Pesimista cósmico

Aunque en muchos de sus aspectos este mundo visible parece concebido con amor,

las esferas invisibles se concibieron con miedo.

Herman Melville

(Moby Dick)

«La vida es algo horrible y, por debajo de los antecedentes que de ella conocemos, asoman indicios demoníacos que a veces la hacen mil veces más horrible». Esta contundente declaración de principios que aparece al comienzo de «Arthur Jermyn» resume con brutal sinceridad la deprimente opinión que tenía Lovecraft del mundo al que le tocó enfrentarse, un mundo abyecto y sin sentido que le asqueaba profundamente.

Si damos crédito a sus propias declaraciones, a los diecisiete años ya le impresionaba «la futilidad de toda existencia», y a los treinta estaba plenamente convencido de «la transitoriedad y la insignificancia del hombre». Atrás quedaba su decepcionante experiencia neoyorquina, tras abandonar temporalmente su refugio de Providence y la tutela protectora de sus tías. Su primer enfrentamiento indefenso con aquel universo hostil no pudo irle peor, a pesar de que al principio la ciudad sin duda le impactó, como se evidencia en el relato autobiográfico «Él». Como él bien se temía, «el éxito y la felicidad no iban a llegar tan fácilmente» y poco a poco fue desengañándose. En lugar de «la poesía que había esperado», tan sólo encontró «una vacuidad estremecedora y una inefable soledad». Su rotundo fracaso en la búsqueda de empleo y su fallido matrimonio con Sonia Greene acabaron por minar sus vanas perspectivas y fueron determinantes de su vuelta al redil: su regreso a Providence.

Mucho se ha escrito acerca de las consecuencias de aquel frustrado periplo neoyorquino. Michel Houellebecq afirma que en Nueva York conoció «el odio, el asco y el miedo» y «sus opiniones racistas se transformarán en una auténtica neurosis racial», como consecuencia de la cual su exasperación «se transforma poco a poco en fobia. Su visión, alimentada por el odio, se eleva hasta una franca paranoia, y va todavía más allá hasta trastornar por completo la mirada, anunciando los desenfrenos verbales de los “grandes textos”». Acto seguido rebate la observación de su compatriota Francis Lacassin acerca de la «deleitación sádica» con la que Lovecraft describe «las persecuciones de criaturas llegadas de las estrellas a seres humanos castigados por su semejanza con la chusma neoyorquina que le había humillado», alegando que «la pasión central que anima su obra es de tipo masoquista, más que sádico». Sin embargo, ese incontestable racismo, que Joshi califica de «monolítico», y del que su obra ofrece indudables muestras, no solamente estaba muy extendido en aquella época, sino que era compartido por casi todos los escritores estadounidenses contemporáneos suyos, como, por citar sólo algunos, Henry Miller (1891-1980), Dashiell Hammett (1894-1961), Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), William Faulkner (1897-1962) o Ernst Hemingway (1898-1961). Y en ninguno de ellos fue una referencia determinante en su obra.

Lo que no hay duda es que Lovecraft era fundamentalmente un escéptico radical, absoluto, autodestructivo: un furibundo misántropo, y eso sí que fue, a mi juicio, determinante en todos sus escritos, especialmente los de la última etapa, considerados con toda justicia los más logrados. Pero su odio al género humano y su aversión al trato con los demás, que por otra parte su nutricia correspondencia cuestiona en cierta manera, se basaba más en un pleno convencimiento de la pequeñez e insignificancia del mismo en medio del vasto cosmos, que en un verdadero sentimiento de arrogancia, menosprecio o discriminación hacia los demás. Su profunda convicción acerca de la carencia de sentido de la vida, de la precariedad de cualquier destino humano, le llevó inexorablemente a identificarse plenamente con la infinitud del cosmos. Su aceptación de la incalculable vastedad del universo, cuyas dimensiones se habían duplicado gracias a mediciones más precisas, le permitió desarrollar un intenso sentimiento cósmico, bastante relevante en la última y mejor parte de su obra.

Él mismo lo reconocerá sin ambages: «Mis experiencias emocionales más intensas son aquellas que se refieren al encanto del espacio insondable, al terror del vacío exterior y a la lucha del ego por trascender el orden establecido y conocido del tiempo». «Todos mis relatos están basados en la premisa fundamental de que las leyes humanas corrientes y las emociones e intereses no tienen vigencia o importancia en el vasto cosmos en general». Sin embargo, esa concepción del cosmos que sustenta la lógica interna de sus relatos de madurez, no era nueva para él, se trataba de algo que ya presentía desde los lejanos días de su precoz infancia en Providence, cuando con sólo doce años empezaba a estudiar astronomía: «Las sensaciones más intensas de mi existencia datan de 1896, cuando descubrí el mundo helénico, y de 1902, cuando descubrí los innumerables soles y mundos del espacio infinito». Ese factor tan relevante en su obra, y tan esclarecedor de la misma, tenía para él un significado muy concreto: una sensación de «temor por el misterio del cosmos», un «asombro extático ante las inconmensurables extensiones del espacio tenebroso», «asombro, fascinación y terror a lo desconocido».

La decisiva transición de un monismo haeckeliano francamente dogmático a un atemperado materialismo mecanicista, influido por el positivismo y los avances de la ciencia del siglo XIX (estudios antropológicos de E. B. Tylor y J. G. Frazer, hipótesis de Laplace sobre la evolución del universo, teoría de Darwin, teoría de los cuantos de Planck, etc.), le condujo en la última década de su vida a una profundización del concepto de cosmos, mucho más complejo y más en consonancia con la ciencia moderna. «No existe ningún fundamento en la actitud arcaica de preguntarse cómo el cosmos ordenado “surgió de la nada”, ya que ahora nos damos cuenta de que nunca existió o puede existir tal cosa como la nada. El cosmos siempre existió y siempre existirá, siendo su orden una función básica e inseparable de la entidad matemática llamada Espacio-Tiempo. No tiene sentido hablar de la “creación” de algo que nunca necesitó ser “creado”».

Esta certidumbre trasciende a sus últimos relatos, plagados de frases que más bien parecen aforismos extraídos de una supuesta epistemología estrictamente personal. Así por ejemplo: «El mundo de los hombres y de los dioses humanos es tan sólo una fase infinitesimal de un ser infinitésimo […] Aunque los hombres la llamen realidad y tilden de irreal la opinión de que existe un universo original multidimensional, a decir verdad es todo lo contrario. Lo que llamamos sustancia y realidad es sombra e ilusión, y lo que llamamos sombra e ilusión es sustancia y realidad». O esta otra —ambas procedentes de «A través de las puertas de la llave de plata»—: «Salvo para las miras estrechas de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres conciben el tiempo únicamente a causa de lo que llaman cambio, aunque eso también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente».

La insignificancia de los seres humanos y la indiferencia del cosmos eran para él un permanente motivo de desespero, imbuido de un abrumador sentido negativo, una constatación de su teoría pesimista de la vida, «en la que la angustia ante la condición humana adquiere una amplitud vertiginosa», en palabras de Juan Eduardo Cirlot. Aunque eso en principio no parecería tan deprimente: un universo sin Dios en el que sólo existiesen otras especies, quizás más inteligentes y poderosas que los humanos, pero de la misma naturaleza finita y limitada, por muy extraño que fuera su aspecto físico, un cosmos en el que no hubiera valores absolutos, garantizaría nuestra independencia, autonomía y libertad para establecer nuestros propios sistemas éticos exentos de leyes externas impuestas por un dios inclemente. Sin embargo esa sensación de libertad, que para otros podría ser motivo de optimismo, sin duda era demasiado terrible de soportar para HPL, que encontraba más confortable vivir en una Providence pueblerina y en una Inglaterra del siglo XVIII que sólo existía en su mente de soñador. Y en lugar de prescindir de las emociones humanas para tratar de reflejar la belleza de las estrellas o la elegancia de las leyes matemáticas que gobiernan el universo, se decantó por describir minuciosamente el miedo, la ansiedad y el recelo del extraño. Como dice Joshi, fue lo bastante revolucionario para que la ficción popular desconfiara de él, pero no lo suficiente para ser admitido por la vanguardia.

Lovecraft aceptó, pues, con resignación las realidades que mostraba la ciencia: la Tierra y la raza humana ocupaban un lugar infinitesimal e insignificante en el esquema cósmico del universo, no eran más que una cagada de mosca en medio de los vórtices del espacio infinito. Y entre las muchas respuestas posibles a esa moderna cosmología científica escogió la vía del horror, tratando de infundir incertidumbre metafísica y otorgando al conjunto una potente carga emocional, que bordea a veces la histeria. Con ello abandonó definitivamente las florituras de la magia para adoptar un lenguaje apropiado a su temperamento: el de la ciencia. Aunque hay quien opina que la estrategia narrativa de HPL es, al menos teóricamente, una defensa de lo sobrenatural y un rechazo de la ciencia, un violento ataque contra el espíritu de la misma como libre intercambio de teorías y comprobaciones mediante tanteos. Por el contrario, otros piensan que los nuevos monstruos lovecraftianos, que proceden del espacio exterior y de otro tiempo, quedaron plenamente refrendados gracias, precisamente, a los nuevos hallazgos de la ciencia. En ese sentido debe entenderse la afirmación de Fritz Leibe, Jr., de que Lovecraft fue «el Copérnico del relato de horror. Desplazó el foco del temor sobrenatural del hombre y su pequeño mundo y sus dioses, a las estrellas y a los negros e insondables abismos del espacio intergaláctico».

El interés de Lovecraft por las ciencias en general fue bastante prematuro. A los nueve años empezó con la química y a los doce siguió con la astronomía, que se convertiría en la principal influencia de sus primeros años y, con el tiempo, le conduciría directamente a su filosofía cósmica. En 1902-1903 editó sus propios libros de texto de química y astronomía (escritos a mano) y un periódico científico que circuló entre la familia y sus amistades. Tras desechar la idea de hacerse astrónomo, en 1906 empezó a colaborar en periódicos locales, como The Pawtuxet Valley Gleaner, de Phenix (Rhode Island), o The Tribune de Providence, donde aparecieron regularmente columnas suyas sobre astronomía.

Con el paso de los años, gracias a su portentosa voracidad lectora —sobre todo lo concerniente a temas científicos, históricos y artísticos— y a su asombrosa retentiva, fue ampliando poco a poco su saber enciclopédico, lo que le permitió la posibilidad de trasladar a sus escritos la dualidad entre ciencia y literatura que tanto le acuciaba. Si en sus primeros relatos dejó bien claro su familiaridad con el darwinismo y el psicoanálisis, aunque los rechace más o menos abiertamente, en su obra de madurez queda constancia de que estaba muy al tanto de los nuevos y revolucionarios descubrimientos científicos.

La lista de eximios cultivadores de la ciencia mencionados en la obra de Lovecraft es bastante numerosa y —además de clásicos notorios como Euclides, y otros no tan conocidos, como los químicos Van Helmont, Le Boë, Glauber, Becher o Stahl, los astrónomos Serviss y De Sitter, o los geólogos Taylor y Osborn— incluye a varios sabios modernos como los físicos Planck, Wegener y Heisenberg o el matemático Riemann. Como no podía ser menos, su interés por Albert Einstein no fue inferior al que sintieron otros contemporáneos suyos. En fecha tan temprana como 1920, lo había mencionado ya en una carta a los «Gallomo», pero sólo tres años más tarde su reacción a la teoría de la relatividad (mencionada en el relato «Hipno») fue de horror, desconcierto y estupefacción. El 26 de mayo de 1923 escribió a James F. Morton: «Mi cinismo y mi escepticismo va en aumento y todo ello motivado por algo completamente nuevo: la teoría de Einstein. […] Todo es casual, fortuito, una efímera ilusión: una mosca pude ser más grande que Arturo [astro principal de la constelación boreal del Boyero] y Durfeee Hill puede sobrepasar el monte Everest». Hay que hacer notar, sin embargo, que no más tarde de 1929, HPL se olvidó por completo de sus ingenuos puntos de vista sobre el científico y admitió que «la relatividad y el espacio curvo son realidades inmutables, sin las cuales sería imposible formarse ningún tipo de concepción verdadera del cosmos», reconociendo asimismo su valioso apoyo al materialismo, que —en palabras de Joshi— «proscribía la teleología, el monoteísmo, la espiritualidad y otros principios que él creía con toda razón que estaban ya anticuados a la luz de la ciencia del siglo diecinueve». Y poco después lo identificó como el científico por excelencia entre los «auténticos cerebros del mundo moderno», mencionándolo a partir de entonces en varios relatos como «La casa evitada», El caso de Charles Dexter Ward, «El que susurra en la oscuridad», En las montañas de la locura, «Los sueños en la casa de la Bruja» y «La sombra de otro tiempo».

En cualquier caso, aunque aceptara plenamente la física espacio-temporal de la relatividad general, no puede decirse lo mismo del reflejo de la misma que ofrece en su obra. Como señaló Sánchez Ron, el espacio-tiempo einsteniano que aparece en sus relatos está «trascendido, trastocado». Lo que hace Lovecraft es mezclar esos conceptos y leyes físicas con las extensiones y/o violaciones de ellas que su imaginación producía. Nadie mejor que él mismo para aclararlo: «Mi concepción de la fantasía, como una genuina forma artística, es una extensión más que una negación de la realidad». En «A través de las puertas de la llave de plata» explica muy bien la idea del tiempo que subyace en su universo particular: «El tiempo […] es inmóvil y no tiene principio ni fin. Que tiene movimiento, y es motivo de cambio, es una ilusión. En efecto, en sí mismo es realmente una ilusión, ya que, salvo para las miras estrechas de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres conciben el tiempo únicamente a causa de lo que llaman cambio, aunque eso también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente».

Esa peculiar concepción del tiempo le ofrece una singular posibilidad literaria: viajar hacia atrás y hacia delante. En una carta a Clark Ashton Smith ya había señalado: «Es posible imaginar un tiempo curvado que correspondiese al espacio curvado einsteniano, en el que el viajero llevaría a cabo un circuito completo de la dimensión cronológica, alcanzando el futuro extremo yendo más allá del pasado extremo, o viceversa». Lo cual demuestra que se había dado cuenta de que para viajar en el tiempo no era necesario, en principio, renunciar a los postulados de la relatividad. Atrevida tesis que Gödel corroboraría en 1949 al desarrollar un modelo cosmológico en el que existían líneas de universo que podían transportar al futuro.

Insistiendo en lo mismo, en «El que susurra en la oscuridad» fue todavía más lejos, haciéndose eco tal vez de lo que afirmaba el protagonista del relato de Frank Belknap Long «The Hounds of Tindalos»: «¿Qué sabemos, en realidad, del tiempo? Einstein lo considera relativo, y cree que se puede interpretar en función del espacio, del espacio curvo. Pero ¿por qué hemos de detenernos ahí? […] Con mis conocimientos matemáticos creo poder retroceder a través del tiempo», Akeley le comenta a Wilmarth con su extraña voz susurrante: «¿Sabe usted que Einstein está equivocado, y que determinados objetos y fuerzas pueden desplazarse a una velocidad superior a la de la luz? Con ayuda adecuada, espero ir hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, y ver y tocar efectivamente la tierra del pasado remoto y de épocas futuras».

Curiosamente, aclara Sánchez Ron, Lovecraft no creía en otros medios más pedestres, como la posibilidad de que los meteoritos sirviesen como vehículos de transporte para tales desplazamientos. Como para reafirmarse en esa tesis, que no obstante había utilizado con provecho en «El color del espacio exterior» (1927), años más tarde le expondría a su habitual Elizabeth Toldridge: «es realmente improbable que cualquier materia en la condición que reconocemos como “orgánica” pueda apañárselas para ir de una órbita a otra bajo las arduas condiciones de vuelo de un meteorito».

No deja de ser chocante que algunas de las curiosas «predicciones-imaginaciones-horrores» que Lovecraft ideó en sus últimos relatos se vieran «realizadas» en la ciencia actual. Sánchez Ron, toda una autoridad en la materia, menciona, entre otras, la teoría de los «agujeros negros, que absorben implacablemente», o los «agujeros blancos, que emiten generosamente», en los que, dice, «Lovecraft podría haber visto una de sus Puertas que relacionan mundos diferentes». O, en otro orden de cosas, la duplicación de yos experimentada por Randolph Carter en “A través de las puertas de la llave de plata”, que recuerda al desdoblamiento de mundos de la mecánica cuántica. A lo que acertadamente apostilla Sánchez Ron: «Si se trata de horrores, ¿qué horror comparable a un futuro que se abre ante cada uno de nosotros como un implacable laberinto, en el que perderemos, aunque conservándola —o mejor dicho, multiplicándola— nuestra identidad?»

Abundando en esta idea, lo cierto es que Lovecraft fue realmente un pionero en la utilización de recursos hasta entonces inexplorados por las matemáticas y las ciencias físicas, a pesar de que nunca se consideró un escritor de ciencia-ficción. Como Houellebecq nos recuerda, «fue el primero en presentir la fuerza poética de la topología; en estremecerse con los trabajos de Gödel sobre lo incompleto de los sistemas lógicos formales. […] Las ciencias, en su gigantesco esfuerzo de descripción objetiva de lo real, le proporcionarán esa herramienta de reducción visionaria que necesita. HPL, en efecto, aspira a un terror objetivo. Un terror liberado de cualquier connotación psicológica o humana». Obsesionado con el horror de la geometría no euclidiana, se inventó una especie de estilo de informe científico, en el que combina el vocabulario clínico de la fisiología animal, y el más misterioso de algunas ciencias humanas como la paleontología o la antropología, con la precisa terminología lingüística.

Si bien el discurso del yo lovecraftiano se caracteriza por una mezcla curiosamente antagonista de descripciones hiperrealistas y de febriles desahogos emocionales, su estructura formal es sin duda impecable y firme. Al igual que los constructores de la excelente arquitectura colonial que tanto admiraba, Lovecraft edifica sobre unos sólidos cimientos y une estilo y función de manera que cada parte pueda participar de un armonioso y útil todo. Con frecuencia se ha afirmado que escribe mal, que su estilo es previsible, exagerado e hiperbólico, que adolece de una cierta tenuidad —hoy en día el terror es más explícito, se suele alegar—, y que, como Poe, se basa más en la atmósfera y el estado de humor que en la trama o en los personajes, por los que muestra escaso interés. ¿No será más bien que ese exceso constituye lo esencial de la idea que él tiene de la escritura fantástica? ¿No será que esa concepción implica precisamente la utilización de una prosa desmesurada y redundante? ¿Y si su propósito no fuera otro que representar mediante la escritura una «visualización eficaz del objeto fantástico», en palabras de Denis Mellier?

Parece indudable que HPL creía a pie juntillas en las posibilidades del lenguaje, y seguramente pensaba que los desbordamientos de la escritura atraen más la lectura que los propios efectos empleados en ella. Al afirmar lo indecible, lo que pretendía era remedar la sinrazón mediante abundantes calificativos, determinantes en su misma indeterminación, acompañados de toda una serie de signos y sonidos inauditos. De manera que expone, exhibe, la materia verbal como un límite del efecto fantástico. Los signos, las palabras, se convierten en imágenes. Lo indecible, incesantemente reconducido como figura de estilo se troca en un estereotipo abiertamente identificable: las sinuosas construcciones sintácticas y semánticas, las hipérboles y la sobreadjetivación son como marchamos del proyecto fantástico de esta escritura. La superabundancia y la desproporción revelan inmediatamente el artificio que las pone en práctica y que no tiene otro origen que el estilo. El exceso, la perceptibilidad y la reiteración no son síntomas de un defecto de escritura, sino más bien de una poética.

Al barroquismo y extrema visualidad de los relatos lovecraftianos hay que sumar otro elemento característico: la persistente impresión auditiva que producen. Parecen hechos más para ser escuchados que leídos, o mejor aún declamados. El éxito de los mejores se basa sin duda en la «precisión maníaca» con que HPL organiza su banda sonora. El miedo desencadena el grito porque hay continuidad física entre la oreja y la boca. Lo que entra por la oreja hace resonancia en la boca. En el universo lovecraftiano siempre hay alguna presencia amenazadora, pero no se sabe bien qué es. El grito remite a ella, la exterioriza. «El grito hace ver la presencia sin palabras, lo innombrable de la presencia», su «indiferencia» es «homotética de lo inaudito de la cosa que lo provoca». Es lo indecible del mundo lo que hace vociferar. La sucesión de sílabas cumple una función idéntica al grito. Las palabras no quieren decir nada, son la adecuada reacción al estado provocado por la comprometedora situación vivida, onomatopeyas que remiten al horror que se avecina. Por eso ha podido decirse que la obra de HPL es una «ópera de gritos y exclamaciones», «un intento de hacer oír lo indecible en lo inaudible».

Antes de adentrarnos en el fascinante mundo de la mitología que Lovecraft creó casi sin querer, creo conveniente referirme brevemente, como anuncié en el prólogo al primer tomo de esta Narrativa completa, al resto de escritores que influyeron en el solitario de Providence y que en cierta manera le ayudaron a conformar ese variado panteón de entidades hoy tan populares.

Mucho menos conocido que los mencionados Poe, Dunsany. Machen, M. R. James, o Algernon Blackwood, posiblemente debido a su prematura y estúpida muerte días antes de firmarse el armisticio que dio fin a la primera guerra mundial, el británico William Hope Hodgson (1877-1918) —hijo de un clérigo de Essex que, como Conrad, recorrió medio mundo enrolado en la marina mercante británica y, haciendo gala de una envidiable erudición náutica, supo detectar como nadie la sobrecogedora fuerza elemental latente en el mar en su pavoroso enfrentamiento con la pequeñez humana— puede justamente reclamar para sí una influencia similar, si no mayor que la de aquellos, en la obra de madurez de Lovecraft. Es perfectamente comprensible que esa melancólica y angustiosa visión del drama cósmico: el frío infinito de los espacios siderales o el misterio de los últimos momentos de nuestro agonizante planeta —imágenes que, por otra parte, tienen más de un punto de contacto con la experiencia alucinógena— fascinara sobremanera a Lovecraft.

Semejante afinidad de principios estéticos y elementos retóricos podría explicar la innegable similitud de los parámetros estilísticos y conceptuales de los futuros «mitos de Cthulhu» con los de las turbadoras novelas de Hodgson, teniendo en cuenta que, aunque alguno de ellos no sea estrictamente original de Hodgson, sí lo es su conjunción y su integración dentro de un esquema coherente y eficaz, cuya importancia en la mejor literatura fantástica del siglo XX —incluso la ciencia-ficción— es cada vez más reconocida. Tanto los relatos como las novelas de Hodgson están escritos en primera persona y muchos de ellos parten de un mero pretexto narrativo. Por ejemplo, el apolillado diario encontrado entre ruinas en La casa en el confín de la Tierra (1908); o el manuscrito escrito hace dos siglos por un desconocido, en el que se recogen las experiencias de su padre tras el hundimiento de su barco, en Los botes del «Glen Carrig» (1907); o, en The Night Land (1912), el artificio de emplear los sueños de un personaje del siglo XVIII, cuya mente se funde con su propia encarnación futura y asiste impotente a la caótica destrucción de nuestro sistema solar. Recursos narrativos hábiles y audaces que Lovecraft hará suyos y reutilizará hábilmente en la última parte de su obra de ficción.

La lista de escritores (casi todos ellos nacidos entre la cuarta y la séptima década del siglo XIX) con los que la obra de Lovecraft está en deuda incluye también a sus paisanos Fitz-James O’Brien, Ambrose Bierce —ligado supuestamente con el Abuelo por lejanos vínculos parentales a través de un común antepasado celta apellidado Gwynedd— y Robert Chambers. Llamado el «Poe celta», el irlandés nacionalizado en Estados Unidos Michael James O’Brien (1828-1862), cuyo espíritu aventurero le llevó a alistarse en el ejército de la Unión durante la guerra civil norteamericana, fue un notable poeta de vida bohemia, recordado hoy en día sobre todo por sus relatos escalofriantes, como «The Diamond Lenas» (1858) y, en especial, «What Was It?» (1859), sobre un malévolo ser invisible, al que acaban por matar de hambre.

Al cáustico y excéntrico escritor y periodista yanqui, conocido como «Bitter» [acerbo] Bierce (1842-1914), desaparecido en México en plena revolución cuando pretendía unirse a las tropas de Pancho Villa, hay que achacarle la invención de la mítica ciudad de Carcosa —luego convertida en uno de los santuarios místicos de la nueva religión lovecraftiana—, así como la de Hastur el Inefable, pacífica deidad de los pastores trocado en los «mitos de Cthulhu» en Hastur el Innombrable, dios de los espacios estelares, o el piadoso sabio Hali, cuyas enseñanzas sirven de cita introductoria a varios de sus cuentos. En su obra existen además otros elementos que más adelante reelaborarían Lovecraft y su círculo para integrar en los «mitos de Cthulhu». Como, por ejemplo, el tremendo manuscrito que, leído en determinadas «circunstancias adecuadas» —«The Suitable Surroundings» (1891), título del relato en que aparece—, provoca la muerte del osado lector, o la invisible entidad que vaga y se arrastra por montes y trigales, produciendo espantosas devastaciones, en «The Damned Thing» (1894).

En cuanto a Chambers (1865-1933), frustrado pintor neoyorquino convertido más tarde en ilustrador de revistas y escritor, aparte de sus nuevas referencias a Carcosa, Hastur —cuyo culto maldito anuncia su progresiva ferocidad— y Hali —que él convierte en tenebroso lago, tras el que se hunden los soles gemelos—, es también autor de valiosas aportaciones al futuro desarrollo de los «mitos de Cthulhu». Como, por ejemplo, cierto «libro monstruoso y prohibido —llamado, como el conjunto de relatos con él relacionados, The King in Yellow (1895)—, cuya lectura provoca terror, locura y tragedia», y antecedente directo del lovecraftiano Necronomicon. O el misterioso talismán de ónice, procedente del temible culto a Hastur y en el que hay grabados espantosos jeroglíficos, que luego HPL cita textualmente en «El que susurra en la oscuridad» (1930).

Siguiendo de cerca la pista a otras posibles influencias no hay que olvidar a los británicos M. P. Shiel y E. F. Benson, cuyas aportaciones al universo lovecraftiano ciertamente no carecen de interés. El insólito y «raro» Matthew Phipps Shiel (1865-1947), primer rey sin corona del islote montserratino de Redonda, en el Caribe, es autor de la atrevida novela visionaria The Purple Cloud (1901), donde una tremenda maldición en forma de gases letales surge del Ártico para destruir nuestro planeta. Y entre sus numerosos cuentos de horror mágico destaca «La mansión de los ruidos», «el mejor relato de terror de su generación», según HPL, el cual encomia «su singular delirio de desolaciones árticas, mares titánicos, insensatas torres de bronce, amenazas seculares, frenéticas olas y cataratas, y sobre todo ese insistente SONIDO cósmico, espantoso y paralizante».

Del semiolvidado Edward Frederick Benson (1867-1940), hijo de un arzobispo de Canterbury y hermano de los también escritores Arthur Christopher y Robert Hugh Benson, Lovecraft prefirió siempre sus repugnantes criaturas —las invisibles orugas de «Caterpillars» (1912), el horrible ser nocturno que vuelve locas a sus víctimas antes de devorarlas en «Negotium Perambulans» (1922), el terrible superviviente semihumano que mora en las remotas cumbres alpinas en «The Horror Horn» (1922), o la sanguijuela gigante pero invisible, dueña del bosque en «And No Birds Sings» (1926)— a los elegantes vampiros que le han dado fama, que aparecen en «La señora Amworth» (1922) o «La habitación en la torre» (1912).

Para acabar, mencionaré a otros dos escritores británicos a los que Lovecraft no se siente demasiado afecto, pero algunos de cuyos hallazgos le debieron ciertamente de impresionar, como lo demuestra el hecho de que, posteriormente, los integrara en su obra. Me refiero al escocés Arthur Conan Doyle (1859-1930), el genial creador de Sherlock Holmes, cuyo relato «The Horror of the Heigths» (1913) presenta evidentes concomitancias y prefigura el ciclo de Cthulhu: desde un terrible manuscrito al que han sido arrancadas las dos primeras y la última página y en el que te habla de «morbosas alucinaciones» hasta los monstruosos seres gelatinosos, de viscosos y repugnantes tentáculos, que acechan en las regiones exteriores de la atmósfera. Y al irlandés Bram Stoker (1847-1912), autor del celebérrimo Drácula (1895), a quien Lovecraft menosprecia y casi descalifica por su «pobre técnica», pero cuya idea de una gigantesca y prehistórica entidad reptiliana que se oculta en una profunda sima bajo un antiguo castillo —La madriguera del Gusano Blanco (1911)— está muy próxima a la temática macheniana, tan querida a HPL, sobre la supervivencia de vestigios del periclitado mundo pagano.

Lo que caracteriza a la ficción lovecraftiana, convirtiéndola en lo que algunos llaman el «mito quintaesencial del siglo XX», es, como hemos visto, la utilización de elementos de la tradición gótica reinterpretados en términos científicos. Sus relatos expresan la soledad y la pequeñez de la condición humana en un universo infinito y amoral, azaroso y hostil, carente de significado y angustiosamente ajeno a nuestras preocupaciones y cavilaciones. Pero el miedo ya no lo provoca el morboso encuentro con cadáveres o espíritus, sino la conciencia de nuestra precaria situación en el mundo. La vastedad y extrañeza del universo contrasta con la importancia cada vez menor de los seres humanos dentro del esquema general. Sus relatos implican casi siempre una huida, pero no de ningún monstruo, sino de la vida real.

En la imaginación gótica había una profunda e incompatible escisión entre el género humano y la naturaleza en el sentido romántico» y una trágica división entre lo que queríamos saber y lo que podíamos soportar ver. Pero Lovecraft —que en más de una ocasión dijo que la imaginación requiere un acto de voluntad— seguía siendo temperamentalmente un gótico. Su «ciencia» tiene su propia lógica ficticia, pero nunca está orientada al futuro, sino que está dirigida obsesivamente al pasado lejano. En su cosmos alguna trágica conjunción de lo «humano» y lo «inhumano» ha contaminado lo que debería haber sido vida natural; no hay lógica ni motivo para que esto ocurra, como tampoco lo hay para que caiga un rayo. Al igual que en los relatos de Machen o Algernon Blackwood, en los de HPL desempeña un papel primordial lo que Fernando Savater llama «paganismo», término que «debe ser tomado en su sentido más literal, pues en la mayoría de los casos se trata de cultos prohibidos que sobreviven en aldeas olvidadas o marginadas de la civilización industrial urbana».

Lovecraft debía conocer mejor que nadie los principales cometidos de la mitología, pues estaba bastante familiarizado con ella. De las cuatro funciones que Joseph Campbell considera como imprescindibles, las dos primeras: «reconciliar la conciencia vigil con el mysterium tremendum et fascinans del universo tal como es» y «ofrecer una completa imagen interpretativa del mismo», están bien presentes en la obra de HPL; la tercera, «imponer y hacer valer un orden moral», no se menciona para nada; y la cuarta, «promover el acceso del individuo a un estadio de autorrealización, o facilitar el cumplimiento de su potencial innato», tampoco puede decirse que esté desarrollada. Pero en realidad él nunca se propuso elaborar una verdadera mitología, únicamente hablaba de sus «Yog Sothotherias». Sólo la utiliza como telón de fondo para elaborar, desde el punto de vista de su emergente idealismo, nada menos que toda una historia del universo, que, además de exponer al mundo su verdadera medida humana, reseñe convenientemente sus propias concepciones cósmicas, ambientadas en una singular topografía imaginaría, una Nueva Inglaterra ficticia, de análoga trascendencia para su obra como el condado de Yoknapatawpha para las novelas de Faulkner.

Más que una «espantosa inversión de la temática cristiana» la seudomitología de Lovecraft parece una versión irónica de la tradicional fe religiosa, la antimitología de un ateo. En ella no puede hablarse propiamente de «dioses», sino más bien de seres extraterrestres desplazados, criaturas procedentes de otros mundos y otras dimensiones, invasores que gobernaron la Tierra en el lejano pasado del planeta, pero fueron vencidos y expulsadas por otras fuerzas cósmicas que los reemplazaron, y finalmente cayeron en un sueño de eones. En algunos casos están prisioneros —como Cthulhu, una especie de calamar con alas, que yace soñando en la pesadillesca ciudad sumergida de R’lyeh— o malviven en subterráneos bajo desiertos o casquetes polares. Como afirma Savater, «no son divinidades en el sentido moral del término, sino que precisamente reciben un culto abominable […] porque representan abrumadoras fuerzas cósmicas que nada tienen que ver con nosotros éticamente hablando: están por completo más allá del bien y del mal. […] Son alteridades de la más perentoria radicalidad y de aquí su espanto, el indecible espanto de tropezar con una inteligencia que por su extrañeza y tamaño anula cualquier posibilidad de comunicación o pacto».

Un ingrediente característico de esta difusa galería de criaturas más o menos monstruosas es que se basa en sólidas convicciones científicas de HPL, ciertamente participa de sus creencias acerca de la evolución biológica del universo, y sin duda alguna contiene acertadas predicciones que hoy en día parecen estar cumpliéndose. Se trata de un variopinto muestrario de representaciones de la «alteridad» que oscila entre lo sublime y lo grotesco. Aunque parte de un molde netamente dunsaniano (Pegana está muy presente, sobre todo en la terminología), Lovecraft reelabora y moderniza el concepto tradicional de relato maravilloso, describiendo la coexistencia de espacios distintos del nuestro, de mundos paralelos; es decir, hace suya la noción de «exterioridad» o «radical extranjería en la tierra» que puso de moda su contemporáneo Abraham Merritt (1884-1943) con sus novelas sobre civilizaciones perdidas como The Moon Pool (1918) y su secuela The Conquest of the Moon Pool (1919), The Metal Monster (1920), The Ship of Ishtar (1924) o The Face in the Abyss (1923) y su continuación The Snake Mother (1930). En otras palabras, lleva el terror «más allá del continuum espacio-temporal a una multitud de universos continuos y discontinuos», dejando constancia de que «la realidad en que vivimos es sólo una pompa de jabón sobre abismos horrendos —temporales y espaciales— en los que el hombre puede caer a la menor imprudencia».

Si en su etapa onírica, bajo el ascendiente de Dunsany, Lovecraft se había limitado a un multiforme bestiario imaginario —monstruos de las altas tierras del sueño, como los noctívagos demacrados, los gules, los gugs, los ghasts, los buopoths, los gnoph-kehs, los urhags, los wamps, etc., pobladores de una singular geografía fantástica formada por fabulosas ciudades de ensueño como Kadath, Sarnath, Celephäis o Ulthar, o desoladas regiones de pesadilla como la Meseta de Leng, metáfora de la desnudez total—, la nueva inspiración aportada por Machen alumbró a otras criaturas del mundo vigil no menos extravagantes y ambiguas: los shoggoths, masas protoplásmicas modeladas a imagen de sus amos, la Gran Raza de Yith, formada por mentes transtemporales, los Mi-Go u hongos de Yuggoth, los hombres-serpiente de Valusia, los gnoph-kehs, crustáceos peludos de los hielos de Groenlandia, que a veces caminan sobre dos patas y otras sobre cuatro o incluso seis, y sobre todo los Profundos, anfibios adoradores de Cthulhu, que prefiguran el innegable cariz confesional que en lo sucesivo irá adoptando esta seudomitología, hasta convertirse, muy a pesar de Lovecraft, en verdadera religión del horror cósmico, con sus propios dogmas, profetas, recintos sagrados, cultos e incluso libros canónicos, como el detestable Necronomicon del poeta árabe (loco) Abdul Alhazred, los Manuscritos Pnakóticos de la Gran Raza de Yith, el anónimo Texto de R’lyeh, o los 7 Libros Crípticos de la Tierra o de Hsan.

En esta nueva etapa la hibridación se acentúa considerablemente: topos antropomorfos de Yaddith, planeta en los confines del cosmos; seres reptilianos de Irem, la Ciudad sin Nombre; entidades lunares con forma de sapo; hombres-serpiente de la fabulosa Valusia; o los monstruosos cangrejos sonrosados con múltiples pares de patas y dos grandes alas dorsales de murciélago que aparecen en «El que susurra en la oscuridad». Unas y otras criaturas, debidamente racionalizadas y convertidas en extraterrestres o híbridos semihumanos, se integrarían posteriormente en los «mitos de Cthulhu», donde pronto se juntarían a su gran creación, leitmotiv y matriz de todo el ciclo, los Grandes Antiguos, también denominados Ancianos, Primordiales, Primigenios, Malignos o Los-que-Llegan, hasta quedar completamente asimilados en la contradictoria estructura general del mítico ciclo, mezcla de materialismo, racionalismo y falsa religión, y basado —según explicó el mismo Lovecraft— «en la idea central de que antaño nuestro mundo fue poblado por otras razas que, por practicar la magia negra, perdieron sus conquistas y fueron expulsadas, pero viven aún en el Exterior, dispuestas en todo momento a volver a apoderarse de la Tierra».

Enormes masas amorfas, tanto o más monstruosas e incomprensibles que los seres anteriormente descritos, a los que en realidad utilizan en provecho propio, estas criaturas que, sin ser estrictamente espirituales, tampoco son materiales, habitaron la Tierra antes del ciclo biológico nuestro —ese es el fundamento y la tesis central de toda la seudomitología lovecraftiana y sus múltiples derivaciones—, pero fueron arrojadas a otras dimensiones del espacio o a incomprensibles repliegues del tiempo, desde donde nos acechan, soñando con volver. Estos monstruos superinteligentes, representantes de una civilización altamente tecnificada, cuyos conocimientos, más avanzados que los de los humanos, les permitieron desafiar las leyes naturales y sobrevivir en medios hostiles, aprendieron el secreto de la perduración en el nihilista cosmos lovecraftiano y su leyenda permanece, así como su influencia telepática, siendo todavía adorados por ciertos pueblos primitivos. Ni siquiera son mamíferos, sino que están emparentados con otros órdenes hasta entonces considerados inferiores: reptiles, crustáceos, insectos, etc. En última instancia son la prueba viviente del visceral rechazo de HPL de la visión antropocentrista del cosmos. Distanciándose tanto de la teoría de la evolución como de las tesis bíblicas, el Abuelo cuestiona la posición central del género humano, desarmado ahora frente a las amenazas de esas entidades poderosas que, disponiendo de saberes especiales para controlar el mundo, no se interesan más que en utilizar a los hombres en función de sus malvados designios.

En toda esta retorcida seudomitología, la figura principal, y primer eslabón de la saga, es Cthulhu, el de los múltiples tentáculos, llamado también «El que vendrá de los abismos del Océano» o «El Señor de R’lyeh», ciudad sumergida en la que yace muerto, aunque puede soñar e intervenir, a la manera de los dioses del Olimpo griego, en los acontecimientos de la Tierra. Le sigue en importancia Yog-Sothoth —nótese la terminación en th, tomada del hebreo a través de Dunsany—, conocido como «El guardián de la Puerta», «El que viene del Más Allá», «El que acecha en el Umbral», «El que no debe ser nombrado», o «El Todo-en-Uno y el Uno-en-Todo», expulsado y lanzado al Caos en compañía de Azathoth, «Señor de todas las cosa» o «Sultán de los demonios», el cual gobierna, babeante y ciego, desde un trono negro.

El guía y guardián de la Puerta que da acceso a Yog-Sothoth es ‘Umr At-Tawil, «El más Antiguo» o «Aquel a quien la vida ha sido prolongada». Mientras que Nyarlathotep, el «Asiduo de las tinieblas», salido directamente de los sueños de HPL y conocido asimismo como «Caos reptante», «El que aúlla en la noche» o «El ciego sin rostro», es el único de todos estos dioses que puede circular libremente por el cosmos en el desempeño de su función de mensajero de los demás. Shub-Niggurath, esposa de Yog-Sothoth, llamada la «Cabra Negra de los Bosques» o la «Cabra Negra de los mil cabritos», representa a la diosa selvática de la fertilidad. Otras divinidades menores o secundarias son: Dagon, dios submarino tomado en préstamo a los filisteos, Ghatanothoa, el Dios-Demonio que yace encarcelado en el continente sumergido de Mu y «no puede ser mirado», o Nug, para algunos el «Abuelo de los gules», y para otros el hermano gemelo de Yeb «El de las rumorosas neblinas».

La originalidad de Lovecraft consiste precisamente en las delirantes descripciones de estos monstruos, que conjugan la hipérbole y la desmesurada multiplicidad de atributos con una especie de indeterminación y descreimiento, lo que da como resultado una turbadora sensación de desasosiego. Al borde siempre del ridículo, no parecen tener por meta causar miedo. El verdadero horror se produce casi exclusivamente por el contagio que nos inocula el asustado narrador, el cual nos predispone con su deformada visión subjetiva, sus tortuosas insinuaciones y sus velados comentarios y alusiones a sensaciones inaprensibles e intransferibles. En definitiva, se trata de una impresión de índole personal enraizada en las honduras del alma humana.

Como es bien sabido, Lovecraft jamás llegó a sistematizar esta singular mitología. De eso se encargó su discípulo predilecto y albacea August Derleth (1909-1971), que no sólo ordenó y completó el creciente y cada vez más complejo cuerpo doctrinal que se fue acumulando todavía en vida de HPL y sobre todo a partir de su muerte (en 1937), gracias al llamado «círculo de Lovecraft» —Roben Bloch (1917-1994), Robert E. Howard (1906-1936), Clark Ashton Smith (1893-1961), Frank Belknap Long (1901-1994), Howard Wandrei (1909-1956), Seabuiy Quinn (1889-1969), Abraham Merritt (1884-1943), David Keller (1880-1966), Henry Kuttner (1915-1958) o Forrest J. Ackerman (n. 1916), entre otros—, sino que puso en circulación el término «mitos de Cthulhu» y originó el divertido y frívolo «juego de salón» de sus imitadores posteriores, similar a la todavía fecunda moda de los pastiches de Sherlock Holmes.

Con su invención de los dioses Benignos o Arquetípicos —primeros pobladores de los espacios siderales y rivales de los Grandes Antiguos, encabezados por Nodens, «Señor del gran abismo y de la luz»—, Derleth confirió una significación maniquea a esta mitología, convirtiéndola en una variante más de la eterna lucha entre el Bien y el Mal. Otros émulos del Abuelo completaron el panteón, supliendo sus deficiencias en lo tocante a la representación de los Cuatro Elementos. Así, por ejemplo, el mismo Derleth creó a Cthugha, «Señor del Fuego» exilado en la estrella Fomalhaut, y convirtió a Hastur el Inefable (invención de Ambrose Bierce) en divinidad de los espacios estelares (medio hermano de Cthulhu) y símbolo en cierto modo del elemento Aire, lo mismo que sus vástagos, Ithaqua «El que camina sobre el viento», desterrado a los desiertos árticos, o los gemelos uránicos Lloigor y Zhar, señores del elemento aéreo ligados a aquel por un pacto. Clark Ashton Smith a su vez inventó a Tsathoggua «La Criatura batracio» y a Ubbo-Sathla, el Padre de los Primigenios, creado por los Ancianos, a la par que Azathoth, para ser sus esclavos. Y Henry Kuttner hizo lo propio con Hydra y Nyogtha, masa amorfa engendrada por Tsathoggua o Ubbo-Sathla.

En cualquier caso, tanta exhaustividad alarmaría sin duda al propio Lovecraft, para quien su onírico descensus ad inferos más que una coartada estética, de mayor o menor brillantez, para mostrar sus vastos conocimientos humanísticos y científicos, fue una perentoria urgencia de su atormentada mente que no necesita justificación de ningún tipo, ni debe entroncarse más que con su personal e intransferible periplo interior a lo más profundo de sí mismo, a las regiones más subterráneas y sombrías de la psique. Viaje alucinante que le conduciría a enfrentarse con su propia imagen, haciendo resurgir los monstruos del pasado arquetípico, los cuales poseen las características de lo informe, lo caótico, lo tenebroso, lo abisal y, como escribe Paul Diel a propósito de la mitología griega, simbolizan una función psíquica —la «imaginación errada» y «malsanamente exaltada», fuente de todo tipo de desórdenes y desgracias— y son como «formas horrorosas de un deseo pervertido» que ha sido transformado convulsivamente en angustia.