24

Había acertado. Fue una semana ajetreada.

Un par de días después, estaba hablando por teléfono con Wally Hemphill cuando se abrió la puerta de la tienda.

—Eso es estupendo —le dije a mi abogado—. Te veré entonces. Oye, tengo que colgar. Ha entrado un cliente.

Era Borden Stoppelgard.

—He recibido su recado —dijo—, y he de decirle que hace falta valor para pedirme que me pase por aquí. Menudo espectáculo organizó la otra noche. Cuando salimos de allí, mi matrimonio estaba pendiente de un hilo.

—Lo lamento.

—Bueno, ya está solucionado. Todo acaba olvidándose. Estos dos últimos días ha estado más tranquila. Bien, ¿qué es eso que podría interesarme? ¿Alguna primera edición de Sue Grafton? ¿Algo de Marcia Muller? ¿De qué se trata?

Saqué un cromo envuelto en acetato de mi bolsillo de pecho y lo puse sobre el mostrador.

—¿Sabe? —dijo—. Cuando comentó que había encontrado un cromo de Mostazas Chalmers en el piso de ese idiota de Santangelo, tuve ganas de preguntarle qué había sido de él, si usted o Wendy se lo habían quedado. Pero no me pareció ni el momento ni el lugar indicados.

—Quizá no.

—Entonces ¿quiere venderlo? Es un ¡Un triple de pie!, ¿no? Es uno de los últimos, de modo que vale unos cuantos pavos. ¿Cuánto quiere por él?

—Mírelo de cerca, señor Stoppelgard.

—¡Por amor de Dios! —exclamó—. Pero si es «¡Un golpe que vale una carrera!». El número 40. Este es el cromo clave de toda la colección. ¿Dónde demonios lo ha conseguido? —En el momento en que yo le arrebataba el cromo de los dedos, cayó en la cuenta de todo—. ¡Que me cuelguen si…! ¡Usted tiene los cromos de Marty!

—Eso parece —reconocí—. De modo que lo único que tiene que hacer es preparar ese contrato del que hablamos, el que me prorroga treinta años el alquiler actual.

—Mierda.

—¿Qué ocurre?

—Maldita sea. Esta es una situación muy difícil para mí. Ya he vendido el edificio.

—¿Qué?

—Cuando uno está metido en el juego inmobiliario, no se casa con los edificios: los compra y los vende. Cualquier propiedad puede venderse si el precio está bien. Hace unos días me hicieron una oferta demasiado buena como para rechazarla. De manera que acepté.

—Pero…

—Recibirá un aviso por correo en el que se le indicará dónde ha de enviar el cheque cada mes y todo lo demás. El nuevo dueño de su local se llama Fincas Poulson o algo así.

—Espero que les gusten los cromos de béisbol.

—Puede que ni siquiera se fijen en que el contrato está a punto de expirar —dijo, lo cual no me pareció muy probable—. O le dejen en paz porque prefieren alquilar el local a una persona de confianza. Claro que, por la manera en que acudieron a mí e insistieron en comprar el edificio, yo diría que quieren el local para uso propio. Pero usted es una persona con recursos. Seguro que encontrará una solución.

—Ha vendido el edificio —dije absorto—. Lo ha vendido sin consultarme.

—Maldita sea. ¿Por qué no me dijo nada? ¿Cómo iba a saber yo que tenía los cromos?

—No quería anunciarlo delante de todo el mundo.

—No, claro, pero…

—Y de todos modos usted ya debía de haber cerrado el trato para entonces.

—Sí, pero…

—Pues no hay más que hablar —dije, metiéndome al Flaco Maravilloso en el bolsillo.

—Escuche —dijo él—, sigo queriendo esos cromos. El único problema es que ahora ando un tanto escaso de dinero. Si pudiera guardármelos durante un par de meses…

—¿Lo dice en serio?

—Supongo que eso es una respuesta negativa. ¿Qué me diría si le propusiera un canje equitativo? Tengo unas cuantas cosas que podría quedarse. ¿Le vendría bien un bonito apartamento de dos habitaciones en la parte de Rego Park de Forest Hills…? Oiga, puede decirme que no. No tiene por qué poner esa cara.

—Si voy a tener que renegociar mi contrato —dije— o buscar un lugar al que trasladar mi tienda, lo que necesito es dinero.

—Supongo que tiene razón.

—Y no es que los cromos de béisbol sean difíciles de vender. Se los he ofrecido a usted en primer lugar porque era una manera de conservar la tienda, pero si usted no puede permitírselo, encontraré un comprador.

—Véndame la colección de la mostaza —dijo.

—Pero si acaba de decir…

—El resto de los cromos me importan un comino. Sólo estoy verdaderamente interesado en Ted Williams. Se trata de cuarenta cromos. ¿Cuánto es su valor en libros? ¿Tres mil dólares?

—Casi cinco mil.

—¿De veras? Me parece mucho, pero ¿qué más da? Le doy cinco mil dólares en efectivo… ¿Por qué no?

—Prefiero vender todos los cromos juntos.

—Pero, por amor de Dios, ¿por qué? Oiga, olvídese de los cinco mil. Tengo verdadero interés en esos cromos, así que le pagaré un suplemento. Le daré seis mil dólares.

—Diez mil.

—Eso es un disparate. Es el doble de lo que valen. Por Dios, cuando un hombre compra objetos robados, espera que le hagan un descuento. No puedo pagarle diez, ni hablar.

—Entonces olvídese del asunto.

—Siete mil. Mañana me arrepentiré de haberlo hecho, pero le doy siete.

—Diez.

—Diez, diez, diez. ¿Eso es todo lo que sabe decir?

—¿Once?

—De acuerdo, diez. No puedo creerme que esté haciendo esto, pero no me importa. Supongo que tampoco querrá un cheque. He de ir al banco. Volveré dentro de veinte minutos. ¿Tiene los cromos en su poder?

¿Qué puedo decir? Me convenció.

Borden Stoppelgard no volvió al cabo de veinte minutos, pero sí al cabo de veinticinco. Diez minutos más tarde ya se había ido, después de haber cambiado cien trozos de papel verde por cuarenta trozos de cartón. Fui a tirar de la cadena (Raffles había utilizado el retrete mientras hacíamos nuestra transacción) y cuando regresé encontré a Wally Hemphill atándose el cordón de una zapatilla. Se incorporó, abrió su maletín y me entregó un sobre.

—Esto es lo que querías —dijo—. No ha sido fácil y te va a costar un ojo de la cara, así que espero que estés contento. Ahora eres dueño y señor de todo lo que contemplas, y esto incluye los derechos aéreos y el piso de arriba.

—¿Esta es la escritura?

—En efecto. No sólo eres un zoquete que tiene una librería, Bernie. Ahora eres un zoquete que tiene un edificio.

—Qué bien.

—Tu amigo Gilmartin nos ha prestado una gran ayuda. Así es como lo hemos hecho: Fincas Hearthstone, que es la empresa de Stoppelgard, ha vendido el terreno y el edificio a Poulson, que es la tapadera que hemos utilizado. Luego el derecho de propiedad ha cambiado de manos tres o cuatro veces: pim, pam pum, así de fácil. El propietario actual es Empresas Winesap.

—¿Ese soy yo?

—Así es —dijo—, pero tal como lo hemos organizado, sería dificilísimo averiguarlo. Todo este asunto te va a costar un montón de dinero, amigo mío. No voy a preguntarte de dónde lo has sacado.

—Mejor.

—Has pagado demasiado por el edificio. Ya te lo dije, pero no quisiste hacerme caso. Por el precio que has pagado, tendrías que subirte a ti mismo el alquiler una barbaridad. A la florista de al lado le quedan diez años de contrato y los inquilinos de arriba viven en pisos de alquiler controlado, de manera que con lo que pagan no vas a cubrir lo que te cuesta calentarles el piso. Así que a menos que estés planeando echarles…

—Sería incapaz de hacerlo.

—Me lo imaginaba. Bernie, el edificio no te da ni para cubrir gastos. Va a costarte dinero.

—Lo sé.

—Si hubieras cogido la misma cantidad de dinero y la hubieras metido en un fondo de inversión, ¿sabes cuánto te habría producido en intereses?

—También podría invertirlo en cromos de béisbol —dije—. Wally, supongamos que las horas que pasas corriendo las dedicaras a un trabajo productivo, ¿no ganarías más dinero de esa manera?

—Sí, claro, comprendo lo que quieres decir.

—El dinero no lo es todo. Voy a quedarme con la tienda, y eso es lo que importa para mí.

—De todos modos —dijo—, el edificio va a perder dinero, y la librería apenas cubre gastos. ¿Cómo vas a pagar el déficit?

—Pues no lo sé —respondí—. Ya se me ocurrirá algo.

Cuando llegó Carolyn, Raffles estaba sentado en mi regazo.

—Sólo es un empleado —dijo—. No un animal doméstico, ¿verdad, Bern?

—Acariciarle el lomo a un gato es una manera de ayudarle a pensar —expliqué—. Es una conocida técnica de relajación. No tiene por qué presuponer ningún cariño.

—¿Lo dices en serio?

—Sí, pero permíteme que te dé la gran noticia —dije, y le conté lo de la escritura que me había entregado Wally—. De modo que voy a quedarme con la librería —concluí—. Voy a ser propietario, pero nadie tiene por qué saberlo aparte de Wally, tú y yo. Los inquilinos no tienen más que mandar sus miserables cheques cada mes, igual que siempre. Y tú y yo podemos seguir comiendo juntos y yendo al Bum Rap después del trabajo. Y por lo que respecta al pago del déficit anual del edificio, bueno, hoy me ha abonado un plazo Borden Stoppelgard.

Le conté lo de nuestra transacción.

—Me apiadé de él —dije— y le vendí la colección de Ted Williams por dos o tres veces su valor. Por supuesto era todo lo que tenía para venderle a él o a cualquier otra persona, porque el resto del material valioso de Marty desapareció antes de que Doll lo birlara. Tenía pensado apretarle los tornillos un poco más, pero me he sorprendido sintiendo lástima por él.

—Bueno, los dos tenéis algo en común, Bern. Sois propietarios.

—Que no se te ocurra llamarme eso, ni siquiera en broma. El caso es que he mirado a ese pobre bobo, condenado a pasar el resto de su vida siendo aventajado por su cuñado.

—Y por todas las otras personas que conozca.

—… e intentando engañar a su esposa y fracasando, y consiguiendo que su esposa le engañe y… bueno, he dejado de presionarle.

—Buen chico.

C’est moi —dije asintiendo.

Tendió la mano para acariciar al gato.

—Bernie —dijo—, no quería preguntarte esto porque sé que es una obviedad y cuando me lo digas voy a sentirme como una idiota, pero… ¿cómo ha resuelto el caso Raffles?

—¿Qué?

—No me digas que ahora no te acuerdas, porque sé que no es así. Estábamos aquí mismo, hablando del gato que vivía eternamente y Raffles saltó en el aire, arqueó el lomo y se puso a perseguir una cola imaginaria o algo así. No sé qué hizo exactamente, pero lo cierto es que provocó algo y, a continuación, estábamos en el piso de los Nugent y tú estabas diciéndole a todo el mundo quién había sido.

—Vaya.

—Pues bien, ¿cómo ha resuelto el caso Raffles?

—Carolyn —dije—. Raffles no ha resuelto el caso.

—Bueno, sí, eso lo sé, Bern. No soy idiota. Ya sé que Raffles no es más que un gato.

—Exacto.

—Y no sé qué hizo ni por qué lo hizo, pero sé que no es una reencarnación de Nero Wolfe. Sin embargo, lo que hizo te llevó a establecer una relación y… ¿Por qué estás negando con la cabeza?

—Ya lo había averiguado todo —expliqué—. Simplemente no quería hacer nada al respecto, porque no le veía ningún sentido. Pero luego tuvimos esa delirante conversación sobre el gato, Raffles reaccionó y se portó como si estuviera sobre un tejado de cinc caliente y yo ya no pude más. ¿Qué sucede?

—Nada, Bern. Sabía que iba a sentirme estúpida por preguntártelo y estaba en lo cierto.

—Bueno, anímate. Hoy es un día especial. Voy a quedarme con la tienda, Carolyn. Y además vamos a seguir…

—Comiendo juntos —dijo ella—, yendo de copas después del trabajo y teniendo relaciones sin futuro con personas que no nos convienen. Iba a ver a Lolly esta noche, pero ha tenido que anular la cita. Va a hacer algo con Borden.

—Es probable que quiera enseñarle sus nuevos cromos, así que déjame que te invite a cenar. Vamos a celebrarlo.

—Tenía pensado irme a casa y releer una novela de Sue Grafton. Hace tiempo que no leo la de la bailarina de top-less a la que le inyectan veneno en uno de los implantes.

T de taza.

—Exacto. Bern, ¿sabes qué me gustaría? Que no lo dejara en el veintiséis. ¿Qué va a ser de Kinsey cuando termine el alfabeto?

—Pero ¿de qué estás hablando? Empezará con las letras dobles. AA de alcohólicos anónimos, BB de pistola, CC de cuenta corriente. Hace unos meses publicaron toda una lista en el Publishers Weekly. ZZ de Top… No me acuerdo de todas, pero según parece podría tener para toda la vida.

—Bern, es una noticia maravillosa.

—Dentro de cincuenta años todavía estarás leyendo novelas de Kinsey —le dije—. EEE de espacio económico europeo. JJJ de risa. No hay razón para dejarlo. Tú seguirás lavando perros y Raffles seguirá jugando de medio. Y yo seguiré haciendo aquello para lo que he nacido: vender libros y entrar a robar en las casas de la gente.

—Y seremos felices y comeremos perdices, ¿eh, Bern?

—Felices ya lo somos —dije, y alargué la mano para acariciar a mi gato.