22

Había acertado. Fue una semana ajetreada.

Fue una situación tensa para mí, he de reconocerlo, ya que lo único que tenía que hacer Harlan Nugent era decirnos que nos fuéramos a casa y telefonear a su abogado.

Sin embargo lo que dijo fue:

—Eso es absurdo. Ni siquiera conocía a ese hombre. ¿Por qué demonios habría de matarlo?

—Esa es una buena pregunta —dije.

—Además nos encontrábamos en Londres —añadió Joan Nugent—. Ninguno de los dos puede estar relacionado con ello. Estábamos fuera del país.

—Se fueron el miércoles a última hora de la tarde —dije—. Doll dejó los cromos en el piso de Luke el lunes. Entre ese día y el momento en que se fueron, Luke subió aquí y Harlan Nugent lo mató. Si tuviera que concretar, diría que fue el martes por la tarde. —Me volví hacia Ray—. ¿Cuadra esto con la hora estimada de su muerte?

—Perfectamente, Bernie.

—Usted ha perdido el juicio —dijo Nugent—. Ese hombre no entró en este piso ninguno de esos días. —Una sombra cruzó el rostro de su esposa y por un momento pareció a punto de decir algo. Sin embargo la mano de su marido se posó sobre la suya y el momento pasó. Harlan Nugent endureció el gesto y añadió—: Repito lo que ya he dicho. Usted ha reconocido que era una buena pregunta. ¿Por qué demonios habría de matarlo?

—Sigue siendo una buena pregunta —admití—, pero yo también tengo un par de preguntas que hacer. ¿Por qué motivo se quitaría un hombre la ropa y se encerraría en el cuarto de baño de otra persona?

—Para ducharse —sugirió Lolly Stoppelgard.

—Eso tendría sentido si fuera su propio cuarto de baño —observó Carolyn—, pero no es este el caso. Quizá se quedó sudoroso de tanto posar y tuvo que lavarse.

—Ese hombre no entró en este piso —repitió Harlan Nugent.

—O quizá sólo tenía que ir al retrete, Bern. Pero entonces no se habría metido en la bañera, ¿verdad? Ray, ¿ha mirado alguien si la ducha funciona en su piso, el de la séptima planta? Porque si no podía ducharse en su propio piso…

—Olvidémonos de la ducha —dije—. Los grifos estaban cerrados y su cuerpo no estaba mojado.

—Hay hombres que tienen la costumbre de encerrarse en el cuarto de baño —dijo Lolly Stoppelgard, lanzando una mirada a su marido—. ¿Encontraron algún tebeo junto al cadáver?

Había llegado el momento de coger de nuevo el volante.

—Seguramente se encerró en el cuarto de baño para esconderse —dije—. Una vez, hace años, en la época en que todavía me dedicaba a cometer algún que otro robo…

—Jesús… —dijo Ray entre dientes.

—… entré sin ser invitado en un piso vacío y el inquilino regresó cuando me encontraba todavía dentro. Me escondí en el armario, aunque un cuarto de baño también me habría servido. No pude cerrar el armario con llave, por supuesto. —Lo cerró otra persona, estando yo dentro, y cuando me las ingenié para salir, me encontré con un cadáver en el suelo… El recuerdo me hizo estremecer—. Y tampoco estaba desnudo —proseguí—. La semana pasada Ray Kirschmann me preguntó qué clase de ladrón se desnuda mientras comete un robo. Ninguno que yo conozca, le respondí, de manera…

—Estaba posando —dijo Patience—. Eso es ¿no? —Sonrió a Joan Nugent y repitió—: Estaba posando para usted, ¿no?

—Nunca pinto desnudos —respondió Joan Nugent—. No creo en ello.

—¿Que no cree en ello?

—No. Me parece que ya se han pintado demasiados desnudos a lo largo de los siglos. En el último cuadro que pinté de él, Luke aparece ataviado de arlequín. Le aseguro que estaba completamente vestido.

—Entonces estaría cambiándose —dijo Patience—. Habría posado con el traje y…

—Nunca llevó el traje. Cuando posaba para mí, iba vestido con ropa de calle. Yo esbozaba las líneas de su cuerpo y luego pintaba el traje de arlequín. No le necesitaba a él para eso.

—Pero estaba desnudo —dije.

—¡Claro que no! —exclamó ella—. Me acordaría si lo hubiera estado. Le aseguro que no es la clase de cosa que se me olvidaría.

—Joan —dijo suavemente Harlan Nugent—, calla.

—Quizá se acordaría —le dije— si hubiera sabido qué estaba sucediendo. Pero estaba inconsciente. La habían drogado.

—No digas ni una palabra más, Joan —advirtió Nugent.

—¿Les importaría seguirme? —dije, mostrándoles el camino al estudio o la habitación de invitados, como se prefiera—. La habían drogado, señora Nugent, y estaba inconsciente. Le habían quitado la ropa. Luke Santangelo también se había quitado la ropa y estaba intentando…

—Oh, Dios mío… —dijo alguien.

—Imagino que usted estaría en el diván que hay ahí o quizá en el suelo. Entonces se oyó el ruido de la llave de su marido en la cerradura; al cabo de unos segundos ya había abierto la puerta del vestíbulo y anunciado su llegada. Es un hombretón campechano, y estoy seguro de que suele dar a conocer su presencia.

—A veces dice «Lucy, ya estoy en casa». Como Ricky Ricardo, ¿sabe? Imita bien el acento cubano. Muéstraselo, querido.

Harlan Nugent tenía cara de estar buscando una razón para seguir respirando.

—Entró —le dije— y encontró a su mujer inconsciente, o al menos atontada por las drogas. Vio la puerta del cuarto de baño, cerrada. Probó a girar el tirador pero estaba cerrada por dentro.

—¿Y qué hice entonces?

—Aporreó la puerta, exigiendo que abriesen. Luke Santangelo era muchas cosas, la mayoría de ellas desagradables, pero no estaba completamente loco. Lo último que iba a hacer era abrir la puerta.

—Bien, yo diría que llegamos a un punto muerto —dijo Nugent—, ya que no tengo dimensiones para deslizarme por el ojo de la cerradura, y además la puerta carece de ella, ¿no? —Cerró la mano, formando un enorme puño, y dio un golpe a la puerta—. Es bastante sólida —observó—, pero supongo que en un caso extremo podría derribarla. A patadas, con el hombro o algo por el estilo. Pero tengo entendido que estaba todavía intacta; más aún, tenía el cerrojo todavía echado, cuando la policía se vio obligada a abrirla, ¿no?

—Es algo que da que pensar —dije. Me acerqué, di unos golpecitos en la puerta y a continuación apreté el interruptor que había al lado. Ninguna luz se apagó o encendió. Abrí la puerta del cuarto de baño y repetí la operación con el mismo resultado—. ¿Pero qué es esto? No parece que sirva para nada.

—Supongo que servirá para controlar alguna de las tomas del rodapié —dijo Nugent—. ¿Qué importancia tiene?

—¿Quién sabe? —repliqué. Saqué mi anilla de herramientas de ladrón y me puse a desatornillar los tornillos que sujetaban el marco del interruptor en su sitio—. Voilà —dije finalmente, mostrándoles a todos el rectángulo desprovisto de la caja de enchufe—. Antiguamente esto debía de ser el dormitorio de un niño. Cuando el niño quedó encerrado en el cuarto de baño por segunda o tercera vez, uno de sus padres decidió asegurarse de que nunca volviera a ocurrir cosa semejante. De ahí este pequeño recurso de seguridad.

—Nuestros hijos ya eran mayores cuando nos trasladamos a este piso —dijo Joan Nugent—. Y yo nunca me he quedado encerrada en este cuarto de baño. Apenas lo utilizo, y rara vez cierro la puerta del otro con cerrojo.

—Joan —dijo su marido—, a nadie le importa eso. —Se volvió hacia mí y me dijo—: Y lo que usted está diciendo no tiene ningún sentido. Incluso si todos los disparates que ha sugerido fueran ciertos, que no lo son, si hubiera conocido esta antigua abertura, que no es el caso, e incluso si me hubiera sentido lo bastante indignado como para hacer daño al criminal, ¿por qué habría de dejarlo en el cuarto de baño? Si entré aquí y lo maté, ¿por qué no me deshice del cadáver?

—Porque no podía entrar en el cuarto.

—Bernie, acabas de mostrarnos cómo se hace —indicó Ray Kirschmann—. ¿No te acuerdas?

—Vivamente —respondí—. Pero no es esto lo que el señor Nugent hizo, sino ir a buscar su pistola, meter el cañón por la abertura y disparar a Luke Santangelo en plena frente. No sé si Luke se encontraba dentro de la bañera en aquel momento. Puede que intentara retroceder al ver una pistola que salía por la pared y le apuntaba, lo cual es muy comprensible. Pero cuando recibió el disparo, seguramente el impacto le hizo tambalearse y caer de espaldas, y de una u otra manera acabó en la bañera. Estaba muerto y el cerrojo de la puerta seguía echado.

—¿Y qué, Bernie? El señor Nugent pudo meter la mano como tú acabas de hacer, descorrer el cerrojo y salir del cuarto con el fiambre al hombro. Es un hombre grande y el fiambre era un pelagatos delgado, de modo que no habría tenido dificultades para hacerlo. El médico no le ha dicho que evite levantar cosas pesadas, ¿verdad, señor Nugent?

—Si hubiera ocurrido alguna cosa de esas, agente, habría hecho precisamente lo que usted acaba de decir.

—¿Ah sí? Veamos cómo lo hace, señor Nugent.

—No sea ridículo.

—Vamos —insistí—. Muéstrenos cómo lo habría hecho y luego nos iremos todos a casa.

—Esto es una farsa —dijo—. ¿Por qué habría yo de dignificarla haciendo…?

—Oh, ya basta —exclamé—. Es usted demasiado grande. Tiene los brazos de un levantador de pesas búlgaro. Ni siquiera sé si podría meter la mano por la abertura, aunque está claro que nunca lograría meter el brazo lo suficiente como para llegar al cerrojo. Además, ¿por qué habría de ponerse en ridículo intentándolo ahora? Ya lo intentó en una ocasión y comprobó que no podía.

—Entonces ¿qué es lo que hice, señor Rhodenbarr?

—Lo puso todo en su sitio. Volvió a poner el marco del interruptor en su sitio y lo atornilló. Tapó a su esposa con una manta y dejó que siguiera durmiendo hasta que se le pasaran los efectos de la droga. Cuando despertó y preguntó dónde estaba el encantador Luke, usted le dijo que debía de haberse ido antes de que él llegara. «Supongo que debo de haberme quedado dormida», le dijo ella. «Supongo que sí», dijo usted, «pero ¿no crees que deberíamos empezar a hacer el equipaje? Nuestro vuelo sale mañana por la tarde».

—E imagino que dejé el cadáver en su sitio y me fui tan alegremente a Londres.

—¿Por qué no? No se iba a ir a ninguna parte. Su esposa ya ha dicho que rara vez utiliza ese cuarto de baño. Si intentaba entrar durante las veinticuatro horas que quedaban para que se fueran al aeropuerto, se encontraría con la puerta cerrada. «Parece que está atascada», le diría usted. «Debe de haberse hinchado la madera durante el verano. Habrá que llamar al administrador para que le eche un vistazo cuando volvamos».

—Está olvidándose de una cosa.

—No me diga.

—Nuestro piso ha sido desvalijado en nuestra ausencia. Han tirado cosas por todas partes, han vaciado cajones y se han llevado joyas y otros objetos de valor. ¿Cómo encaja esto en la situación hipotética que usted está describiendo?

—No le falta razón —dijo Ray—. Incluso se han encontrado dos joyas en la bañera junto al difunto.

—Seguro que estaban allí —dije—. Justo donde las arrojó Nugent cuando simuló el robo.

Nugent me miró de hito en hito.

—¿Que yo simulé el robo? ¿Y cuándo lo hice? ¿Después de secuestrar al hijo de los Lindbergh?

Negué con la cabeza.

—Tengo una idea bastante clara de cómo lo hizo —dije—. La única pregunta de verdad es cuándo arrojó las joyas a la bañera. Fue todo un detalle; me pregunto si fue lo bastante previsor como para hacerlo justo después de disparar a Santangelo o si tuvo que quitar por segunda vez el marco después. Supongo que fue esto último lo que hizo. El asesinato lo cometió impulsivamente, ¿no? Pero el encubrimiento tuvo que planearlo un poco.

—Usted está loco de remate.

—Le diré lo que pienso —proseguí—. El martes por la noche, cuando su esposa estaba dormida, usted se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Cogió algunas de sus joyas, entró aquí, quitó el marco del interruptor, arrojó las joyas a la bañera junto al cadáver y volvió a poner el marco. El miércoles estaban preparados para irse a Londres, quizá se encontraban ya en la calle, metiendo las maletas en el taxi, cuando hizo como si se acabara de acordar de algo. «No tardo ni un segundo», le dijo a su esposa. Lo que tenía que hacer no le iba a costar mucho más. Sólo tenía que coger unos cuantos objetos de valor y volcar algunos cajones, tras lo cual podría irse. Ya se había deshecho de la ropa que se había quitado Santangelo antes de… de hacer lo que hizo. Puede que, sintiéndose apurado, la tirara por la ventana para que la recogieran los mendigos, aunque sospecho que encontró una manera aún más segura de deshacerse de ella.

—¿Y qué hice con las joyas?

—Buena pregunta —respondí—. Ese collar es una preciosidad, señora Nugent. Llevo toda la noche mirándolo con admiración. Supongo que no será una de las joyas que le robaron.

—Me lo llevé a Europa.

—No sé qué quiere usted decir —repuso Nugent—, y creo que usted tampoco. La policía tiene un inventario completo y preciso de todo lo que nos han robado. Puede estar seguro de que las joyas que mi esposa lleva no están en él.

—Estoy seguro de eso —dije—, pero me alegra saber que hay un inventario. Ray, no tendrás por casualidad una copia de él, ¿verdad?

—Pues el caso es que sí.

—Y yo también, si es que él no la encuentra —dijo Nugent—. De todos modos, qué más da.

—Bueno —dije—, si encontráramos en este piso alguna de las joyas que se indican en la lista, señor Nugent, no quedaría en muy buen lugar, ¿no?

—Si se ha llevado las joyas —dijo Ray—, no las habrá dejado aquí. No es ningún estúpido, Bernie.

—Es difícil que me las metiera en el bolsillo de pecho, me las llevase a Londres y luego las haya traído —refunfuñó Nugent—. Además, si lo hubiera hecho, no habría podido hacer nada más con ellas, ¿no?

—Es cierto —dije—. Habría tenido que esconderlas en algún lugar del piso. Ya sé qué vas a decir, Ray. El señor Nugent podría haber transferido las joyas a una caja fuerte al regresar de Londres.

—Me lo has quitado de la boca, Bernie.

—Y es cierto que podría haberlo hecho —proseguí—, pero no creo que lo haya hecho. ¿Por qué habría de molestarse, si la policía ya había entrado y salido de su piso en su ausencia? Creo que decidió que las joyas estaban seguras precisamente en el lugar donde estaban. ¿Y qué lugar puede ser ese? —Miré pensativamente a Harlan Nugent—. Algún lugar donde no fuera a encontrarlas su esposa, ya que ella pensaba que el robo había sido de verdad. Un lugar personal, privado. Un estudio, por ejemplo. —Les mostré el camino, y que me aspen si no me siguieron—. Un cajón de escritorio cerrado con llave —dije en cuanto hube encontrado un cajón de aquellas mismas características—. ¿Es aquí donde puso las joyas, señor Nugent?

—Qué fantasía más curiosa…

—Supongo que no tendrá inconveniente en abrirnos el cajón.

—Nada me agradaría más —dijo. Abrió un cajón situado al otro lado del escritorio y rebuscó en su interior—. Maldita sea —exclamó.

—¿Sucede algo?

—No logro encontrar la jodida llave del cajón.

—Qué oportuno.

Soltó juramentos de diversa índole, demostrando que tenía una gran imaginación. Si yo hubiera tenido una llave y alguien me hubiese hablado de aquel modo, habría hecho todo lo que me hubiera pedido. Sin embargo, no hubo manera de encontrar aquella llave en concreto.

—Bern —dijo Carolyn, bendita ella—, ¿desde cuándo te ha hecho falta una llave para abrir una cerradura? ¿Por qué no utilizas el talento que Dios te ha dado?

—Es que no puedo hacerlo —contesté—. Somos invitados en casa del señor Nugent, y se trata de su escritorio y de su cajón y sólo él sabe qué hay dentro. Ni se me ocurriría abrirlo sin su permiso.

Él me miró.

—¿Puede usted abrir una cerradura sin utilizar una llave?

—A veces —respondí.

—Entonces ábralo, por amor de Dios —exclamó. En aquel momento creo que por fin cayó en la cuenta, lo cual sirvió para redondearlo—. Espere un momento —dijo—. Claro que no tiene derecho legal.

—Sí, señor —dije—. Nos hace falta su permiso.

—Si no nos lo da, el próximo paso sería conseguir una orden judicial —añadió Ray.

Nugent dejó caer sus grandes hombros.

—Pero no es posible… No logro imaginarme… Adelante, maldita sea, abra el jodido cajón.

¿A que no adivinas qué encontramos, querido lector?

—Perdí la cabeza por completo —dijo Harlan Nugent—. Como usted ha dicho, llegué a casa la tarde del martes y encontré a Joan desnuda y tendida sobre el diván de su estudio. Estaba inconsciente y en una postura poco natural. La miré y pensé que estaba muerta.

—¡Oh, querido!

—Había ropa amontonada en el suelo, como si se la hubieran quitado a toda prisa. Era su ropa, aunque también había prendas de hombre. Entonces me fijé en la puerta del cuarto de baño, que estaba cerrada. Suele estar abierta cuando pinta.

—Cuando uso acrílicos, limpio los pinceles en el lavabo.

—Probé a abrir la puerta y, por supuesto, no conseguí abrirla. Le grité a quien estuviese dentro que abriera la puerta. No la abrió, por supuesto. Si lo hubiese hecho, creo que lo habría despedazado.

—De modo que cogió su pistola.

—Del cajón cerrado. Si hubiese perdido la llave un poco antes, Santangelo quizá estuviera vivo. —Pensó en ello—. No —decidió—, habría derribado la puerta y lo habría matado. Estaba completamente obnubilado.

—Pero se acordó de cómo se entraba en el cuarto de baño.

—Sí, me acordé del marco. Y le disparé. No creo que supiera siquiera quién era cuando apreté el gatillo. Me daba igual. Había matado a la única mujer que he querido jamás, y estaba claro que iba a morir por ello. Luego pensaba llamar a la policía y dejarles que se encargaran de todo.

—Pero ella se reanimó.

—Gracias a Dios —dijo—. Movió un brazo, y respiraba. Estaba viva. Yo no sabía qué le había hecho, si la había dejado inconsciente de un golpe o si la había drogado o…

—A veces me daba unas pastillas —explicó ella— con las que los colores ganaban mucho en intensidad. Tenían un efecto estimulante en mi pintura, pero a veces me sentía muy cansada y tenía que tumbarme y echar una siesta.

—El muy cerdo… —dijo Nugent—. No puedo decir que lamente su muerte. Resulta difícil pensar que el mundo es un lugar más pobre ahora que él no está en él. Pero ojalá no lo hubiera matado. Me afectó de una manera espantosa.

—Por eso estabas tan taciturno en Londres, querido.

—Lo ordené todo y me puse a cavilar qué hacer a continuación. Luego Joan se despertó sonriendo y un tanto aturdida todavía, y me preguntó cuándo había llegado y dónde estaba Luke. Le dije que acababa de llegar y que él debía de haberse marchado. Cuando se acostó aquella noche, salí y colgué su ropa en la verja de la iglesia que hay en Amsterdam Avenue. La gente siempre deja ropa allí, y los mendigos se la llevan. No es la primera vez que dejo cosas allí: camisas con el cuello desgastado y pantalones con los fondillos brillantes. Debo decir que he dejado allí cosas mías que estaban en mejor estado que las que colgué en la verja aquella noche. Eran un vaquero sucio y roto a la altura de las rodillas y un jersey tan maloliente que habría tumbado a un macho cabrío…

—Luke nunca vestía bien —dijo Doll, interrumpiendo—. Y a veces se relajaba un poco en lo referente a la higiene personal.

—También me deshice de la pistola. La compré para proteger la casa de ladrones y, por decirlo de alguna manera, ha cumplido su función. La arrojé por una boca de alcantarilla.

—Luego se robó a sí mismo —dijo Ray— y se largó a Londres.

Nugent frunció el entrecejo.

—Juro que no me acuerdo de esa parte —dijo—. ¿Es posible que un hombre haga algo así y se olvide de ello por completo?

—Querido, te encontrabas bajo una gran tensión —dijo su esposa.

—Siempre me he sentido orgulloso de mi memoria —dijo—. Y no es como olvidarse de un número de teléfono.

—Es cierto que bajaste dos maletas, Harlan. Y luego subiste a coger las otras dos mientras yo te esperaba en el vestíbulo.

—Fue entonces cuando debí de hacerlo —dijo—. Habría jurado…

—¿Qué?

—Nada —respondió—. No tiene importancia. Además ¿qué más da? Ya he confesado que cometí el asesinato, que es un delito mucho más grave que hacer una denuncia falsa. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Bueno, supongo que ahora tendré que llamar a mi abogado. Y luego usted querrá dar los pasos de rigor y leerme mis derechos, ¿no?

Se produjo un silencio, y yo empecé a contar en silencio. Uno, dos, tres, cuatro…

—Será mejor que no nos apresuremos —dijo Ray Kirschmann—. Antes de meternos en nada oficial, estudiemos la situación.

Alguien preguntó qué quería decir.

—Bueno, ¿de qué testimonios disponemos? Usted acaba de confesar en una habitación llena de gente, pero nada de esto es válido en un juicio. Cualquier abogado le diría que se retractara, y ahí acabaría todo. Por lo que se refiere a las pruebas materiales, no tenemos nada de nada. Tenemos un marco de interruptor sin caja detrás, lo cual demuestra que alguien pudo ser disparado dentro de una habitación cerrada. ¿Y qué?

»En cuanto a usted, señorita —le dijo a Doll—, no me cabe duda, y probablemente no seré el único a quien le ocurra, de que tiene algo que ver con la desaparición de esos cromos de béisbol. Pero no tenemos los cromos, y usted tampoco los tiene. Puedo suponer que ya han sido vendidos y divididos, que han cambiado de manos tres veces, y que nadie va a volver a verlos. Quizá este caballero, el señor Gilmartin, tenga que arreglar cuentas con usted, ya que fueron sus cromos los que usted se llevó. Si insiste en acusarla, creo que la causa será sobreseída por falta de pruebas, aunque tendré que encerrarla.

—No quiero acusarla de nada —dijo Marty—. Sólo espero que la señorita Cooper no tenga miras tan amplias en el futuro y limite sus actuaciones al teatro y la pantalla. Parece tener un considerable talento y sería una lástima que lo malgastara.

—Es usted todo un caballero —dijo Doll—. Lamento haberle robado los cromos. Estaba interpretando un papel, eso es precisamente lo que estaba haciendo, y creo que me engañé al pensar que esto me proporcionaba licencia dramática para robar. Es un tópico decirlo, pero es posible que esta noche haya aprendido una lección.

Aunque Carolyn me lanzó una mirada para decirme que fuera por ella, al parecer el discurso fue bien recibido por todos los demás.

—Entonces el asunto queda arreglado —dijo Ray—, lo cual nos lleva de nuevo a su caso, señor Nugent. Todo se resume en que no hay pruebas. Por otro lado he de decir que no parece que el difunto vaya a suponer una gran pérdida para nadie. Claro que luego está el asunto de la denuncia falsa que ha presentado a la compañía de seguros, haciendo una reclamación por una pérdida que no es tal.

—Esto es algo que me preocupaba —reconoció Nugent—: La idea de sacar un beneficio económico de la muerte de un hombre. Pero como ya había constancia del robo, no podía dejar de hacer la reclamación. —Se quedó un momento pensativo—. Podría decirles que ha sido un error, que las joyas han aparecido.

—¿Está seguro de que quiere hacer eso, señor Nugent? De esa manera llamaría la atención sobre sí mismo. Usted está muy involucrado en este asunto y la manera más rápida de salir de él es seguir todo recto. —Con gesto cordial, Ray puso una mano sobre el hombro de aquel grandullón y añadió—: En cuanto a lo de sacar un beneficio de este asunto, créame señor, no tiene por qué preocuparse. Ustedes, amigos, deberían irse. El espectáculo ha terminado y el señor Nugent y yo hemos de quedarnos a solas para resolver algunos detalles a fin de que este asunto siga siendo estrictamente personal.