En una ocasión, por poco tiempo, hubo un metro en la Segunda Avenida. En los años setenta cavaron un agujero en la calle de varios kilómetros de largo. Luego se quedaron sin dinero, por lo que dejaron todo hecho un desastre lo suficiente para que todos los comerciantes quebraran. Después rellenaron los túneles que habían cavado y se fueron a casa. En taxi.
Así fue como fui al centro. En metro habría ido más rápido y barato, pero habría perdido la oportunidad de decirle a Hashmat Tuktee cómo llegar a Ludlow Street cuando ni yo mismo estaba seguro de dónde se encontraba. Acababa de llegar de Tayikistán, se llamaba Hashmat Tuktee y sonreía satisfecho por cualquier cosa, como si todavía no se creyera la buena suerte que tenía.
—Soy tayiko —me dijo—. Probablemente pensar que soy uzbeko.
—Jamás se me hubiera ocurrido.
—¿Conocer mi país?
—Lo conozco cuando lo veo en el mapa. Es uno que tiene forma de conejo.
Tal vez no fue correcto decir esto, pese a que es completamente cierto.
—Somos gente orgullosa —dijo sonriendo—. Muy orgullosa.
Dio un pisotón al acelerador y dejamos atrás ocho o diez manzanas en un momento. Entonces llegamos a un semáforo y Hashmat dio otro pisotón al freno con la misma fuerza. Se giró y me sonrió.
—Dígame. ¿Qué ser conejo? —preguntó.
—Un animal de gran poder y sabiduría.
—Ah…
Yo sabía que Ludlow Street cruzaba Delancey, lo cual significaba que iba de norte a sur o al revés. Me figuré que probablemente empezaría o acabaría en Houston o en Canal, aunque no estaba del todo seguro…
No es necesario contar todo esto. Tomamos la Segunda Avenida y fuimos a Houston. Encontramos Ludlow y avanzamos lentamente hasta que vi el Café Villanelle, un bajo oscuro y pequeño encajado entre un edificio sin luz y un solar. Hashmat Tuktee sonrió de oreja a oreja cuando lo vio.
—Como mi ciudad —dijo—. Como Dushanbe.
—¿De veras?
—Ahora peleas allí. Quemar casas, romper ventanas. Somos gente orgullosa.
—Eso tenía entendido.
—Grandes luchadores —añadió, mostrándome los dientes—. Luchamos como conejos.
Una villanelle, como probablemente todo el mundo sabe, es una antigua composición métrica francesa en la que dos versos terminan las estrofas por turnos y luego acaban formando el último pareado de la última estrofa. (Seguro que hay una manera mejor de explicarlo, pero yo no la sé). Dylan Thomas escribió un par de villanelles, una de las cuales es «Do Not Go Gentle into That Good Night». Más recientemente Mary Hacker ha empleado esta forma métrica de una manera interesante.
No oí ninguna villanelle en la cafetería del mismo nombre, ni nada que se pareciera a cualquier composición métrica tradicional. Oí imágenes impresionantes («¡Pintaré el paladar de tu boca con sangre menstrual!»), algunas rimas notables («Madre, si tú tienes un par de ovarios / Madame Bovary tiene varios») y de vez en cuando alguna frase que me resultaba conocida («¿Que por qué te odio? Joder, déjame que cuente las veces…»).
El local era pequeño y oscuro. Las paredes y el techo eran negros, y la única iluminación que había la proporcionaban unas velas negras colocadas en latas de comida para gatos vacías. No estaba muy concurrido, de modo que no tuve dificultad en encontrar a Patience y conseguir un sitio a su lado.
No sé el tiempo que estuvimos allí. Consulté mi reloj en un par de ocasiones. Si hubiera habido más luz, quizá hubiera sacado la cartera y mirado mi calendario. Algunos poetas recitaban su obra con una monotonía y falta de modulación intencionada. Otros declamaban y ponían mucho sentimiento. Un tipo de frente amplia y una melena lacia que le llegaba a los hombros cantó algunos poemas, acompañándose con una guitarra. Sólo sabía un par de acordes, pero daba igual porque sólo tocaba dos melodías: The Yellow Rose of Texas y Moonlight in Vermont.
Nada dura eternamente. Al final la mujer que al parecer estaba a cargo del acto anunció que el programa de aquella noche había concluido, pero que aquellos a quienes les apeteciera estaban invitados a una sesión informal. Se me encogió el corazón ante aquella perspectiva, pero Patience ya estaba poniéndose en pie y la seguí a la calle.
Un taxi vacío pasaba justo cuando salimos por la puerta del Villanelle. Dios sabe qué estaría haciendo allí. Yo diría que estaba perdido. Alcé una mano y lo encontré; subimos y Patience le dio su dirección.
Vivía en la calle Veinticinco entre Park y Madison, dos plantas encima de una tienda que vende máquinas de coser reparadas. No hablamos mucho durante el camino. Ella se mostraba reservada. Al llegar a su piso, preparó una jarra de infusión de hierbas y sirvió dos tazas. Sabía como si pudiera curar prácticamente cualquier cosa.
—Lo siento, Bernie —dijo, de pie al lado de la ventana y con la mirada fija en una pared desnuda—. Has sido muy amable al venir, pero no debería haberte arrastrado hasta allí. Ha sido terrible, ¿verdad?
—No ha estado tan mal. Pensaba que ibas a leer.
—No me sentía con ganas. No es un lugar que invite a leer.
—Bueno, tenían velas negras.
—Ya sé que suena raro, pero siempre que veo una vela negra espero que tenga una llama negra. Pero, por supuesto, nunca es así.
—Pues no.
—Los poemas eran espantosos, ¿verdad?
—Bueno…
—Son una buena terapia —añadió—. Es maravilloso que esas personas puedan sacar toda esa emoción a la superficie. Y que actúen es una parte muy valiosa del proceso. Para ellos es una situación realmente embarazosa. Algunos no serán las mismas personas después de esta noche.
—No me extraña.
—Sin embargo, los poemas por sí solos bastaban para hacerte llorar.
—No eran tan malos —dije—. El tipo de la guitarra…
—Los poemas no eran todos suyos. Muchos eran de Emily Dickinson. Se puede cantar casi cualquier poema suyo con la melodía de The Yellow Rose of Texas. Y con Moonlight in Vermont se pueden cantar todos los haikus habidos y por haber.
—¿De veras?
—Te lo aseguro. Los haikus son una monserga, / tonterías pretenciosas, / métetelos donde te quepan. Prueba tú, Bernie.
—«¿Los japoneses a quién quieren engañar? / ¿acaso creen que escriben poesía / cuando sólo están marcando el compás?».
—Eso es. No tienen nada de especial. Un perro de las praderas y un melón / pompa y circunstancia / Luz de luna en Vermont.
—Pues este me gusta bastante: Un perro de las praderas y un melón…
—No sé… —dijo ella—. Quizá debería apuntármelo.
Cuando salí del ático de Patience cogí un taxi para volver a casa. Al llegar a la puerta de mi piso, oí sonar el teléfono, pero para cuando entré ya había dejado de sonar. Colgué la chaqueta. Me había quitado la corbata antes, en el Villanelle, donde incluso sin ella había tenido la sensación de ir vestido con demasiada elegancia. La saqué del bolsillo y la miré con gesto ceñudo, preguntándome si se le quitarían las arrugas dejándola colgada. La colgué para darle una oportunidad y entonces volvió a sonar el teléfono.
Era Doll.
—Gracias a Dios —dijo—. No sé cuántas veces te he llamado.
—¿Qué sucede?
—Seguro que no has visto las noticias.
—No.
—Ponlas ahora. Tienes cable, ¿no? Ponlas ahora mismo. Te espero.
—¿Pero qué tengo que poner? ¿La CNN? ¿Headline News?
—Channel One. Ya sabes, la cadena que emite noticias las veinticuatro horas del día. Ponla.
—Aguarda —dije.
En primer lugar tuve que ver cómo un reportero que mostraba compasión de una manera muy profesional entrevistaba a los supervivientes de un incendio en un edificio de viviendas cerca de Boston Road, en el barrio de Morrisania del Bronx. Luego pasaron a una mujer negra de tez clara que informaba en directo desde delante de un edificio que me resultaba familiar. Decía que gracias a un aviso anónimo se había encontrado en un lujoso piso de Upper West Side el cuerpo desnudo de Lucas Santangelo, edad treinta y cuatro años, residente en el 411 de la calle 46 Oeste. El fallecido, un actor en paro, no tenía relación conocida con los inquilinos del piso, el señor Harlan Nugent y su señora, quienes, según los vecinos del edificio, se encontraban en el extranjero.
«Al parecer la muerte ha sido causada por un impacto de bala —prosiguió la periodista—, pero en este momento todavía se desconoce si la víctima se disparó a sí misma o no. Tengo el presentimiento de que este asunto va a dar más que hablar, Chuck».
«Gracias, Norma. Ahora pasemos al tiempo previsto para mañana…».
Apagué el televisor y volví al teléfono.
—Vaya… —exclamé.
—Ya debían de haber sacado el cadáver en una bolsa cuando hemos ido —dijo Doll.
—¿Estás segura?
—¿No te acuerdas de la anciana que decía que había policía en los pasillos? ¿De qué crees que estaba hablando?
—Pensaba que estaba diciendo que una mujer había matado a su marido.
—Estaba equivocada. Todavía no lo habían identificado.
—La dirección que han dado…
—Queda muy al oeste de la calle Cuarenta y seis. Es una casa de huéspedes. Cuando llegó a Nueva York estuvo viviendo allí durante dos años. El caso es que el piso de West End nunca ha estado a su nombre. Se lo había subarrendado uno de esos arrendatarios con piso de alquiler controlado. Así era como podía permitirse vivir allí. Bernie, ¿qué vamos a hacer?
—Tú no sé, pero yo voy a acostarme —dije—. Antes pensaba ducharme, pero lo dejaré para mañana.
—Pero…
—Estás afectada porque era tu novio —añadí—. Yo en cambio ni siquiera le conocía.
—Su piso está lleno de mis huellas dactilares.
—Acabas de decir que el piso estaba a nombre de otra persona. Puede que no lleguen a descubrirlo.
—Lo harán —dijo ella—. Irán a la casa de huéspedes, hablarán con la persona adecuada y averiguarán que ya no vivía allí. Luego llamarán al despacho del sindicato de actores y conseguirán la dirección correcta. Lo único que tienen que hacer es consultar la guía telefónica, joder. Lucas Santangelo, West End 304. Incluso la policía debería ser capaz de averiguar eso.
Yo no estaba tan seguro, pero lo pasé por alto. Le dije que si alguien daba la información de que había tenido una relación sentimental con él quizá se viera involucrada en el caso. De suceder esto, lo único que tenía que hacer era contar una versión abreviada de la verdad.
—No le conocías tan bien —dije—. Era uno de los varios hombres con los que tenías amistad…
—Oye, eso hace que parezca una fulana.
—… y te habías separado de él hacía poco. La última vez que lo viste fue la semana pasada. ¿Y qué si has dejado tus huellas dactilares en su casa? Me sorprendería que examinaran detenidamente su piso. Me figuro que pensarán que se ha suicidado.
—¿Y por qué iba a suicidarse?
—No sé por qué lo hace nadie —respondí—, pero al parecer se trata de algo que la gente hace continuamente. Quizá tenía la impresión de que no le iba bien en la vida.
—Ya tenía un maletín con medio millón de dólares en cromos de béisbol y se sentía tan deprimido que se pegó un tiro… ¿Dónde habrá conseguido el arma?
—Puede que siempre la haya tenido.
—Tú has registrado su piso de arriba abajo esta tarde —observó ella—. ¿Has visto algún arma?
—No, ninguna —respondí—, pero es difícil imaginar que volviera a meterla en el cajón de los calcetines tras dispararse con ella arriba, en el 9 G.
—Ya —dijo ella con voz queda.
—Eso es porque estás demasiado afectada para pensar con claridad. Yo no estoy afectado, pero desde luego me siento agotado. Ha sido un día muy largo.
—Han pasado casi doce horas desde que nos reunimos en tu librería.
—Y a esa hora para mí ya había pasado la mitad del día. He abierto a eso de las diez.
—Entonces llevas levantado desde… ¿las ocho?
—Más o menos.
—Será mejor que te deje ir a dormir —dijo—. Supongo que sólo quería asegurarme de que no hay nada de qué preocuparse.
—¿Eso es todo? Pues es cosa fácil. No tienes que preocuparte por nada, Doll. Tú también deberías dormir un poco. Mañana te llamo.
Me desnudé y decidí que después de todo me apetecía ducharme. Daba igual lo tarde que fuera o el tiempo que llevara levantado. Después me puse un albornoz y busqué en el bolsillo de mi chaqueta ¡Un triple de pie!. En el dorso del cromo se enumeraban todos los golpes a tercera base que Ted Williams había realizado hasta 1949 y se indicaban los años en que los había hecho y si habían sido en Fenway o en otros campos. Sin embargo no se indicaba cuántas veces había hecho un triple de pie del tipo que se mostraba en la ilustración de la cara ni cuántas veces había tenido que arrojarse al suelo para tocar base.
Maldita sea, pensé. Las mentes inquisitivas siempre quieren enterarse de todo…
Suspiré, me subí a un taburete y me dediqué a quitar los tornillos que sujetan el panel que hace que el fondo de mi armario parezca menos profundo de lo que es. Podría haber acostado a mis ganzúas y mis sondas en el compartimiento que acababa de abrir, pero decidí no hacerlo. Últimamente me había acostumbrado a llevarlas encima. Aunque no sé si me habría sentido desnudo sin ellas, lo cierto es que decidí seguir dejándoles espacio en mi bolsillo durante una temporada.
También podría haber cogido parte o la totalidad de los 8350 dólares de Harlan Nugent. Todavía estaban allí, donde los había escondido el viernes por la mañana. Tarde o temprano sería preciso llevarlos al escondrijo de Carolyn, por si acaso tenía que pagar otra fianza para sacarme de la cárcel. Pero eso podía esperar.
Lo que hice en cambio fue sacar un maletín color canela del mejor cuero Hartmann con las esquinas reforzadas de latón. Las partes de metal que lucía eran de latón a juego, y entre ellas había un par de cierres provistos con sendas cerraduras de combinación de tres números.
Lo llevé al salón y me senté en el sofá con él. Por lo general las cerraduras de las maletas sirven más bien de ostentación que como medida de seguridad. Cualquiera que tenga la fuerza bruta suficiente para arrancar la anilla de una lata de refresco puede abrirlas con un martillo o forzarlas haciendo palanca con un destornillador. Una persona de talante más apacible puede simplemente mover los números. Al fin y al cabo sólo hay mil posibilidades. Resulta muy aburrido, ya que tienes que comenzar por 0-0-0 y seguir con 0-0-1, 0-0-2, etcétera; sin embargo, en cuanto le coges el tranquillo, no es complicado. Si lo haces a paso de tortuga, es decir, si tardas cinco segundos por combinación, haces doce por minuto, 120 cada diez minutos y al final llegas al 9-9-9 en ¿cuánto? ¿En hora y media?
Como el mecanismo es bastante sencillo, también es fácil de forzar, y eso fue lo que hice. Una vez hecho esto, había vuelto a poner las dos combinaciones en el 4-4-2, que es el número de la casa en que viví de pequeño (y el lugar donde antaño estaban mis cromos de béisbol). Las abrí de nuevo para poner ¡Un triple de pie! junto con sus compañeros.
Ya sé, ya sé… Te estarás preguntando de dónde ha salido el maletín. ¿No acabábamos Doll y yo de pasar parte de la tarde buscándolo infructuosamente?
Bueno, aunque me duele reconocerlo, he de decir que no he sido del todo justo contigo, querido lector. Comencé la jornada algo antes de lo que pueda haberte hecho creer (a ti y a Doll Cooper). El caso es que me he saltado unas cuantas cosas en la narración…