El coche frenó. Apreté el botón de bajar la ventanilla y miré la casa que tenía enfrente con detenimiento o, mejor dicho, con todo el detenimiento posible dadas las circunstancias. Había unos árboles en medio, y una extensión de césped, pero lo que vi entre los árboles y al otro lado del césped fue una casa que no era distinta de las vecinas. Al fin y al cabo, nos encontrábamos en una urbanización. Una urbanización de casas que costaban medio millón de dólares, pero aun así una urbanización. Aquella casa de medio millón de dólares en concreto tenía la luz del porche encendida, y se veía luz en una ventana del piso de arriba tapada por una cortina y también en dos habitaciones de abajo.
Pensé lo que a menudo pienso en tales circunstancias: Qué amables han sido al dejar la luz encendida para el ladrón.
—Rodee la manzana —dije, y me recosté en el asiento mientras se hacía lo que había pedido.
El coche era un Lincoln de un año de antigüedad, con un suave cuero rojo en el interior, laca negra frotada a mano en el exterior y un ruido en el motor que era poco más que un ronroneo rafflesiano. Era más cómodo que un autobús, un tren de metro o un taxi tayiko, y además ninguno de estos medios de transporte me habría llevado hasta aquel lugar. Estaba al norte de la ciudad, en Westchester County. El metro no llega tan lejos, y Hashmat Tuktee habría tardado un millón de años en encontrar el camino.
La segunda vez que pasamos por delante de la casa estiré el brazo para coger de la visera del conductor el mando a distancia para abrir la puerta del garaje. Apunté al garaje y apreté el botón. No ocurrió nada.
—Por probar que no quede —dije, y lo puse en su sitio.
Seguimos avanzando; cuando llegamos al primer stop me bajé y caminé en la dirección contraria. Vestía una chaqueta sport a cuadros y un pantalón oscuro. También llevaba puesta una corbata, pero no era la que había recibido unas críticas tan favorables durante la comida.
Avancé sin titubeos por el camino de la entrada, subí por los escalones del porche, llamé al timbre y luego volví a llamar. No ocurrió nada. Eché un vistazo a la cerradura e hice gesto de desaprobación. Los inquilinos de los pisos de Nueva York saben de cerraduras: Poulards, Rabsons y cerraduras de seguridad Fox, y ponen verjas en las ventanas y vallas plegables en lo alto de las tapias. En los barrios residenciales, donde las casas están separadas las unas de las otras y cada uno tiene una docena de ventanas en la planta baja, no tiene sentido hacer el esfuerzo de reforzar tu puerta para que no entre nadie por ella. Esta tampoco estaba reforzada. Tardé un minuto en entrar.
Apenas hube atravesado el umbral cuando la alarma saltó. Dejé que sonara ese quejido estridente, ese chillido molesto, agudo e insistente que saca de quicio a los ladrones. Te lo aseguro: si tuvieras un hijo que hiciera un ruido como ese, estrangularías al pequeño monstruo.
Disponía de cuarenta y cinco segundos. Crucé rápidamente el vestíbulo, doblé a la izquierda por el gran salón de techo de catedral y entré en el comedor. En la pared del fondo había un armario estilo Jacobo I con estantes en la parte superior y cajones en la inferior flanqueado por dos puertas. Abrí la de la derecha. Dentro había un estante con artículos de mantelería, salvaplatos y juegos de fichas de póquer y dominó chino. Allí mismo, en la pared, había un teclado numérico cuya roja luz parpadeaba histéricamente.
Marqué 1-0-1-5.
El resultado difícilmente habría podido ser más satisfactorio. La parpadeante luz roja se apagó y fue reemplazada por una tranquilizadora luz constante de color verde. El endemoniado ruido cesó tan repentinamente como si una mano celestial hubiera colocado una almohada sobre su chillona boca electrónica. Solté el aire que, sin siquiera darme cuenta, había estado conteniendo. Me metí el juego de ganzúas en el bolsillo (todavía lo tenía en la mano) y me puse los guantes. Limpié las pocas superficies que mis desprotegidos dedos pudieran haber tocado: el teclado, la puerta del cuarto y el tirador, y la puerta y el tirador de la entrada. Cerré la puerta, eché la llave y me puse a trabajar.
El estudio estaba en la primera planta, en la parte trasera de la casa, y sus ventanas daban al jardín. Eché las cortinas antes de encender la luz. A la derecha del escritorio había una librería acristalada con tres estantes, y encima una pintura al óleo de un barco en alta mar. Lo descolgué de la pared y dejé al descubierto la puerta circular de una caja fuerte con cerradura de combinación.
Abrir cerraduras de combinación requiere maña. Un estetoscopio resulta útil a veces, pero hay que tener buena mano para ello.
Yo la tenía, y tenía algo todavía mejor: la combinación. Giré el disco a la derecha e izquierda, repetí la operación, y que me cuelguen si la puerta no se abrió a continuación. Saqué una docena de cajas, todas ellas de diez centímetros cuadrados y treinta centímetros de largo y llenas a rebosar de sobres de papel manila de cinco por cinco y algún que otro estuche de plexiglás, cada uno de los cuales contenía un pequeño disco de metal.
Eran monedas. Aparte de las cajas, había ejemplares de prueba y paquetes de monedas que no habían sido puestas en circulación, un par de álbumes de la Biblioteca de la Moneda y un estuche de plástico negro hecho por encargo que albergaba una colección casi completa de monedas de diez centavos de la Libertad sentada emitidas entre 1837 y 1891. También había un fajo de billetes de dólar sujeto con una cinta. Vacié la caja de seguridad, apilando el material numismático sobre el escritorio y amontonando a un lado los demás objetos (testamentos, escrituras y documentos de aspecto oficial). Me llevé las monedas de diez centavos y fui en busca de la cocina. Abrí la puerta que conducía al garaje contiguo, salí con las monedas de diez centavos, volví a entrar sin ellas y cerré la puerta con llave.
En un cuarto que había en el vestíbulo encontré una bolsa que me serviría: una cartera de cuero estropeada que no contenía más que recuerdos. En ella cabía la colección de monedas y aún sobraba espacio. La llené, corrí la cremallera y la dejé al lado de la puerta principal.
Ahora tocaba la parte que detestaba.
Del cajón de las herramientas que había en la cocina saqué un martillo, un cincel y un destornillador de aspecto inquietante. Volví al estudio y me puse a zurrarle la badana a la caja fuerte. Arranqué el disco de la puerta haciendo palanca, di todo tipo de golpes con las herramientas, hice un ruido de mil demonios y dejé todo hecho un verdadero desastre. Cuando hube terminado la tarea de destrozar una caja fuerte completamente satisfactoria, cogí los diversos documentos que había contenido hasta hacía poco, y los esparcí tanto dentro como fuera de la caja, revolviéndolos sobre la alfombra a patadas. Saqué los cinco cajones del escritorio que no estaban cerrados con llave y arrojé su contenido al suelo, y cuando ya estaba preparado para abrir con el martillo y el cincel el cajón que quedaba, dije en voz alta: «No». Dejé aquellas toscas herramientas a un lado y abrí el cajón con las ganzúas. Lo volqué y me agaché para coger cien dólares en billetes de veinte. Me los metí en el bolsillo, donde encontré el paquete de monedas de cinco centavos de 1858 que había apartado previamente. Estaban dentro de un tubo de plástico precintado; lo abrí golpeándolo contra el borde del escritorio. Recogí las monedas con la palma de la mano y arrojé un puñado a la caja fuerte. Algunas cayeron dentro, y las demás se precipitaron sobre la librería y rodaron por el suelo.
Perfecto.
Fui a la puerta de entrada, consulté la hora y apagué y encendí la luz del porche tres veces. Cogí la cartera, abrí la puerta, dejé el pestillo de manera que no se cerrara tras de mí y eché a andar hacia la calle. Llegué a ella en el preciso momento en que el Lincoln se detenía. Abrí la puerta, eché la cartera dentro y volví a la casa.
Aún tenía que cometer otro desafuero. Cogí una vez más el martillo y el cincel y me puse a darle golpes a la pobre e inocente puerta de entrada. Tras agujerear la jamba y destrozar la cerradura, volví a la cocina, dejé las herramientas donde las había encontrado y regresé al comedor, donde marqué el 1-0-1-5 en el teclado numérico. La luz verde se apagó y el aparato dio siete pitidos. Disponía ahora de unos cuarenta y cinco segundos para salir de la propiedad y cerrar la puerta, al cabo de los cuales la alarma sería peligrosa.
Salí por el porche y entorné la puerta sin llegar a cerrarla del todo mientras contaba los segundos mentalmente. Supongo que conté un poquitín rápido, porque cuando acabé no ocurrió nada. Me pregunté si habría hecho mal y en ese momento comenzó de nuevo aquel espantoso gemido estridente.
Duraba otros cuarenta y cinco segundos, pero no tenía por qué quedarme allí y soportarlo. Recorrí rápidamente el camino de losas que conducía al bordillo, y llegué una vez más en el preciso momento en que el Lincoln negro se detenía.
—Veintitrés —dije, abriendo la puerta—, veinticuatro, veinticinco, veintiséis…
—¿Todo bien?
—A pedir de boca —respondí mientras nos separábamos del bordillo—. Treinta y uno, treinta y dos…
—¿Y el estuche de monedas de cinco centavos?
—En el garaje —dije—. En un estante alto que hay a la derecha, en una caja en la que pone «Juegos». Está más o menos en el medio, entre el parchís y el estratego. Treinta y ocho, treinta y nueve…
Para cuando llegué a cuarenta y cinco ya habíamos doblado la esquina y recorrido unos doscientos metros. Tenía la ventanilla bajada, y cuando la alarma se disparó pude oírla claramente. Si hubiéramos llevado a Luke Santangelo en el portaequipajes, la sirena habría bastado para despertarlo. La oyeron en todo el barrio, en el mismo momento en que verían encenderse el tablero en las oficinas de la empresa de seguridad del siguiente municipio.
Pero antes de que nadie pudiera hacer nada al respecto, Marty Gilmartin y yo estaríamos ya de nuevo en Manhattan.
Me bajé en la esquina. El charlatán de mi portero no tenía por qué verme salir de un Lincoln.
—Quiero saber exactamente qué tenemos aquí —dije, poniendo la mano sobre la cartera—. Conozco a un hombre que entiende mucho de monedas, pero aun así quiero saber qué voy a vender. Tengo el catálogo del año pasado arriba, que es todo lo que necesito para poner precio a las monedas americanas. Tendré que fiarme de él en lo que respecta a las extranjeras, pero no me ha parecido que fueran gran cosa. Ah, esto me recuerda algo.
Abrí la cartera, busqué el fajo de billetes y rompí la cinta de papel.
—¿Qué es eso?
—Dinero —dije, repartiendo billetes de cien dólares como si estuviera dando cartas en una partida de rummy: uno para él, otro para mí, uno para él, otro para mí—. Yo diría que hay unos cinco mil dólares, pero será mejor que los dividamos.
—Sólo íbamos a coger la colección de monedas. Ese era el trato.
—Bueno, tiene que producir el efecto adecuado —dije—. No se imagina el estropicio que he hecho por mor de las apariencias. ¿Preferiría que hubiera echado a perder el montaje dejando un montón de pasta en la caja fuerte?
—No, pero…
—En Nueva York —proseguí—, si dejara dinero a la vista, puede estar seguro que la policía se lo llevaría. Quizá aquí sean honrados, en cuyo caso informarían a Hacienda y le pedirían al señor McEwan que explicase de dónde ha salido. —Uno para él, otro para mí, uno para él, otro para mí—. ¿Piensa usted que él preferiría eso?
—No; tiene razón. Pero quizá debería quedárselo todo usted. Ha sido quien lo ha encontrado, al fin y al cabo.
Negué con la cabeza.
—Vamos a partes, y a partes iguales. Ahí tiene, salen siete. Ah, una cosa más. —Saqué cinco billetes de veinte del bolsillo—. Los he encontrado en el escritorio. Estamos en lo mismo de antes: ¿qué efecto cree que habrían causado si los hubiera dejado? Dos para usted y dos para mí. ¿No tendrá uno de diez por casualidad? Un momento. Yo tengo uno. Ya está.
Gilmartin miró los billetes que tenía en la mano. Entonces preguntó:
—¿Las monedas se encuentran en la caja de juegos del garaje? ¿Entre el parchís y… qué otro juego ha dicho?
—El estratego.
—Voy a apuntármelo. Las monedas de diez centavos son la única colección que le interesa a Jack. Cuando era niño, su padre le dio una que había encontrado en un cajón, y eso le animó a coleccionar. Creo que la colección vale cuarenta o cincuenta mil dólares. Al menos por esa cantidad la tiene asegurada.
—No las examiné con mucho detenimiento —dije—, pero parecían estar en buen estado y sólo le faltaban un par de años.
—Debe de haberle resultado difícil dejarlas allí.
Meneé la cabeza.
—Un trato es un trato. Además, las pasaría canutas para encontrar a un perista que aceptara algo tan especializado. No, lo difícil ha sido destrozar la caja de seguridad y dejar todo hecho un cisco. Pero me he obligado a hacerlo.
Vi cómo se metía el dinero en el bolsillo de la chaqueta. Ya había participado plenamente en un delito grave, pero el hecho de aceptar el dinero evidentemente tenía un fuerte valor simbólico para él, ya que cuando lo hubo hecho, se irguió ante el volante y soltó un pequeño suspiro.
—Jack está en Atlanta —dijo—. Él y Betty han ido a ver el golf. Antes de marcharse me dijo que había estado a punto de no ir a causa del reciente comportamiento del mercado y que había pensado en vender las monedas, pero que no lo había hecho por la impresión que causaría. Le habría dolido de veras desprenderse de sus monedas de diez centavos.
—Ahora ya no tendrá que hacerlo. Aunque será mejor que vaya acostumbrándose a la idea de que no va a poder enseñárselas a nadie durante uno o dos años.
—Me aseguraré de que lo sepa. —Una sonrisa se dibujó lentamente en sus labios—. ¿Cómo es esa frase de Casablanca? La del final, la que le dice Bogart a Claude Rains.
—«Esto podría ser el comienzo de una bella amistad».
—En efecto. Bella y lucrativa además. Duerma un poco, Bernie. Tengo la impresión de que los próximos días van a ser ajetreados.