Había acertado. Fue una semana ajetreada.
Al día siguiente comí tarde y no tuve ocasión de sentarme y hablar con Carolyn hasta que nos reunimos en el Bum Rap después de trabajar. Tardé en cerrar (a causa de un cliente, un devoto coleccionista de G. T. Henry; que su especie se multiplique) y para cuando llegué ella ya estaba dando cuenta de un whisky con soda. Le pedí a Maxine que me trajera una cerveza y Carolyn me dijo que le quitaba un peso de encima.
—Con el jaleo que has montado últimamente, Bern —dijo—, empezaba a preocuparme por ti.
—No tienes por qué preocuparte.
—Anoche volví a casa sola porque tenía la sensación de que tú y Patience queríais desaparecer sigilosamente en las sombras de la noche.
—¿Con pies yámbicos? —Hice un gesto de negación—. La invité a una taza de café y la mandé a casa en un taxi.
—Me preguntaba qué pintaba allí, Bern. Intenté imaginarme cómo había podido robar los cromos o disparado a Luke Santangelo y me equivoqué de medio a medio. ¿Por qué le pediste a Ray que la llamara?
—Para evitar tener que contar de nuevo todo el asunto —respondí—. Digamos que le debía una explicación después de todas las citas que he suspendido y las mentirijillas que le he contado.
—Mentiras, Bern. A partir de los siete años, ya no se les llama mentirijillas.
—Por otra parte, supongo que quería alardear un poco. Y pensé que la animaría. Es una mujer agradable, pero está siempre deprimida. Se anima durante un par de minutos para cantar un haiku con la melodía de Moonlight in Vermont, pero luego vuelve a sentirse mal y se hunde en la sima de la depresión.
Carolyn frunció el entrecejo.
—¿No es así como llamaban a Babe Ruth?
—No; le llamaban el «sultán bateador».
—Eso es. Resulta difícil acertar con todas esas frases. Bern, has de tener en cuenta que Patience es una poetisa.
—¿Quién sino cantaría haikus?
—Todos los poetas son igual de taciturnos, en particular las mujeres. Menos mal que la mayoría tiene que vivir en sótanos, porque de lo contrario estarían siempre tirándose por la ventana. Aun así siguen suicidándose por todas partes.
—Sylvia Plath, Anne Sexton…
—Eso no es más que la punta del cubito, Bern. La depresión poética en las mujeres es un fenómeno conocido. Tiene nombre incluso.
—La enfermedad de Edna St. Vincent —dije—. He oído hablar de ella, pero esta es la primera vez que conozco a una persona que la sufre. Creo que a Patience y a mí nos ha llegado la hora de la separación. De todos modos, no molestaba a nadie que estuviera allí. Había sillas para todos.
Carolyn bebió un sorbo de su copa y me preguntó qué había ocurrido después de que todo el mundo se fuera.
—Lo que cabía esperar —respondí—. Ray tiene muy buen instinto a veces, lo reconozco. Tenía el presentimiento de que yo podía resolverlo todo y que él podía sacar tajada. Acertó en ambos casos. Ya viste cómo resolví el asunto y luego, cuando te fuiste, él se llevó su parte.
—¿Harlan Nugent le sobornó?
—No fue así como lo expresó Ray. Según él, era preciso invertir algo de dinero para asegurarse de que la investigación no iba a continuar. Pues bien, él puede asegurarse de que eso no ocurra simplemente manteniendo la boca cerrada y no presentando una denuncia, de manera que no son muchas las personas entre las que hay que hacer la inversión.
—¿Cuánto se ha llevado?
—La suma de 8350 dólares para empezar. Ese era el dinero que tenía Nugent en casa. Le pagará más cuando la compañía de seguros le dé el dinero de las joyas. Supongo que Ray se llevará otros dos mil o dos mil quinientos.
—Más de ocho mil.
—Pues sí.
—Esa cifra me resulta conocida.
—¿No me digas? —repuse con acritud.
—Es el dinero que robaste del escritorio de Nugent la primera vez que entraste en su piso, ¿verdad?
—Hasta el último centavo —respondí—. Debe de ser el golpe más estúpido que he dado en mi vida. Entré tres veces. La primera me llevé algo de dinero y unas joyas, pero al final dejé las joyas. La segunda me quedé el dinero y volví a coger las joyas. Finalmente, antenoche, cuando entré por última vez, dejé el dinero donde lo había encontrado y puse las joyas a su lado, en el mismo cajón. Es como ese problema de lógica de los caníbales y los cristianos.
—Yo no me fiaría ni de unos ni de otros, Bern. ¿Qué hiciste? ¿Entrar a altas horas de la noche?
—A las cuatro de la madrugada. Los Nugent estaban profundamente dormidos. Fui como el joven doctor Rhodenbarr, con el estetoscopio en el bolsillo. Habría sido espantoso que me hubieran cogido la única vez que no iba a cometer un robo, sino a hacer una entrega, pero tenía que preparar el escenario.
—Robaste la llave, ¿verdad?
Asentí.
—Te sorprenderías si supieras cuánta gente guarda la llave de un cajón en un cajón cercano sin cerrar. De todos modos es algo lógico. ¿En qué otro sitio la guardarías? No suelo buscar llaves, porque esas cerraduras son muy fáciles de abrir, pero la otra noche la encontré por casualidad y pensé que todo resultaría más convincente si Nugent se viera obligado a decir que no podía abrir el cajón. Así daba la impresión de que tenía algo que ocultar. Y, para sorpresa suya, así fue.
—¿Por qué devolviste los 8350 pavos?
—Pensé que sólo podía haber un número limitado de comodines en la baraja. Anoche, cuando nos fuimos, Nugent ya empezaba a acordarse de que había llevado las joyas de la cómoda de su esposa a su escritorio. Como no había otra explicación posible, su memoria tuvo la amabilidad de llenar los huecos. Pobre desgraciado.
—Bueno, ha matado a un hombre, Bern.
—Y Doll ha robado la colección de cromos de otra persona. ¿Cómo podemos permitir que tales acciones queden sin castigo? Pues bien, lo cierto es que así ha sido. A ninguno de los dos les ha costado ni un centavo. Doll se marchó anoche con la cabeza bien alta y Nugent va a sobornar a Ray con el dinero de la compañía de seguros.
—En un principio era su dinero, Bern.
—Cierto, y luego fue mío durante una temporada. —Me encogí de hombros—. Yo ya sabía que no iba a servir para nada. Esa es la razón por la que quería mantenerme ajeno al asunto. Pero entre la insistencia de Ray y tu presión, ¿qué alternativa me quedaba?
—No fue presión, Bern, fue el consejo de una amiga que estaba preocupada por ti.
—Bueno, pues hubiera jurado que era presión —dije—. Además ha funcionado, de manera que puedes atribuirte el mérito.
—No he sido yo, Bern. Ha sido Raffles.
La miré fijamente.
—¿No te acuerdas, Bern? Raffles dio un salto en el aire, arqueó el lomo e hizo una serie de cosas raras, y acto seguido tú te decidiste.
—Pues sí, es cierto…
—En resumen, el mérito ha de llevárselo quien se lo merece, ¿no es así? —Hizo una señal a Maxine para que nos sirviera otra ronda—. Hay un par de cosas que no acabo de entender del todo, Bern. ¿Cómo sabías que Joan Nugent estaba drogada e inconsciente cuando su marido llegó a casa? A mí nunca se me habría ocurrido.
—A mí tampoco.
—¿Cómo?
—Lo que pensaba era que ella y Luke tenían una aventura, y que cuando Harlan metió la llave en la cerradura estaban con las manos en la masa. Pero ¿lo lógico no habría sido que estuvieran en el dormitorio principal? Y en tal caso, ¿no se habría ocultado Luke en el otro cuarto de baño?
—A menos que él estuviera posando, una cosa llevara a otra y al final perdieran la cabeza.
—O a menos que a ella le diera escrúpulos cometer adulterio en el lecho conyugal. No obstante, se puso de manifiesto que ella no tenía ni idea de cómo había acabado el cadáver en el cuarto de baño. Además Luke guardaba todo un almacén de pastillas en su piso, y ella tenía el aire distraído de una persona que alguna vez en su vida ha ingerido una sustancia que altera el estado de ánimo. Todo encajaba.
—Qué cabrón debía de ser Luke.
—Bueno, no creo que hayan llegado a incluirlo alguna vez en la lista de candidatos al Premio Jean Hesholt por Acciones Humanitarias —dije—, pero tampoco ha estado presente para darnos su versión de la historia. La impresión que se ha llevado todo el mundo es que el incidente fue casi un ejemplo de necrofilia, pero quizá el asunto no empezó de ese modo. Quizá Luke hizo que se colocara y empezaron a besuquearse; ella se desnudó, se… eh, se abrazaron y entonces el porro le hizo pleno efecto y se desmayó.
—¿Y a él no se le ocurrió detenerse? Supongo que pensó que ella era inglesa. Créeme, Bernie, ese tipo era un indeseable. Fíjate en cómo traicionó a Doll Cooper. Le dejó los cromos de Marty y él se los birló.
—Eso lo hice yo, Carolyn. El maletín de los cromos estaba todavía debajo de la cama cuando dispararon a Luke en el piso de arriba.
—Ah, entonces eres tú el indeseable.
—Supongo que sí.
—Había otra cosa que quería saber… Ah sí, lo de la pistola. ¿No podrían encontrarla?
—¿En una boca de alcantarilla? ¿Sabes cuántas pistolas se arrojan por las bocas de alcantarillas?
—Muchas, ¿no?
—Digamos, para entendernos, que si es cierto que hay cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York, la mitad de ellos van armados. ¿Que quieres deshacerte de una pistola? No tienes más que tirarla por una boca de alcantarilla. Es como esconder una aguja en un pajar.
—Yo nunca escondería una aguja en un pajar —dijo ella—. Es el primer lugar donde mirarían. Bern, ¿por qué no dejó la pistola al lado de Luke? Ya sé que no podía meter el brazo por el agujero, pero pudo tirarla de manera que cayera en la bañera, ¿no?
—¿Para que pareciera un suicidio?
—Exacto.
—El problema es que no lo habría parecido —dije—. No si lo piensas detenidamente. Incluso si se las hubiera ingeniado para borrar sus propias huellas del arma, ¿cómo habría conseguido que tuviera las de Luke? Además, si le hubieran hecho a Luke una prueba de parafina, no habrían encontrado ninguna partícula de nitrato en su mano, ningún indicio de que había disparado el arma.
—Ya.
—No sé qué clase de pistola era, de modo que no puedo decir si habría cabido por el agujero. Pero incluso en ese caso, si yo acabara de disparar a una persona y esta hubiera caído en un lugar donde no la pudiese ver bien, y yo no tuviera forma de saber si está viva o muerta, no creo que se me ocurriera arrojarle una pistola cargada.
—Supongo que sería un error —admitió Carolyn—. Bueno… En cuanto acabe esto me voy, Bern.
—¿Ya?
—Tengo una cita.
—¿Alguien que yo conozca?
—No es nada importante —respondió ella a la defensiva—. Sólo una copa rápida y un poco de conversación.
—Así es como Borden Stoppelgard describió su acercamiento a Doll. —La miré fijamente—. Se trata de una persona que conozco, ¿verdad? ¿Quién es, Carolyn?
—Una persona que conocí anoche.
—No será Doll —dije—. Eso es imposible.
—No, por Dios. Marty me mataría.
—Pues sí que parecía gustarle, ahora que lo mencionas. Sobre todo si tenemos en cuenta que ella le robó los cromos de béisbol. Bueno, es un mecenas del teatro. Quizá acabe sintiendo un interés paternal por su carrera profesional.
—O un interés de viejo verde y ricachón, Bern. En cualquier caso, no es mi tipo.
—Patience tampoco. ¿Joan Nugent? ¿Qué vas a hacer, pedirle que te pinte un retrato vestida de payaso?
—Qué cosas agradables dices, Bern…
—Bueno, es que…
—Se trata de Lolly Stoppelgard.
—Lolly Stoppelgard…
—¿No te resultó simpática?
—Mucho, pero…
—Pero está casada. Eso ibas a decir, ¿no?
—Algo así.
—No te fijaste en las miradas que me lanzaba, Bern.
—No.
—Y no oíste lo que me dijo cuando bajábamos. «Llámame», me dijo.
—De modo que la has llamado.
—Pues sí, y al final acabaré con el corazón roto, aunque para eso están los corazones, y el mío ya está acostumbrándose. Está muy bien, ¿no te parece? Bonita, lista y divertida.
—Da pena pensar que todo eso lo haya malgastado con Borden Stoppelgard.
—Bueno —dijo Carolyn—, yo me lo planteo de la siguiente manera: conociéndolo, supongo que me será fácil hacer que lo olvide.