Al salir para almorzar con Martin Gilmartin, había colgado de la puerta de la librería un pequeño cartel de cartón en el que se lee «Volveré a:» y se ve la esfera de un reloj. Había puesto las manecillas a las dos y media. Cuando regresé había una clienta esperando. Era la primera vez que la veía, aunque parecía una profesora de educación cívica de octavo. Mientras yo abría la puerta, hizo con la garganta uno de esos sonidos que escritos suelen equivaler a «ejem». La miré y ella señaló en primer lugar su reloj de pulsera y luego la esfera del cartel.
—Son las tres —dijo.
—Lo sé —repuse—. Este reloj se retrasa últimamente. Voy a tener que llevarlo a reparar. —Cogí el cartel de la puerta y coloqué la manecilla grande sobre las tres y la pequeña sobre las doce—. Ya está —dije—. ¿Qué le parece?
Por un momento pensé que iba a mandarme al despacho del director, pero entonces Raffles se frotó contra su tobillo y la hechizó. Se fue tras haber comprado un par de novelas además del libro de ilustraciones de alfombras rústicas americanas que le había llamado la atención en el escaparate y la había entretenido durante media hora. Fue una buena venta, la primera de las varias que iba a hacer del mismo tipo. Cuando dieron las seis y cerré la librería, había abierto la vieja caja registradora una docena de veces y, aún mejor, había comprado dos grandes bolsas de ultramarinos llenas de libros de bolsillo a un cliente que venía de vez en cuando y que me informó que se trasladaba a Australia. Le creí cuando me dijo cuántos libros eran e hice la transacción sin siquiera mirarlos. La mitad resultaron eminentemente coleccionables: volúmenes dobles de Ace, ejemplares de Dell y otras pequeñas maravillas que hacen las delicias del coleccionista de libros en rústica. También había media docena de novelas picantes de los sesenta, y yo conocía en Wetumpka, Alabama, a un vendedor de libros de bolsillo que estaría dispuesto a pagarme por ellas más de lo que yo había desembolsado por el lote completo.
La tarde, que no había estado nada mal, acabó con una llamada telefónica de una mujer que me dijo que había tenido que llevar a su madre a una residencia de ancianos y me preguntó si me importaría ir a echar un vistazo a su biblioteca. Por la descripción que me dio, el asunto parecía prometedor, de modo que acordamos una cita.
Entre una cosa y otra, para cuando llegué al Bum Rap estaba silbando. Pedí una botella de Perrier y observé que Carolyn me miraba con gesto burlón.
—No es lo que te imaginas —dije—. Me he tomado un par de brandys después de comer. Se me acaba de pasar el efecto, y prefiero no echar combustible a una hoguera que está a punto de apagarse. He tenido un buen día, Carolyn. He comprado unos cuantos libros y he vendido unos cuantos más.
—Bueno, en eso consiste el negocio de las librerías, Bern. ¿Qué tal la comida?
—Ha sido estupenda —dije—. En realidad ha sido sensacional. Creo que voy a poder quedarme con la tienda.
—Es muy confuso —dijo Carolyn.
—¿Qué tiene de confuso? Para mí es una manera perfecta de conservar la librería.
—No me refiero a eso, Bern, sino a todo lo que ha sucedido con los cromos. Según Doll…
—No creo que Doll tenga en este asunto más autoridad que Raffles.
—Entiendo, Bern. Pero aun así, si es amiga de Marty…
—No lo es.
—Pero si…
—Tengo la sensación de que se lo ha inventado. Ya estaba prácticamente seguro antes, pero el hecho de subir a su piso me convenció del todo. No consigo imaginarme a un hombre que ronda los sesenta años queriendo subir todas esas escaleras para visitar a su querida. Un quinto piso sin ascensor con una cama individual: menudo nidito de amor.
—Entonces ¿dónde encaja ella?
—No lo sé.
—¿Y cómo es que los cromos acabaron en el piso de Luke? ¿Cómo se conocieron ella y Luke?
—Buena pregunta.
—¿Cuál de las dos?
—Ambas.
—¿Y qué me dices de los Nugent, Bern? ¿Qué pintan ellos en este asunto? ¿Qué hacía Luke en su piso? ¿Quién lo mató?
—Ni idea.
—¿No te importa?
—No especialmente.
—Pero tienes alguna idea al respecto, ¿verdad?
—Pues no.
—Pero no puedes desentenderte del asunto… Ay, ay, ay…
—¿Qué ocurre? —Me volví y encontré la respuesta a esta pregunta, acercándose a nuestra mesa como una tormenta por poniente—. Vaya —exclamé—. ¿Qué tal, Ray?
—No molesto, ¿verdad? —dijo, arrimando una silla de otra mesa—. Pasaba por aquí y se me ocurrió entrar a charlar un rato con vosotros. Ayer sucedió algo curioso en tu barrio, y me preguntaba si sabrías algo al respecto.
—¿Ocurrió algo en el Village, Ray?
—Estoy seguro de que ocurrieron un montón de cosas en el Village —respondió—, pero me refería al barrio en que tú vives. No a este, que es donde tienes tu tienda, o a East Side, que es donde cometes la mayor parte de tus robos. —Se volvió para obsequiar a la camarera con una sonrisa—. Caramba, Maxine, ¿qué tal estás? —exclamó—. Ponme un ginger ale solo. Ya sabes cómo me gusta.
—¿Cómo, Ray? —preguntó Carolyn.
—¿Cómo?
—¿Cómo te gusta tu ginger ale?
—Con aproximadamente un par de dedos de whisky —dijo—, aunque no creo que sea asunto tuyo.
—Entonces ¿por qué no lo pides así?
—Porque no causa una buena impresión ver a un policía beber alcohol en público.
—Pero si no llevas uniforme, Ray. ¿Quién va a saber que eres policía?
—Cualquiera que le mire —dije—. Estabas contándonos algo, Ray. ¿Ha ocurrido algo en el norte?
—Pues sí —dijo sin inmutarse—. Y tú estás involucrado en ello. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Alguien llamó al 911 para informar de que había notado un mal olor, ya sabes. Ni una sola vez ha resultado ser una persona que se ha olvidado de meter el queso Limburger en la nevera. Mandaron a un par de agentes: ningún vecino sabía nada al respecto y en el pasillo no se olía nada. El portero llamó al administrador, que tenía un juego de llaves del piso y les dejó entrar.
—Creo que sé lo que encontraron —dije, con la esperanza de ganar tiempo—. Anoche dijeron algo en las noticias. Había un cadáver en el cuarto de baño, ¿no?
—Era de ahí de donde salía el olor. La puerta estaba atascada, de manera que tuvieron que derribarla. Allí estaba. Llevaba muerto desde mediados de la semana pasada, según el forense.
—Tenía un nombre español, si no recuerdo mal.
—Santangelo —dijo—. Español o italiano, lo cual viene a ser prácticamente lo mismo: marginal.
—¿Marginal?
Hizo un gesto de asentimiento.
—Alguien que no te gustaría que se casara con tu hermana, pero que no te importaría que fuera tu primo. Marginal. Lo que probablemente no sepas, debido a que nosotros acabamos de enterarnos, es que vivía en ese mismo edificio. Y lo que tampoco sabrás, debido a que no lo hemos notificado, es que estaba robando en el piso.
—¿De veras?
—Bueno, alguien estaba robando —precisó—, y tan seguro como que estás delante de mí que no era yo. ¿Eras tú, Bernie?
—Ray, por favor…
—Había un par de cajones volcados en el dormitorio principal, un par de joyas en la bañera junto a él, un agujero de bala en su frente y ningún arma en el piso. ¿Cómo llamarías tú a todo esto, Bernie?
—Un asesinato —sugerí.
—Ese Santangelo no era ningún angelito. Tiene antecedentes relacionados con droga, pero la gente cambia, ¿verdad? Pongamos que está limpiándote el piso. Pongamos que tú eres Nugent.
—¿Cómo dices?
—Nugent, el tipo que vive en el piso. Tú eres Nugent y llegas a casa y te encuentras a este sudaca, italianini o lo que sea, birlando un puñado de pulseras y pendientes. Coges tu pistola y te lo cargas, que es algo a lo que tienes derecho en un país libre, dado que es un ladrón. ¿Qué sucede, Bernie, he dicho algo malo?
—Me pongo nervioso cuando la gente habla de cargarse ladrones.
—No me extraña. Pues bien, a lo que iba. Pongamos que eres un ladrón.
—Llevas años diciendo eso, Ray.
—Pongamos que eres un ladrón y que estás limpiando este piso. ¿Por qué te quitarías la ropa?
—¿Qué?
—Estaba completamente en cueros. ¿No lo dijeron en las noticias? —Yo no recordaba si lo habían dicho o no—. Desnudo y muerto como el día en que nació —dijo—. He oído decir que hay mujeres que limpian la casa desnudas y ladrones que dejan todo tipo de recuerdos asquerosos en los pisos que roban, pero ¿tú conoces algún ladrón que se haya quitado toda la ropa antes de ponerse a buscar los objetos de valor?
—Nunca.
—Yo tampoco. Y tampoco lo imagino subiendo dos tramos de escaleras en porreta o cogiendo el ascensor de la misma manera. ¿Qué hizo con la ropa entonces? No la llevaba puesta, y no estaba amontonada por ahí. ¿Acaso la dobló y la metió en los cajones? Si eres Nugent y le has pegado un tiro, ¿por qué sales huyendo con su ropa?
—Si soy Nugent —dijo Carolyn— y le mato, cosa que nunca haría porque en el fondo no soy una persona violenta…
—Me alegro por ti, Carolyn.
—… cojo el teléfono y llamo a la policía. «Acabo de defender mi domicilio», digo. «Por favor, manden a alguien para que se lleve a este fiambre». Eso es lo que hago. No me largo y cierro la puerta con llave esperando que desaparezca en mi ausencia.
—Los duendes se ocuparán de él —dije—, cuando hayan acabado con mi piso.
Ray me miró fijamente.
—Ya he pensado en eso —dijo—. No me refiero a esa estupidez de los duendes, sino a lo que acabas de decir, Carolyn. ¿Qué motivo tiene Nugent para no informar de ello? Se me ha ocurrido que quizá no tenga el arma registrada. Un hijo de perra está limpiándote el piso y tú tienes una pistola para dispararle. Sería aconsejable que te cercioraras de que tienes el permiso de armas, pero aun así…
—No tiene mucho sentido —dije, acabando la frase por él—. Además ¿no es cierto que los Nugent están en el extranjero?
Hizo un gesto de asentimiento.
—Está previsto que vuelvan mañana o pasado. La cuestión es cuándo se fueron.
—Eso es —dijo Carolyn—. Pongamos que soy Nugent. He salido para el aeropuerto y no estoy seguro de si he dejado un puchero al fuego. Regreso y qué me encuentro: un ladrón. Saco mi pistola sin registrar y le pego un tiro; pero debo irme para coger el avión, y no tengo tiempo para llamar a la policía, de modo que le quito la ropa al ladrón, lo pongo en la bañera, me llevo su ropa y cojo el próximo vuelo a… ¿dónde?
—Tayikistán —sugerí.
—Olvidémonos de Nugent —dijo Ray.
—Hecho.
—Pongamos que fue otro ladrón quien lo mató. Pongamos que fuiste tú, por ejemplo, Bernie.
—¿Yo?
—Es sólo un caso hipotético, ¿vale?
—Vale. Lo maté yo. Pero luego no digas que he dicho eso, porque todavía no me has leído mis derechos.
—Por amor de Dios —exclamó—. Sólo estamos hablando, ¿de acuerdo?
—Lo que tú digas, Ray.
—Él vive aquí, sabe que los Nugent no están en la ciudad, cierra los ojos y sólo ve dinero. Pero necesita a alguien que sea capaz de hacer lo que le dé la gana con las cerraduras, es decir, alguien como el hijito de la señora Rhodenbarr, Bernie.
—¿Y por qué no abre la puerta con una palanca y a correr, Ray?
—Quizá porque no sabe hacerlo. De todos modos, la palanca deja marcas, y no había ninguna, así que sabemos que no entró de esa manera. No; te conoce del barrio, o algo así, de modo que te informa del golpe y lo dais juntos.
—Esa es precisamente mi forma de trabajar.
—Cuando hablo de ti, no me refiero a ti. ¿De acuerdo, Bernie? Ya sé que trabajas solo, y sé que no disparas a la gente. Olvidemos que eres tú, ¿vale? Su socio ese día es otro jodido ladrón. Pues bien, el otro jodido ladrón le abre la puerta, él y el otro jodido ladrón entran juntos y tú le pegas un tiro.
—¿Otra vez yo?
—Es que es demasiado complicado decirlo de la otra manera. Pero si tanto te molesta…
—No, da igual. ¿Por qué le pego un tiro?
—Porque así no tienes que dividir el botín. Pongamos que dais un golpe antológico, y es como lo de la Lufthansa, que hay tanto dinero que no quieres dividirlo.
—Vale —dije—. ¿Por qué está desnudo?
—Porque así no identificarán la ropa.
—Anda ya…
—Vale, pongamos que los dos estáis desnudos.
—Él me seduce. Pero entonces me doy cuenta de lo que he hecho. Me atormenta el sentimiento de culpa, y en lugar de suicidarme, arremeto contra él. Está duchándose, limpiándose los rastros de nuestra perversa lujuria. Yo encuentro una pistola en el cajón del escritorio y le entrego el billete al otro barrio.
Ray suspiró.
—No tiene mucho sentido —dijo.
—Vaya, Ray, ¿qué te hace decir eso? ¿Por qué estamos manteniendo esta conversación entonces? No me malinterpretes, Carolyn y yo siempre disfrutamos cuando vienes a vernos, pero ¿a qué viene todo esto?
—No lo sé.
—Bien, con eso queda todo claro.
—No lo sé —repitió—. Llámalo la intrusión de un policía.
—Así es precisamente como lo llamaría yo —dije—, aunque creo que la palabra que estás buscando es intuición.
—Qué más da. No sé por qué, pero creo que sabes más de este asunto de lo que parece, y si no es así podrías informarte. Además tengo la impresión de que sería muy beneficioso para los dos.
—¿De qué estás hablando, Ray?
—Eso no puedo decírtelo. Ese es el problema con las impresiones, al menos con las que yo tengo. No sirven de mucho cuando se trata de dar detalles. No sé qué puedo sacar yo de este asunto, si un buen arresto o algo más negociable. Pero tú y yo, Bernie, hemos hecho muchas cosas buenas el uno por el otro en el curso de los años.
—Y tú no eres más que un sentimental, Ray. Por eso se te quebró la voz el otro día cuando me encerraste en una celda.
—Sí, claro, estaba tragándome las lágrimas. —Se puso en pie—. Piénsatelo, Bern. Apuesto a que se te ocurre algo.
—Ray tiene razón, Bern.
—Dios mío —exclamé—. Jamás me hubiera imaginado que llegaras a decir eso. Debería ponerlo por escrito y hacerte firmar el papel.
—Piensa que debes averiguar qué ha pasado, y ni siquiera sabe que estuviste allí. ¿Cómo es posible que des la espalda a este asunto?
—No me interesa.
—Tienes información que Ray no tiene, Bern.
—En efecto, así es —dije—. Información sobre casi todo.
—¿Y qué me dices de tus deberes cívicos?
—Pago mis impuestos —respondí—. Separo la basura para reciclarla. Voto. Incluso voto en las elecciones para la dirección del instituto, por amor de Dios. ¿Cuántos deberes civiles más tiene que tener una persona?
—Bern…
—Pero mira qué hora es… —exclamé—. No te apresures, tómatelo con calma y acábate tu copa. Yo tengo que irme.
—¿Adónde vas?
—A casa a ducharme y cambiarme de ropa.
—¿Y luego?
—Tengo una cita. Adiós.