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—Aquí está —dije—. La serie Ted Williams de Mostazas Chalmers de 1950. «Una larga colección de cromos fabricada y distribuida de forma restringida en Boston. El interés del público disminuyó a medida que la temporada fue avanzando, y los últimos cromos tuvieron una tibia acogida, quizá como consecuencia del mediocre rendimiento del protagonista en el campo de juego». —Alcé la mirada—. Supongo que el Flaco Maravilloso tuvo un mal año. No sabía que le había ocurrido algo así. He visto hace un momento un libro sobre la historia del béisbol. Podríamos consultarlo.

—¿Es necesario?

—Supongo que no —dije—. Al fin y al cabo, ¿qué más da? Sólo pensaba que como estamos aquí, no nos costaría nada hacerlo.

Nos encontrábamos en Shakespeare & Co., una librería situada a seis o siete manzanas al norte del piso de Luke Santangelo, el que habíamos registrado. Habíamos echado a andar por Broadway, nos habíamos abierto camino por entre la muchedumbre que el domingo hace cola para comer en Zabar y ahora estábamos consultando una enciclopedia de cromos de béisbol. En la tapa ponía que era completa, algo que no era difícil de creer. El mamotreto pesaba más que un bate de Hank Aaron.

En todos los quioscos de periódicos que habíamos pasado en nuestro camino habíamos visto un surtido de catálogos de precios de cromos de béisbol, pero en general estaban limitados a las colecciones lanzadas por los fabricantes más importantes a partir de 1948. Nuestro cromo se ajustaba a los parámetros cronológicos, pero era exclusivamente esotérico y había tenido una distribución demasiado rara como para que las revistas le concedieran espacio. Los libros que Ray Kirschmann había encontrado en mi tienda probablemente incluían la colección Chalmers, pero Ray y el patán de mirada severa que trabajaba de ayudante del fiscal de distrito los habían confiscado.

Mejor que mejor. Estaban anticuados. Además no habría querido ir de nuevo a la tienda: habría acabado dando de comer otra vez al gato.

—Aquí está nuestro cromo —dije—. ¡Un triple de pie!. Número 34, lo cual significa que es uno de los difíciles.

—¿Cuánto vale?

—Ciento veinte dólares. En estado CP. En MB sólo treinta pavos. CP es casi perfecto y MB muy bueno.

—¿El nuestro en qué estado se encuentra?

—Supongo que en CP. No sé cómo clasifican estas cosas, pero eso es lo que yo diría.

—Bien, ¿qué más da? —dijo ella—. Después de todo por lo que hemos pasado hoy, tenemos un cromo que vale entre treinta y ciento veinte dólares. Y eso suponiendo que queramos venderlo. ¿Cuánto sacaríamos?

—Pues no lo sé, Doll.

—¿Veinte dólares?

—Por supuesto.

—¿Cincuenta?

—Probablemente no. Vale más que eso, pero a un tratante normal y corriente no se le cortaría la respiración al verlo. No es más que un cromo de una colección que a la mayoría de coleccionistas no le interesa. Si fuéramos a Boston…

—Ya, estupendo… —exclamó ella—. No nos faltaba más que coger el puente aéreo para sacar cincuenta dólares por el jodido cromo.

—No estaba sugiriendo que lo hagamos. Estaba hablando hipotéticamente.

—Lo sé. Lamento haber perdido los nervios. Vámonos de aquí, ¿vale? Y pon el libro en su sitio antes de que te arresten por ratero.

Vaya idea.

—Creo que voy a comprarlo —dije.

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?

—Supongo que porque me quema el dinero en el bolsillo. Me refiero a la mitad de los doscientos cuarenta dólares que hemos cogido del tarro de mermelada de Luke. Además me gustan los libros, y este me trae recuerdos de la infancia. De pequeño coleccionaba cromos de béisbol, ¿no te lo he mencionado?

—Sí —dijo ella—. Lo has mencionado.

Acabamos recorriendo todo el camino hasta su casa a pie.

¿He mencionado que hacía un día precioso? Era una tarde perfecta de septiembre, y decidimos atravesar Central Park dando un tranquilo paseo. En cuanto cruzamos Central Park West y entramos en el parque, el paisaje pasó de ser de un escenario de Norman Mailer (o quizá de Norman Bates) a uno de Norman Rockwell. Las familias extendían manteles a cuadros sobre la hierba y abrían cestas de picnic. Los enamorados paseaban cogidos de la mano, se apretaban en los bancos y se tumbaban desvergonzadamente en el césped abrazados. Los bebés trataban de dar sus primeros pasos, los críos lloriqueaban y vomitaban y los niños arrojaban palos para que los perros fueran a recogerlos. (Es una pérdida de tiempo hacer eso con un gato).

Ahora bien, sé perfectamente bien que era un espejismo. Lo sabía incluso en ese momento. La mitad de los chavales que estaban haciendo cabriolas con sus bicicletas seguramente las habrían obtenido de otros chavales a punta de pistola. La mitad de los tipos que tenían la mirada perdida plácidamente en la distancia estarían demasiado colocados para pestañear. Algunos enamorados asesinarían a sus parejas antes del anochecer, mientras que otros estaban haciendo todo lo posible para propagar enfermedades y aumentar la población. Las familias eran disfuncionales, los bebés eran futuros supervivientes de relaciones incestuosas y todos los perros tenían pulgas.

Pero el espejismo funcionaba a pesar de los pesares. Nos lo creímos en la medida de lo posible, caminando por aquellos senderos de tres carriles, observando cómo se ondulaban suavemente sobre el césped. Ya no éramos un par de delincuentes impenitentes discutiendo sobre el mínimo rendimiento que arrojaba nuestra empresa ilegal. Nos habíamos convertido en una pareja encantadora con brío en los andares, una canción en los labios y amor, no latrocinio, en el corazón.

En un momento dado hicimos un alto en el camino y tomamos asiento en un banco verde de listones. En el banco de enfrente, una anciana con un chal estaba dando de comer palomitas Cracker Jack a un par de ardillas grises. Nos quedamos un rato mirando. Luego empecé a hablar (da igual sobre qué) y Doll me escuchó (da igual con qué atención). Acabé de decir lo que estuviera diciendo, pasé un brazo por sus hombros y ella se volvió para mirarme.

Entonces nos besamos.

Nos apretamos el uno al otro, sin aliento, hasta que tuvimos que hacer una pausa para respirar. Miré al otro lado del sendero y sorprendí a la anciana observándonos. Me miró con una sonrisa de oreja a oreja, arrojó las últimas palomitas que le quedaban a las ardillas, hizo unos chasquidos con la lengua que podían ir dirigidos tanto a ellas como a nosotros, y se alejó andando como un pato.

—Oh, Bernie… —exclamó Doll.

Me puse en pie. Ella hizo ademán de levantarse, pero se lo impedí con una mano sobre el hombro.

—¿Adónde vas?

—Ahora vuelvo. Espérame.

—Por supuesto… —dijo ella.

Como guiado por una mano divina, doblé la primera curva del camino y antes de haber recorrido cincuenta metros, me topé con una joven pareja de orientales que tenía dos hijos. Habían terminado su picnic y metido todo en su canasta de paja excepto la manta. El hombre y la mujer estaban sacudiéndola y se disponían a doblarla. Los niños estaban mirando, fascinados.

—Esa es una manta estupenda —le dije al joven padre—. Le doy cincuenta dólares por ella.

Mientras me alejaba, con la manta al hombro, pude oír a la niña preguntar por qué el hombre se había llevado la manta. «Es que el hombre ha ligado», sugirió su hermano. «¡Charles! —exclamó su madre—. ¿Has oído lo que ha dicho? ¿Dónde aprenden esa clase de cosas?». «Eso digo yo. ¿Dónde?», dijo Charles, antes de que su voz quedara fuera del alcance de mi oído.

Doll se encontraba donde la había dejado.

—Una manta —dijo cuando me vio aparecer—. Bernie, eres un genio.

Entonces se levantó y me cogió del brazo, y fuimos a extender nuestra manta bajo los árboles.

Salimos del parque a la altura del cruce de la calle Noventa con la Quinta Avenida, abandonando el mundo de Norman Rockwell por el de Norman Schwarzkopf (o quizá hubiera que decir el de Norman Lear). Yo tenía todavía la enciclopedia de cromos de béisbol en la bolsa de Shakespeare & Co., y Doll tenía las prendas de vestir que había recuperado en el piso de Santangelo. La manta de picnic la habíamos dejado en el parque para cualquier persona que la necesitara a continuación. Aunque habíamos regresado a la realidad urbana, todavía conservábamos el calor que nos había proporcionado nuestro bucólico idilio, el cual hacía que nos cogiéramos de la mano cuando cruzábamos la calle, algo que no habíamos hecho antes de nuestra parada.

Hicimos un alto en el camino para entrar en un restaurante italiano de la Segunda Avenida. Tenían media docena de mesas en la terraza; nos sentamos en una de ellas y tomamos un café cada uno y una focaccia de queso y jamón de Parma entre los dos. Fue recomendación de Doll, quien también había escogido el restaurante. Ahora estábamos en su campo, a sólo unas manzanas de su piso.

Cuando trajeron la cuenta, fue ella quien la cogió.

—No discutas —dijo—. Tú has pagado la manta.

—Los cincuenta dólares que he gastado más a gusto en mi vida.

—Eres encantador, Bernie.

—Tú tampoco estás mal.

—Ojalá…

El pensamiento se esfumó en sus labios.

—Si los deseos fueran caballos, los ladrones cabalgarían. Pero no lo son, y por tanto no cabalgamos. Esta tarde ha sido un regalo, Doll.

—Lo sé.

Su casa de la calle Setenta y ocho resultó ser un edificio de piedra rojiza y estilo italiano. Se encontraba más cerca de la Primera Avenida que de la Segunda. Cuando llegamos al portal, me dijo:

—Yo me bajo aquí. ¿Quieres subir un momento? Tengo el piso revuelto, pero podré soportarlo si tú también puedes.

En el vestíbulo eché un vistazo al tablero de los timbres mientras ella buscaba las llaves en su bolso. La tarjetita del timbre del 5 D rezaba «G. Cooper». Cuando se disponía a meter la llave en la cerradura, Doll me preguntó si me importaba sacar mis herramientas y mostrarle mis habilidades.

—Ni siquiera necesito las herramientas —dije—. Esto se puede abrir con el palo de un helado.

Saqué un calendario de plástico de mi cartera, el regalo anual de un hombre llamado Michael Godshaw, que vive con la esperanza puesta en que algún día le compre una póliza de seguro de vida. El calendario es de un plástico más flexible que el de la mayoría de tarjetas de crédito. Además no importaba que se rompiera.

Pero no se rompió. Abrí la puerta al menos con la misma rapidez que si Doll lo hubiese hecho con la llave.

—Esto no admite disculpa —dije—. La cerradura no está mal, pero tienes que poner aquí un pedazo de metal, porque de lo contrario hasta un niño de dos años podrá entrar con una tarjeta. Cualquier cerrajero podrá ponértelo. No te molestes siquiera en llamar al dueño de la casa. Llama a alguien para que te lo haga.

Cuando vives en una casa de cinco pisos sin ascensor, te acostumbras a las escaleras. Yo no vivía en una casa así, por lo que no estaba acostumbrado. Además había sido un día muy largo. No llegué al extremo de detenerme en los rellanos para tomar aliento, pero pensé en hacerlo.

Doll tenía su puerta asegurada con tres cerraduras, una de las cuales era una cerradura de seguridad Fox. Parecía bastante segura, y ninguno de los dos estaba de humor para probarla. Doll abrió las tres cerraduras y me hizo pasar. Había dos espacios; una cocina con una mesa de superficie de cinc y dos sillas de mimbre, y lo que los ingleses llaman un bed-sitter, lo cual significa, supongo, un lugar en el que te puedes sentar o ir a la cama, lo que prefieras. Supongo que podrías hacer allí lo que te apeteciera, incluso arrojarle bolas de papel a un gato, aunque a duras penas.

—Siéntate —dijo—. Voy a preparar café. ¿O prefieres un vaso de vino?

Le dije que el vino me parecía bien. En lo que se refería al robo de pisos, ya había acabado la jornada, así que ¿por qué no? Doll regresó de la cocina con dos vasos llenos y me tendió uno.

—Salud —dije—. Parece que los duendes han pasado por aquí. Espero que también hayan ido a mi piso.

—¿De qué estás hablando?

—Antes has dicho que tenías el piso revuelto. Pero parece que han venido los duendes y lo han limpiado.

—Ah… —exclamó—. Bueno, a decir verdad, no suelo tenerlo más revuelto de como está ahora. Tengo la costumbre de ser ordenada.

—Ya me he fijado en esa costumbre antes —dije—. En West End Avenue.

—Quería revolverlo todo —dijo ella—. Estaba enfadada con Luke por haber robado los cromos de Marty.

—Cuando nos marchamos estabas todavía más enfadada.

—Lo sé. Sigo pensando que deberíamos haber tirado las pastillas y la droga al retrete.

—Y de paso haber pintado frases de contenido satánico en las paredes y haberle pegado fuego a la cama.

—Vaya, no se me había ocurrido —dijo.

Encendió el televisor; nos sentamos el uno al lado del otro en la estrecha cama y nos pusimos a verla (quizá por esto llaman bed-sitters a estas habitaciones: la cama está ahí, y tú vas y te sientas en ella). Vimos el final de Sesenta minutos y luego pusimos una serie británica basada en una novela de espionaje de John Gardner. Los personajes llevaban chaquetas de punto apolilladas y vivían en bed-sitters para que uno supiera que se trataba de una serie intelectual.

Acabó, finalmente, y Doll cambió de canal. Fue a la cocina por más vino mientras una mujer con una típica sonrisa de presentadora decía: «… la identificación del cuerpo desnudo de Upper West Side. Película a las once».

Doll regresó con el vino y preguntó:

—¿Qué han dicho sobre un cuerpo desnudo?

—Un cuerpo decapitado hallado en un bar de Striptease —dije, repitiendo el titular favorito del Post de todo el mundo—. Y película a las once. ¿Qué hora es? ¿Las nueve? —Miré mi reloj—. ¿Las diez? ¿Son realmente las diez?

—Eso marca mi reloj.

—¿Ese programa duraba dos horas? Ya decía yo que era una hora muy larga. Joder…

—¿Qué sucede?

—Llego tarde. Joder…

—¿A qué llegas tarde?

—Tengo que ir a una lectura de poesía en Lower East Side —dije—. Empieza a las diez.

—No puedes habértelo inventado —dijo—. Nadie se inventaría algo así. No te olvides de tu libro.

—Ah, sí. Gracias.

—De nada. ¿Bernie? Me lo he pasado muy bien hoy.

—Yo también, Doll.

Me cogió una mano y la apretó. Cualquiera de los dos podría haber dicho algo. Pero ninguno lo hizo.

Me fui, y cuando llegué al rellano de la cuarta planta oí cómo cerraba la puerta.