—En 1950 —le dije a Carolyn—. Mostazas Chalmers sacó al mercado una promoción especial. Cada vez que comprabas un tarro de su mostaza, te regalaban un cupón. Si lo enviabas por correo, te regalaban tres cromos de béisbol.
—Es la primera vez que oigo hablar de Mostazas Chalmers.
—Eso es porque no eres de Boston. Chalmers es una empresa estrictamente local, y supongo que hace unos años fue adquirida por alguna sociedad importante. Sin embargo en su época debió de ser muy popular. Si comprabas una salchicha en Fenway Park, te ponían mostaza Chalmers.
—A menos que dijeras: «¡Alto, que me amostazo!».
—Había cuarenta cromos en total —proseguí—, y en todos ellos aparecía el mismo jugador, Ted Williams, que en aquel entonces era lo único que en Boston tenía más popularidad que la mostaza Chalmers. Aparecía en varias posturas y haciendo cosas diferentes. Principalmente bateando, desde luego, pero también cogiendo bolas altas, corriendo de base a base, escuchando el himno nacional con la gorra en las manos y firmando autógrafos a los niños.
—Me hago una idea.
—Para reunir los cuarenta cromos, uno habría tenido que comprar toneladas de mostaza.
—Catorce tarros —dijo Carolyn—. Y te quedarían dos repes que podrías cambiar por Dwight Gooden.
—Aún no había nacido en aquel entonces. El problema es que uno no recibía necesariamente cromos diferentes cada vez que enviaba un cupón, al igual que ocurre hoy día cuando compras un sobre de cromos de béisbol en una tienda de chucherías. Supongo que de algunos cromos sacarían una cantidad mayor que de otros y que los más difíciles de conseguir no serían distribuidos hasta el final de la promoción. La intención de Chalmers era hacerte comprar toda la mostaza posible.
—Muy astuto.
—Pero no muy eficaz, como luego se demostró, ya que los niños se cansaron de recibir siempre los mismos cromos de Williams cada vez que aparecía el cartero. Y supongo que sus padres se cansaron de comprar botes de mostaza. Además, en aquella época no había inversores, de manera que la promoción fue perdiendo interés y la cantidad de cromos 31 y 40 que consiguió llegar a manos de los coleccionistas fue relativamente baja. Esto hace que la colección sea difícil de completar.
—Y valiosa, supongo.
—Pues no —dije—, ya que fue una colección de alcance estrictamente regional, limitada a un único jugador, de modo que no se trata de algo que uno deba tener necesariamente para considerar su colección completa. Ni siquiera consta en la mayoría de las enciclopedias de cromos. Y los cromos son bastante feos, según Stoppelgard. Las fotos son todas en blanco y negro y la impresión deja mucho que desear. Además, la serie es demasiado larga. Una docena de cromos dedicada a un solo jugador puede resultar interesante, pero cuarenta son demasiados. De ahí que la serie nunca llegase a ser popular.
—¿Cuánto vale?
—No es fácil calcularlo. Si lo que deseas es la colección completa, tienes que dedicarte a buscar los cromos uno por uno e ir reuniéndolos poco a poco. Hay que tener cuidado con el estado en que se encuentren, ya que muchos cromos tienen una impresión bastante deficiente. Le pedí insistentemente a Stoppelgard que me diera un número, y me dijo que el 40 es verdaderamente raro, y es probable que llegue a salir por mil dólares. Los más comunes de la colección cuestan entre diez y veinte dólares. Los cromos 31 y 39 podrían llegar a venderse por cien dólares cada uno.
—Entonces la colección completa valdrá…
—En torno a los tres mil dólares. Calderilla, según Borden Stoppelgard, pero esto es lo de menos. Lo importante es que Marty Gilmartin la tenía y Stoppelgard no.
—¿Y Stoppelgard quería tenerla?
—Desesperadamente. Pero Gilmartin no quería vendérsela. A Gilmartin le importaba un rábano Ted Williams, pero aun así se negaba tercamente a desprenderse de ella, una actitud que a Stoppelgard le parecía propia del perro del hortelano.
—Y ahora quiere que tú le des la colección.
—Junto con el resto de los cromos de Gilmartin, a cambio de lo cual él me ha ofrecido un arreglo muy tentador para el alquiler de la tienda. Ojalá tuviera los malditos cromos. Aceptaría el trato sin pensarlo dos veces.
—¿De veras, Bern? Creía que la colección de Gilmartin valía un millón de dólares.
—Eso dice Gilmartin. Está asegurada sólo por la mitad de esa cantidad, lo cual significa que la compañía de seguros probablemente pagaría el veinte o el veinticinco por ciento de medio millón para no tener que pagar la reclamación. Si le dejara a Ray ser el intermediario, él acabaría embolsándose la mitad, de modo que a mí me quedarían… ¿Cuánto? ¿Cincuenta mil dólares?
—Si tú lo dices.
—Me saldría más a cuenta vender los cromos directamente a un perista —dije—. De ese modo mis ganancias podrían alcanzar una discreta cifra de cinco ceros. Como me indicó Stoppelgard, el nuevo alquiler me saldría casi por esa cantidad el primer año. Ya lo creo que habría aceptado el trato.
—No creo que te creyera cuando le dijiste que no tienes los cromos.
—Pues no sé qué decirte…
—¿Por qué?
—No creo ni que le importara —respondí—. Si quiero prorrogar el contrato, todo lo que tengo que hacer es llevarle medio millón de dólares en cromos de béisbol. A él le da igual que sean los de Marty. Ni siquiera le importa que la colección de Mostazas Chalmers forme parte del paquete, aunque desde luego sería de agradecer. Le da igual de dónde hayan salido. Incluso me atrevería a decir que le da igual si son cromos de béisbol. Se conformaría con primeras ediciones de Sue Grafton si entre todas suman medio millón. Ya sabes lo que decía Scott Fitzgerald.
—¿El hermano de Geraldine?
—«Los muy ricos son distintos de ti y de mí». Pues bien, lo mismo cabe decir de los muy codiciosos. Cuando pensaba que yo era un librero pobre pero honrado, Stoppelgard quería echarme de su edificio. En cuanto se ha enterado de que soy un delincuente convicto, ha venido corriendo a hacerse amigo mío porque piensa que puede utilizarme.
—¿Y puede hacerlo?
—Espero que sí —dije—, porque lo que quiero es salvar mi tienda, y por primera vez desde hace semanas tengo esperanzas.
También tenía Perrier. Estábamos en el Bum Rap, y no quería beber nada que pudiera hacerme perder reflejos u ofuscarme el juicio, ya bastante poco fiable de por sí.
—No es que tenga planeado nada aparte de pasar la noche en casa tranquilamente —expliqué—, pero no quiero descartar ninguna posibilidad.
—Lo comprendo, Bern.
—No sé por qué, pero pasar una noche en una celda te deja fuera de juego —dije—. Cuando Patience telefoneó a la tienda, la llamé Doll. Pero no se dio cuenta. Pensó que era una expresión desenfadada y cariñosa.
—No habría funcionado si la hubieras llamado Gwendolyn.
—Cierto.
—¿Por qué pensaste que se trataba de Doll?
—No lo sé.
—¿Estabas pensando en ella?
—Conscientemente no. Estaba en medio de una conversación con Borden Stoppelgard. Si estaba pensando en alguien, era en Ted Williams.
—No creerás que…
—No —dije—, no lo creo.
—No me has dejado acabar la pregunta.
—«¿No pensarás que son la misma persona?». Esa era la pregunta, ¿verdad? Pues bien, la respuesta es no.
—¿Te has parado a pensar en ello?
—No quiero pararme a pensar en ello —dije—, porque es totalmente imposible. Son dos mujeres diferentes.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Las he visto, Carolyn.
—De acuerdo. Pero ¿las has visto alguna vez al mismo tiempo?
—No —dije—, y es probable que no lo haga nunca, pero si se da el caso, no será difícil diferenciarlas. Para empezar, Doll es morena y Patience es rubia oxigenada.
—¿Has oído alguna vez hablar de las pelucas, Bern?
—Patience le pasa a Doll sus buenos diez centímetros.
—Tacones altos, Bern.
—Déjalo ya. Patience parece salida de un cuadro de Grant Wood o Harvey Dunn. Es alta, esbelta y tiene la cara larga y las facciones angulosas. Doll tiene la cara con forma de corazón y las facciones correctas.
—Oye, no era más que una idea, Bern.
—Son dos mujeres diferentes.
—Bien. Pero no te pongas como un energúmeno conmigo. He tenido un mal día.
—Lo siento.
—He estado despierta media noche preocupada por ti y luego he tenido que lavar y peinar a un puli con rizos de rasta. ¿Sabes el desafío que eso supone? Los pulis y los komondors son los rastafaris del mundo de los perros. —Cogió su vaso, vio que estaba vacío e hizo una mueca—. Una de dos: o pido otro o me voy a casa. Creo que voy a irme a casa.
Fui al norte en metro. No me detuve a comprar el periódico, y nadie me detuvo para pedirme que me desviara de mi camino. Miré alrededor, como si tuviera la esperanza de ver a Doll Cooper acechando en algún portal. Pero no la vi. Fui andando hasta casa y saludé al portero con la cabeza, quien me correspondió de la misma manera. Era uno de los que conocía sólo por gestos. ¿Sería el mismo que había informado de mis movimientos a la poli? Decidí que sí, y acto seguido decidí que su sobre del aguinaldo iba a ser un poquito más delgado aquel año.
Encontré mi piso tal como lo había dejado. Esperaba que algún duende hubiera entrado y lo hubiese limpiado en mi ausencia, pero no había sido así, y tampoco Ray Kirschmann había ido a registrarlo. Encendí el televisor, y durante la segunda tanda de anuncios llamé a Hunan Miracle y pedí la cena. En un abrir y cerrar de ojos el chico ya estaba llamando a mi puerta con una bolsa de macarrones de sésamo con cerdo moo shu. Cuando le pagué y le di la propina, me miró con una sonrisa de oreja a oreja y salió corriendo para meter menús bajo la puerta de todos mis vecinos.
Me puse cómodo para pasar una noche tranquila en casa.
Eran casi las once cuando sonó el teléfono. Contesté. Una voz de mujer dijo:
—¿Señor Rhodenbarr?
—¿Sí?
—No sé si me recordará, pero me hizo un gran favor anteanoche.
—No fue un favor tan grande. Lo único que hice fue acompañarte a casa.
—De modo que te acuerdas.
—Es difícil olvidarse de ti, Doll.
—Es verdad, me pusiste un nuevo nombre. Se me había olvidado; nadie me ha llamado de ese modo desde entonces. Cuando lo has dicho, me ha recordado a una frase de Mickey Spillane: «Es difícil olvidarse de ti, Doll». Deberías fumar cigarrillos sin filtro y llevar sombrero de ala flexible, y de fondo debería sonar un blues.
—Una cantante —añadí— interpretando lentamente Stormy Weather.
—O Es fácil amarte. La oirías cantar de fondo: «Es tan fácil… amarte», que es algo muy parecido a lo que tú has dicho: «Es difícil… olvidarse de ti». Un bonito detalle, ¿no te parece?
—Muy bonito.
—Perdona. ¿Sabes qué estoy haciendo? Estoy dando rodeos. He de pedirte otro favor y tengo miedo de que me digas que no. ¿Podría hablar contigo?
—¿No es eso lo que estamos haciendo?
—Me refiero personalmente. Estoy en la cafetería que hay en West End con la Setenta y dos. Si bajas te invito a un café. O si quieres puedo subir yo a tu piso.
Eché un vistazo alrededor. Los duendes no habían venido, y yo no había hecho su trabajo.
—Bajo ahora mismo —dije—. ¿Cómo te reconoceré?
—Bueno, en lo fundamental no he cambiado de aspecto —respondió ella—. No he envejecido tanto en estos dos últimos días. No llevo la misma ropa. Llevo…
—Un pantalón apretado de vinilo rojo y una camiseta de los Grateful Dead.
—Estaré en uno de los reservados del fondo —dijo—. Ven a comprobarlo con tus propios ojos.