20

Había acertado. Fue una semana ajetreada.

El martes por la noche, mientras un eminente cardiólogo y su esposa estaban en el Metropolitan lanzando exclamaciones y suspiros de admiración ante los decorados de David Hockney para La flauta mágica, Marty y yo nos dirigíamos a su casa de Port Washington. Una patrulla de seguridad vigilaba el vecindario siguiendo un horario estricto; provisto de ese horario, sincronizamos nuestros movimientos de manera acorde.

Esta vez no había ninguna alarma; sólo una formidable puerta con una aldaba de latón en forma de cabeza de león y una de esas legendarias cerraduras Poulard, a la cual puse sitio con éxito. Una vez dentro, volqué un par de cajones sin tomarme la molestia de ver qué caía al suelo y fui corriendo al dormitorio principal, donde la esposa del médico guardaba sus joyas en un bonito cofre situado encima de una cómoda de cinco cajones. Cogí una almohada de una de las camas gemelas, le quité la funda y metí todas las joyas en ella. Volqué uno o dos cajones, tiré una lámpara y bajé a la planta baja a todo correr. No me retrasé ni un segundo, como tampoco lo hicieron las fuerzas de seguridad. Me agaché al lado del ventanal de la sala y observé admirado cómo frenaba el coche patrulla delante de la casa y movía su foco giratorio de un lado a otro. Después, satisfechos de que todo estaba en orden, siguieron su camino.

Por variar, eché el cerrojo de la Poulard al salir y dejé sin mancillar su reputación como cerradura antirrobo. Luego fui precipitadamente al lateral de la casa, donde rompí una ventana del sótano y dejé destrozado un arriate, me eché la funda de almohada al hombro, consulté la hora y me reuní con el Lincoln delante de la casa.

—Pobre Alex —dijo Martin—. Un par de deslices en el mercado le han puesto con la espalda contra la pared. Por desgracia, la falda de cerdo congelada no es como los sellos, las monedas y los cromos de béisbol. No puedes cambiarlas por dinero cuando la situación se pone difícil.

—O hacer que las roben.

—En efecto. Se tragó el orgullo, habló con Frieda y le explicó la situación. Le indicó que tenía una considerable cantidad de dinero invertida en sus joyas que podía ayudarles a pasar el apuro y que tal vez podrían vender algunas de las piezas que ella nunca se ponía. —Meneó la cabeza—. Ella se negó en redondo. Entonces él dijo que sólo era una dificultad temporal. Con unas cuantas operaciones de by-pass triple tendrían la situación solucionada. Mientras tanto podían entregar alguna diadema como garantía a Préstamos La Providencia. —Soltó una risilla—. Alex me dijo que su esposa se quedó horrorizada. ¿Pignorar sus joyas? ¿Empeñar sus pulseras en una casa de préstamos cualquiera? ¡De ninguna manera!

Le dije que apenas había tenido tiempo de mirar lo que estaba cogiendo, pero que tenían aspecto de ser de buena calidad.

—La indemnización del seguro es casi de doscientos mil dólares —dijo—. Naturalmente uno se viste para ir a la ópera, así que nos hemos quedado sin lo que ella se haya puesto. —Le dije que era una lástima que no hubieran ido a algún baile de figuras, y la ocurrencia le hizo gracia—. Por cierto, Bernie, debería haber un collar de jade y diamantes con pendientes a juego. Todo lo demás lo podemos vender, pero Alex quiere que eso se lo devolvamos.

—Bien —dije—, pero ¿qué va a hacer con ello? ¿No deducirá ella al verlas que su marido ha montado todo el tinglado?

—Oh, no son para Frieda —dijo Gilmartin—. Lo que pasa es que a Alex le gusta mucho ese juego de joyas. Quiere dárselo a su amante.

El miércoles no me hacía falta el Lincoln, ni tampoco la compañía de Marty. Cerré la tienda a media tarde, colgué la esfera de reloj de la ventana y le dije a Raffles que tomara el recado si llamaba alguien. Cogí un taxi y me bajé a media manzana de distancia de una residencia de cuatro pisos de Murray Hill. En la planta baja encontré lo que estaba buscando en un lugar de honor encima de la chimenea del salón. Era una pintura al óleo de unos treinta centímetros por cuarenta de un paisaje rural que mostraba unas vacas gordas refugiándose bajo un árbol enorme.

Corté el lienzo de su marco y lo enrollé de manera que cupiera en torno a mi brazo entre la manga de la camisa y la de la chaqueta. Unos minutos más tarde estaba en la Tercera Avenida con la mano levantada llamando a un taxi para que me llevara al norte, al piso de Marty.

Este me miró con los ojos muy abiertos cuando aparecí con las manos vacías. Cuando me quité la chaqueta, sonrió y cogió el lienzo.

—Aquí está —dijo, desenrollándolo—. Cuántas veces habré admirado esta pequeña belleza a lo largo de los años. «La mejor inversión que he hecho jamás», decía siempre George Hanley. «Pagué diez mil dólares por él a un pequeño tratante franchute con bigote del bulevar Hausmann. Barb pensó que me había vuelto loco, pero nos gustaba a los dos y era un bonito recuerdo del viaje. La verdad, ni siquiera conocía al pintor en aquel entonces. ¿Courbet? No sabía qué diferencia había entre Courbet y Beaujolais». Jamás se cansaba de decir esta frase, Bernie: «No sabía qué diferencia había entre Courbet y Beaujolais».

—Bueno, es una frase pegadiza.

—Resultó que el cuadro valía dos o tres veces más de lo que él había pagado, y de eso hace ya veinte años. Cuando el mercado del arte se volvió loco, el valor del pequeño Courbet no paró de subir. Hace unos meses George se enteró de que tenía un cuadro que valía varios cientos de miles de dólares y pensó que el dinero no le vendría mal y que podía colgar otra cosa encima de la chimenea.

—Pero su esposa no quería venderlo.

—En realidad fue idea suya. George pidió a un amigo de Christie’s que le echara un vistazo y entonces se enteró de la mala noticia. El francesito había sido el estafador, no el estafado. George había pagado diez mil dólares por una falsificación. Se sintió tan avergonzado que ni siquiera fue capaz de decírselo a su esposa. «No podemos vender nuestro Courbet», le dijo a Barbara. «Sería como subastar a un miembro de la familia. Además, cada día vale más. Venderlo sería de locos». Lo que me dijo una tarde en el club cuando un whisky escocés sin mezcla le había soltado la lengua fue que lo que más le enfurecía era todo lo que había pagado aquellos años por el seguro. «La prima no deja de subir para reflejar los continuos aumentos de valor», me dijo. «Y ahora resulta que he estado tirando el dinero a causa de una baratija. No voy a recuperar ni un centavo». Hace unos días le llevé aparte y le recordé nuestra conversación. «¿Sabes, George? Lo que me dijiste acerca de recuperar el dinero no tiene por qué ser necesariamente así», le dije.

—La compañía de seguros no sabrá que es una falsificación.

—Claro que no. El tipo de Christie’s no habrá ido corriendo a contárselo. Sin embargo, si la compañía lo supiera, se negaría a satisfacer la reclamación.

—Evidentemente.

—Pero pongamos que George les hubiera contado la verdad nada más enterarse. Sin saberlo, ha estado asegurando un cuadro sin valor durante veinte años y, por tanto, la compañía ha estado cobrando primas sin asumir ningún riesgo real. En definitiva, ahora que se conocen las verdaderas circunstancias, ¿estarían de acuerdo en reintegrarle las primas que ha pagado?

—Evidentemente no.

—De ahí que no me parezca nada mal defraudar a esos hijos de perra —afirmó Gilmartin con énfasis—. Han hecho del latrocinio una institución.

Miró el falso Courbet, chasqueó la lengua y lo llevó a la chimenea.

—Espere.

—George no quiere volver a verlo —dijo—, y no creo que usted pueda encontrar un cliente interesado en él, ¿no?

—No sabría cómo venderlo incluso si fuera auténtico.

—Eso mismo pienso yo, a menos que pudiera establecerse su procedencia. George me ha entregado un cheque de diez mil dólares como adelanto de la mitad de la liquidación de la compañía de seguros. El cuadro está asegurado actualmente en 320 000 dólares, pero es muy probable que busquen alguna evasiva, y cabe la posibilidad incluso de que traten de estafarle. —Meneó la cabeza—. Los muy cerdos. Si cumplen su parte del acuerdo, usted y yo saldremos ganando ochenta mil dólares cada uno.

—Eso sería estupendo —dije.

—De modo que podemos permitirnos condenar este lienzo a las llamas.

—Podemos —dije—, pero ¿es preciso hacerlo? Es posible que el tipo de Christie’s esté equivocado. No sería la primera vez que ocurre. E incluso si se trata de un Courbet falso, ¿qué más da? En un cuadro auténtico, aunque sólo sea una falsificación auténtica. Le diré una cosa: en mi piso no quedaría nada mal.

—E imagino que sería un bonito recuerdo.

—Eso también —dije.

Fue una semana ajetreada entre las citas que Marty había concertado y las visitas que yo tuve que hacer a continuación a varios caballeros dispuestos a comprar artículos de calidad pese a que uno no pudiera mostrar su derecho de propiedad. Monedas, joyas, sellos de correos, una litografía de Matisse, todo esto pasó por mis manos. El fin de semana también estuve ocupado, y el lunes, tras abrir la librería, pasé la mayor parte de la mañana al teléfono. Mantuve una serie de conversaciones con Wally Hemphill; cuando acabé la última me tomé un descanso y me puse a buscar al gato. Al ver que no lo encontraba, empecé a estrujar una hoja de papel y el sonido lo atrajo. Sabía que era de nuevo hora de entrenar.

Ya había hecho una meritoria labor esparciendo bolas de papel por el suelo cuando apareció Carolyn.

—¡Mira eso! —exclamé—. ¿Te has fijado en lo que acaba de hacer?

—Lo hace siempre —respondió—: Matar una bola de papel. Bern, he ido a la tienda rusa. He comprado un Alexander Zinoviev para ti y un Laurenty Beria para mí, aunque ahora no los distingo. ¿Qué te parece si nos los comemos a medias?

—Vale —dije—. ¡Mira! Creo que los entrenamientos están valiendo la pena. Cada día que pasa tiene los reflejos más rápidos.

—Si tú lo dices, Bern.

—El muy bribón podría jugar de medio —dije—. ¿Has visto cómo se ha lanzado a la izquierda para coger esa? ¡Chínchate, Rabbit Maranville!

—Muy bien, Bern, lo que tú digas. —Arrimó una silla—. Tenemos que hablar.

—Antes tenemos que comer —dije—; ya hablaremos luego.

—Bern, lo digo en serio. Ray ha ido a verme esta mañana. Estaba pasándole la aspiradora a un buldog mastín y ahí estaba, enseñándome las papadas.

—Deberías denunciarle.

—Bern, es una señal de lo desesperado que está. Ya sabes cómo nos llevamos Ray y yo.

—Como el agua y el aceite.

—Como Bosnia y Herzegovina, pero si ha venido a la Casa del Caniche es porque está preocupado por ti y cree que podrías resolverle este caso si te concentras en ello.

Mastiqué con aire pensativo.

—Este debe de ser el Laurenty Beria —dije—. Con el ajo crudo y el rábano picante.

—Y he de decirte que estoy de acuerdo con él.

—Está bien —dije—. Sobre todo teniendo en cuenta que el ajo no me sienta mal, ya que al parecer el Zinoviev también está condimentado con él. Probablemente sea una suerte que no tenga una cita esta noche.

—Dice que los Nugent han regresado. Ha ido a verles un par de veces. Ha montado una investigación por todo lo alto. No es propio de él, Bern.

—Debe de haber olido dinero.

—No sé qué ha olido. A Luke Santangelo seguro que no, porque a estas alturas ya deben de haberlo sacado del piso para que le dé el aire. Bern…

Arrojé el envoltorio del Zinoviev y observé cómo se movía Raffles. Lo pilló como un lucio se traga un pececillo.

—Lo que más le gusta son los envoltorios de los sándwiches —le dije a Carolyn—. El olor le vuelve loco.

—Deberías comprarle un ratón de hierba gatera, Bern. Se pasaría el día jugando con él.

—No lo comprendes, ¿verdad? No quiero comprarle juguetes, Carolyn. No es un animal doméstico.

—Es un empleado.

—Eso es. Si hay algo que no quiero hacer con él es jugar. Estos son entrenamientos para sus reflejos.

—Siempre se me olvida. Os veo a los dos y lo primero que pienso es que os estáis divirtiendo. Así que se me olvida que se trata de una relación seria.

—El trabajo puede ser divertido —expliqué—, si uno no pierde de vista su objetivo.

—Como en vuestro caso.

—Cierto —dije—. Hay otra cosa que deberías saber aparte del hecho de que Raffles no es un animal doméstico: yo no soy Kinsey Millhone.

—¿Crees que no lo sé, Bern? Has sido muchas cosas en tu vida, pero nunca has sido lesbiana.

—Lo que quiero decir, es que no soy un detective. No resuelvo crímenes.

—Lo has hecho en el pasado, Bern.

—Una o dos veces.

—Más veces.

—Unas cuantas —concedí—. Pero fue algo que ocurrió por las buenas. Por una u otra razón me metía en un lío y mientras trataba de salir de él daba casualmente con la solución de un homicidio. No fueron más que descubrimientos fortuitos. Buscaba una cosa y encontraba otra.

—Y eso ha ocurrido en este caso, Bern. Estabas buscando algo que robar y encontraste un cadáver.

—Y luego me fui a casa, ¿recuerdas?

—Pero regresaste.

—Sólo para regresar a casa una vez más. Thomas Wolfe estaba equivocado: sí puedes volver a casa, y yo lo hice. No voy a participar en este asunto. Han retirado los cargos, ¿no te lo había dicho? Para mí el caso ha acabado. —Arrojé otra bola de papel, pero Raffles estaba todavía ocupado matando la anterior—. Si necesitas a alguien que lo resuelva —agregué—, ¿por qué no le preguntas al gato?

—¿Al gato?

—A Raffles. Quizá él te lo pueda resolver, como en esos libros de… ¿cómo se llama?

—Lillian Jackson Braun.

—Eso. Cuando a nadie se le ocurre ya qué hacer, va el gato genial y rompe un jarrón de la dinastía Tang o escupe una bola de pelo, proporcionando así una pista esencial que permite capturar al asesino. No me acuerdo del nombre de ese gato sabueso.

—Se llama Koko, y es siamés.

—Me alegro por él. Lleva toda la vida dedicándose a esto, ¿no? Ya debe de ser bastante talludito. La autora debería titular su próxima novela El gato que vivía eternamente. No creo que un siamés cualquiera sea más listo que nuestro querido Raffles. Adelante, pregúntale quién fue. Puede que tire un libro de las estanterías y responda a todas tus preguntas.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad, Bern?

—Bueno…

—Bueno, qué narices —exclamó—. Raffles, ¿cuál es la solución al misterio del fiambre de la bañera?

Raffles dejó lo que estaba haciendo, que era la sistemática demolición de uno de los ratones de envoltorio de sándwich. Entonces retrocedió, extendió las patas delanteras, se estiró, extendió las patas traseras, volvió a estirarse y luego arqueó el lomo, con lo que logró parecerse a algo propio de una tarjeta de Halloween. Luego meneó la cola que no tenía (no se me ocurre otra manera de decirlo) y saltó al aire tratando de agarrar algo que sólo él podía ver. Aterrizó sobre las cuatro patas, a la manera de los de su especie, se giró lentamente, se sentó sobre las patas traseras y nos miró fijamente.

—Vaya con el condenado gatito… —exclamé.

—Todos acabaremos condenados, Bern, pero dime, ¿tiene esto algo que ver con el precio de la comida para gatos? ¿Qué ha querido decir?

—Llama a Ray Kirschmann —dije—. Como eres tú quien no ha dejado de presionarme, te toca a ti llamarle. —Cogí un lápiz, recogí una hoja de papel del suelo y la desarrugué lo mejor que pude. Empecé a hacer una lista—. Dile que quiero que reúna a todas estas personas… en el piso de los Nugent mañana a las siete y media de la tarde.

—Debes de estar bromeando. ¿Cómo has…? ¿Qué tienes pensado…? ¿Qué ha hecho el gato que…?

—No estás acabando las frases —dije—. Ni diciendo nada con sentido. Recuerda: mañana.