V

El sábado 8 de septiembre por la tarde, tras cruzarse al parecer con mis incoherentes líneas, recibí una extraña y tranquilizadora carta, mecanografiada con toda pulcritud en una máquina a todas luces nueva. Era una extraña carta en la que trataba de tranquilizarme y me hacía una invitación; en ella se operaba una prodigiosa transición en el curso del alucinante drama de las solitarias montañas. De nuevo echo mano de la memoria para reproduciría, y en esta ocasión, por motivos especiales, trataré de atenerme con la mayor fidelidad posible al estilo. Llevaba matasellos de Bellows Falls, y tanto el texto de la carta como la firma estaban a máquina, como suele ser corriente entre quienes aprenden mecanografía. El texto, sin embargo, mostraba una gran precisión para tratarse de un aprendiz, de lo que deduje que Akeley debió escribir a máquina en algún momento de su vida… quizá en sus años de estudiante. Si bien es cierto que la carta me tranquilizó bastante, bajo aquel alivio se ocultaba una sensación de desasosiego. Si Akeley estaba en su sano juicio cuando experimentaba terror, ¿lo estaba también ahora en la nueva situación? Y esas «mejores relaciones» a que se refería, ¿qué era exactamente? Aquello suponía un cambio radical en la actitud que hasta entonces había mantenido Akeley. Pero lo mejor será que reproduzca el texto, minuciosamente transcrito gracias a una memoria de la que, modestamente, me enorgullezco.

Townshend, Vermont.

Jueves, 6 de septiembre de 1928.

Mi querido Wilmarth:

Es para mí un gran placer poder tranquilizarle respecto a todas las tonterías de que le he estado escribiendo. Digo «tonterías», aunque lo que trato con ello es de referirme más a mi actitud asustadiza que a mis descripciones de ciertos fenómenos. Tales fenómenos son auténticos y, sin duda, muy importantes. Mi error ha radicado en la anómala actitud que he mantenido respecto a ellos.

Creo haberle dicho que mis extraños visitantes habían empezado a comunicarse conmigo, y a intentar establecer una comunicación. Anoche se materializó el diálogo. En respuesta a ciertas señales que me hicieron dejé entrar en casa a un mensajero de los del exterior… un ser humano, me apresuraré a decir. Me contó cosas que ni usted ni yo nos habríamos atrevido siquiera a imaginar, y me demostró bien a las claras que nuestros juicios y conjeturas sobre la razón de mantener el secreto acerca de la colonia que los Exteriores han establecido en nuestro planeta estaban totalmente descaminadas.

Al parecer, las malignas leyendas sobre lo que ofrecen a los hombres y esperan obtener de la tierra, son el resultado de una interpretación errónea y superficial del lenguaje alegórico. Un lenguaje, bien entendido, moldeado por tradiciones culturales y hábitos mentales muy distintos de los nuestros. Mis propias conjeturas, debo reconocerlo, eran tan erróneas como podrían serlo los barruntos de cualquier campesino analfabeto o de un indio salvaje. Lo que en un principio había juzgado morboso, vergonzoso e ignominioso es en realidad algo sorprendente, algo que ensancha los limites de la imaginación y resulta hasta glorioso. El juicio que me merecían antes no era sino una fase de la eterna tendencia humana a odiar, temer y rehuir lo radicalmente distinto.

Ahora lamento el daño que he infligido a esos extraños e increíbles seres en el curso de nuestras escaramuzas nocturnas. ¡Si no hubiera puesto reparos a hablar pacífica y razonablemente con ellos desde un primer momento! Pero no me guardan el menor rencor pues sus movimientos se rigen por un código muy diferente del nuestro. La desgracia suya ha sido que sus agentes humanos en Vermont eran tipos de baja calaña, como el difunto Walter Brown por ejemplo. Por culpa de Brown he albergado grandes prejuicios contra ellos. Pero lo cierto es que nunca han causado, conscientemente al menos, daño a los hombres, si bien algunos congéneres nuestros les han espiado y juzgado cruelmente. Hay todo un culto secreto practicado por hombres perversos (un hombre con su erudición mitológica me entenderá perfectamente cuando lo relaciono con Hastur y la Señal Amarilla) cuya finalidad es seguirles la pista e injuriarles en nombre de abominables poderes procedentes de otras galaxias. Las drásticas medidas de precaución que han adoptado los Exteriores van precisamente dirigidas contra tales agresores, y no contra la especie humana en general. A título incidental, me he enterado de que muchas de nuestras cartas perdidas fueron robadas no por los Exteriores sino por los emisarios del maligno culto de que le hablo.

Lo único que los Exteriores desean del hombre es paz, no sufrir molestias y unas relaciones a nivel intelectual cada vez mayores. Esto último les es absolutamente imprescindible en estos momentos en que nuestras invenciones y máquinas ensanchan los limites de nuestro conocimiento y acciones, y hacen que cada vez sea más difícil la existencia secreta de las necesarias avanzadillas de los Exteriores en este planeta. Lo que estos extraños seres buscan es tener un conocimiento más profundo del hombre y que los principales filósofos y científicos de la humanidad lleguen a conocerles mejor. Con semejante intercambio de conocimientos desaparecerían todas las amenazas y podría establecerse un modus vivendi que satisficiera a todos. La sola idea de pensar en la posibilidad de esclavizar o degradar a la especie humana resulta de todo punto ridícula.

Para iniciar estas nuevas relaciones, los Exteriores han decidido elegirme a mí por el ya más que considerable conocimiento que de ellos tengo como su primer intérprete en la tierra. Anoche me revelaron muchas cosas —hechos de la más sorprendente naturaleza, que abren insospechadas perspectivas—, y mucho más se me dará a conocer en lo sucesivo, tanto de palabra como por escrito. Por el momento no se me pedirá que haga ningún viaje al exterior, aunque probablemente desearé hacerlo con el tiempo; en tal supuesto, habré de emplear medios especiales y trascender todo lo que hasta aquí estamos acostumbrados a considerar como experiencia humana. En lo sucesivo no volverán a asediar más mi casa. Todo ha vuelto a la normalidad y los perros no tendrán en qué ocuparse. En lugar de terror se me ofrece un presente rico en conocimientos y con la perspectiva de una aventura intelectual que pocos mortales han podido disfrutar hasta ahora.

Los Exteriores son quizá los seres orgánicos más maravillosos que existen en o allende el espacio y el tiempo; integrantes de una raza cósmica de la que el resto de las formas con vida no son sino meras variantes degradadas. Son más vegetales que animales, si es que tales términos pueden aplicarse a la materia de que están formados, y tienen un aspecto un tanto fungiforme, aunque la presencia de una sustancia semejante a la clorofila y un sistema nutritivo muy peculiar les distingue de los auténticos hongos cormofíticos. En realidad, están formados de una materia totalmente ajena al sector del espacio en que habitamos, con electrones que cuentan con un número de vibraciones absolutamente distinto. De ahí que estos seres no puedan fotografiarse con los films y placas ordinarios del universo conocido, aun cuando puedan verlos nuestros ojos. No obstante, cualquier buen profesional de la química que tuviera los conocimientos requeridos podría hacer una emulsión fotográfica que reprodujera sus imágenes.

Los Exteriores tienen una extraordinaria capacidad para atravesar en plena forma corpórea el vacío interestelar, en el que no hay aire ni calor, en tanto que algunas variantes suyas no pueden hacerlo si no es gracias a una ayuda mecánica o a curiosos trasplantes quirúrgicos. Sólo unas cuantas especies poseen las alas resistentes al éter características de la variedad de Vermont. Las que habitan en ciertas cumbres remotas de Europa llegaron por otros procedimientos. Su semejanza externa con la vida animal, y con la modalidad de estructura que consideramos material, es una cuestión de evolución paralela más que de estrecho parentesco. Su capacidad cerebral sobrepasa a la de cualquier otra forma de vida existente, aunque las especies aladas de nuestra montañosa región distan mucho de ser las de mayor desarrollo. La telepatía es su medio habitual de comunicación, aunque poseen unos órganos vocales rudimentarios que, tras una ligera operación (pues la cirugía ha alcanzado un tremendo desarrollo entre ellos), pueden facultarles para duplicar el habla de aquellos tipos de organismo que todavía hacen uso del habla.

Su principal morada inmediata es un planeta todavía por descubrir y casi sin luz situado en el confín mismo de nuestro sistema solar: más allá de Neptuno y el noveno a partir del sol. Es, como suponíamos, el objeto al que en ciertos antiguos y prohibidos escritos se denomina místicamente «Yuggoth», y pronto será el escenario de una extraña proyección de la mente sobre nuestro mundo con el fin de facilitar las relaciones intelectuales. No me sorprendería que los astrónomos se mostraran lo suficientemente sensibles a estas corrientes mentales y descubrieran Yuggoth cuando a los Exteriores les parezca oportuno. Pero Yuggoth, por supuesto, es sólo el principio. El grueso de los seres habita en abismos dotados de una extraña organización fuera del alcance de toda imaginación humana. El glóbulo espacio-tiempo que reconocemos como la totalidad de toda entidad cósmica no es sino un átomo de la verdadera infinidad en que están insertos. Y a mí se me va a mostrar todo lo que el cerebro humano puede abarcar de esa infinidad, algo que sólo se ha hecho con no más de cincuenta hombres desde los comienzos de la especie humana.

Es posible que al principio todo esto le parezca un desvarío, Wilmarth, pero con el tiempo se dará perfecta cuenta de la increíble oportunidad que se me presenta. Mi deseo es que usted comparta conmigo al máximo posible esta experiencia, y a tal fin tengo que contarle miles de cosas que no puedo reproducir sobre el papel. Hasta hoy le había aconsejado que no viniera a verme. Pero ahora que todo va bien, sería para mí un gran placer que olvidara mi advertencia y aceptase ser mi huésped.

¿No podría usted darse una vuelta por aquí antes de iniciarse el curso en la Universidad? Sería realmente maravilloso si pudiera hacerlo. Traiga la grabación fonográfica y todas las cartas que le he escrito para utilizarlas como elemento de consulta: las necesitaremos para reconstruir toda esta impresionante historia. Le agradecería que trajese también las fotografías, pues con la excitación de estos días parece que he extraviado los negativos y mis fotografías. Pero no se imagina la cantidad de datos que voy a añadir a todo este tentador y sugestivo material ¡y mucho menos el sensacional plan que he ideado para complementar mis aportaciones!

No lo dude. Nadie me espía ahora, y tampoco encontrará usted nada anormal o que pueda perturbarle. Venga e iré a buscarle en mi coche a la estación de Brattleboro. Dispóngase a pasar aquí una larga temporada, y prepárese a oír hablar durante largas veladas de cosas que escapan a toda conjetura humana. Bien entendido que no debe decir nada a nadie, pues el asunto en cuestión no debe trascender al público.

El servicio de trenes a Brattleboro no es malo. En Boston puede enterarse del horario. Tome el B. & M. hasta Greenfield, y trasborde allí para el corto trayecto que le resta. Le aconsejo que coja el que sale a las 4,10 de la tarde de Boston. Dicho tren llega a Greenfield a las 7,35, de donde a las 9,19 sale otro que pasa por Brattleboro a las 10,01 de la noche. Todo ello entre semana. Comuníqueme la fecha e iré a la estación a esperarle con mi coche.

Perdone que le escriba a máquina, pero, como usted bien sabe, últimamente me falla el pulso y no me siento capaz de escribir largos párrafos. Ayer compré esta nueva Corona en Brattleboro, y parece que funciona a la perfección.

En espera de sus noticias, y deseando verle muy pronto con la grabación fonográfica, todas mis cartas y las fotografías, queda atentamente suyo,

Henry W. Akeley.

A ALBERT N. WILMARTH

UNIVERSIDAD DE MISKATONIC

ARKHAM, MASS.

La complejidad de mis emociones tras leer, releer y reflexionar sobre tan extraña e inesperada carta sobrepasa toda posible descripción. He dicho que de repente me sentí aliviado al tiempo que me invadía una sensación de desasosiego, pero esto sólo expresa burdamente las implicaciones de multitud de sentimientos, en gran medida subconscientes, que encerraban tanto desahogo como inquietud. Para empezar aquella carta estaba tan en las antípodas de toda la cadena de horrores que la precedieron… El cambio de actitud desde el terror más descarnado a aquella fría complacencia, e incluso exaltación, era algo tan imprevisto, meteórico y radical… Me resultaba difícil creer que en un solo día pudiese cambiar de tal manera la perspectiva psicológica de alguien que había escrito aquella exasperada nota del miércoles, al margen de cualquier descubrimiento esperanzador que hubiera experimentado con la llegada del nuevo día. En ciertos momentos, una sensación de irrealidades en conflicto me hacía preguntarme si todo aquel insólito drama de fantásticas fuerzas del que no era partícipe directo no sería una especie de sueño ilusorio producto en gran medida de mi propia imaginación. Luego mi atención se centró en la grabación fonográfica y mi aturdimiento fue aún mayor.

¡Distaba tanto aquella carta de todo lo que cabía esperar! Al analizar mis impresiones comprobé que había dos fases bien diferenciadas. En la primera, en el supuesto de que Akeley hubiera estado y estuviera aún en su sano juicio, el cambio operado en la situación había sido rapidísimo e increíble. En una segunda fase, el cambio experimentado en la actitud, modo de expresarse y lenguaje de Akeley distaba mucho de lo que puede conceptuarse como normal o previsible. Su personalidad entera parecía haber experimentado una sospechosa transformación, una mutación tan radical que difícilmente podían reconciliarse sus dos aspectos, en el supuesto de que ambos representaran idéntico estado de equilibrio mental. Las palabras, la ortografía… todo era sutilmente distinto. Y con mi sensibilidad académica hacia la prosa literaria, pude descubrir profundas divergencias en sus más normales reacciones y en el ritmo de sus respuestas. Desde luego, el cataclismo emocional o revelación capaz de producir tan brusca transformación debió de ser tremendo, no cabe la menor duda. Pero también es cierto que la carta tenía todo el estilo de Akeley. La misma pasión por lo infinito, la misma curiosidad intelectual… Ni por un momento —o más de un momento— se me ocurrió la idea de que pudiera ser falsa o hubiera una malintencionada sustitución. ¿Acaso no era la invitación esa buena disposición suya a que comprobara en persona la veracidad de la carta prueba suficiente de su autenticidad?

El sábado por la noche no me acosté. Lo pasé en vela pensando en los misterios y prodigios ocultos tras aquella última carta. Mi mente, resentida por la rápida sucesión de monstruosas ideas a que había tenido que hacer frente en los últimos cuatro meses, no dejaba de dar vueltas a este nuevo y sorprendente material que llegaba a mis manos, pasando de la duda a la aceptación en un ciclo que no hacía sino repetir la mayoría de las fases por las que atravesé al enterarme por vez primera de tales prodigios. Hasta que mucho antes del amanecer, el interés y la curiosidad que me embargaban comenzaron a reemplazar el marasmo de perplejidad e inquietud en que me sumí en un primer momento. Loco o cuerdo, metamorfoseado o simplemente aliviado lo cierto es que Akeley había descubierto un impresionante cambio de enfoque en su azarosa investigación. Un cambio que reducía drásticamente el peligro —real o imaginario— en que se encontraba, a la vez que abría nuevas e insospechadas perspectivas al conocimiento de lo cósmico y sobrehumano. Mi fervor por lo desconocido se avivó en mi afán por igualar el suyo, y me sentí contagiado por salvar a aquel mórbido obstáculo que se interponía en mi camino. Liberarme de las enloquecedoras y extenuantes limitaciones que imponen el tiempo, el espacio y la ley natural… entrar en relación con el inmenso espacio exterior… acercarme a los espectrales y abismales secretos de lo infinito y lo esencial… ¡sin duda, valía la pena arriesgar la vida, el alma y hasta el propio juicio! Y, además, Akeley decía que ya no había peligro… me invitaba a visitarle en lugar de aconsejarme que me mantuviera alejado como había hecho hasta entonces. Una comezón me invadía ante la sola idea de lo que Akeley iba a contarme… Sentía tal fascinación que casi me impedía todo movimiento el imaginarme sentado allí, en aquella solitaria y —en los últimos tiempos— asediada granja, ante un hombre que había hablado con auténticos emisarios del espacio exterior; sentado allí con aquella espeluznante grabación y el montón de cartas en que Akeley había tratado de resumir sus conclusiones previas.

De modo que no lo pensé más y el domingo por la mañana envié un telegrama a Akeley en el que le decía que le encontraría en Brattleboro el miércoles siguiente —el 12 de septiembre— si no tenía nada que objetar a aquella fecha. Sólo en una cosa no seguí sus indicaciones: en la elección del tren. Con franqueza, no me agradaba nada la idea de llegar bien entrada la noche a aquella encantada región de Vermont, así que, en lugar de ir en el tren que Akeley sugería, telefoneé a la estación e hice otra combinación Levantándome temprano y cogiendo el tren de las 8,07 con destino a Boston, podía tomar el de las 9,25 que llegaba a Greenfield a las 12,22. Este conectaba exactamente con un tren que llegaba a Brattleboro a la 1,08 de la tarde… hora a todas luces infinitamente mejor que las 10,01 de la noche para encontrar a Akeley y viajar con él por aquella comarca abigarrada de cumbres montañosas y encubridora de tantos secretos.

Le comuniqué mi combinación en el telegrama, y me alegró saber en la respuesta que me envió aquella misma noche que estaba de acuerdo con mis planes. Su telegrama decía así:

COMBINACIÓN SATISFACTORIA. LE ESPERARÉ TREN UNA OCHO MIÉRCOLES. NO OLVIDE GRABACIÓN CARTAS Y FOTOGRAFÍAS. TRANQUILÍCESE HASTA ESE DÍA… ESPERE GRANDES REVELACIONES.

AKELEY

La llegada a mis manos de este mensaje, respuesta directa del que envié a Akeley y que por fuerza tenía que haber sido llevado a su casa desde la estación de Townshend, bien por un funcionario de telégrafos o a través del hilo telefónico reparado, borró cualquier duda subconsciente que pudiera albergar acerca de la autoría de tan sorprendente carta. Experimenté una gran sensación de alivio, desde luego infinitamente mayor de la que podía esperar por entonces, pues mis dudas no se habían desvanecido del todo sino que estaban profundamente soterradas. Pero aquella noche dormí a pierna suelta y hasta bien entrada la mañana, y durante los dos días siguientes me dediqué afanosamente a hacer los preparativos del viaje.