10

Habría podido ir directamente a la librería y abrir, pero no me apetecía después de pasar la noche en una celda. Fui a casa, me duché, me afeité y me puse ropa limpia. De ahí que ya fueran más de las doce cuando volví al centro. A pesar de la escenita que hizo, imaginé que Raffles ya había recibido su comida. La nota que encontré sobre el mostrador me sacó de dudas.

Arrastré la mesa de las ofertas fuera y llamé a la Casa del Caniche.

—Acabo de abrir —le dije a Carolyn—. Gracias por dar de comer a Raffles y, puestos a dar las gracias, gracias por llamar a Wally y darle el dinero de la fianza, y por ser en general una buena chica.

—De nada, Bern.

—Gracias también por llamar a Patience.

—El caso es que le pedí a Wally que la llamara.

—¿Y eso?

—Pensé que causaría mejor impresión. Acuérdate de que ya la he llamado en una ocasión para cancelar una cita contigo. ¿Qué va a pensar si recibe dos llamadas seguidas de una mujer que no conoce?

—Entiendo —dije, y a continuación le expliqué la curiosa manera con que Wally había cancelado mi supuesta cita con la psiquiatra—. No estoy echándote la culpa —le aseguré—. Hiciste lo que consideraste correcto, y Wally también. Pero hubo un malentendido en la traducción.

—Cualquiera diría que no tengo suficiente con ocuparme de que mi vida afectiva sea un continuo desastre —dijo—. Parece como si todavía tuviera el tiempo o las energías para estropear la de otra persona. No sé qué decir. La he cagado, Bern.

—Has equilibrado la balanza —dije—. Has dado de comer a un gato y has dejado suelto al que había encerrado.

—¿Qué vas a decirle?

—Todavía no lo he pensado. Por el momento le he mandado flores.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—Me lo sugirió Wally.

—¿De veras? Bueno, ¿de qué sirve tener un abogado si no aceptas sus consejos?

—Eso mismo pensé.

—¿Qué le has mandado? ¿Un ramo con un surtido?

—No —respondí—. No sabía si mandarle flores o una planta. Ya sabes, algo que dure.

—Algo que siga teniendo mucho tiempo después de que olvide haberte conocido.

—Eso es. He acabado optando por una docena de rosas y una planta, una violeta africana con una bonita macetita.

—Rosas rojas, espero.

—Sí, por cierto. ¿Por qué lo preguntas?

—Y una violeta azul, ¿no? ¿Has mandado también un poema?

—¿Un poema?

—Oye, tengo que dejarte, acaba de entrar una mujer con un puli. Vas a estar ahí toda la tarde, ¿no?

—Claro —dije—. A menos que vuelvan a arrestarme.

Una hora más tarde cualquiera hubiera dicho que podía adivinar el futuro. Estaba registrando en la caja el importe de los libros que había comprado uno de mis clientes habituales, una médica de urgencias del hospital St. Vincent. Pasa por la librería todos los sábados y compra una docena de libros, todos ellos novelas de misterio escritas por duros escritores del sexo masculino.

«No hay nada más relajante —me dijo en una ocasión— que la sangre de la que tiene que responsabilizarse otra persona».

Estábamos charlando sobre algunas de sus novelas favoritas cuando Ray Kirschmann entró en la librería. Por lo general sabe comportarse, y si tengo un cliente aguarda a que llegue su turno. Sin embargo, aquel día iba acompañado por un mocoso de la oficina del fiscal de distrito e, interrumpiendo nuestra transacción de golpe y porrazo, estampó un papel en el mostrador.

—Perdone, señorita —dijo—, pero tengo una orden que me autoriza y da poder para registrar este local.

—Si me dices qué estás buscando —dije apaciblemente—, quizá pueda ahorrarte tiempo.

—Vaya, muy amable de tu parte —repuso él—, pero sé lo que quiero y sé dónde encontrarlo, porque lo vi ayer aquí.

Condujo al ayudante del fiscal a la sección de deportes e inmediatamente cogió un libro de la estantería, tras lo cual pasó un rato escogiendo un par de volúmenes más. Luego entregó los tres libros a su joven acompañante, quien los trajo al mostrador y los dejó en él mientras extendía un recibo con una perfecta caligrafía de escuela parroquial.

—«Recibidos de Bernard Grimes Rhodenbarr —leyó Ray en voz alta— los tres libros siguientes: Guía del señor Mint para la inversión en cromos de béisbol y otros coleccionables, Enciclopedia de la tasación de cromos de deportes, e Introducción a los cromos de béisbol». Ayer sólo vi uno, el del señor Mint. Los demás los tenías metidos en el estante de abajo.

—Lo hice para desorientarte, Ray. Oye, si querías libros, ¿no habría sido más sencillo comprarlos? Me parece que cuesta menos esfuerzo que conseguir una orden. Las guías de precios como esa prácticamente las regalo, porque para cuando llegan a la librería suelen estar desfasadas. Si quieres una más actual, te recomiendo que vayas a Barnes & Noble, entre la Quinta Avenida y la calle Dieciocho. Hacen descuentos, aunque ya sé que no es lo mismo que te regalen el libro…

—Estos libros son pruebas —dijo el joven. Se llamaba J. Philip Flynn, según el recibo que me entregó.

—¿Pruebas?

—De conocimiento previo —dijo J. Philip Flynn. Luego levantó los libros para sopesarlos y preguntó—. ¿Tiene algo donde meterlos?

Reprimí un impulso y le di una bolsa. Ray dijo:

—¿Cómo puedes fingir ignorar que merece la pena robar cromos de béisbol, Bern, cuando aquí tienes no uno sino tres libros sobre el tema? —Meneó la cabeza, asombrado ante la perfidia de la naturaleza humana.

—Tengo medio estante lleno de libros sobre lucha libre —dije—, pero no tengo ni idea sobre cómo he de coger a un policía y un abogado para entrechocar sus cabezas. Sé que esto va a producirte una conmoción, Ray, pero de hecho hay un par de libros en la tienda que no he tenido tiempo de leer.

—Bueno, pronto lo tendrás —dijo—. Tiempo de sobra, tal como veo la situación.

Dicho aquello, se largó, y J. Philip Flynn detrás de él. Me volví hacia mi cliente y pedí disculpas por la interrupción.

—Vaya con la policía… —dijo vehementemente—. Hoy es sábado; dentro de doce horas estaremos cubiertos de puñaladas y heridas de bala hasta las clavículas, y estos dos héroes se dedican a confiscar libros. Al principio pensé que buscaban pornografía infantil, pero los libros que se llevaron eran sobre cromos de béisbol, ¿no?

—Me temo que sí.

—No sabía que fueran ilegales —dijo—. ¿De qué se trata? ¿De algún chicle con agentes cancerígenos? —Alzó una mano e hizo un gesto como para rechazar la idea—. Es una locura… Pero mira quién está aquí. Hola, Raffles. ¿Estabas escondiéndote de la maldita policía? Eres una monada. Sí que lo eres…

—Miau —dijo Raffles.

Cuando la tienda está vacía, o cuando las personas que están hojeando libros me parecen gente de fiar, suelo coger un libro y ponerme a leer. Hay una campanita que suena cuando alguien abre la puerta, pero si estoy muy absorto en la lectura, no siempre la oigo.

Eso fue lo que ocurrió a las cuatro y media. Me encontraba de nuevo en la prehistoria, compartiendo la consternación de la heroína al ver que los hombres de Neanderthal no la entendían, cuando un expresivo carraspeo procedente del otro lado del mostrador me devolvió al presente. Aparté la mirada de las bestias primitivas de la página y la posé en los ojillos de cerdo de Borden Stoppelgard.

—Supongo que querrá su cambio.

—¿Qué cambio? ¿El de anteayer? No, por supuesto que no. Ya me lo ofreció entonces y no lo acepté. ¿Cree acaso que iba a venir hasta aquí expresamente para eso?

—Probablemente no —dije—. A menos que haya tenido que venir al barrio para desahuciar a unos cuantos huérfanos y viudas.

—Tiene usted una idea equivocada de mí, Rhodenbarr.

—No me diga.

—Verdaderamente equivocada. ¿Qué clase de hombre desahucia viudas y huérfanos en septiembre? Es en Nochebuena cuando hay que hacerlo.

—«Escuchad cómo cantan los alguaciles de la ciudad…».

—Mi villancico favorito —dijo, riendo de buen humor. Se acercó al mostrador y añadió—: A decir verdad, he venido aquí expresamente, pero no para comprar libros. Lo que en realidad quiero es disculparme. El otro día comenzamos la conversación con mal pie y fue culpa mía. Tenía una idea equivocada de usted.

—¿De veras?

—Son gajes del oficio, Rhodenbarr. Tengo que juzgar a la gente a primera vista, y por norma se me da bien. Pero nadie es perfecto, y de vez en cuando meto la pata.

—Son cosas que ocurren.

—Esto es lo que hice —dijo—. Entré aquí, eché un vistazo a la tienda, le eché un vistazo a usted y saqué una conclusión precipitada. Mira qué pobre tonto, se desloma intentando sacar veinte mil al año con un negocio sin futuro. Tanto él como todo el mundo saldrá ganando cuando suba el alquiler y las leyes del mercado le saquen de esta miseria, me dije.

—Eutanasia económica —sugerí.

—Esa es una buena manera de definirlo. Pero fue en esto en lo que me equivoqué. Me guie exclusivamente por las apariencias, y luego me enteré de que usted no es un triste e insignificante librero. Usted es en realidad un ladrón.

—Eh… señor Stoppelgard…

—Por favor —dijo—, llámeme Borden.

—Eh…

—¿Y cómo le llamo yo a usted? ¿Bernard?

Dame pan y llámame tonto, pensé.

—Bueno, la gente suele llamarme Bernie.

—Bernie —dijo él—. Bernie me gusta.

—Entonces me lo quedo.

—Un ladrón —repitió, pronunciando la frase como una abuela de Miami Beach diría «un médico», «un abogado» o «un especialista»—. Esto —dijo, indicando lo que le rodeaba con gesto desdeñoso— no es el antro arruinado que parece ser. Al contrario, es una tapadera montada con brillantez. Permita que le felicite, Bernie.

—Gracias —respondí—, pero…

—Y, por si fuera poco, usted no es un ladrón normal y corriente, según he oído decir. Al parecer es un genio en su especialidad. La cerradura que pueda detenerle aún no ha sido inventada, según ese policía. Y cuando se lo he oído decir, en su voz he notado algo más que admiración mal disimulada.

Estaba dándome coba. ¿Por qué?

—Es normal que se disgustara ante la perspectiva de una subida de alquiler. La librería le va bien porque es una empresa de subsistencia que genera muy pocos gastos. En cuanto el alquiler suba a una cantidad cercana al valor de mercado, no podrá ganar lo suficiente para que le salgan las cuentas, a menos que cambie de planteamiento. La alternativa es inyectar en el negocio dinero procedente de una fuente externa, y si hace eso no tardarán en preguntarle de dónde ha sacado el dinero, con lo cual no arregla nada, ¿no?

—No.

—Lo que usted necesita —prosiguió— es una renovación del contrato con el alquiler actual para un período de tiempo considerable. Usted no tiene hijos, ¿verdad?

—No que yo sepa.

—«No que yo sepa». Tengo que aprenderme esa frase. Si no tiene hijos, no hay nadie a quien vaya a dejar el negocio. ¿Le parece suficiente pasar treinta años más en el negocio del libro?

—Creo que ese tiempo sería suficiente para cualquiera.

—De acuerdo —dijo—. Este es el trato: le renuevo el contrato para treinta años por 875 dólares al mes. ¿Qué le parece eso?

—Demasiado bueno para ser cierto. ¿Cuál es la letra pequeña?

—Unos cromos de béisbol.

—¿Unos cromos?

—Son mejores que las monedas y los sellos, mejores que los impresionistas franceses, mejores que el negocio inmobiliario en Manhattan y mucho mejores que la bolsa de Nueva York.

—¿Mejores incluso que las escritoras de novelas de misterio?

—¿Es preciso que le responda? Es un negocio cambiante. Uno tiene que saber por dónde pisa. Si compra basura, dentro de diez años todo lo que tendrá será basura vieja. Si compra cromos con los que se puede especular, puede arruinarse o arruinar a alguien, dependiendo de por dónde sople el aire. Pongamos que tiene una buena colección de cromos de Bo Jackson en su primer año de profesional y de pronto él sufre una lesión que puede suponer el final de su carrera deportiva. ¿Qué sucede?

—Eso, ¿qué sucede?

—Pues que se queda tan jodido como Bo Jackson, porque sus cromos se convierten en papel mojado o como se diga. Bo tiene carisma, pero debe pasar cinco o diez años en una de las primeras ligas para obtener los resultados que le conviertan en una superestrella del mercado de los cromos. Pongamos que usted compra cromos de Nolan Ryan durante la temporada que, según dicen, va a ser la última de su carrera profesional. Sin embargo, Ryan decide aguantar un año más y, de paso, consigue en un partido que el otro equipo no batee ni una sola bola. Eso no rebajaría el valor de su álbum, ¿verdad?

—Supongo que no.

—Luego están las inversiones sólidas —prosiguió—. Son más seguras y lucrativas que los bonos del tesoro. Babe Ruth, Mickey Mantle, Joe DiMaggio. O mi favorito, Ted Williams.

—No ha podido verle jugar —dije—. A menos que sea mucho mayor de lo que parece.

—No; pertenece a otra época. Pero no me hace falta verle batear. Me basta con sus resultados. Fue el último en batear por encima de los cuatrocientos en una primera liga. —A este dato añadió una serie interminable de estadísticas: medias de partidos jugados y bolas largas bateadas, home runs, carreras obtenidas con un solo golpe, e incluso robos de base. Si te interesan estos datos, consulta una enciclopedia de béisbol—. Teddy Béisbol —dijo reverentemente—. El Flaco Maravilloso. No volveremos a ver a nadie como él.

No supe qué decir.

—Pasó diez años en el ejército, ¿sabía? Durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabe lo que le costó aquello?

—Ni idea.

—Cuatro de los mejores años de su carrera profesional. Imagínese qué resultados tendría si durante todo ese tiempo hubiera estado bateando en Fenway Park en lugar de haber estado sirviendo a su país. Eso sí, esto nos demuestra qué clase de hombre era.

—¿Un patriota?

—Un tonto. Pero eso es agua pasada, agua de borrajas o como se diga…

—Papel mojado —sugerí.

—Bien. El caso es que si hubiera jugado durante esos años…

—Supongo que sus cromos valdrían más.

—Sus cromos tienen un precio bajísimo —dijo secamente—. Cuestan una mínima parte de lo que cuestan los de Mantle, cuando, en mi opinión, Williams era un jugador mucho mejor. El cromo de primer año de profesional de Mantle de la serie Topps de 1952 le costaría a usted treinta mil dólares en estado casi perfecto. Pues bien, veamos ahora el cromo de primer año de profesional del Flaco Maravilloso de la serie Play Ball de 1939. Tiene trece años más y pertenece a una serie muchísimo más difícil de encontrar, y aun así uno puede conseguir el cromo en perfecto estado por menos de cinco de los grandes. Pero no me anime, que si me pongo a hablar…

—Descuide.

—Es que de pequeño coleccionaba cromos.

—Yo también, hasta que mi madre los tiró a la basura.

—A la mía no se le habría ocurrido tocar mis posesiones. Pues bien, me hice mayor, me metí en el mundo de los negocios, guardé mis cromos y me olvidé de ellos. Luego me casé y mi esposa y yo tuvimos un hijo. Entretanto, mi hermana Edna también se casó.

—Con Martin Gilmartin.

—Cuando mi hijo llegó a la edad en que podían interesarle, le regalé mi colección de cromos para que jugara. Se lo mencioné a Martin, y resultó que él también era un gran coleccionista. Fue entonces cuando me enteré del potencial que tienen estos cromos como inversión.

—Y cuando se los quitó a su hijo.

—Marty me prestó un catálogo —dijo— y miré los cromos del chico. No encontré ninguno valioso o raro en la colección, lo cual no me sorprendió. Se encontraban en un estado espantoso: algunos pegados con cinta adhesiva, otros desgastados, rozados y arrugados. Sin embargo, había uno que, de no haber estado en tan mal estado, habría costado cincuenta pavos.

—Caramba.

—¿Cuánto pagué yo por ese cromo? Creo recordar que por veinticinco centavos te daban una bolsa entera, chicle incluido. Ahora ya no se molestan en darte el chiche, ¿sabía? Se han enterado de que los chavales los tiran. Bueno, el caso es que pagué cinco centavos por ese cromo, y ahora vale cincuenta pavos, o los valdría si hubiera cuidado de él como Dios manda.

—La próxima vez ya sabe qué tiene que hacer.

—Eso es precisamente lo que me dije. Esta vez vas a cuidar bien de tus cromos, me dije. Así que empecé a coleccionar. Le dejé a mi hijo que se quedara con los viejos y, a partir de entonces, empecé a comprar cromos de calidad…

En ese momento sonó el teléfono.

—Barnegat Books —dije.

—Hola, Bernie.

Era una voz de mujer, conocida pero difícil de identificar. Hice memoria y conseguí acordarme.

—Hola, Doll, encanto. No esperaba volver a tener noticias tuyas.

—¡Vaya forma de saludar! Pero eres tú el encanto, Bernie. Son una verdadera preciosidad.

—¿De veras?

—Las rosas son espectaculares.

Vaya por Dios, pensé. Me he equivocado de mujer.

—¡Patience! —dije.

—Y la violeta africana es todo un detalle, pero te lo advierto, soy gafe con las plantas. Se me acaban muriendo todas.

—Dicen que es bueno hablarles.

—Ya, pero nunca sé qué decirles. ¿Crees que a esta le gustará la poesía? Podría leerle en voz alta. —Suspiró—. Tampoco sé qué decirte a ti. Dos noches, dos citas canceladas, dos amigos diferentes cancelándolas en tu lugar… ¿O es que también sabes imitar voces?

—Sólo la de Jimmy Stewart.

—Me muerto de ganas de oírte. Dos excusas diferentes: primero enfermo y luego encarcelado. Las dos palabras están prácticamente en la misma página del diccionario, aunque eso ya lo sabes. Esa es la página en la que buscas excusas para cancelar todas tus citas, ¿no?

—Patience…

—Podríamos quedar de nuevo —prosiguió—, aunque sólo conseguiría que alguien me llamara por teléfono para decirme que te han endemoniado. O que te has endeudado o que estás enfadado. O que un endomingado encopetado te ha endilgado un encargo… Las rosas son realmente preciosas.

—Me alegro de que te gusten.

—Me sentía terriblemente deprimida. Me ocurre a menudo. Como a la mayoría de los poetas; es una especie de enfermedad laboral. Pero entonces llegaron tus flores y me animaron. De modo que me es difícil decir que estoy enfadada contigo. ¿Eres realmente un ladrón?

—Puedo explicártelo —respondí.

—Siempre que la gente dice eso, es que no puede explicarlo. Pero voy a darte una oportunidad. Mañana por la noche se va a celebrar una lectura de poesía en el Café Villanelle, de Ludlow Street. ¿Sabes dónde está?

—Más o menos.

—Van a leer poemas dos clientes míos, y les he prometido que iría. Es posible que yo también lea, aunque no estoy segura. Está programado que la lectura comience a las diez, pero se puede ir antes, o más tarde. Incluso da lo mismo si no se va en toda la noche.

—Patience…

—Lo que ya no da lo mismo —dijo— es pedir a alguno de los muchísimos amigos que tienes que me llame para darme una excusa, empiece esta por la letra que empiece. Así que quizá te vea mañana por la noche, Bernie, o quizá no.

—Me verás.

—Vale, pero si no vienes —concluyó—, hazme un favor: no me mandes flores.

—De modo que empecé desde abajo —dijo él—. Igual que cuando me metí en el negocio inmobiliario. Uno comete algunos errores, pero ¿de qué otra manera puede uno cogerle el tranquillo a lo que está haciendo? Tiene que echar el resto, tiene que estar dispuesto a mojarse, a nadar incluso si no puede guardar la ropa, y luego volver a la carga… —Frunció el entrecejo en señal de perplejidad, lo cual no era de extrañar—. Bernie —dijo entonces—, no sé cómo puede aguantar oír todas estas idioteces.

—Son interesantes.

—Es muy amable al decir eso, pero será mejor que no nos andemos por las ramas. Ambos podemos salir beneficiados de esta situación. Los dos tenemos algo que el otro quiere. Yo tengo una librería que puedo alquilarle para treinta años por la mitad de lo que vale un palomar de azotea en Bensonhurst. Y los dos sabemos lo que usted tiene.

—¿Y qué es lo que yo tengo?

Me miró con una sonrisa de oreja a oreja y dijo:

—Los cromos de béisbol de Marty.