—Antes de que lo olvide —dijo Wally Hemphill—. He llamado a tu terapeuta. Una cosa menos de que preocuparte.
—Gracias —dije—. ¿Qué terapeuta?
—Patience Tremaine.
—¿La has llamado? Pero si le pedí a Carolyn que lo hiciera.
—Ha sido ella quien me lo pidió, y eso he hecho. Le he dicho que el señor Rhodenbarr tenía que cancelar su cita de las ocho de la tarde y que llamaría para concertar una nueva en cuanto le fuera posible.
—Eso le has dicho, ¿eh?
—Sí, con un tono lacónico y profesional. Hay que admitir que parece sentir un interés más personal en sus clientes que la mayoría de los psiquiatras que conozco.
—No es exactamente un psiquiatra —dije—. Es una terapeuta poética.
—¿De veras? ¿Tienes problemas con tus poemas, Bernie? —Tenía cara de asombro, pero luego se desentendió del asunto con un encogimiento de hombros—. Parecía más preocupada por tu digestión que por otra cosa. Ha mencionado algo relacionado con unos knishes y unos burritos.
—Vaya.
—Pero se lo he aclarado todo. Le he explicado que la policía te ha acusado de robo y que estabas en prisión preventiva, pero que iba a conseguir un auto judicial y esperaba sacarte bajo fianza en menos de dos horas. ¿He dicho algo que no debía?
—No sé, Wally… ¿No crees que quizá has sido excesivamente discreto?
—Es tu terapeuta, ¿no? Es evidente que conoce tu historial y que sabe a qué te dedicas. ¿De qué otra manera esperas conseguir algo con la terapia?
—Eso mismo me pregunto yo.
—Aunque, ahora que lo pienso, me pareció que se quedaba desconcertada. Quizá se disgustó al saber que te habían arrestado y acusado de un delito.
—Ya.
—La gente ajena al sistema penal no se da cuenta que todo es parte del juego. En cualquier caso, estará esperando que la llames.
—Conteniendo la respiración, seguro. Patience no es mi terapeuta. Es una mujer con la que he salido en un par de ocasiones.
—¿En serio?
—Empezábamos a conocernos —le expliqué—. Ella pensaba que yo era sólo un librero con un leve problema de estómago. Ignoraba que fuera un ladrón.
—Bueno, pues ahora lo sabe —dijo Wally—. Bernie, lo lamento. Creo que he metido la pata.
—Olvídalo.
—¿Estabas… eh, acostándote con ella?
—No —respondí—, pero tenía esperanzas.
—Caramba. Lo siento de veras. Oye, ¿por qué no la llamas dentro de un par de días? Seguro que para entonces ya se te ha ocurrido algo que decirle.
—Y a ella también. Algo así como «pierde mi número de teléfono, so cabrón».
—Pues no sé qué decirte —dijo Wally—. Cuando hablé con ella, no me pareció una chica mal hablada. Aunque, por lo demás, probablemente tengas razón.
«Si no dispone de un abogado, se le facilitará uno», había leído Ray monótonamente.
Por suerte, esto no había sido necesario. Yo ya tenía abogado. Hoy en día es difícil dedicarte a los negocios si no tienes uno, sobre todo si tu negocio pertenece al amplio apartado de «delitos y faltas». Es realmente necesario tener un abogado del que puedas decir que es tuyo y él debe ser la clase de abogado al que uno ha de pagar. Estoy seguro de que los chicos y chicas de Ayuda Legal llevan a cabo un trabajo encomiable para sus clientes, pero personalmente prefiero que me asesore alguien con más categoría.
Además, un delincuente profesional de éxito con un abogado de Ayuda Legal es como un multimillonario que cobra de la Seguridad Social. Quizá tenga derecho a ello, pero no deja de ser de mal gusto.
Durante varios años mi abogado fue un hombre llamado Klein que tenía su oficina en Queens Boulevard, una esposa e hijos en Kew Gardens y una amante en Turtle Bay, justo al lado de Naciones Unidas. Un buen día, hace un par de años, me arrestaron, aunque no por culpa mía, y cuando fui a llamar a Klein, me enteré de que había muerto.
Así, por las buenas.
Entonces llamé a Wally Hemphill. Lo conocía del parque, donde nos encontrábamos a última hora de la tarde, ataviados con pantalones cortos, camiseta y el último grito en zapatillas de deportes. Corríamos juntos uno o dos kilómetros, charlando amigablemente sobre esto y aquello, hasta que él aceleraba o yo frenaba. Cuando lo conocí estaba entrenándose para el maratón. De eso hace ya varios maratones, y él nunca ha frenado.
Yo, en cambio, era menos entusiasta. Me resulta difícil recordar cuándo empecé a correr, aunque puede que fuera una consecuencia natural de mi instinto de supervivencia. Da gusto poder correr si a alguien le da por perseguirte. Con todo, nunca sentí la necesidad de correr cuarenta kilómetros o de transformarme en un lebrel humano, de manera que acabó llegando el día en que correr dejó de ser una de las cosas que hacía y se convirtió en una de las cosas que solía hacer, como leer cómics y coleccionar cromos de béisbol. Todavía llevo zapatillas de deporte (cumplen el mismo papel a velocidades bajas) y todavía poseo unos conjuntos de camiseta y pantalón corto, aunque nunca se me presenta la ocasión de utilizarlos. (Si mi madre viviera conmigo, probablemente los habría tirado a la basura).
—Perdona que haya tardado tanto —estaba diciendo Wally.
Eran las diez y cuarto de la mañana del sábado, unas dieciocho horas después de que Ray Kirschmann me hubiera leído mis derechos, y nos encontrábamos en una cafetería etíope de Chambers Street. Los anteriores dueños debían de ser griegos, porque en el menú todavía tenían pastel de espinacas y musaca.
Wally, que había desayunado temprano antes de venir al centro, estaba zampándose una rosquilla de chocolate y una taza de café. Yo también estaba tomando café, además de un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos con salami y dos tostadas de pan de centeno. Nada te abre el apetito tanto como salir de la cárcel, incluso si no pasas por la «salida» y no cobras los doscientos dólares.
—Han puesto muchos obstáculos —me explicó—. Se han dedicado a mandarte de distrito en distrito para que yo no pudiera sacarte hasta la mañana. Es una lata, aunque en realidad es una buena señal.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Me da a entender que no pueden acusarte de nada. ¿Qué tienen para hacerlo? Por lo que se refiere a las pruebas, sólo pueden demostrar dos cosas. Una, que alguien llamó a los Gilmartin desde el piso de Carolyn a eso de las doce de la noche del jueves. Ni siquiera pueden probar que fuiste tú, y en la compañía telefónica de Nueva York sólo tienen constancia de la llamada a la que respondió Gilmartin, no indicios de que te pasaras horas llamando a ese número. Dos, tienen el testimonio de tu portero, quien dice que saliste del edificio poco después de la una y no regresaste hasta antes del amanecer. Bien, ¿y qué? Aparte de que sería capaz de atar a ese portero tuyo a una cruz, no pueden afirmar que durante esas horas robaras los cromos de béisbol de Gilmartin, puesto que él ya había denunciado su desaparición. No tendrás una máquina del tiempo que funcione, ¿no, Bernie?
—Antes tenía una —respondí—, pero no conseguí encontrar pilas que le valieran.
—Ellos sostienen que tú ya tenías los cromos cuando saliste de tu piso y que los vendiste durante la noche a una o varias personas desconocidas. Pero no basta con sostener algo. ¿Pueden probarlo?
—No.
—¿Y si encuentran al comprador?
—No hubo comprador, Wally.
—¿Sabes qué? Creo que voy a comer otra rosquilla de estas. Nadie hace las rosquillas mejor que los etíopes. ¿Quieres una? —Rehusé con un gesto—. Menos mal que corro cien kilómetros a la semana —prosiguió—, porque de lo contrario pesaría cien kilos. Quizá sea una buena idea que te adelantes a ellos. Entrega al perista.
—¿Que entregue…?
—Sí, que le soples a la policía quién es.
—No hay ningún perista —insistí.
—Ya sé que puede parecer inmoral —prosiguió—, pero los principios ya no son lo que eran. Incluso los de la mafia se traicionan hoy en día. Cualquier día de estos llamarán a su agente y llegarán a un acuerdo para escribir un libro y hacer una miniserie. A propósito, Bernie, si algún día decides…
—Tú eres la persona a quien debo llamar, Wally.
—En efecto.
—Wally —dije—, no hay ningún perista porque no robé los cromos.
—Lo que digas, Bernie. Escucha, si no los vendiste…
—¿Pero no acabo de decírtelo?
—En tal caso, espero que los hayas guardado en un lugar seguro. Uno de los motivos por los que te han mantenido encerrado toda la noche es que querían tiempo para conseguir una orden y registrar tu piso. No deben de haber encontrado nada, porque de lo contrario nos habríamos enterado. No sé dónde habrás escondido los cromos, pero…
—No los robé.
—Bernie, soy tu abogado.
—No me digas. Empezaba a pensar que eras el fiscal del distrito. No robé los cromos. Ni siquiera sabía que Gilmartin tenía cromos de béisbol, y si lo hubiera sabido, no habría tenido la tentación de robárselos, porque no sabía que valieran tal suma de dinero.
—Creía que todo el mundo lo sabía. Debo de tener una docena de conocidos que los coleccionan. Abogados, en su mayoría. Son una gran inversión.
—Eso tengo entendido.
—Van a los vendedores y pasan el fin de semana en ferias de cromos. Una mujer que conozco no sale nunca de su oficina. Se pasa el día sentada detrás de la mesa, enchufada a uno de esos tablones de anuncios por ordenador, y se dedica a comprar y vender como si trabajara en la bolsa. Paga con tarjeta de crédito y le mandan los cromos por mensajero a su oficina. Los lleva al banco que hay al otro lado de la calle y los guarda en la caja de seguridad. El mayor problema que tiene es que no sabe a qué cliente cobrarle las horas. Bien, pongamos que no robaste los cromos…
—No los robé.
—Esto es hipotético, ¿de acuerdo? Si lo robaste, o si te los llevaste por casualidad, es probable que al final pueda llegar a un acuerdo con el de la casa de seguros en el que se incluya la retirada de cargos… —Bebió un sorbo de café—. Así que no los robaste, ¿eh?
—¿No me digas que por fin me escuchas?
—¿Entonces por qué llamaste a Gilmartin?
—Si hubiera acabado de limpiarle el piso —dije—, eso sería lo último que se me habría ocurrido. Lo curioso es que había planeado entrar en su piso.
—Creía que no sabías que tenía una colección de cromos.
—Lo único que sabía era que él y su esposa no iban a estar en casa por la noche. Viven en una buena casa de un barrio respetable. Era lógico que encontrara algo que robar.
—Sí, tiene sentido.
—Pero no fui, Wally. Resistí la tentación, y mientras tanto cogí una pequeña cogorza. El verdadero motivo por el que le llamé no fue incordiarle, sino asegurarme de que él y Edna estaban en casa sanos y salvos para no tener que seguir aguantándome las ganas de forzar sus cerraduras y entrar en su piso como Pedro por su casa. Cuando por fin logré hablar con él, le tomé un poco el pelo, eso es todo. No me pareció que fuera peligroso.
—Y luego te fuiste a casa.
—Eso es.
—Y luego volviste a salir.
—¿Cómo?
—¿Qué hiciste luego?
—Nada que debas saber, Wally.
—Bernie —dijo con seriedad—, soy tu abogado. Cualquier cosa que me digas es confidencial. Cualquier cosa que no me digas a la larga puede convertirse en un obstáculo. Por ejemplo, si me hubieras dicho que Patience Tremaine era alguien con la que mantenías una relación social…
—¿Cómo iba a decirte eso? Si ni siquiera había tenido ocasión de hablar contigo.
—Bueno, quizá no es un buen ejemplo. ¿Qué hiciste cuando saliste de tu piso a altas horas de la noche?
—Entré en otro piso, robé algo de dinero y volví a casa.
—Ojalá no me hubieras contado eso, Bernie.
—Pero si acabas de decir que…
—Sé lo que acabo de decir, pero aun así preferiría que no me lo hubieras contado. Cuando tenía cinco años le rogué a mi hermano mayor que me contara la verdad sobre Santa Claus; él no quería, pero como yo no dejaba de insistir, al final me la contó, principalmente para que me callara, supongo. En cuanto me lo dijo, pensé que ojalá no me lo hubiera contado. Pero no podía hacer nada al respecto. Sabía que Santa Claus no existía, y esa certeza no me ha abandonado en toda mi vida.
—Debió de ser espantoso.
—Lo fue, en efecto.
—Entonces supongo que no querrás enterarte de lo del cadáver…
—Dios santo, ¿pero qué dices?
—… así que no voy a contarte nada.
Wally meneó la cabeza.
—Puede que la ignorancia sea sinónimo de felicidad —dijo—. Pero el conocimiento da poder, y un buen abogado siempre prefiere el poder a la felicidad. De modo que ya puedes empezar.
—Esto es lo que creo que va a ocurrir —dijo—. Van a pasarse unos días investigando, y cuando vean que no encuentran nada más, retirarán todos los cargos.
—Estupendo.
—A menos que averigüen adónde fuiste realmente después de marcharte del piso de Carolyn y volver a casa. Si ocurre eso, espero que sepas dónde te aprieta el zapato. —Hizo una pausa para mirarme los pies—. Saucony —dijo cuando reconoció el logotipo de las zapatillas que llevaba—. He estado a punto de comprarme unas zapatillas de esa marca. ¿Qué resultado te están dando?
—Muy bueno. Aunque, claro, sólo hacen ejercicio cuando las saco a pasear.
—Nunca has vuelto a correr, ¿eh, Bern? No sé cómo te las arreglaste para dejarlo. Crea dependencia, ¿sabías? Han hecho estudios sobre el tema.
—Lo sé.
—¿Cómo conseguiste superar la adicción?
—No la superé. Sustituí una adicción por otra. Encontré algo que creaba más adicción que correr.
—¿El qué?
—No correr —respondí—. Debe de ser la adicción más fuerte que hay. De veras, pasé unos días sin correr y ya estaba colgado.
—No creo que eso funcione en mi caso —dijo él—. Espero no llegar a enterarme nunca.
—Como lo de Santa Claus.
—Eso es. ¿Dónde estábamos?
—Si lo averiguan, esperas que sepa dónde me aprietan las Saucony.
Hizo un gesto de asentimiento.
—Porque no tendrás coartada, ellos dispondrán de uno o dos testigos y posiblemente alguna prueba material y el cadáver de la bañera hará que se te complique la situación. Como dijo un antiguo presidente, estarías en una letrina. Su sucesor probablemente te aconsejaría que te taparas la nariz.
—¿Qué debería hacer?
—Estarte quietecito. No entrar a robar en ninguna casa.
—No tenía planeado hacerlo.
—Pues entonces no cometas ningún robo que no tengas planeado. El dinero no merece la pena. Hablando de dinero, Carolyn me ha dado diez mil dólares.
Tiempo atrás había construido un compartimiento secreto en el armario de Carolyn. Es pequeño (no podría esconderse un tercer gato en él), pero es un escondrijo perfecto para dinero y objetos de valor. Siempre he creído en la conveniencia de mantener un fondo para casos de urgencia, y me parecía lógico guardarlo no sólo en un lugar que yo tuviera a mi alcance sino también al que ella pudiera acceder con facilidad. Por tanto había escondido los diez mil dólares en el piso de Carolyn, y ella se los había entregado a Wally, tal como yo le había indicado.
—Querían poner una fianza de medio millón de dólares —dijo Wally—, porque esa es la cantidad que el seguro debería pagar por los cromos. He conseguido que la rebajen a cincuenta mil o cinco mil en efectivo, cantidad que he satisfecho. Los recuperaremos en cuanto retiren los cargos. Creo que debería quedarme con los otros cinco mil como anticipo.
—Como quieras.
—Tengo prisa —dijo—. Siento haberte fastidiado el asunto con Patience, pero probablemente puedas aclarar la situación. Mándale unas flores y a correr.
—¿Tú crees?
—Les encanta que les manden flores. No me preguntes por qué. ¿Te importa pagar la cuenta? De lo contrario acabará en tu factura.
—Ya me ocupo.
—Estupendo. Tómatelo con calma, Bernie. Acábate tu desayuno. Ya te llamaré.