El viernes por la mañana Armitage, Rice y Morgan salieron en automóvil hacia Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de la tarde. Hacía un día espléndido, pero hasta en el fuerte sol reinante parecía presagiarse una inquietante calma, como si algo espantoso se cerniese sobre aquellas montañas extrañamente rematadas en forma de bóveda y sobre los profundos y sombríos barrancos de la asolada región. De vez en cuando podía divisarse recortado contra el cielo un lúgubre círculo de piedras en las cumbres montañosas. Por la atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba en la tienda de Osborn, los tres investigadores comprendieron que algo horrible había sucedido, y pronto se enteraron de la desaparición de la casa y de la familia entera de Elmer Frye. Durante toda la tarde estuvieron recorriendo los alrededores de Dunwich, preguntando a la gente qué había sucedido y viendo con sus propios ojos, en medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de la casa de los Frye con sus persistentes restos de aquella sustancia bituminosa, las espantosas huellas dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop y las impresionantes franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El sendero dejado a todo lo largo de Sentinel Hill le pareció a Armitage de una significación casi devastadora, y durante un buen rato se quedó mirando la siniestra piedra en forma de altar que se divisaba en la cima.
Finalmente, los investigadores de Arkham, enterados de que aquella misma mañana habían llegado unos policías de Aylesbury en respuesta a las primeras llamadas telefónicas dando cuenta de la tragedia acaecida a los Frye, resolvieron ir en busca de los agentes y contrastar con ellos sus impresiones sobre la situación. Pero una cosa fue decirlo y otra hacerlo, pues no se veía a los policías por ninguna parte. Habían venido en total cinco en un coche, que se encontró abandonado en un lugar próximo a las ruinas del corral de Elmer Frye. Las gentes de la localidad, que hacía tan sólo un rato habían estado hablando con los policías, se hallaban tan perplejas como Armitage y sus compañeros. Fue entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino a la cabeza una idea y, lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que apuntaba hacia el profundo y rezumante abismo que se abría frente a ellos.
—¡Dios mío! —dijo jadeando—. ¡Mira que les advertí que no bajasen al barranco! Jamás se me ocurrió que fuera a meterse nadie ahí con esas huellas y ese olor y con las chotacabras armando tal griterío a plena luz del día…
Un escalofrío se apoderó de todos los allí congregados —granjeros e investigadores— al oír las palabras del viejo Hutchins, y todos aguzaron instintivamente el oído. Armitage, ahora que se encontraba por vez primera frente al horror y su destructiva labor, no pudo evitar temblar ante la responsabilidad que se le venía encima. Pronto caería la noche sobre la comarca, las horas en que la gigantesca monstruosidad salía de su cubil para proseguir sus pavorosas incursiones. Negotium perambulans in tenebris… El anciano bibliotecario se puso a recitar la fórmula mágica que había aprendido de memoria, al tiempo que estrujaba con la mano el papel en que se contenía la otra fórmula alternativa que no había memorizado. Seguidamente, comprobó que su linterna se encontraba en perfecto estado. Rice, que estaba a su lado, sacó de un maletín un pulverizador de esos que se utilizan para combatir los insectos, mientras Morgan desenfundaba el rifle de caza en el que seguía confiando pese a las advertencias de sus compañeros de que las armas no valdrían de nada frente a tan monstruoso ser.
Armitage, que había leído el estremecedor diario de Wilbur, sabía muy bien qué clase de materialización podía esperarse, pero no quiso atemorizar más a los vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones o pistas. Esperaba poder librar al mundo de aquel horror sin que nadie se enterase de la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera. A medida que la oscuridad fue haciéndose más densa los vecinos de Dunwich comenzaron a dispersarse y emprendieron el regreso a casa, ansiosos por encerrarse en su interior pese a la evidencia de que no había cerrojo o cerradura que pudiese resistir los embates de un ser de tal descomunal fuerza que podía tronchar árboles y triturar casas a su antojo. Sacudieron la cabeza al enterarse del plan que tenían los investigadores de permanecer de guardia en las ruinas de la granja de Frye, próxima al barranco. Al despedirse de ellos, apenas albergaban esperanzas de volver a verlos con vida a la mañana siguiente.
Aquella noche se oyó un enorme fragor en las montañas y las chotacabras chirriaron con endiablado estrépito. De vez en cuando, el viento que subía del fondo del barranco de Cold Spring traía un hedor insoportable a la ya cargada atmósfera nocturna, un hedor como el que aquellos tres hombres ya habían percibido en una anterior ocasión al encontrarse frente a aquella moribunda criatura que durante quince años y medio pasó por un ser humano. Pero la tan esperada monstruosidad no se dejó ver en toda la noche. No cabía duda, lo que había en el fondo del barranco aguardaba el momento propicio, y Armitage dijo a sus compañeros que sería suicida intentar atacarlo en medio de la oscuridad nocturna.
Al amanecer cesaron los ruidos. El día se levantó gris, desapacible y con ocasionales ráfagas de lluvia, mientras oscuros nubarrones se acumulaban del otro lado de la montaña en dirección noroeste. Los tres científicos de Arkham no sabían qué hacer. Comoquiera que la lluvia arreciase se guarecieron bajo una de las pocas construcciones de la granja de los Frye que aún quedaban en pie, en donde debatieron la conveniencia de seguir esperando o arriesgarse y bajar al fondo del barranco a la caza de la monstruosa y abominable presa. El aguacero arreciaba por momentos y en la lejanía se oía el fragor producido por los truenos, en tanto que el cielo resplandecía por los relámpagos que lo rasgaban, y muy cerca de donde se encontraban se vio caer un rayo, como si directamente se dirigiese al maldito barranco. El cielo se oscureció totalmente, y los tres científicos esperaban que la tormenta, aunque violenta, pasara rápidamente y luego esclareciera.
Aún seguía cubierto de oscuros nubarrones el cielo cuando, no haría siquiera una hora, hasta ellos llegó un auténtico babel de voces que se acercaba por el camino. Al poco, pudo divisarse un grupo despavorido integrado por algo más de una docena de hombres que venían corriendo, y no cesaban de gritar y hasta de sollozar histéricamente. Uno de los que marchaban a la cabeza prorrumpió a balbucir palabras sin sentido, sintiendo un pavoroso escalofrío los investigadores de Arkham cuando las palabras adquirieron coherencia.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —se oyó decir a alguien con una vez entrecortada—. ¡Vuelve de nuevo, y esta vez en pleno día! ¡Ha salido, ha salido y se mueve en estos momentos! ¡Que el Señor nos proteja!
Tras oírse unos jadeos, la voz se sumió en el silencio, pero otro de los hombres retomó el hilo de lo que decía el primero.
—Hace casi una hora Zeb Whateley oyó sonar el teléfono. Quien llamaba era Mrs. Corey, la mujer de George, el que vive abajo en el cruce. Dijo que Luther, el mozo, había salido en busca de las vacas al ver el tremendo rayo que cayó, cuando observó que los árboles se doblaban en la boca del barranco —del lado opuesto de la vertiente— y percibió el mismo hedor que se respiraba en las inmediaciones de las grandes huellas el lunes por la mañana. Y según ella, Luther dijo haber oído una especie de crujido o chapoteo, un ruido mucho más fuerte que el producido por los árboles o arbustos al doblarse, y de repente los árboles que había a orillas del camino se inclinaron hacia un lado y se oyó un horrible ruido de pisadas y un chapoteo en el barro. Pero, aparte de los árboles y la maleza doblados, Luther no vio nada.
»Luego, más allá de donde el arroyo Bishop pasa por debajo del camino pudo oír unos espantosos crujidos y chasquidos en el puente, y dijo que parecía como si fuese madera que estuviese resquebrajándose. Pero, aparte de los árboles y los matorrales doblados, no vio nada en absoluto. Y cuando los crujidos se perdieron a lo lejos —en el camino que lleva a la granja del brujo Whateley y a la cumbre de Sentinel Hill—, Luther tuvo el valor de acercarse al lugar donde se oyeron los ruidos primero y se puso a mirar al suelo. No se veía otra cosa que agua y barro, el cielo estaba encapotado y la lluvia que caía empezaba a borrar las huellas, pero cerca de la boca del barranco, donde los árboles se hallaban caídos por el suelo, aún había unas horribles huellas tan gigantescas como las que vio el lunes pasado.
Al llegar aquí, tomó la palabra el hombre que había hablado en primer lugar.
—Pero eso no es lo malo; eso fue sólo el principio. Zeb convocó a la gente y todos estaban escuchando cuando se cortó una llamada telefónica que hacían desde la casa de Seth Bishop. Sally, la mujer de Seth, no paraba de hablar en tono muy acalorado, acababa de ver los árboles tronchados al borde del camino, y dijo que una especie de ruido acorchado, parecido al de las pisadas de un elefante, se dirigía hacia la casa. Luego, dijo que un olor espantoso se metió de repente por todos los rincones de la casa y que su hijo Chauncey no cesaba de gritar que el olor era idéntico al que había en las ruinas de la granja de Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo esto, los perros no paraban de lanzar horribles aullidos y ladridos.
»De repente, Sally pegó un fenomenal grito y dijo que el cobertizo que había junto al camino se había derrumbado como si la tormenta se lo hubiese llevado por delante, sólo que apenas corría viento para pensar en algo así. Todos escuchábamos con atención y a través del hilo podía oírse el jadeo de multitud de gargantas pegadas al teléfono. De repente, Sally volvió a proferir un espantoso grito y dijo que la cerca que había delante de la casa acababa de derrumbarse, aunque no se veía la menor señal que indicara a qué podría deberse. Luego, todos los que estaban pegados al hilo oyeron chillar también a Chauncey y al viejo Seth Bishop, y Sally decía a gritos que algo enorme había caído encima de la casa, no un rayo ni nada por el estilo, sino algo descomunal que se abalanzaba contra la fachada y los embates eran constantes, aunque no se veía nada a través de las ventanas. Y luego… y luego…
El terror podía verse reflejado en todos los rostros, y Armitage, aun cuando no estaba menos aterrado, tuvo el aplomo suficiente para decirle a quien tenía la palabra que prosiguiera.
—Y luego… luego, Sally lanzó un grito estremecedor y dijo «¡Socorro! ¡La casa se viene abajo!»… y desde el otro lado del hilo pudimos oír un fenomenal estruendo y un espantoso griterío… igual que pasó con la granja de Elmer Frye, sólo que esta vez peor…
El hombre que hablaba hizo una pausa, y otro de los que venía en el grupo prosiguió el relato.
—Eso fue todo. No volvió a oírse ni un ruido ni un chillido más. Sólo el más absoluto silencio. Quienes lo escuchamos sacamos nuestros coches y furgonetas, y a continuación nos reunimos en casa de Corey todos los hombres sanos y robustos que pudimos encontrar, y hemos venido hasta aquí para que nos aconsejen qué hacer ahora. Es posible que todo sea un castigo del Señor por nuestras iniquidades, un castigo del que ningún mortal puede escapar.
Armitage comprendió que había llegado el momento de hacer algo y, con aire resuelto, se dirigió al vacilante grupo de despavoridos campesinos.
—No queda más remedio que seguirlo, señores —dijo tratando de dar a su voz el tono más tranquilizador posible—. Creo que hay una posibilidad de acabar de una vez por todas con lo que quiera que sea ese monstruo. Todos ustedes conocen de sobra la fama de brujos que tenían los Whateley, pues bien, este abominable ser tiene mucho de brujería, y para acabar con él hay que recurrir a los mismos procedimientos que utilizaban ellos. He visto el diario de Wilbur Whateley y examinado algunos de los extraños y antiguos libros que acostumbraba a leer, y creo conocer el conjuro que debe pronunciarse para que desaparezca para siempre. Naturalmente, no puede hablarse de una seguridad total, pero vale la pena intentarlo. Es invisible —como me imaginaba—, pero este pulverizador de largo alcance contiene unos polvos que deben hacerlo visible por unos instantes. Dentro de un rato vamos a verlo. Es realmente un ser pavoroso, pero aún hubiese sido mucho peor si Wilbur hubiese seguido con vida. Nunca llegará a saberse bien de qué se libró la humanidad con su muerte. Ahora sólo tenemos un monstruo contra el que luchar, pero sabemos que no puede multiplicarse. Con todo, es posible que cause aún mucho daño, así que no hemos de dudar a la hora de librar al pueblo de semejante monstruo.
»Hay que seguirlo, pues, y la forma de hacerlo es ir a la granja que acaba de ser destruida. Que alguien vaya delante, pues no conozco bien estos caminos, pero supongo que debe haber un atajo. ¿Están de acuerdo?
Los hombres se movieron inquietos sin saber qué hacer, y Earl Sawyer, apuntando con un dedo tiznado por entre la cortina de lluvia que amainaba por momentos, dijo con voz suave: «Creo que el camino más rápido para llegar a la granja de Seth Bishop es atravesar el prado que se ve ahí abajo y vadear el arroyo por donde es menos profundo, para subir luego por las rastrojeras de Carrier y los bosques que hay a continuación. Al final se llega al camino alto que pasa a orillas de la granja de Seth, que está del otro lado».
Armitage, Rice y Morgan se pusieron a caminar en la dirección indicada, mientras la mayoría de los aldeanos marchaban lentamente tras ellos. El cielo empezaba a clarear y todo parecía indicar que la tormenta había pasado. Cuando Armitage tomaba involuntariamente una dirección equivocada, Joe Osborn se lo indicaba y se ponía delante para mostrar el camino. El valor y la confianza de los hombres del grupo crecían por momentos, aunque la luz crepuscular de la frondosa ladera casi cortada a pico que había al final del atajo —por entre cuyos fantásticos y añejos árboles hubieron de trepar cual si de una escalera se tratase— pusieron tales cualidades a prueba.
Al final, llegaron a un camino lleno de barro justo al tiempo que salía el sol. Se hallaban algo más allá de la finca de Seth Bishop, pero los árboles tronchados y las inequívocas y horribles huellas eran buena prueba de que ya había pasado por allí el monstruo. Apenas se detuvieron unos momentos a contemplar los restos que quedaban en torno al gran hoyo. Era exactamente lo mismo que sucedió con los Frye, y nada vivo ni muerto podía verse entre las ruinas de lo que en otro tiempo fueran la granja y el establo de los Bishop. Nadie quiso permanecer allí mucho tiempo entre aquel hedor insoportable y aquella viscosidad bituminosa; todos volvieron instintivamente al sendero de espantosas huellas que se dirigían hacia la granja en ruinas de los Whateley y las laderas coronadas en forma de altar de Sentinel Hill.
Al pasar ante lo que fuera morada de Wilbur Whateley, todos los integrantes del grupo se estremecieron visiblemente y sus ánimos comenzaron a flaquear. No tenía nada de divertido seguir la pista de algo tan grande como una casa y no lograr verlo, si bien podía respirarse en el ambiente una maléfica presencia infernal. Frente al pie de Sentinel Hill las huellas dejaban el camino y podía apreciarse aún fresca la vegetación aplastada y tronchada a lo largo de la ancha franja que marcaba el camino seguido por el monstruo en su anterior subida y descenso de la montaña.
Armitage sacó un potente catalejo y se puso a escrutar las verdes laderas de Sentinel Hill. Seguidamente, se lo pasó a Morgan, que gozaba de una visión más aguda. Tras mirar unos instantes por el aparato Morgan lanzó un pavoroso grito, pasándoselo seguidamente a Earl Sawyer a la vez que le señalaba con el dedo un determinado punto de la ladera. Sawyer, tan desmañado como la mayoría de quienes no están acostumbrados a utilizar instrumentos ópticos, estuvo dándole vueltas unos segundos hasta que finalmente, y gracias a la ayuda de Armitage, logró centrar el objetivo. Al localizar el punto, su grito aún fue más estridente que el de Morgan.
—¡Dios Todopoderoso, la hierba y los matorrales se mueven! Está subiendo… lentamente… como si reptara… en estos momentos llega a la cima. ¡Que el cielo nos ampare!
El germen del pánico pareció cundir entre los expedicionarios. Una cosa era salir a la caza del monstruoso ser, y otra muy distinta encontrarlo. Era muy posible que los conjuros funcionaran, pero ¿y si fallaban? Empezaron a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage todo tipo de preguntas acerca del monstruo, pero ninguna respuesta parecía satisfacerles. Todos tenían la impresión de hallarse muy próximos a fases de la naturaleza y de la vida absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a la existencia misma de la humanidad.