16

Estaba en alguna parte, Dios sabe dónde, forzando una cerradura. Si hubiera sido iraquí, habría pedido ayuda a la madre de todas las cerraduras, porque cada vez que creía que la había abierto, encontraba dentro otro mecanismo más complicado. Finalmente el último juego de gachetas cedió, permitiéndome el acceso no a una casa o piso, sino a las entrañas de la cerradura misma. Lo había conseguido, había conseguido entrar en la cerradura, y ahora podía deambular por sus laberínticas cámaras, donde jamás había entrado un simple ser humano…

De pronto saltó la alarma antirrobo. Era un chirrido estridente y penetrante. ¿Dónde estaba el teclado numérico? ¿Cuál era la combinación? ¿Cómo podía salir de allí?

Di media vuelta, me senté, parpadeé y miré furiosamente al despertador. No tenía que enfrentarme a ningún tablero numérico, ni teclear ninguna combinación. Tenía que apretar un botón, y eso fue lo que hice. El espantoso timbrazo cesó.

Pero no sin antes haber cumplido su tarea. Estaba despierto, sin ninguna esperanza de encontrar el camino de vuelta a la seductora maquinaria del sueño. Uno puede pasarse toda su vida esperando tener un sueño como ese, y cuando finalmente lo tiene, va y te sacan bruscamente de él, como si estuvieras en manos de un tocólogo que tiene una cita para jugar a golf dentro de una hora. Aunque quizá si apoyaba la cabeza sobre la almohada, si me ponía a pensar en cerraduras durante unos segundos…

No.

Eran las seis de la mañana, la hora a la que me tocaba levantarme aquel domingo. Me puse una camiseta y un pantalón corto. Me puse mis calcetines, cogí las Saucony, decidí no ponérmelas y cogí del armario un viejo par de zapatillas New Balance 450. Ya no las llevaba porque estaban muy viejas, pero en cuanto a comodidad no tenían igual.

Metí unas cosas en una riñonera y me la ceñí alrededor de la cintura. Encontré una banda de felpa y me la puse; luego cogí una toalla de mano de cuadros azules y blancos y la colgué de la riñonera. Salí de mi piso, eché la llave, metí las llaves en la riñonera y cerré la cremallera.

Estaba empezando a amanecer, que era más de lo que yo podía decir de mí mismo. Eché a andar a buen paso, lo cual a mi modo de ver es todo lo que cabe exigírsele a cualquiera. Si una persona tiene que moverse con mayor rapidez, que coja un taxi.

Al llegar a la calle Setenta y dos, me obligué a doblar a la izquierda, hacia Riverside Park y el río Hudson. Seguí andando otros veinte o treinta metros y luego empecé a correr a un trote lento.

Lo estás haciendo, me dije. Estás corriendo. Estás corriendo, so tonto.

Aunque no por mucho rato. Recorrí al trote media manzana más o menos, y luego volví al paso ligero de antes. Cuando llegué al sendero de asfalto del parque ya estaba trotando de nuevo; cincuenta metros después volvía a andar.

Es extraordinario hasta qué punto un hombre joven sano y razonablemente activo puede permitirse dejar de estar en forma. Y todavía es más extraordinario que pueda tener en la cabeza dos ideas irreconciliables al mismo tiempo. Mientras rodeaba el parque entre jadeo y jadeo, me maravillaba de que en el pasado hubiera llegado a ser lo bastante masoquista como para someterme a aquel espantoso e inútil ritual cada día. Y, al tiempo que pensaba esto, una parte de mi cabeza acariciaba la idea de volver a tan espantosa actividad. Nada complicado, sólo un par de kilómetros al día, estaba diciéndome. Tres días a la semana, pongamos. Lo suficiente como para sudar un poco, mantener la sangre en movimiento y fortalecer el viejo chisme cardiovascular. ¿Qué tiene de malo?

El sudor perlaba mi frente, se acumulaba en las axilas y mojaba la pechera de mi camiseta. Bueno, de eso se trataba, ¿no? Me había apuntado a aquella farsa con la única intención de generar una visible película de sudor sobre mi cuerpo, no de esforzarme hasta llegar al borde de una catástrofe coronaria. Ahora podía frenar un poquito, reducir la marcha para recuperar mi querido paso ligero y luego, en el último tramo…

—¡Hola, Bernie! Vaya sorpresa, ¿eh?

—Wally… —musité.

—Hoy me toca la carrera larga de la semana —dijo—. Calculo que ir de aquí a Cloisters y volver es casi medio maratón. Y la vuelta es casi todo cuesta abajo.

—Pan comido.

—Tú lo has dicho. Lo que realmente me gustaría es hacerlo dos veces, correr los cuarenta y dos kilómetros enteros. Pero entonces correría el riesgo de llegar al límite de mis fuerzas demasiado pronto.

—Pues eso no te conviene.

—No si tenemos en cuenta que el maratón es el primer domingo de noviembre, es decir, dentro de poco. ¿Piensas correr el año que viene, Bernie? Podrías hacerlo. Sólo tienes que aumentar la distancia un poco cada semana y, para cuando quieras darte cuenta, los cuarenta y dos kilómetros te parecerán un paseo por el parque… Bernie, estás andando. ¿Qué sucede?

—Nada.

—¿Por qué has dejado de correr de repente?

—Estoy practicando para el maratón —dije—. Has dicho que es como un paseo por el parque, y eso estoy haciendo, pasear por el parque.

—Acelera un poquito —me animó—. Nos hacemos una carrerita hasta la calle Ochenta y uno y luego vuelves a casa andando. ¿Qué te parece?

Me parecía espantoso.

—Me parece estupendo —le aseguré—, pero no quiero llegar al límite de mis fuerzas demasiado pronto.

Supongo que comprendió lo prudente de mi decisión. Se alejó valientemente hacia el norte, mientras yo encontraba el camino para salir del parque y volvía sobre mis pasos a la Setenta y dos con West End. Ahora andaba, y no a un paso muy ligero; sin embargo el mensaje tardaba en llegar a la parte de mi sistema que controla la transpiración. El sudor seguía saliendo de mí a borbotones, y tenía el pantalón corto y la camiseta empapados.

Bien.

Quizá, pensé, hubiera podido evitar correr. Quizá hubiera podido simplemente mojar la ropa en el fregadero antes de ponérmela. Después me habría echado un vaso de agua en la cabeza y entonces habría sido todo un ejemplo de verosimilitud.

Bueno, qué se le va a hacer…

Al llegar a West End, torcí hacia el norte, no hacia el sur, y eché a correr. La visión de la línea de llegada tiene algo que estimula el flujo de la adrenalina, y supongo que al final aceleré bastante sin intención de hacerlo. Cuando llegué a la entrada del 304, el corazón me latía a gran velocidad y yo jadeaba mientras me secaba la cara con la toalla azul.

Pasé resoplando delante de las mismas narices del portero y entré en el ascensor.

La puerta de Luke Santangelo no me planteó muchos problemas. Sólo tenía una cerradura, y la quité de en medio con facilidad.

Una vez dentro registré el piso rápidamente para cerciorarme de que no estaba haciendo compañía a ninguna persona, viva o muerta. Esta operación resultó más sencilla de lo que lo había sido la noche del jueves en el 9 G. A diferencia del seis clásico de los Nugent, el 7 B era un piso de una sola habitación y distaba de ser clásico. Sólo tenía un cuarto de baño, y nadie había tenido la falta de consideración de cerrar la puerta con cerrojo, y no digamos ya de morirse en él. Cuando hube comprobado todo esto, regresé al salón y me puse el par de guantes que llevaba en la riñonera.

Entonces puse manos a la obra.

Cuando salí del piso de Luke llevaba puesto un traje. Era el único que había en su armario, uno a rayas de tres botones color carbón con una etiqueta que indicaba que había sido comprado (o, considerando lo que sabía de Luke, robado) en Brook Brothers. Luke y yo teníamos aproximadamente la misma talla, aunque el pantalón me quedaba un tanto ajustado en los fondillos y la cintura, y la chaqueta un poco grande de hombros.

Quizá si volviera a correr tres veces por semana, pensé, e hiciera ejercicios con pesas para la parte superior del cuerpo los días que no corriese…

Encontré una camisa recién planchada que me sentaba bien. Luke se había olvidado de decir en la tintorería que no la almidonaran. Había media docena de corbatas colgadas; no sé dónde las habría robado ni por qué se había molestado en hacerlo. Escogí una con rayas rojas y negras.

Sus zapatos me quedaban pequeños, pero no me gusta nada cómo quedan las zapatillas de deporte con los trajes, pese a que es una combinación que a Wally Hemphill parece encantarle. Me probé los tres pares de zapatos de cuero que había en su armario y al final me decidí por unos cómodos mocasines negros, aunque confiaba en que no tuviera que llevarlos durante mucho tiempo.

Su maletín estaba debajo de la cama junto con los otros bultos. El maletín era el único que estaba cerrado con llave y el único que parecía contener algo. Lo abrí y descubrí, con satisfacción aunque no mucha sorpresa, que estaba lleno de cromos de béisbol. Se me ocurrió meter también mis zapatillas y ropa de deporte, pero no había espacio.

Antes de cerrar el maletín, escogí un cromo y le encontré alojamiento provisional en un bolsillo de la mochila marrón rojizo. Di una vuelta por el piso rápidamente, pero no me entretuve mucho tiempo. Tenía las ganzúas en un bolsillo de la chaqueta, donde podía cogerlas con facilidad. Me quité los guantes de plástico transparente justo antes de salir del piso y me los metí en el otro bolsillo. Llevaba el maletín en la otra mano y un bolso de lona colgado de un brazo que contenía mis zapatillas, mi ropa de deporte y la riñonera y lucía el logotipo de Mercurial Wombat, una tienda de regalos de Tucumán, Nuevo México.

En el pasillo había una inquilina de la casa, una mujer que estaba esperando el ascensor. De todos modos, si miró hacia donde yo estaba, todo lo que pudo ver fue un hombre que cerraba la puerta de su piso con llave. No era la puerta de mi piso, y no estaba utilizando una llave, pero ella no tenía manera de saberlo. Antes de que yo hubiera acabado, llegó el ascensor y se la llevó de repente. Luego cogí un pañuelo de seda del bolsillo de pecho de mi traje, limpié las huellas del tirador y fui hasta el final del pasillo, donde una puerta conducía a la escalera.

Subí las dos plantas que me separaban del noveno piso, me aseguré de que el pasillo estaba vacío y lo atravesé hasta llegar a la puerta de Nugent. Aunque no había llamado al timbre de Luke, el de los Nugent lo pulsé insistentemente para dar a cualquier persona que pudiera haber dentro el tiempo suficiente para ponerse una bata e ir a la puerta. Como nadie lo hacía, entré. No me molesté en dejar que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Guardé mis ganzúas, me puse los guantes y encendí la luz.

El piso no había cambiado mucho en las cincuenta horas que habían pasado aproximadamente desde mi última visita. Eché un vistazo a la casa y luego fui a la habitación de invitados. El arlequín del caballete parecía tan deprimido como siempre, lo cual era perfectamente comprensible.

La puerta del cuarto de baño seguía cerrada. Llamé a ella y al lado, en la pared. Di unos golpecitos sobre el marco del interruptor y toqueteé este, que era el que me había parecido que no encendía ninguna luz ni en la habitación de invitados ni en el cuarto de baño.

Saqué mi anilla de herramientas del bolsillo, seleccioné el instrumento apropiado y desatornillé los dos tornillos que sujetaban el marco a la pared. Lo quité y lo dejé a un lado. Era falso: detrás no había una caja de interruptor empotrada en la pared y el interruptor estaba pegado al marco y se separaba junto con este, dejando una abertura rectangular de unos diez centímetros por siete. Metí la mano y golpeé el fondo del pequeño compartimiento, pasando mis dedos sobre su superficie. Tenía los guantes puestos, de manera que tardé más tiempo del necesario en identificar lo que estaba tocando como el lado no esmaltado de un azulejo.

¿Qué había encontrado? ¿Un escondrijo? Probablemente no, porque el interior de la abertura no estaba enmarcado. Cualquier cosa que uno ocultara allí caería al fondo de la pared y sería imposible de sacar.

Hice un poco de presión sobre el azulejo. Por la parte superior estaba sujeto a un gozne. Giró hacia atrás y percibí el olor del hombre muerto que había en la bañera. La puerta del cuarto de baño encajaba lo suficientemente bien como para no permitir que el olor se extendiese, pero yo había roto el sello al empujar el azulejo, y dos días de envejecimiento lo habían hecho madurar estupendamente. Me armé de valor, metí la mano y abrí la puerta.

Haciendo un esfuerzo, entré. Aparté la cortina de la ducha y eché un vistazo al cadáver con la única intención de refrescarme la memoria. Estaba tal como lo recordaba, si bien su olor era bastante más acre.

Seguía sin saber si en la bañera había una pistola junto al cadáver y sin tener el interés suficiente como para mover el cuerpo y averiguarlo. Dejé la puerta del baño abierta y fui al dormitorio principal, donde pasé unos segundos. Regresé al cuarto de baño, agarré la puerta y la moví de un lado a otro, no tanto para ventilar el lugar cuanto para que el olor se extendiera por el resto del piso. No es esta la clase de tarea a la que convenga dedicarle mucho tiempo, de manera que no lo hice. Poco después salí del cuarto de baño, cerré la puerta y metí la mano por el agujero secreto para echar el cerrojo.

Retiré el brazo y el azulejo engoznado volvió a su lugar. Volví a colocar el interruptor y atornillé los tornillos. Entré una vez más en el dormitorio principal y arramblé con los relojes y las joyas que me había preocupado de devolver a su sitio dos noches antes. Esta vez todo fue directamente al maletín. Luego fui al armario de Harlan Nugent y cogí un brillante par de zapatos de puntera reforzada marca Allen-Edmonds. Me parecían más cómodos que los mocasines de Luke, los cuales me había quitado poco después de entrar en el piso de Nugent. (Además iban mejor con el traje). Puse los mocasines en el armario, en el lugar de la balda para los zapatos que previamente habían ocupado los de puntera reforzada. Luego apagué las luces, salí del piso, cerré con llave y me fui a casa.

Después de ducharme, afeitarme y escurrir la ropa de deporte, volví a vestirme, pero esta vez con ropa mía. Me puse la chaqueta azul y un pantalón gris, y metí toda la ropa de Luke junto con los zapatos de Harlan Nugent en un par de bolsas de ultramarinos de plástico. Podría haber colgado todo en mi armario, pero no había por qué correr riesgos. La camisa tenía una marca de la lavandería, y con respecto al traje cabía la posibilidad de que fuera identificable de alguna manera. Con esa prueba del ADN que tienen hoy en día, vete tú a saber qué pueden y qué no pueden averiguar. Además, no iba a volver a ponerme aquella ropa. El traje no me sentaba bien, el cuello de la camisa tenía un estilo poco elegante y de la corbata mejor no hablar. Los zapatos eran una tentación: eran los primeros zapatos de trescientos dólares que había llevado jamás, y quería quedármelos. Pero eran un número más grande del que calzo, con lo cual me resultó algo más fácil renunciar a ellos.

Escondí el maletín detrás del panel del armario junto con el bolso de Tucumcari. Me metí las ganzúas en un bolsillo, los guantes en otro y me puse una corbata más bonita que la que me había llevado del piso de Luke. Cerré con llave y me fui.

Eché a andar en dirección este por la Setenta y uno, y al llegar a la esquina de Broadway entré en una cabina de teléfonos y marqué el 911.

—Hola —dije—. Mire, acabo de hacer una entrega en West End y la Setenta y cuatro y he notado un olor desagradable que salía de uno de los pisos. He estado en el ejército, y ese es un olor que a uno no se le olvida si lo ha olido alguna vez. Allí hay un cadáver, pondría la mano en el fuego. —La telefonista me preguntó cómo me llamaba—. No, no quiero verme involucrado —dije—. Si tiene que poner algo en el formulario, ponga Joe Blow. El piso es el 9 G, «G» de George, y el edificio es el número 304 de West End Avenue. He intentado decírselo al portero, pero creo que no me ha entendido. Tal vez porque su inglés no es muy bueno. 9 G, 304 West End. Allí hay un cadáver, apostaría cualquier cosa. Adiós.

El primer metro dirección norte que paró era un rápido. Lo cogí y me bajé en la parada de la calle Noventa y seis. Pasé por el torniquete y eché a andar por Broadway. El primer mendigo que vi era una mujer y el segundo un hombre corpulento. Di un dólar a cada uno. El tercero que vi era un hombre de aproximadamente mi talla. A él le di las dos bolsas de ultramarinos.

—¡Qué es esto! ¡Oiga! ¿Qué es esto?

—Espero que le sirvan —le dije. Di media vuelta y regresé al metro.

A las diez ya estaba en la tienda, ayudando a Raffles a perfeccionar su técnica para cazar ratones. Unas horas después me encontraba de nuevo en el piso de Luke, tratando de aparentar que era la primera vez que entraba en él. Previamente me había preocupado de dejar sus 240 dólares en el tarro de la mermelada. Esta vez los cogí, aunque recordarás que los repartí a medias con Doll.

A esto se le llama ética.

Cuando llegué a casa mi parte de los 240 dólares se había reducido sustancialmente. Había pagado veinte pavos por una enciclopedia de cromos de béisbol y cincuenta por una manta, y conforme avanzaba la noche, había seguido gastando dinero en taxis y café. Ahora eran las dos de la madrugada y llevaba despierto veinte horas. ¿Estaba acostado con la cabeza sobre la almohada? No, no lo estaba. Estaba sentado en mi sofá examinando cromos de béisbol y buscándolos en la enciclopedia.

Hay niños que nunca se hacen mayores.