dios mío! ¡Si pudiera ver usted el cuerpo que tienen en su planeta…!), y, el resto, entes procedentes de las cavernas centrales de una estrella sin brillo y particularmente interesante situada allende los confines de la galaxia. En el puesto principal de observación, en el interior de Round Hill, no es difícil ver desperdigados más cilindros y máquinas: cilindros de cerebros extra-cósmicos con otros sentidos de los que conocemos —que hacen de aliados y exploradores del Exterior más remoto—, y máquinas especiales que les transmiten impresiones y les facultan la expresión del modo más conveniente para ellos y para su comprensión por parte de los diversos tipos de oyentes. Round Hill, al igual que casi todos los puestos de observación importantes que tienen los seres en los diferentes universos, es un lugar muy cosmopolita. Naturalmente, a mí sólo me han cedido, los tipos más corrientes para mis experimentos.

»Mire… coja las tres máquinas que le señalo y póngalas encima de la mesa. Aquella más alta con las dos lentes de cristal en la cara anterior… luego la caja con los tubos en vacío y la caja de resonancia… y, por último, la que tiene el disco metálico encima. Ahora, coja el cilindro que lleva pegada la etiqueta ‘B-67’. Súbase a esa silla estilo Windsor para alcanzarlo. ¿Pesado? Vamos, ¡un esfuerzo! Compruebe el número: B-67. No toque el cilindro nuevo y resplandeciente conectado a los dos instrumentos de ensayo… el que lleva mi nombre. Coloque el B-67 sobre la mesa donde ha puesto las máquinas… y compruebe que los interruptores de las tres máquinas están girados todo lo que dan de sí a la izquierda.

»Ahora, conecte el cable de la máquina con las lentes al enchufe superior del cilindro… ¡Eso es! Conecte la máquina con los tubos al enchufe inferior izquierdo, y el aparato con el disco al otro enchufe. Ahora gire todo lo que pueda a la derecha los interruptores de las máquinas… primero la de las lentes, luego la del disco, y, por último, la de los tubos. ¡Perfecto! Le adelanto que se trata de un ser humano… igual que cualquiera de nosotros. Mañana podrá oír alguno de los otros.

Aún hoy no sé por qué obedecí tan servilmente aquella susurrante voz, ni si se me pasó por la cabeza preguntarme si Akeley estaría loco o cuerdo. Después de todo lo que había pasado, nada podía extrañarme. Pero aquellos artilugios se asemejaban tanto a las extravagantes creaciones propias de inventores y científicos chiflados, que hicieron vibrar en mi una cuerda de duda que ni siquiera la anterior disertación había pulsado. Lo que aquel ser que tenía ante mi quería dar a entender traspasaba los limites de la credulidad humana, pero ¿acaso no eran las otras cosas aún más absurdas, y si resultaban menos descabelladas ello se debía únicamente a la imposibilidad de recurrir a toda prueba tangible y concreta?

Mientras mi cerebro no cesaba de dar vueltas en medio de aquel maremágnum, llegó a mis oídos un estridente chirrido procedente de las tres máquinas conectadas al cilindro, un chirrido que pronto remitió hasta acabar prácticamente en un silencio total. ¿Qué ocurriría? ¿Iba a escuchar una voz? Y, en tal caso, ¿qué pruebas había de que no se trataba de un dispositivo de radio ingeniosamente ideado a través del cual hablaba un oculto locutor que nos observaba de cerca? Incluso hoy no me atrevería a jurar lo que oí o, simplemente, qué es lo que realmente sucedió en mi presencia. Pero lo que es seguro es que algo acaeció allí.

Por decirlo en breves y sencillas palabras: la máquina con los tubos y la caja sonora se puso a hablar, de modo tal que no cabía la menor duda de que el locutor se encontraba efectivamente allí y nos observaba. Era una voz recia, metálica, inexpresiva y totalmente mecánica. Carecía de toda modulación o expresividad, pero traqueteaba y chirriaba con una precisión y deliberación implacables.

—Mr. Wilmarth —dijo la voz—, espero no asustarle. Soy un ser humano igual que usted, aunque mi cuerpo se encuentra ahora descansando y a buen recaudo, sometido a un eficaz tratamiento vitalizador, en Round Hill, a milla y media en dirección este de aquí. Estoy con usted: mi cerebro está en el interior de ese cilindro, y veo, oigo y hablo a través de esos vibradores electrónicos. Dentro de una semana voy a atravesar el vacío, al igual que ya he hecho en muchas otras ocasiones, y espero poder disfrutar de la compañía de Mr. Akeley. Me gustaría también que usted nos acompañara. Le conozco de vista y de oídas, y he seguido muy de cerca su correspondencia con nuestro común amigo Akeley. Soy uno de los hombres que se han aliado a los seres del exterior que se hallan de visita en nuestro planeta. Los conocí en el Himalaya, y desde entonces he procurado ayudarles. A cambio, ello me ha permitido vivir experiencias que pocos hombres han podido disfrutar.

»¿Se da usted cuenta de lo que significa cuando digo que he estado en treinta y siete diferentes cuerpos celestes (planetas, estrellas apagadas y otros objetos menos definibles) ocho de los cuales no pertenecen a nuestra galaxia y dos se hallan fuera del cosmos circular de espacio y tiempo? ¡Y no he sufrido el menor daño! Me han extraído el cerebro del cuerpo por medio de unas fisuras ejecutadas con tal destreza que sería tosco calificar de operación quirúrgica. Los seres que nos visitan disponen de métodos que hacen estas extracciones sencillas y casi podría decirse que algo habitual, y el cuerpo no envejece cuando el cerebro se desprende de él. El cerebro, debo añadir, es prácticamente inmortal conservando sus facultades mecánicas y bastándole con una limitada dosis alimenticia que se administra mediante cambios intermitentes del liquido protector.

»En suma, deseo de todo corazón que se decida y nos acompañe a Mr. Akeley y a mí. Los seres que nos visitan están muy interesados en conocer a hombres cultos como usted para hablarles de los grandes abismos que la mayoría de nosotros hemos imaginado en nuestra supina ignorancia. Puede que al principio le parezcan extraños, pero estoy seguro de que esa impresión se le pasará enseguida. Creo que también vendrá Mr. Noyes… el hombre que debió traerle hasta aquí en automóvil. Desde hace años es uno de los nuestros: supongo que habrá reconocido su voz, pues es una de las que se oyen en la grabación que le envió Mr. Akeley.

Ante mi violento sobresalto, el locutor tomó un respiro un momento antes de finalizar.

—Así pues, Mr. Wilmarth, a usted le toca decidir. Permítame únicamente añadirle que un hombre con su extraordinaria afición por los temas de lo desconocido y el folklore no debiera jamás perder la oportunidad que ahora se le brinda. No hay nada que temer. Todas las transiciones son sin dolor, y hay mucho de qué disfrutar en un estado de sensación totalmente mecanizado. Cuando se desconectan los electrodos, uno queda simplemente sumido en un estado de sopor y le invaden sueños de singular intensidad y fantasía.

»Y ahora, si le parece bien, podemos levantar la sesión hasta mañana. Buenas noches… Haga girar todos los interruptores hacia la izquierda, hasta dejarlos donde estaban; da lo mismo el orden en que lo haga, aunque puede dejar para el final la máquina de las lentes. Buenas noches, Mr. Akeley. ¡Trate bien a nuestro huésped! ¿Listo para cerrar los interruptores?

Eso fue todo. Obedecí mecánicamente y cerré los tres interruptores, aunque no salía de mi estupor ante lo que acababa de presenciar. La cabeza me seguía dando vueltas al tiempo que oía la susurrante voz de Akeley diciendo que dejara tal como estaba todo el instrumental que había encima de la mesa. No hizo ningún comentario al respecto, aunque poco hubiera importado porque tenía embotadas mis facultades mentales. Le oí decirme que podía llevarme la lámpara a mi habitación, de lo que deduje que deseaba quedarse solo a oscuras. Sin duda, quería descansar, pues su disertación a lo largo de la tarde habría bastado para agotar a hombres incluso mejor dotados físicamente. Aun sin salir de mi aturdimiento, di las buenas noches a mi anfitrión y subí a mi habitación con la lámpara, aunque llevaba conmigo una excelente linterna.

Me alegré de salir de aquel estudio con tan extraño olor e indefinidas sensaciones vibratorias, pero no logré evitar una estremecedora sensación de temor, amenaza y anomalía cósmica al pensar en el lugar en que me encontraba. Aquella desolada y despoblada comarca, aquella sombría y misteriosamente frondosa ladera montañosa que se erguía justo detrás de la casa, aquellas huellas del camino, aquel susurrador enfermizo e inmóvil en la penumbra, aquellos infernales cilindros y máquinas, y, por encima de todo, aquella invitación a participar en la increíble operación quirúrgica y en los aún más increíbles viajes… todo ello, tan nuevo y en tan rápida sucesión, se vino de tal modo encima de mí que me arrebató mi voluntad y casi me dejó sin recursos físicos.

El descubrimiento de que mi guía Noyes era el celebrante humano de aquel monstruoso aquelarre recogido en la grabación fonográfica me produjo una tremenda impresión; aunque ya había creído percibir una lóbrega y repulsiva familiaridad en su voz. Otra impresión digna de reseñar era la que me producía mi actitud hacia mi anfitrión siempre que me detenía a analizarla; por más que hasta entonces había experimentado una instintiva atracción hacia Akeley, como se desprendía de la correspondencia que habíamos cruzado, ahora descubría que me inspiraba una marcada aversión. Su enfermedad debería haber despertado un sentimiento de compasión en mí, pero, por el contrario, me producía una especie de escalofrío. Tenía un semblante tan rígido, inerte y cadavérico… ¡Y aquel incesante susurro resultaba tan insoportable e inhumano!

Aquel susurro me pareció completamente distinto de cualquier otro hasta entonces oído. A pesar de la curiosa inmovilidad de los labios del orador, cubiertos por un poblado bigote, tenía una indudable fuerza y poder de atracción, más digno aún de destacar si se tiene en cuenta que se trataba de un asmático. Logré entender perfectamente lo que decía desde el otro extremo de la habitación, y una o dos veces me pareció que los débiles pero penetrantes sonidos no significaban tanto debilidad como deliberada contención… las razones de lo cual francamente ignoraba. Desde el primer momento percibí algo que no me gustaba nada en el timbre de su voz. Ahora, al pasar revista a todo lo que me había llevado hasta allí, creí poder identificar tal impresión con una especie de familiaridad inconsciente como la siniestra sensación que sentí al oír por vez primera la siniestra voz de Noyes. Pero no sabría decir cuándo o dónde me había tropezado con lo que me traía a la memoria.

Una cosa era cierta: no pasaría una sola noche más en aquel lugar. Mi fervor científico se había disipado por completo entre el miedo y una cierta sensación de repugnancia, y lo único que deseaba era salir cuanto antes de aquel antro de morbosidad y monstruosas revelaciones. Ya sabía lo suficiente. Sin duda, debía ser cierto todo aquello de extrañas conexiones cósmicas… pero era algo en lo que cualquier ser humano normal no tiene por qué meterse.

Me parecía estar rodeado de diabólicas influencias que trataban de sofocar mis sentidos. No cabía ni plantearse la posibilidad de intentar dormir, pensé; así que me limité a apagar la lámpara y, sin desvestirme, me dejé caer sobre la cama. Sin duda era una precaución absurda, pero estaba listo en caso de que se presentase una contingencia inesperada: en la mano derecha tenía el revólver que había traído conmigo, y en la izquierda la linterna de bolsillo. Ni el menor sonido venía de abajo, en donde me imaginaba a mi anfitrión sentado en medio de las tinieblas y con aquella rigidez cadavérica con que me recibió.

Hasta mí llegó el tic-tac de un reloj de pared, y la normalidad del sonido me produjo una especie de sosiego. Pero también me recordó otra peculiaridad que me sorprendió mientras viajaba por la comarca: la total ausencia de vida animal. No había animales domésticos en la granja, y ahora me percataba de que ni siquiera se oían los habituales ruidos nocturnos de la fauna silvestre. Salvo por el siniestro rumor de algún que otro lejano arroyo, aquella quietud resultaba anómala… propia de los espacios siderales… y me pregunté qué intangible infortunio astral se cernía sobre la comarca. Recordé que en las antiguas leyendas los perros y otros animales habían repelido siempre la presencia de los Exteriores, y pensé en qué podrían significar aquellas huellas que se veían en el camino.