Había acertado. Fue una semana ajetreada.
A las siete y media en punto de la tarde del día siguiente me presenté al portero italiano del 304 de West End Avenue.
—Me llamo Bernard Rhodenbarr —dije—. El señor y la señora Nugent están esperándome.
Le miré por encima del hombro mientras consultaba una pequeña lista. Me alegré de ver que había una marca al lado de todos los nombres excepto del mío.
—Rhodenbarr —le apunté.
Encontró mi nombre, le puso una marca al lado y se volvió hacia mí con una sonrisilla de buen humor en los labios. Me indicó el camino al ascensor, lo cual fue muy considerado, aunque innecesario.
Subí al noveno y recorrí el pasillo hasta la G. Miré las dos cerraduras, la Poulard y la Rabson.
Llamé a la puerta y me abrieron.
La lista del portero era correcta. Habían acudido todos. No sé cómo se las había arreglado Ray, pero lo cierto es que había conseguido que estuvieran presentes todos sin excepción.
Se encontraban en el salón. Las sillas y los sofás estaban colocados en un círculo cuya circunferencia se había aumentado con unas sillas procedentes del comedor. Fue Ray quien me abrió la puerta y quien me condujo por el vestíbulo hasta el centro de actividad, momento en que todas las conversaciones que con dificultad estaban manteniéndose llegaron a un grato final.
—Les presento a Bernie Rhodenbarr —dijo Ray—. Bernie, supongo que ya conoces a todas estas personas.
Aquello no era del todo cierto, pero aun así sonreí y saludé con un gesto de la cabeza, recorriendo el círculo con la mirada. Como ya he dicho, todos estaban allí, y así era como estaban dispuestos:
En primer lugar Carolyn Kaiser, mi principal amiga y lavadora de caniches. Al igual que yo, había ido a casa y se había cambiado de ropa. También al igual que yo, había escogido un pantalón de franela gris y una chaqueta azul. Sin embargo no era difícil distinguirnos, ya que ella tenía una insignia plateada en forma de gato en la solapa y llevaba un jersey verde de cuello vuelto. (Yo llevaba camisa y corbata, por si acaso alguien me invitaba a ir al Pretenders).
A la derecha de Carolyn se encontraba el único hombre presente que podría haberme invitado a ir al Pretenders, aunque no estaba seguro si seguiríamos dirigiéndonos la palabra cuando acabara la reunión. Marty Gilmartin, que compartía un canapé estilo Victoriano con su esposa Edna, llevaba traje gris, camisa blanca y una corbata de Jerry García, y tenía una expresión que oscilaba entre la confusión y el deseo de no comprometerse con nada.
Edna Gilmartin parecía más joven y menos formidable que como yo la recordaba de la cola de las entradas para el teatro Cort. Apenas me fijé en su vestido; lo que me llamó la atención fue el collar que llevaba al cuello. Habría llamado la atención de cualquiera, y ese era precisamente el efecto que buscaba causar con él. Sin embargo a mí me produjo una impresión especial porque creí identificarlo como uno de los objetos que había robado de la casa de Alex y Frieda en Port Washington. Un segundo vistazo me calmó, aunque por un momento seguí intranquilo.
Junto a la señora Gilmartin, alta, delgada y con el aire informal y campestre que le daban las botas, el vaquero y el jersey con la leyenda «Gramaticalmente correcto», se encontraba Patience Tremaine. Por la expresión de su cara, se diría que no tenía ni idea de qué pintaba allí, pero que estaba dispuesta a tomárselo con calma. Sabía cómo se sentía. Yo había experimentado prácticamente la misma sensación en aquel antro llamado Café Villanelle.
Patience ocupaba una butaca. A su derecha, en una de las sillas del comedor que habían cambiado de lugar para la ocasión, estaba sentado nuestro anfitrión, Harlan Nugent. Era la primera vez que lo veía, si bien tenía la impresión de que nos conocíamos desde hacía años. En cualquier caso, lo reconocí por las fotos. Era grande como un oso, mediría más de uno ochenta y su peso rondaría los 135 kilos. No era de extrañar que sus zapatos me quedaran grandes. Aquella noche llevaba una chaqueta blanca y negra encima de un jersey negro de cuello vuelto, pero yo no podía evitar mirarle a los pies. Llevaba un par de mocasines negros con borla muy bonitos. Si se encontraban en el armario durante mi última visita, no había reparado en ellos. Supuse que habían hecho el viaje a Europa con él.
Joan Nugent estaba sentada a su lado. En algunas de sus fotografías aparecía con canas en el pelo, pero evidentemente había sufrido algún tipo de conmoción que se las había vuelto negras de la noche a la mañana, ya que en aquel momento en sus cabellos no se veía ni una pizca de gris. Tenía la cara larga y ovalada, tez aceitunada y el pelo peinado con raya en medio y una trenza a cada lado. Un collar estilo navajo y un par de anillos de plata y turquesa realzaban el efecto indio.
Ray Kirschmann se encontraba junto a Joan Nugent, y realmente no es preciso describirle. Como de costumbre, llevaba un traje oscuro que, como de costumbre, parecía hecho para otra persona. Estaba esperando a que yo sacara el conejo del sombrero, con la esperanza de que aquella reunión le proporcionara algo a cambio de sus desvelos. O el conejo o el sombrero, supongo.
Doll Cooper estaba sentada a su lado, en una esquina de un largo sofá. Llevaba el mismo atuendo que llevara la noche en que yo la había conocido: un traje con chaqueta de tonos oscuros y una boina roja. Su rostro sólo reflejaba una gran atención. Su lenguaje corporal acentuaba esta impresión. Se diría que estaba preparada para largarse corriendo en cualquier momento, pero que mientras tanto iba a esperar a ver qué sucedía.
Borden Stoppelgard ocupaba el centro del sofá, pero mantenía las distancias con respecto a Doll, y estaba colocado en el lado contrario del cojín de en medio. Llevaba un traje marrón y una ancha corbata de rayas alternas verdes y rojas. Estaba sentado rodilla con rodilla con una mujer de elegante cabello rubio y ojos verdes. El proceso de eliminación, así como el hecho de que Borden estaba prácticamente sentado sobre su regazo, me llevaron a la conclusión de que se trataba de Lolly Stoppelgard.
También había una silla para mí, una de las del comedor, pero no creí que fuera a servirme de mucho. Ahora me tocaba estar de pie o, mejor dicho, al pie del cañón, si me era posible.
—Veamos —dije—, supongo que estarán preguntándose por qué les he reunido a todos aquí.
Da igual las veces que pronuncies esa frase, porque siempre se te acelera el pulso cuando la oyes. La partida había comenzado.
—Érase una vez —proseguí— dos hombres, uno de los cuales estaba casado con la hermana del otro. Eso los convertía en cuñados. Pero tenían algo más en común. Los dos eran hombres de negocios, los dos compraban y vendían inmuebles y los dos hacían de vez en cuando otra clase de inversiones. Martin Gilmartin se embarcaba a veces en aventuras dentro del negocio del espectáculo. Borden Stoppelgard acumulaba primeras ediciones de novelas policiacas. Y los dos sentían pasión por los cromos de béisbol.
»Que yo sepa, Borden Stoppelgard tiene todos y cada uno de los cromos de béisbol que ha comprado o cambiado en su vida. El martes de la semana pasada, Marty Gilmartin recibió una llamada telefónica pocos minutos después de que él y su esposa regresaran a casa tras haber pasado la velada en el teatro. Evidentemente la persona que realizaba la llamada anónima tenía que haber seguido con atención sus últimos movimientos. Esto hizo recelar a Marty. Colgó el auricular, fue apresuradamente a su estudio y abrió la caja en la que guardaba su colección de cromos.
—Ya sabemos todo esto —me interrumpió Borden Stoppelgard—. Levantó la tapa y la caja estaba vacía. Fue usted quien los robó, ¿no?
—Se equivoca —dije—. Aunque no es una idea descabellada, dado que fui yo el que realizó la llamada misteriosa. La policía averiguó que la llamada había sido hecha desde el piso de Carolyn Kaiser, y el agente Kirschmann sabía que la señorita Kaiser es íntima amiga mía. Además, aunque me duele reconocerlo, hace años hice alguna que otra incursión en el mundo del robo de casas.
—Te encerraron una vez por ello —añadió Ray amablemente—. Y te libraste centenares de veces.
—Perdone —dijo Joan Nugent—. Lamento lo ocurrido al señor Gilmartin, pero no veo la relación que tiene todo esto con nuestro piso. Aquí se ha cometido un robo mientras estábamos fuera. ¿Está usted sugiriendo que es el mismo ladrón el que entró en el piso del señor Gilmartin y en el nuestro?
—No —contesté.
—Vaya.
—No ha habido ningún ladrón.
—¿Que no ha entrado ningún ladrón en esta casa? —dijo Harlan Nugent—. Sepa que aquí se ha cometido un robo. Hay constancia de ello.
—Aquí no ha entrado ningún ladrón —insistí—, y tampoco en la residencia Gilmartin. No se ha cometido un robo ni en un sitio ni en otro. —Vi por un instante la cara de Marty, y observé que no parecía muy contento del rumbo que tomaba la conversación—. Ya volveremos a esto más tarde —añadí sin alterarme—. Por el momento basta con que tengamos en cuenta que los cromos del señor Gilmartin desaparecieron. Este es uno de los motivos por los que nos encontramos aquí. El otro fenómeno que nos ha reunido no es una desaparición, sino una aparición. Se trata de una manifestación realmente asombrosa. Un hombre apareció en uno de los cuartos de baño de los Nugent. No tenía ninguna ropa puesta, y tampoco tenía pulso. Le habían pegado un tiro y estaba muerto.
—¿Quién era ese hombre? —quiso saber Patience.
—Se llamaba Luke Santangelo —dije—, y vivía en este mismo edificio, dos pisos debajo de los Nugent. Como la mitad de los camareros y una tercera parte de los transportistas de esta ciudad, había venido a Nueva York a ser actor. Bueno, de mortuis[8] y todo lo demás, pero me temo que Luke era un actor bastante malo, y esto lo digo con independencia de cómo lo hiciera en el escenario. Era un camello de poca monta y un delincuente de tres al cuarto.
—Me quedé de piedra cuando me enteré de eso —comentó Joan Nugent—. Yo lo conocía, ¿sabe? Posó para mí, y en este piso, casualmente. —Sonrió con cierta timidez—. Es que pinto, ¿sabe usted? Él posaba gustoso para mí, pese a que yo no podía pagarle mucho.
—Y mientras le pintabas —dijo su marido con un bufido—, él trataba de hallar la manera de entrar en el piso a robar.
—Así pues, tenemos dos incidentes —proseguí—. El martes el señor Gilmartin descubre que sus cromos han desaparecido. El domingo la policía encuentra un cadáver en el cuarto de baño de los Nugent. ¿Pero qué relación hay entre ellos?
—Ninguna —dijo Borden Stoppelgard—. Caso cerrado. ¿Podemos ahora irnos todos a casa?
—Tiene que haber una relación —le dijo Carolyn—. Usted es quien colecciona novelas de misterio, ¿no? Es una pena que no se tome la molestia de leerlas. Si lo hiciera, sabría que siempre que se cometen dos delitos en la misma historia, están relacionados. Es posible que la relación no se sepa hasta el último capítulo, pero está ahí en todo momento.
—Hay una relación —dije asintiendo—. Y usted es parte de ella, señor Stoppelgard.
—¿Cómo?
—Empezaremos por los cromos —dije—. Eran propiedad de su cuñado. Y usted los codiciaba.
—Si está tratando de decir que los robé yo…
—No es eso lo que trato de decir.
—Pero si acaba de decir…
—Que usted los codiciaba. ¿Y no es así?
Stoppelgard miró a Marty y luego a mí.
—No es ningún secreto que parte del material que tenía no estaba nada mal —dijo.
—Usted quería los cromos de Ted Williams.
—Me gustaban mucho. No me habría importado tener una serie de esos cromos. Pero no los quería hasta el extremo de robarlos.
—Usted pensó que los había robado yo.
—Bueno, sí… —reconoció—. Eso era lo que la policía decía, y yo no tenía ningún motivo para pensar que estaban equivocados.
—Y, pensando que los había robado yo, vino a mi librería y me propuso un trato. Si yo le daba los cromos de béisbol de su cuñado, usted me prorrogaba el contrato de arriendo con unas condiciones estupendas.
—Borden… —dijo Marty Gilmartin con un tono de profunda decepción—. Borden, Borden…
—Marty, no sabe de qué está hablando.
—Borden, Borden… —repitió Marty—. Me dejas sorprendido.
Y, en efecto, así lo parecía. He de decir que estaba impresionado con Marty. Le había hablado días atrás de la oferta de su cuñado, y lo que había dicho al oírlo había sido algo así como: «Eso es propio de ese avaricioso hijo de perra». En el Pretenders se habrían sentido orgullosos de la actuación que estaba realizando.
—Estaba poniéndole a prueba —dijo Borden—. Estaba intentando cerciorarme de si era ladrón y poniéndole una pequeña trampa si lo era. Evidentemente no funcionó, porque los cromos no estaban en su poder, pero todo lo que esto prueba es que yo tampoco los tenía. Así que se lo preguntaré una vez más: ¿podemos irnos a casa ahora?
—Creo que le conviene quedarse —dije—. Usted no los robó, cierto, y tampoco sabía quién los había robado. Pero fue usted quien dio la idea a la persona que lo hizo.
—¡No me diga! ¿Y quiere decirme quién es esa persona?
—Está sentada a su lado —dije.
Todo el mundo se volvió para mirar a Lolly Stoppelgard, quien comprensiblemente puso cara de perplejidad. Esa no, tuve ganas de gritar, la otra. Pero todos lo comprendieron por sí mismos, y las miradas se volvieron hacia la mujer que estaba sentada al otro lado de Borden Stoppelgard.
—Gwendolyn Beatrice Cooper —dije—. Al igual que Luke Santangelo, vino a Nueva York con la esperanza de alcanzar el éxito como actriz. Mientras tanto se puso a trabajar en el bufete de abogados Haber, Haber y Crowell.
—Mis abogados —dijo Marty.
—Y también los de su cuñado. La señorita Cooper trabajaba allí, haciendo tareas de oficina de todo tipo y sustituyendo a veces a la recepcionista. Fue algo natural que la eligieran para la recepción, ya que es atractiva y llama la atención; una de las personas a las que llamó la atención fue Borden Stoppelgard. Borden era un hombre feliz en su matrimonio y ella era una joven trabajadora que estaba ocupada con sus cosas, de manera que él hizo lo normal en semejantes circunstancias. Intentó seducirla.
—Oh, Borden… —exclamó Lolly Stoppelgard.
—No está diciendo más que tonterías —repuso su marido—. Es posible que le diera los buenos días a Wendy. —¡Wendy!—. Soy un tipo simpático. Pero el asunto no pasó de ahí, de veras.
—Usted le preguntó si quería tomar una copa con usted —proseguí—. Luego si quería almorzar con usted, luego volvió a preguntárselo y…
—Una copa para ser amable —dijo—. Fue una ocasión y nada más, ahí quedó todo, sanseacabó. No hubo ningún almuerzo. Pregúnteselo a ella, por amor de Dios, Wendy…
—Oh, Borden…
—Lolly, ¿a quién vas a creer, a un delincuente que ya ha sido condenado en una ocasión o a tu propio marido, que tanto te quiere?
—A ti no voy a creerte, desde luego. Esa fue precisamente la forma en que me sedujiste, Borden.
—Lolly…
—Me conociste cuando trabajaba de recepcionista, me diste los buenos días, me invitaste a una copa, me preguntaste si quería almorzar contigo…
—Lolly, eso fue algo completamente distinto.
—Lo sé.
—Yo estaba soltero entonces. Ahora estoy casado.
—Exactamente —dijo ella—. Esa es la razón por la que en aquella ocasión no tenía nada de malo y en esta sí lo tiene. Me has engañado, hijo de perra.
Después de aquello, no había mucho que decir, y nadie lo hizo. Dejé que el silencio se adueñara de la situación (disfrutando bastante de ella, he de reconocer) y luego dije que no creía que el asunto hubiera llegado demasiado lejos.
—¡Fue sólo una ocasión! —gritó Borden—. ¡Una copa, por amor de Dios!
—Quizá llegó un poco más lejos que eso —dije—, pero no creo que su marido le causara una impresión muy favorable a la señorita Cooper. La he oído compararlo con un cerdo asqueroso.
—Si el cerdo asqueroso tuviera un abogado —dijo Lolly Stoppelgard—, el cerdo asqueroso podría querellarse por difamación.
—Oye, Bernie —terció Ray Kirschmann—, esto no es un bufete de abogados especialistas en divorcios, ¿sabes a qué me refiero? Si él ha estado engañándola o no…
—¡Pero si sólo fue una copa de nada, maldita sea!
—… no es realmente asunto de la policía. Habías empezado a decir algo sobre cómo se llevó ella los cromos. Él no se los dio, ¿verdad?
Borden Stoppelgard reaccionó como si el mero hecho de pensarlo pudiera causarle una apoplejía.
—No —respondí—, pero le dio la idea de robarlos. Borden es la clase de persona a la que le gusta fanfarronear de lo que tiene. Así comenzó con Wendy —estuve a punto de llamarla Doll—, y pronto se puso a hablar de su tema favorito: la gran colección de su cuñado y el hecho de que la guardaba en un lugar que estaba al alcance de todo el mundo en vez de meterla en la cámara acorazada de un banco, que era donde debería estar.
Doll enarcó las cejas y dijo:
—Oyéndote hablar, cualquiera diría que te encontrabas en la mesa de al lado, Bernie. Es curioso, pero no recuerdo haber mantenido una conversación como esa. ¿Usted, señor Stoppelgard?
—¡Jesús…! —exclamó Borden, volviéndose hacia su izquierda—. Wendy, ¿pero qué demonios te pasa? Di la verdad. ¿Te he hablado alguna vez de la posibilidad de robar los cromos de Marty?
—Nunca —respondió Doll.
—Le dije que parte del material que poseía era valioso y que debería tener más cuidado con él. Le dije que había cosas suyas que me encantaría conseguir, pero él no quería vendérmelas. También le dije…
Doll le lanzó una mirada. Supongo que las miradas no pueden matar, porque Stoppelgard no murió. Doll puso los ojos en blanco y luego los posó en mí.
—Sigue contándonos, Bernie —dijo—. ¿Cómo llegaron los cromos a mis codiciosas manitas?
—Encontraste una excusa para ir al piso de los Gilmartin de York Avenue. Yo diría que te presentaste en la puerta durante horas de oficina con unos papeles que tenía que firmar Marty. No te resultaría muy difícil entregar tú misma el sobre en lugar de dárselo a uno de los mensajeros de la firma. Luego…
—Ya decía yo que me sonaba su cara —dijo Marty—. Pero no recordaba de qué.
—Debe de haberme visto en la oficina, señor Gilmartin.
—No —repuso él con convicción—. Viniste a mi piso.
—Supongamos que así fue —dijo Doll. ¡Te pillé!, pensé yo—. Aunque da la casualidad de que no fui. Pero supongamos que sí. ¿Qué pasó entonces?
—Robaste los cromos —dije—. No sé cómo, pero te las ingeniaste para estar en el estudio de Marty el tiempo necesario para meter los cromos en lo que hubieras llevado para tal fin, un bolso o un maletín, algo así. Saliste de la casa y desapareciste sin levantar sospechas. Tenías en el bolsillo medio millón de dólares en cartón. Pero también tenías un problema.
—No me digas.
—Te habías encontrado con Marty cara a cara. ¿Y si abría el humidificador de palisandro una hora después de que tú te fueras? Difícilmente iba a olvidarse de la alegre y eficiente visitante de Haber, Haber y Crowell. Incluso si no echaba en falta los cromos aquel día, te era imposible estar segura de que no fuesen a venirle a la memoria tu nombre y tu cara cuando tratara de imaginarse quién podía habérselos llevado. Así pues, tenías que hacer dos cosas: esconder los cromos donde nadie pudiera encontrarlos mientras hacías gestiones para venderlos, y hallar la manera de desviar las sospechas hacia otra persona.
»La primera fue fácil. Conocías a un compañero de profesión, un actor llamado Luke Santangelo. No era exactamente tu novio, pero tampoco era un cerdo asqueroso. Luke era un tipo de vida turbia, lo cual era perfecto para tus propósitos. Le dijiste que querías dejar un maletín en su casa durante unos días. De ese modo, si la policía registraba tu piso tendría que irse con las manos vacías. Pensabas que mientras no hubiera ninguna prueba material que te complicara las cosas podrías salir bien librada de un interrogatorio.
»Pero seguía haciéndote falta un primo, y aquí es donde yo aparezco. ¿Qué te hizo pensar en mí, Doll?
—No sé de qué estás hablando.
—No estoy seguro de cómo oíste hablar de mí —dije—. Supongo que Luke me mencionó, e incluso puede que me señalara por la calle. Tuve algún problemilla con la justicia hace unos años, y sigo viviendo en el mismo barrio, de manera que debe de haber bastante gente que se acuerda de cómo me ganaba la vida.
—Antes de que reconocieras tus errores… —declaró Ray Kirschmann lentamente.
—Fuera como fuese, el caso es que el nombre se te quedó grabado. También es posible que se lo oyeras mencionar a Borden Stoppelgard. Sé que debió de decirte algo sobre el librero que tenía pensado desahuciar. ¿Mencionó el nombre de ese pobre desgraciado?
Borden empezó a decir que sólo había invitado a la señorita a una copa en una ocasión, por amor de Dios, y que yo estaba convirtiendo el asunto en un caso para el FBI. Lolly le dijo que empeoraba las cosas cada vez que abría la boca, ante lo cual Borden la cerró.
—Creo que viniste a mi librería una vez. Seguramente fue después de que robaras los cromos de Marty pero antes de que él se enterara de ello. No estoy seguro de los días, pero intentaré adivinarlo. Yo diría que robaste los cromos el lunes y los dejaste en el piso de Luke aquel mismo día. El martes o el miércoles fuiste a mi librería y echaste un vistazo. Borden te había hablado del tipo de libros que compraba, de manera que le llamaste y le dijiste que habías visto algo en Barnegat Books que seguramente le interesaría. Si no te había dicho todavía que aquel era uno de los edificios de su propiedad, te lo dijo entonces.
»Mientras tanto, Luke había desaparecido. Intentaste ponerte en contacto con él, pero no lo lograste. No respondía al teléfono, y cuando fuiste a su casa y aporreaste la puerta, lo único que conseguiste fue quedarte con la mano dolorida. ¿Y si se había esfumado con los cromos? Era poco probable, ya que el maletín que le habías dejado estaba cerrado con una combinación y le habías descrito su contenido de manera que él no empezara a ver dólares por todas partes. Quizá le dijiste que eran unos documentos que podían ser utilizados para hacer chantaje, o algo así. Algo que te diera un motivo para esconderlo pero que a él no le permitiera sacar provecho de él por sí solo.
»De modo que era probable que hubiera dejado los cromos en casa, pero él se había ido, lo cual era una complicación. ¿Y si le detenían por algún asunto de drogas y la policía registraba su piso y encontraba los cromos? ¿Y si era cierto que había encontrado trabajo fuera de la ciudad y tardaba en regresar dos o tres meses? De pronto esconder los cromos en West End Avenue no parecía una idea tan buena.
»Ahora me necesitabas más que nunca. Si era ladrón, quizá pudiera hacer algo útil para variar. Quizá podía abrirte la puerta de su piso.
»Aquella aciaga noche del jueves —proseguí— hice esta tonta llamada a casa de los Gilmartin. Una explicación para mi comportamiento es que había bebido demasiado, y una razón por la que bebí tanto es que Borden Stoppelgard acababa de comprarme una novela de Sue Grafton por una mínima parte de su valor.
—Fue usted quien puso precio al libro —indicó el caballero en cuestión.
—Cierto —dije—, pero usted no tenía por qué jactarse de ello. Alardeó ante los Gilmartin cuando los cuatro fueron al teatro aquella noche. ¿También fanfarroneó ante Wendy? Apuesto a que sí. Ella le había avisado de que había visto el libro, por lo que debía llamarla y darle las gracias. De paso que lo hacía, podía sugerir gastar en una cena juntos algo del dinero que su aviso le había ahorrado.
Era un tiro a ciegas, pero a juzgar por la cara que puso Stoppelgard, dio en el blanco. Su esposa se apartó de él y dijo que le daba asco; todas las personas que había en la habitación bajaron la mirada azoradas.
—Yo te hacía falta —le dije a Doll—. No estabas segura de para qué, pero te hacía falta. Así que después de hablar con Borden, fuiste al centro a buscarme. Y me encontraste, pero estaba acompañado. Estaba con Carolyn.
—En el Bum Rap —recordó Carolyn— y luego en el restaurante italiano. Al final acabamos en mi piso.
—Luego estuve llamando a Marty hasta que aproximadamente a medianoche conseguí hablar con él. No creo que estuvieras en Arbour Court esperando a que saliera. Puede que te dieras por vencida, te parases a tomar una taza de café en Hudson Street y tuvieras la suerte de que apareciera. Fuera como fuese, debiste de ver que no conseguía coger un taxi y bajaba al metro, y entonces te imaginaste adónde iba. Lo único que tenías que hacer era coger un taxi y esperar a que saliese por la entrada del metro de la Setenta y dos con Broadway.
—Esto es fascinante —dijo ella—. No tenía ni idea de que fuera una mujer tan ingeniosa.
—Y una mentirosa de cuidado, Doll. A partir de ahora voy a llamarte Doll en lugar de Wendy, porque así fue como te llamé aquella noche cuando nos presentamos. Lo único que querías era que te acompañara a casa. Los primeros minutos los dedicaste a prepararlo todo para luego poder servirte de mí, y cuando llegamos a la puerta de la casa decidiste lanzar un globo sonda: te detuviste a preguntar por los Nugent.
—¿Por nosotros? —preguntó Joan Nugent—. ¿Pero esta joven nos conocía?
—No les conocía —respondí—, pero Luke debió de hablarle de ustedes. Le habría dicho que posaba para usted y que estaban fuera de la ciudad. Así, haciendo como si preguntaba algo sin importancia al portero, hizo saber a un conocido ladrón que los inquilinos del 9 G estaban fuera de la ciudad.
—¿Y qué motivo tenía yo para hacer eso, Bernie?
—No lo sé con seguridad —reconocí—. Quizá pensaste que Luke estaba escondido en casa de los Nugent y que yo podría hacerle salir. O quizá te figuraste que me cogerían robando en el piso y que podrías colgarme el robo de los cromos de béisbol.
—Fue algo espiritual. La sangre estaba llamando a la sangre.
Fue Patience quien dijo esto; todos la miramos fijamente. Ella se llevó la mano a la boca.
—Creo que me he adelantado —dijo—. ¿Estaba ya Luke en este piso? —Le dije que sí—. ¿Y estaba… muerto? —Del todo, le dije—. Entonces debió de ser eso —añadió—. Debía de haber un fuerte vínculo psíquico entre Luke y… perdona Bernie, ¿se llama Wendy o Doll?
—La mayoría de la gente me llama Gwen —dijo Doll—, aunque a estas alturas francamente me importa un pimiento cómo me llamen. ¿Podemos continuar?
—Un fuerte vínculo —prosiguió Patience—. El espíritu de él, liberado de su cuerpo, estaba en contacto con ella. Pero ella no sabía que se trataba de eso, sólo experimentaba una sensación de urgencia con respecto a este piso. —Alargó las dos manos, separando los dedos dos o tres centímetros los unos de los otros, y sentenció—: Este piso está cargado psíquicamente. —Y le dijo a Joan Nugent—: No sé cómo pueden vivir aquí.
—Tiene intensidad —dijo la señora Nugent asintiendo con un movimiento de trenzas—, pero creo que la energía es buena para mi trabajo.
—No se me había ocurrido —dijo Patience—, pero estoy segura de que tiene razón.
Tuve la sensación de que un pasajero sentado en el asiento trasero estaba intentando coger el volante.
—Fuera lo que fuese —dije—, el caso es que tendió la trampa, me dio las buenas noches…
—Con un beso —me recordó Doll.
—Con un beso —reconocí—, y luego pasaste precipitadamente por delante del portero y desapareciste en el interior del edificio.
—Probablemente estaría ese incompetente de Eddie —le murmuró Harlan Nugent a su esposa.
—Puede que subieras y llamaras de nuevo a la puerta de Luke —continué— o que te colocaras en un lugar desde el que podías vigilar el vestíbulo y ver si yo picaba el anzuelo. Al final te diste por vencida y te fuiste a casa, que era lo que yo ya había hecho. Dormí para que se me pasaran los efectos del whisky, que había bebido en mayor cantidad que de costumbre, fui a abrir la tienda y poco después me habían detenido.
—Fue un arresto legítimo —dijo Ray Kirschmann—. Con la llamada que hiciste y tus anteriores…
—No estoy quejándome —dije—. Fue una sorpresa, eso es todo. Pasé la noche del viernes en una celda, y el sábado por la noche lo único que deseaba era dormir en mi propia cama. Pero a última hora recibí una llamada tuya, Doll. Tenías una nueva sarta de mentiras que contarme, y esta vez sabías exactamente qué querías que hiciera. Luke era tu novio, me dijiste; te habías separado de él y le habías arrojado las llaves a la cara, y estabas convencida de que iba a desquitarse robando los cromos de béisbol de tu buen amigo Marty. Todo lo que tenía que hacer era abrirte la puerta de la casa de Luke; de esa manera podríamos devolver los cromos de béisbol y mi nombre quedaría fuera de toda sospecha.
—Espera un segundo —me interrumpió Ray—. ¿Fue ella quien robó los cromos y ahora quiere devolverlos?
—Tengo la sensación de que el plan habría cambiado en cuanto los cromos estuvieran en sus manos —dije—; sin embargo por el momento era una buena historia. Yo sabía que había gato encerrado, pero decidí seguirle la corriente, a ver adónde me llevaba. Una de las cosas que conseguí fue cogerte en una mentira, Doll. Me habías dicho que no habías podido llamarme antes porque no sabías ni el nombre ni la dirección de mi librería. Cuando nos separamos el sábado por la noche te dije que nos reuniríamos el día siguiente por la tarde en la librería, y tú respondiste que sí. No tuviste que preguntarme dónde estaba ni cómo se llegaba.
—Me lo habías dicho antes.
—Nada de eso. Ya lo sabías. Llegaste antes de la hora, vinimos aquí y yo abrí la puerta de Luke.
—Allanamiento de morada y robo —proclamó Ray.
—Reconozco que cometí allanamiento de morada —dije—, pero no robamos nada. Tampoco encontramos gran cosa. Unas pastillas y algo de marihuana. Y también un par de dólares en un bote de mermelada.
—Encontramos las drogas cuando registramos el piso —dijo Ray—, pero no recuerdo haber visto ni dinero ni un bote de mermelada.
—Vaya —exclamé—. Me pregunto qué habrá sido de ellos. Ah, había una cosa más. Encontramos un cromo de béisbol. Se llamaba ¡Un triple de pie! y mostraba a Ted Williams con las manos en la cintura.
—Pertenece a la colección de la marca de mostaza —dijo Borden Stoppelgard—. Es uno de los cromos de Marty, sin duda. Además es una gran fotografía de Ted Williams.
—Supongo que sí, si a uno le gustan ese tipo de cosas —dije—. Doll y yo no apreciamos su belleza. El cromo me permitió saber que la colección había estado en aquel lugar y ahora ya no estaba. Doll ya sabía que habían estado allí, y ahora sabía que Luke debía de haber forzado la cerradura del maletín. Luego había empezado a transferir los cromos a la mochila, pero evidentemente había cambiado de opinión. Sin embargo, el cromo que se le había olvidado en un compartimiento de la mochila mostraba claramente lo que había hecho. Esto significaba que estaba trabajando a solas y que había vendido ya los cromos o estaba a punto de hacerlo. Fuera como fuese, Doll ya podía despedirse de ellos, al menos hasta que Luke reapareciera y ella pudiese entrar de nuevo en su casa.
—Pero esto no iba a suceder —dijo Carolyn—, porque Luke estaba muerto en el cuarto de baño.
—Ya no —repuse yo—. Bueno sí, estaba muerto, pero para cuando entramos en su piso la policía ya lo había sacado en una bolsa. Lo dijeron en las noticias del domingo por la noche; después de eso no volví a saber nada de Doll. Habría llegado a la conclusión, muy sensatamente, supongo, de que acababa de perder toda posibilidad de ganarse un par de pavos, de modo que lo mejor sería concentrarse en lo que la vida le ofreciera a continuación.
—¿Qué ha sido de los cromos entonces? —preguntó Lolly Stoppelgard, lo cual me confirmaba que era una mujer sumamente práctica.
—Han desaparecido —dije—. ¿Los vendió Luke? Si así es, ¿qué ha ocurrido con el dinero? Yo diría que Luke los dejó, maletín incluido, en alguna consigna mientras decidía qué hacía con ellos. Aunque puede haberles sucedido media docena de cosas más. Tengo la sensación de que nunca sabremos qué ha sido de ellos.
—¿Y Luke?
—¿Cómo dice?
—El joven —aclaró Edna Gilmartin. Aquella era, que yo recordara, la primera vez que hablaba en toda la noche—. El joven que murió misteriosamente en el cuarto de baño cerrado. ¿Quién lo mató?
—Ah, eso es fácil de responder —dije—. Lo mató Harlan Nugent.