17

—Esta es una combinación interesante —dijo Carolyn, inspeccionando su sándwich—. Carne en conserva, embutido, pavo…

—Pescado blanco ahumado.

—Y ensalada de col con salsa rusa, todo en un panecillo con semillas. Sabroso. Creo que es la primera vez que lo como. ¿Lo llaman de alguna manera?

—Lo llaman Piotr Kropotkin —respondí—. No me preguntes por qué. Normalmente lo sirven con pan de centeno, aunque creía que…

—Sabe mejor con el panecillo. ¿Dónde está tu sándwich, Bernie?

—Sólo tomaré café —dije—. He quedado para comer dentro de una hora.

—No tenías por qué haberme traído un sándwich, Bern. Podías haberme llamado simplemente, y yo habría ido a comer a alguna parte sola. Aunque me alegro de que hayas venido, porque ayer no salí de casa en todo el día. Es curioso, pero cada vez que paso cuatro o cinco horas en el Pandora o en el Fat Cat, al día siguiente estoy hecha una verdadera piltrafa.

—Me pregunto por qué será.

—Bueno, suelen tener el local lleno de humo —explicó—. Los habituales fuman, y la ventilación no es nada buena.

—Eso ha de ser.

—Y en el curso de una larga noche, casi siempre como un pedazo de tarta, una barra de chocolate o alguna cosa dulce de ese tipo. Y ya sabes que soy propensa a las resacas de azúcar.

—Lo sé.

—De modo que pasé el día en casa. Releí una novela de Kinsey Millhone, esa que va sobre un estudiante de secundaria que tiene un lío con la esposa del profesor de gimnasia y luego ella le convence de que mate a su marido. Acabo de contarte el final, así que espero que sea una que ya hayas leído.

—¿S de simpatía? La leí cuando salió.

—¿Te acuerdas de esa parte en que Kinsey está lanzando a canasta con la profesora de gimnasia femenina…? —Puso los ojos en blanco—. De acuerdo. Bern, caso cerrado. Y bien; ¿qué tal fue todo ayer? ¿Vendiste algún libro?

—Bueno, es largo de contar —respondí.

—Caramba… —exclamó—. Es realmente complicado, ¿no? ¿Sabías que el muerto acabaría siendo Luke?

—Sabía que tenía que haber alguna relación —respondí—. Se habían dado demasiadas casualidades desde un primer momento. Cuando se dio la de que había un cadáver en el piso que Doll Cooper casualmente acababa de mencionar, me figuré que no podía ser un tipo que había entrado allí a lavarse las manos. Además, su cara me era conocida.

—Recuerdo que lo dijiste.

—Pensaba que quizá lo había visto en el barrio, pero lo había visto antes, y no de lejos además. Luke era el arlequín.

—¿Cómo?

—El arlequín del caballete de Joan Nugent. Doll me refrescó la memoria cuando me dijo que iba a posar para la señora Nugent. Pensé inmediatamente en el arlequín, pero todo lo que lograba recordar con seguridad era que tenía cara triste.

—Tú también tendrías cara triste con un agujero de bala en la frente.

—El arlequín tenía cara triste, pero aparte de esto no conseguía acordarme de su aspecto. Cuando van vestidos de ese modo, uno sólo se fija en su traje.

—De modo que volviste para mirarlo otra vez.

—Volví para coger los cromos de béisbol —dije— o lo que Doll esperara encontrar en el piso de Luke, fuera lo que fuese.

—Y tú no querías que te acompañara.

—No; pensé que uno es compañía y dos son multitud. Del piso de Luke era fácil volver al de los Nugent. Ya estaba en el edificio y sabía que las cerraduras no iban a plantearme ningún problema.

—Excepto la del cuarto de baño.

—Eso seguía desconcertándome —reconocí—. Me desconcertaba el hecho de que era claramente imposible. Sólo se me ocurrían dos posibilidades y ninguna de las dos tenía mucho sentido. Una, que hubiera entrado en el piso por la fuerza, se hubiera quitado toda la ropa, se hubiera encerrado en el cuarto de baño, se hubiese pegado un tiro en medio de la frente y luego se hubiese comido la pistola.

—¿No pudo caérsele y quedar oculta debajo de él cuando se desplomó?

—Sí, claro. Y también pudo abrir la ventana, dejar la pistola en el alféizar, cerrar la ventana, dejarse caer en la bañera y expirar. El problema es que el suicidio no tiene sentido por donde lo mires, incluso si consigues averiguar la manera en que pudo hacerlo.

—Con lo que sólo queda el asesinato.

—Y eso también era imposible, porque la puerta estaba cerrada por dentro. La persona que lo mató tuvo que salir del cuarto de baño por la ventana.

—¿Qué ventana?

—Olvídate de la ventana. La idea de que una especie de mosca humana saliera por aquel diminuto ventanuco y bajara deslizándose por una fachada del edificio es un tanto… Bueno, prefiero pensar que se pegó un tiro y que luego se comió la pistola. No, el asesino salió por la puerta, pero la puerta tenía echado el cerrojo.

—¿El asesino es un fantasma?

—O eso o había una manera de sortear el cerrojo. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que esta era la respuesta. La última vez que tiré de la cadena a Raffles, se me ocurrió instalar una gatera. Ya sabes, esas puertas con goznes que se ponen en la parte inferior de la puerta para que los gatos puedan entrar y salir incluso si la puerta está cerrada. Si instalaba una gatera, no tendría que acordarme de dejar abierta la puerta del baño.

—¿Tienen los Nugent una gatera?

—No.

—Porque no creo que lo matara un gato, Bernie. Eso no lo acepto de ninguna manera.

—No me refiero a eso —dije—, aunque un perro o un gato podría haber movido la pistola de manera que el suicidio acabara pareciendo un asesinato. Pero no tienen animales domésticos, y daría igual si tuvieran uno, porque, para empezar, no tienen una gatera en la puerta del cuarto de baño. Pero tenía que haber algo, y entonces me acordé del interruptor de la luz.

—Otra casualidad.

—Lo que me hizo pensar en ello fue el interruptor de mi propio cuarto de baño —dije—. Lo apreté, pero la luz no se encendió.

—¿Porque es un interruptor falso?

—No, porque se había fundido la bombilla.

—¿Cuántos ladrones fueron necesarios para cambiarla?

—Sólo uno, pero mientras la cambiaba me acordé del interruptor del piso de los Nugent. No es nada extraordinario tener un interruptor que no enciende ni apaga nada. Mucha gente quita los apliques del techo cuando vuelve a pintar una habitación, y es más fácil dejar el marco de un interruptor que enlucir el agujero de la pared. Aun así empecé a preguntarme qué encontraría debajo del marco del interruptor si miraba.

—Y lo que encontraste fue un agujero en la pared.

—Exacto.

—Lo cual significaba que alguien pudo pegar un tiro a Luke Santangelo, salir por la puerta, cerrarla, desatornillar el marco del interruptor, meter el brazo por la abertura y echar el cerrojo.

—Con dificultad —dije—. Si tuviera el brazo un poquitín más corto, yo no habría llegado. Y si lo tuviera algo más grueso, no habría podido meterlo.

—Entonces hemos de buscar a una persona que tenga brazos largos y delgados. En cualquier caso, ¿por qué se tomó el asesino tantas molestias? No lo entiendo.

—Yo tampoco.

—¿Para que pareciera un suicidio? Si quisieras simular un suicidio en una habitación cerrada, ¿no dejarías el arma a la vista?

—Has dado en el clavo —dije—. Por muy listo que sea el criminal, siempre comete un pequeño error.

—Pero…

—No tiene ningún sentido —dije asintiendo—, pero ¿qué más da? No es asunto mío.

—¿Ah, no?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

—Me alegro de haber averiguado lo del interruptor falso, porque el factor «crimen imposible» me desconcertaba. Quería saber cómo cometieron el crimen, pero no me hace falta saber por qué lo cometieron o quién lo cometió.

—O qué estaba haciendo Luke en el piso.

—Eso es. No me hace falta saber nada de eso. Dejé un par de joyas en la bañera junto a él, di vuelta a varios cajones del dormitorio y me llevé unas cuantas joyas más. Lo hice para proporcionar a la policía respuestas fáciles a algunas de esas preguntas. Luke estaba cometiendo un robo, tenía un socio y el socio lo mató. No creo que sea esto lo que ocurrió, pero sinceramente me da igual.

—¿Te da igual?

—Ya tengo bastantes cosas de que preocuparme —dije—. Por ejemplo, asegurarme de que retiran los cargos contra mí y encontrar la manera de evitar que me dejen sin tienda.

—La tienda —dijo ella—. Con todo lo sucedido últimamente me había olvidado de ella. ¡Bernie, tus problemas se han acabado!

—¿De veras?

—Tienes los cromos, ¿no? Pues dáselos a Borden Stoppelgard a cambio de que te renueve el contrato para un largo período de tiempo. ¿No es ese el trato que te propuso?

—Más o menos.

—Esa es la razón por la que vas vestido tan elegantemente. Vas a comer con Borden Stoppelgard, ¿verdad?

—No, pero has estado cerca.

—¿Que he estado cerca? No sé qué significa eso. ¿Quién está cerca de Borden Stoppelgard?

—Una persona que no puede evitarlo.

—Pero…

—Será mejor que me vaya —dije—. No quiero hacer esperar a Marty.

—¿Marty? ¿Marty Gilmartin?

—Hemos quedado para reunirnos en su club —dije—. Lo que son las cosas, ¿eh? Ya te contaré.

La sede del Pretenders se encuentra en una mansión de cinco pisos de estilo neoclásico que da a Gramercy Park. Fui por Inving Place y llegué sólo tres minutos tarde a mi cita de la una para comer. Di mi nombre al encargado de librea que había en la recepción y este me informó que el señor Gilmartin me esperaba en el salón.

Bajé por medio tramo de escaleras alfombradas y llegué a una acogedora habitación con paneles de madera que tenía un bar a un lado y una mesa de billar al otro. Había dos hombres esperando, taco en mano, mientras un tercero apuntaba a una bola para dar un golpe que no parecía muy prometedor. En la barra había varios hombres, y ocho o diez más formaban grupos de dos y tres en torno a unas mesas de madera. Todos tenían más de treinta y cinco años y vestían chaqueta y corbata. Uno de ellos era Marty Gilmartin.

A decir verdad, no me resultó especialmente difícil encontrarle. Estaba sentado a solas con un periódico y una copa, y cuando entré alzó la vista con gesto de interés. Me acerqué y dije:

—¿Señor Gilmartin?

Él se puso en pie y dijo:

—¿Señor Rhodenbarr?

Y nos dimos la mano. Me disculpé por llegar tarde y él me aseguró que no llegaba tarde en absoluto. Era un hombre elegante, alto, delgado y de pelo canoso, e iba vestido espléndidamente con un traje tostado, camisa azul oscuro con cuello blanco y corbata azul claro. Llevaba unos zapatos con puntera reforzada que se parecían al par que yo me había llevado del piso de Harlan Nugent la mañana anterior, sólo que estos eran negros y los de Gilmartin eran de un brillante marrón nuez.

—No sabe usted cuánto lo lamento —dijo—. Le dije que le haría falta una chaqueta para entrar aquí, pero se me olvidó mencionarle que somos lo bastante estirados como para exigir además corbata. Ya veo que le han hecho ponerse uno de esos horrores que tienen colgados en el guardarropa.

—En realidad es mía.

—Pues es muy bonita —rectificó sin inmutarse—. Podríamos comer aquí abajo, aunque arriba, en el comedor, estaremos más tranquilos y no nos molestarán tanto. ¿Le parece bien?

Asentí, y me condujo escaleras arriba y por un pasillo hasta el comedor, señalándome por el camino varios objetos de interés. Los techos eran altos, los suelos estaban cubiertos por gruesas alfombras y los muebles eran en su mayoría de madera oscura y cuero rojo. Las paredes estaban profusamente decoradas con retratos, todos ellos primorosamente enmarcados y casi todos de actores y actrices.

—Fíjese en los dos retratos que hay a cada lado de la chimenea —dijo—. Los marcos van a juego, aunque son obra de dos pintores diferentes. Supongo que no reconocerá a los retratados. —No, no los reconocía—. Nos referimos a ellos cariñosamente como los fundadores honorarios del club. El caballero de la izquierda es Jacobo Estuardo, y el de la derecha su hijo, Carlos Estuardo. Quizá lo conozca por príncipe Carlos el Hermoso.

—Pretendientes al trono de Inglaterra.

—Muy bien. Jacobo se llamaba a sí mismo Jacobo III, pero la historia le llama Viejo Pretendiente y a su hijo Joven Pretendiente. De ahí que, pese a que los Estuardos no son actores, tengan indiscutiblemente derecho a pertenecer a nuestra sociedad. Con una única excepción, los demás retratos representan a miembros de la profesión.

—¿Cuál es el otro retratado que no es un actor?

—En realidad son cuatro, pero están juntos en el cuadro. Quizá se haya fijado en él al entrar, está colgado enfrente del guardarropa.

—Los cuatro hombres negros en torno a un micrófono.

—Dudo que alguno de ellos haya salido alguna vez a escena —dijo—, aunque adquirieron el derecho a ser miembros de nuestra sociedad al ser indiscutiblemente unos profesionales del mundo del espectáculo. Se llamaban los Platters, y uno de sus grandes éxitos fue una canción titulada El gran pretendiente. —Sonrió, sacudió la servilleta y se la colocó sobre el regazo—. Bien, ¿qué desea beber? Luego deberíamos echar una ojeada al menú.

Tuvimos una conversación extraordinariamente civilizada durante el aperitivo. Cuando el camarero nos sirvió el plato principal, hubo un momento de calma. Pensé que quizá abordáramos el tema por el que nos habíamos reunido, pero al cabo de un rato él empezó a hablar de una obra de teatro que había visto, y la conversación se prolongó hasta el café. Estaba claro que había llegado el momento, y evidentemente me correspondía a mí empezar.

—Lamento haberle llamado a casa esta mañana —dije—, pero no tenía el número de su despacho.

—Mi casa es mi despacho —repuso él—, aunque tengo más de una línea de teléfono. Tenga, esta es mi tarjeta.

—Gracias —dije—. Aquí tiene una de las mías.

—Vaya —exclamó, cogiéndola y dándole vueltas en la mano—. Rabbit Maranville. De la serie Estrellas de Diamante, de mediados de los treinta. No recuerdo si está en la galería de jugadores famosos. Y tampoco puedo decir que le haya visto jugar. No soy tan mayor.

—Pensaba que quizá reconociera el cromo.

Hizo un gesto de asentimiento.

—Los años no se han portado bien con él, ¿verdad? Espero que se portarán mejor con Rabbit. El cromo ha sido doblado, le falta una esquina y, bueno, se encuentra en un estado lamentable, ¿no le parece?

—Si estuviera casi perfecto valdría unos doscientos dólares —respondí—. Pero dado su estado…

—No valdría más de cinco o diez dólares. Eso suponiendo que alguien quisiera un ejemplar tan malo. —Me lo devolvió, aspiró profundamente y dejó escapar todo el aire—. ¿Cómo demonios lo ha conseguido? Aunque supongo que será un secreto profesional…

—Algo así.

Bebió un sorbo de café.

—Dinero en metálico —dijo.

—Usted necesitaba algo.

—Necesitaba conseguir algo sin aparentar que lo necesitaba. Tengo muchos bienes, pero ninguno que pueda convertir en dinero sin que se note. Si vendiera los cuadros que cuelgan de mis paredes, quedaría constancia de la venta y un espacio vacío en la pared. Si vendiera bienes inmuebles… pues tal como está el mercado tendría que regalarlo, y la única manera de deshacerse de algo es retirando hipotecas. Nada de lo que acabaría consiguiendo sería dinero y, como usted ha observado, necesitaba dinero en metálico.

—¿Cuánto?

—En el mejor de los casos, un millón de dólares.

Me pregunté cómo viviría una persona que necesitara un millón de dólares. Conocía gente que quería un millón de dólares, pero eso no es lo mismo.

—Y entonces se acordó de sus cromos de béisbol —dije.

—Llevo años coleccionándolos. Mi profesión es comprar y vender. Comencé a adquirir cromos por afición, para distraerme de temas más importantes. ¿Me creerá si le digo que he obtenido unos rendimientos anuales más cuantiosos con ellos que con las acciones y los cuadros? Y será mejor que no hablemos de los bienes inmuebles.

—Descuide, no lo haré.

—De todos modos, lo que resulta realmente sorprendente en el caso de los cromos es la facilidad con que pueden venderse. No tiene más que ofrecer una caja llena de cromos para llenarse el bolsillo de dinero contante y sonante.

—Como con los sellos y las monedas.

—Supongo, aunque creo que los cromos llaman menos la atención. Esto es lo que puedo contarle: en cuestión de semanas, sin que nadie se enterara de lo que estaba haciendo, liquidé prácticamente todos los cromos que poseía y obtuve casi seiscientos mil dólares. —Se inclinó—. Debería recalcar que no hubo nada ilegal, inmoral o deshonesto en lo que hice. Los cromos eran indudablemente de mi propiedad. Los había comprado yo y podía venderlos si así lo deseaba.

—Y nadie tenía que enterarse de ello.

—Y nadie se enteró. Guardaba mi colección en un humidificador de palisandro que tengo en mi estudio. La cubierta de cedro que antiguamente servía para evitar que los buenos cigarros se deterioraran impide con la misma eficacia que los insectos dañen los rectángulos de cartón. Tenía los cromos más valiosos metidos en fundas de acetato. Los demás estaban sueltos. —Alzó una mano y el camarero se apresuró a servirnos más café—. Sacaba de la caja veinte, cincuenta o cien cromos cada vez. Cuando los había vendido, iba a una tienda de cromos y compraba ejemplares corrientes de emisión reciente para reemplazar los que había vendido. O cromos antiguos en mal estado, como el desafortunado ejemplar de Rabbit Maranville que ha traído.

—De ese modo el humidificador siempre estaba lleno.

—Eso es. Sacaba unas docenas de cromos por la mañana y por la noche metía esa misma cantidad o más incluso. Hoy en día una serie entera consta de un cromo por cada jugador de las ligas principales. La serie DeLong de 1933 tenía sólo veinticuatro cromos en total. La clave era el de Lou Gehrig. Vale un poco más que el conjunto de los otros veintitrés.

—¿Tenía usted un ejemplar?

—Sí, y en muy buen estado. La serie Goudey del mismo año tenía 240 cromos, pero un número sustancialmente inferior de jugadores diferentes. Los deportistas más populares aparecían en más de un cromo. Gehrig aparecía en dos cromos diferentes y Babe Ruth en cuatro. Yo poseía tres de los cuatro cromos de Babe Ruth, y un día del verano pasado los vendí por veintiocho mil dólares. Los reemplacé por cromos de Zane Smith, Kevin McReynolds y Bucky Pizzarelli. —Meneó la cabeza—. Babe Ruth comenzó con los Red Sox de Boston, pero no se podía tener a un bateador como él sentado en el banquillo tres de cada cuatro días, por lo que lo pusieron a jugar de exterior. El propietario de los Red Sox lo vendió al New York sin pensárselo dos veces. Quería el dinero para financiar un espectáculo de Broadway. El estadio de los Yankees se convirtió en «la casa que Ruth construyó», y los aficionados de Boston jamás perdonaron al estúpido propietario de los Red Sox, lo cual es muy comprensible. Sin embargo, creo saber cómo debió de sentirse después de vender a Babe Ruth tres veces y llenar su hueco con jugadores tales como Zane Smith, Kevin McReynolds y Bucky Pizzarelli.

—¿Empleó usted el dinero para financiar un espectáculo de Broadway?

Sonrió.

—Eso sería como cambiar la vaca de la familia por unas habas mágicas, ¿verdad? No, el teatro significa muchas cosas para mí, pero no entra en el ámbito comercial. Mi esposa y yo creemos en el mecenazgo, y supongo que cabría decir que pecamos de un exceso de generosidad en nuestro apoyo al teatro. A veces nuestra contribución consiste en una inversión, pero la hacemos sin esperanzas de obtener un rendimiento.

—Comprendo.

—Así paulatinamente fui vendiendo los cromos que tenía —prosiguió—, reemplazando intencionadamente el grano con la paja y reuniendo en mi humidificador una especie de colección fantasma de cromos sin valor. Todos los que valían algo acabaron desapareciendo.

—Excepto los de Ted Williams.

—De modo que se ha fijado en esos, ¿eh? —Le brillaron los ojos—. No podía vender los de Ted Williams. Si lo hubiera hecho, los aficionados de los Red Sox me habrían puesto verde.

—Pero esa no es la razón por la que no los vendió.

—No, por supuesto. Eran fáciles de identificar. Los cromos de la serie son difíciles de encontrar, algo desproporcionado para el precio al que podrían venderse. Además ya conoce a mi cuñado.

—Es el dueño de mi local.

—Y cabe presumir que conocerá su pasión por el Flaco Maravilloso. Si vendía esos cromos, había una gran posibilidad de que acabaran en manos de un vendedor que se los ofrecería a Borden. Lo lógico sería pensar que los cromos de béisbol son intercambiables, pero Borden ha visto los de Williams las veces suficientes como para reconocerlos. Seguro que habría comprado la colección y luego habría querido compararla con la mía. Como yo no hubiera podido enseñársela, él habría pensado que los había vendido, y habría deducido que yo me había visto obligado a venderla para conseguir dinero en efectivo.

—Que es lo que usted quería evitar que se difundiera.

—Precisamente. Era más sencillo y seguro quedarme con los cromos de Ted Williams. Pero aparte de estos vendí todos los que tenían valor, algo a lo que, como ya he dicho, tenía todo el derecho del mundo. Lo hice en secreto, pero uno es muy libre de tener sus secretos.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Recibí una llamada a altas horas de la noche —respondió—. Había pasado la velada con mi cuñado, lo cual resulta siempre una experiencia agotadora…

—Puedo imaginármelo.

—… y usted llamó. Era tarde y yo estaba cansado, y algo me empujó a ir a mi estudio y levantar la tapa del humidificador. Los cromos habían desaparecido.

—Eso no fue así —dije.

—¿A qué se refiere? ¿A que no fui a mi estudio? ¿A que no abrí el humidificador? ¿A que los cromos no habían desaparecido?

—Usted ya sabía que no se encontraban allí —respondí—. Pongamos que mi llamada lo asustó y dedujo precipitadamente que habían entrado a robar en su piso. Es una reacción extraña a una llamada molesta a altas horas de la noche, pero no es inconcebible. Quizá echó un vistazo a sus objetos de valor para asegurarse de que nadie los había tocado, pero los objetos de valor que había en su humidificador habían desaparecido tiempo atrás, porque usted los había vendido. ¿Qué sentido tenía ir corriendo a su estudio para comprobar si Zane Smith y Bucky Pizzarelli seguían en la caja?

Gilmartin ganó tiempo bebiendo un sorbo de café.

—Es usted un joven muy perspicaz —dijo.

—No soy ni tan perspicaz ni tan joven como usted piensa —respondí—, pero está bastante claro lo que sucedió. Usted ya sabía que el humidificador estaba vacío. Mi llamada le brindó una oportunidad perfecta para sacar toda la información a la luz. Ahora podía ir corriendo a su estudio, abrir su célebre humidificador de palisandro y descubrir que sus cromos habían desaparecido.

—¿Por qué habría de hacer algo así?

—Para cobrar el seguro. Había vendido los cromos, pero no creo que haya cancelado su póliza de seguro, ¿verdad?

Gilmartin guardó silencio, con la mirada fija en el retrato de algún actor muerto, ordenando sus ideas. Luego dijo:

—No es lo mismo que en el caso de un asesinato, ¿verdad? La premeditación no tiene ningún peso. El fraude con los seguros no está considerado un delito menos grave si se comete de improviso.

—No.

—De todos modos, he de decir que no lo tenía planeado desde el principio. Mi primera intención era simplemente vender los cromos discretamente al mejor precio posible. Y, en lo que a eso respecta, hice un buen trabajo.

—¿Y luego?

—Cuando ya me había deshecho de la tercera parte de mis cromos, me llegó la fecha de pagar la prima del seguro. Un seguro flotante para una colección de ese tipo no es prohibitivo, y no habría podido ahorrarme mucho pidiéndoles que me bajaran la indemnización para reflejar la disminución de valor de mi colección. Así pues, pagué toda la prima, diciéndome que se lo notificaría a la compañía cuando hubiera vendido el resto.

—Pero no lo hizo.

—No, no lo hice. Lo que hice fue el trabajo preliminar para la perpetración de un grave delito. No se imagina cómo me sentí… Pero, por amor de Dios, ¿qué me sucede? Claro que puede imaginárselo.

—En mis tiempos yo también hice algún que otro trabajo preliminar.

—Claro, claro… Bernard, ordinariamente no tomo brandy tras el almuerzo. Tras la cena sí, pero no después del almuerzo. Sin embargo, si puedo persuadirle de que me acompañe…

—Una idea estupenda —dije.

—No sé si lo hubiera llevado a cabo. Siempre he sido un hombre honrado. En mis negocios siempre he procurado adelantarme a mis competidores, pero siempre he obrado conforme a la ley. Con todo, hay una diferencia de tipo moral entre defraudar a una compañía de seguros y robarle a un ciego los lápices del cubilete.

—Sé a lo que se refiere.

—No estaba seguro de la mejor manera de proceder. Sabía que los cromos no podían desaparecer por las buenas. Era preciso que pareciera que habían entrado en casa a robar y se los habían llevado. Vivimos en un edificio con un sistema de seguridad ejemplar y, según tengo entendido, las cerraduras son de las que desalientan a la mayoría de los ladrones de casas.

—A la mayoría —dije.

—¿Qué hacer para que pareciera que habían entrado en casa a robar? Si le hubiera conocido entonces, quizá le habría pedido su consejo de profesional. Se me ocurrió que bastaría con que no cerrara la puerta con llave tras fingir que lo había hecho. Pero no estaba seguro de si con esto el escenario quedaría preparado. ¿No era preciso que el piso tuviera aspecto de haber sido desvalijado? ¿Qué aspecto tiene una casa cuando usted acaba de trabajar en ella?

—Aproximadamente el mismo que cuando llego.

—¿De veras? Tal vez estaba siendo excesivamente minucioso, quizá por temor a comprometerme. Al final resultó que había estado preocupándome en vano. Fui al humidificador y lo encontré abierto. Levanté la tapa y vi que estaba vacío.

—¿Cuándo ocurrió esto?

—El lunes por la tarde. Comí aquí y fui a casa entre las tres y las cuatro. No recordaba cuándo había sido la última vez que había visto los cromos. Como me había desprendido de todos los de valor, no tenía motivo para examinarlos. No puedo explicarle lo que se me pasó por la cabeza cuando vi la caja vacía.

—Puedo imaginármelo.

—Tendría que hacer un esfuerzo para imaginárselo. Empecé a dudar de mi salud mental. ¿Había vendido los cromos y de alguna manera me había olvidado del asunto? Tenga en cuenta que tenía planeado deshacerme de ellos.

—¿Quién iba a guardárselos?

Me miró con cara de perplejidad.

—Nadie, por Dios. Lo último que tenía pensado era decirle a alguien lo que estaba haciendo. Además, ¿qué sentido tenía que me los guardara alguien? Mi intención era que desaparecieran de la faz de la tierra en cuanto salieran de mi casa. Supongo que habrían acabado en un incinerador o en la basura. Todavía no había pensado en los detalles.

—Lo que ocurrió en cambio fue que se desvanecieron en el aire.

—Alguien los había robado —dijo—, pero ¿quién? Y ¿por qué? ¿Qué debía hacer yo? ¿Denunciar el robo? No había el menor indicio de robo. Mi póliza cubre desaparición misteriosa además de robo, y nunca una desaparición había sido tan misteriosa como aquella. Pero ¿me atrevía a informar de ello? Estaba en un aprieto. Tal como veía la situación, creía que todavía debía intentar hacer que pareciera un robo, pese a que los cromos ya no estaban en la casa. —Suspiró—. Entonces pasamos la velada con el hermano de Edna, quien estaba exultante porque había comprado un libro raro por una mínima parte de su valor en aquel momento.

L de ladrón.

—Exacto. Lo único que oí fue la última palabra. No podía quitarme el tema de la cabeza. Llegamos a casa, sonó el teléfono y era usted. Aunque, como es lógico, yo no sabía quién era usted o cómo se ganaba la vida. No me dijo cómo se llamaba…

—Una falta de educación por mi parte.

—… y si me lo hubiera dicho, habría pensado que era el arrendatario de Borden, si hubiera identificado su nombre. Algo probable, ya que tiene un apellido poco corriente: Rhodenbarr. ¿Cómo es la derivación?

—Es el apellido de mi padre.

—Comprendo. —Levantó su copa de brandy y admiró primero su color, luego su buqué y finalmente su sabor—. Como le decía, no conocía la identidad de la persona que me había llamado a aquellas horas, pero la ocasión parecía caída del cielo. Edna me preguntó qué me inquietaba tanto. No soy actor, pese a ser miembro de esta sociedad, pero lo único que tenía que hacer era comportarme tal cual. Fui corriendo al estudio, abrí el humidificador, «descubrí» la desaparición de su contenido y llamé a la policía.

—Que no tardó en localizar la llamada.

—Ni siquiera sabía que podían hacer eso. En el cine y televisión siempre están intentando que los delincuentes pasen el mayor tiempo posible al teléfono para localizar la llamada. Ahora supongo que en los ordenadores queda constancia de todo. En efecto, localizaron la llamada y, por extraordinario que parezca, resultó que la había hecho un conocido ladrón que, casualmente, era el mismísimo dueño de la librería del que se había aprovechado Borden, razón por la cual este había estado fanfarroneando aquella noche. Qué ironía, ¿verdad? Pero también terriblemente molesto para usted, por lo cual le pido disculpas. ¿Llegaron al extremo de arrestarle?

Asentí.

—Pasé una noche en la cárcel.

—No me diga.

—No fue culpa suya —dije—. Son gajes del oficio.

—Es muy caballeroso de su parte tomárselo de esta manera. Pero usted no hizo nada para merecérselo.

—Bueno —dije—, a decir verdad, y ya que lo menciona, eso no es del todo cierto.

Pedimos más café y más brandy.

—Cuando me llamó esta mañana —estaba diciendo Martin Gilmartin—, me quedé verdaderamente atónito. —Esa había sido mi intención. Le había dicho que había tenido la suerte de recuperar sus cromos, y que si le importaría decirme el nombre de su compañía de seguros, ya que iba a intentar devolverlos a cambio de una recompensa. A menos que él conociese alguna manera de resolver la situación entre los dos que fuera ventajosa tanto para él como para mí. Luego había oído una voz quebrada y, tras una pausa, una invitación a comer extraordinariamente amable—. Luego he pensado en ello —prosiguió— y he llegado a la conclusión de que no me encuentro en una posición tan difícil. Después de todo, en el supuesto de que usted acudiera a la compañía de seguros, ocurriría una de estas dos cosas: ellos podrían mirar los cromos, calcular su valor, compararlos con el inventario que yo les proporcioné cuando fijamos la indemnización y concluir que usted está intentando burlarse de ellos. Pensarían que o se ha quedado con lo mejor de la colección o que no la ha robado, pero en cualquier caso no cabe duda de que se negarían a seguir tratando con usted.

—Es posible.

—O podrían valorar los cromos. Al fin y al cabo algo valen. La serie de la mostaza Chalmers vale un par de miles de dólares, y luego hay otros cromos de Ted Williams que también he conservado. Pongamos que todo el lote valga diez mil dólares. No creo que los valga, pero la cifra nos servirá. Tras hacer cuentas, negocian con usted y acceden a adquirir los cromos. Luego me los dan y dicen: «Tome, señor Gilmartin. Hemos tenido la suerte de recuperar su colección intacta. Que tenga un buen día». «Perdonen, pero estos no son mis cromos», les contesto. «Pues nosotros opinamos que sí lo son y también que el inventario que nos proporcionó cuando tramitó la póliza era falso, razón por la cual la cancelamos a partir de este momento. Si entabla una acción judicial, responderemos acusándole de falsificación de documentos y fraude. Tenga un buen día de todos modos».

—Podrían probar a hacer eso.

—En cuyo caso me quedaría con una caja llena de baratijas en lugar de una liquidación por valor de medio millón de dólares. Siempre podría llevarlos a juicio, con la esperanza de que accedieran a dividir la diferencia, pero también puedo decidir que no merece la pena, y no digamos ya la mala prensa. —Frunció el entrecejo mientras resolvía el problema—. Lo mejor que puedo hacer es pagarle a usted sus honorarios por haber encontrado los cromos. ¿Cuánto acabo de decir que valen? ¿Diez mil como mucho? Pues bien, doblemos la cifra. Veinte mil dólares.

Le miré fijamente.

—Ya me imaginaba que no le convencería. En este momento no ando muy bien de dinero en metálico, y pagarle esa cantidad ya me supondría un esfuerzo. Tendré dinero cuando la compañía de seguros me pague lo que me debe, pero puede que no se den mucha prisa. Además, ese dinero va a hacerme falta. De lo contrario no habría hecho una reclamación fraudulenta. Dentro de un año seguramente tendré tanto dinero que no sabré qué hacer con él. Si está dispuesto a aceptar un pagaré…

—Ojalá pudiera. Pero no es usted el único con problemas de liquidez.

—Es por la economía —repuso él con vehemencia—. Todo el mundo se encuentra en una situación apurada. ¿Puedo decirle algo?

—Por favor.

—Puede que parezca que lo que voy a decirle es resultado del brandy que he bebido, y tal vez lo sea, pero no puedo sustraerme a la sensación de que usted y yo tenemos la oportunidad de hacernos personal y mutuamente un gran bien.

—Sé a qué se refiere.

—Puede parecer algo ridículo, y sin embargo…

—Lo sé.

—Bien —dijo—. Eso no cambia la situación actual. Quizá contribuiría a aclarar las cosas si me dijera qué quiere exactamente.

—Eso tiene fácil respuesta —dije—. Quiero quedarme con mi tienda.