6

Que conste que no fue idea mía. Además ocurrió con mucha rapidez. Un día de comienzos de junio, Carolyn trajo unos sándwiches de embutido y apio a la librería y yo le enseñé un par de libros, una novela de Ellen Glasgow y las cartas completas de Evelyn Waugh. Ella echó un vistazo a los lomos e hizo un sonido a medio camino entre un chasquido y un siseo de desaprobación.

—Sabes quién ha hecho esto, ¿no?

—Tengo una sospecha que no puedo quitarme de la cabeza.

—Ratones, Bern.

—Eso es lo que me temía que ibas a decir.

—Roedores —añadió—. Alimañas. Ya puedes tirar esos libros a la basura.

—¿Y si me los quedo? Quizá se coman esto y dejen los demás en paz.

—Quizá deberías dejar una moneda debajo de la almohada —repuso ella—, y el ratoncito Pérez vendrá a medianoche y les arrancará la cabeza a mordiscos.

—Eso no me parece probable, Carolyn.

—No —dijo—, no lo es. Bern, no te muevas de aquí.

—¿Adónde vas?

—Ahora vuelvo —dijo—. No te comas mi sándwich.

—No, pero…

—Y tampoco lo dejes donde los ratones puedan cogerlo.

—Ratón —dije—. No hay ningún motivo para dar por sentado que hay más de uno.

—Bern —dijo—. Te lo aseguro. No existen ratones solitarios.

Debí haber imaginado qué se proponía, pero abrí el libro de Waugh mientras me zampaba el resto de mi sándwich y una carta llevó a otra. Todavía estaba enfrascado en la lectura cuando la puerta se abrió y allí estaba ella. Llevaba en los brazos una de esas cajas con agujeros de ventilación, las que tienen una forma parecida a esas casas con dos pisos del siglo XVIII que se ven en Nueva Inglaterra.

Para entendernos, la clase de chisme en que se llevan los gatos.

—No, eso no —dije.

—Bern, déjame que te explique, ¿vale?

—No.

—Bern, tienes ratones. Tu tienda está infestada de roedores. ¿Sabes lo que eso significa?

—Que no tiene por qué quedar infestada de gatos.

—De gatos nada. No existen ratones solitarios, pero sí gatos solitarios. Y eso es lo único que tenemos aquí, Bern. Un gato.

—Mejor que mejor —dije—. Has entrado con un gato y vas a salir con un gato. Así no se extraviará.

—No puedes convivir con los ratones. Van a causarte daños por valor de miles de dólares. No se conformarán con coger un libro y leerlo de principio a fin. No, no. Darán un mordisco aquí y otro allá, y antes de que te des cuenta te habrás quedado sin negocio.

—¿No crees que estás exagerando?

—De ninguna manera. Bern, acuérdate de la biblioteca de Alejandría. Era una de las siete maravillas de la antigüedad hasta que un ratón entró en ella.

—Creía que habías dicho que no existían los ratones solitarios.

—Bueno, tampoco existe la biblioteca de Alejandría, y todo por culpa del bibliotecario del faraón, que no tuvo la sensatez de conseguir un gato.

—Hay otras maneras de deshacerse de los ratones —dije.

—Di una.

—Veneno.

—Mala idea, Bern.

—¿Qué tiene de malo el veneno?

—Olvídate de la crueldad que supone.

—De acuerdo —dije—. Olvidada.

—Olvídate del horror que supone tragarse algo que contiene warfarina y que hace que te estallen todos tus vasos sanguíneos. Olvídate de la repugnante imagen de una de las criaturitas de sangre caliente de Dios sufriendo una muerte lenta y agónica a causa de hemorragias internas. Olvídate de todo eso, Bern. Si es que puedes.

—Todo olvidado. La cinta de mi memoria está en blanco.

—Ahora concéntrate en la imagen de docenas de ratones muriendo en las paredes que tienes alrededor, donde no puedes verlos ni llegar a donde están.

—Bueno, si se trata de eso. Ojos que no ven corazón que no siente. ¿No es lo que se suele decir?

—Nadie lo ha dicho jamás en referencia a los ratones muertos. Tendrás cientos de ellos descomponiéndose en las paredes de la librería.

—¿Cientos?

—A saber la cantidad exacta. El cebo envenenado está concebido para atraer a todos los de la zona. Es posible que veas corretear por aquí ratones que han recorrido varios kilómetros para llegar hasta la librería, ratones del Soho y de Kips Bay, todos ellos venidos para morir.

Puse los ojos en blanco.

—Puede que esté exagerando un poco —reconoció—. Pero basta con que haya un ratón muerto para que te des cuenta de que hay gato encerrado.

—Ratón encerrado querrás decir.

—Ya sabes a qué me refiero. Y aunque es posible que tus clientes no crucen la calle para evitar pasar por delante de tu tienda…

—Hay algunos que ya lo hacen.

—… dudo que disfruten pasando el tiempo en una tienda que huele mal. Quizá entren a echar un vistazo, pero no se quedarán a hojear libros. A ningún amante de los libros le gusta el olor de los ratones podridos.

—Trampas —sugerí.

—¿Trampas? ¿Quieres poner trampas para ratones?

—Es la solución perfecta.

—¿Y qué clase de trampa vas a comprar, Bern? ¿La del muelle fuerte, que tarde o temprano acaba disparándose al ponerla y te arranca la punta del dedo? ¿La que le rompe el cuello al ratón, y así lo primero que tienes que hacer cuando abres la librería por la mañana es ocuparte de un bicho muerto con el cuello roto?

—Quizá una de esas nuevas con pegamento. Como esa que se llama el Hotel de las Cucarachas, pero para ratones.

—Los ratones entran, pero luego no pueden salir.

—De eso se trata precisamente.

—Pues qué maravilla. Imagínate al pobre ratoncito, con las patas pilladas, gimiendo lastimeramente durante horas y horas, tratando de arrancarse sus propias patas en un patético intento por escapar, como los zorros que salen atrapados en un cepo en los anuncios en defensa de los animales.

—Carolyn…

—Podría ocurrir. ¿Quién eres tú para decir que no podría ocurrir? De todos modos, imagínate que abres la tienda, entras y te encuentras al ratón, todavía vivo. ¿Qué haces? ¿Darle un pisotón? ¿Coger un arma y pegarle un tiro? ¿Ahogarlo en el lavabo?

—¿Y si lo tiro a la basura, trampa incluida?

—¡Muy humanitario! —exclamó—. El pobre animalillo pasa varios días medio asfixiado en la oscuridad hasta que los basureros arrojan la bolsa a la tolva y el ratón queda hecho una hamburguesa. Una idea estupenda, Bern. Y ya de paso, ¿por qué no echas la trampa a la incineradora? ¿Por qué no quemas vivo al pobre bicho?

En aquel momento me acordé de algo.

—Se puede soltar a los ratones de las trampas con pegamento —dije—. Les echas en los pies un poco de aceite para niños y el pegamento se disuelve. El ratón se escabulle en perfecto estado.

—¿En perfecto estado?

—Más o menos…

—Bern, ¿te das cuenta de lo que estarías haciendo? Estarías dejando libre a un ratón psicótico. Volvería a entrar en la librería o bien se metería en algún edificio cercano, y quién sabe qué haría. Incluso si lo dejaras en libertad a kilómetros de distancia, incluso si lo llevaras hasta Flushing, estarías soltando a un roedor desquiciado en medio de unos ciudadanos desprevenidos. Olvídate de las trampas, Bern. Olvídate del veneno. No necesitas nada de eso… —Dio unas palmaditas sobre un lado de la caja—, porque aquí tienes un amigo —concluyó.

—Eso no es un amigo. Es un gato.

—¿Qué tienes contra los gatos?

—No tengo nada contra los gatos. Tampoco tengo nada contra los alces, pero eso no significa que vaya a meter uno en la librería para tener un sitio donde colgar mi sombrero.

—Creía que te gustaban los gatos.

—No me desagradan.

—Siempre eres muy cariñoso con Archi y Ubi. Pensaba que les tenías cariño.

—Pues claro que les tengo cariño —dije—. Creo que están bien en su sitio, y da la casualidad de que su sitio es tu piso. Carolyn, hazme caso, no quiero un animal doméstico. No soy de esa clase de personas. Si ni siquiera puedo tener una novia formal, ¿cómo voy a tener un animal doméstico?

—Es más fácil tener un animal doméstico —dijo con vehemencia—. De veras. Además, este gato no es un animal doméstico.

—¿Entonces qué es?

—Un empleado —dijo—. Un gato trabajador. Un animal de compañía durante el día, un vigilante nocturno solitario cuando no estás. Un sirviente leal e incansable.

—Miau —dijo el gato.

Los dos miramos la caja, y Carolyn se agachó para soltar los cierres.

—Se siente enjaulado aquí dentro —dijo.

—No le dejes salir.

—Vamos, hombre —repuso, haciendo precisamente lo que le había dicho que no hiciera—. Esto no es la caja de Pandora, Bern. Sólo quiero que tome un poco de aire.

—Para eso están los agujeros.

—Necesita estirar las piernas —dijo.

El gato salió de la caja e hizo precisamente eso: extendió las patas delanteras y las estiró, y a continuación hizo lo mismo con las traseras. ¿Sabes lo que hacen los gatos cuando parece que están calentando para una clase de baile? Pues a eso me refiero.

—Oye, es macho, ¿no? —pregunté—. Bueno, al menos no estará teniendo gatitos continuamente.

—Por supuesto que no —dijo Carolyn—. Tienes la garantía de que no tendrá gatitos.

—¿Y no irá por ahí meándose en todas partes? Encima de los libros, por ejemplo. Los machos suelen hacerlo, ¿no?

—Está operado, Bern.

—Pobre chico.

—No sabe lo que se pierde. Pero no tendrá gatitos: ni los parirá ni los engendrará, ni se volverá loco soltando maullidos cada vez que una hembra esté en celo entre la calle Treinta y cuatro y Battery Park. No, hará su trabajo, vigilará la librería y mantendrá a raya a los ratones.

—Y se dedicará a rayarme los libros. ¿De qué sirve deshacerse de los ratones si los libros van a acabar teniendo marcas de uñas?

—Nada de uñas, Bern.

—¿De veras?

—En realidad no las necesita, ya que aquí no tiene muchos enemigos a los que ahuyentar. Ni árboles a los que subir.

—Si tú lo dices. —Lo miré. Había algo extraño en él. Tardé unos segundos en darme cuenta de qué era.

—Carolyn —dije—, ¿qué le ha pasado en la cola?

—Es que es un gato de Manx.

—De manera que nació sin cola. ¿Pero los gatos de Manx no andan como a saltitos, casi como los conejos? Este anda como un gato normal y corriente. No se parece mucho a los gatos de Manx que he visto.

—Bueno, puede que sólo sea de Manx en parte.

—¿A qué parte te refieres? ¿A la cola?

—Pues…

—¿Qué le habrá ocurrido? ¿Se la pillaría con una puerta o se le iría la mano al veterinario? Permíteme que te diga una cosa, Carolyn: le han castrado, le han quitado las uñas y de su cola sólo queda el recuerdo. En resumidas cuentas, no queda mucho del gato original, ¿no? Lo que me has traído es un modelo económico y estropeado. ¿Le falta algo más?

—No.

—¿Le han dejado la parte que le permite saber cómo hacer las necesidades? Voy a pasármelo estupendamente limpiando la caja de la tierra todos los días. ¿Sabe al menos cómo utilizarla?

—Sabe algo aún mejor, Bern. Sabe ir al retrete.

—¿Como Archie y Ubi?

Carolyn había amaestrado a sus gatos. En primer lugar había colocado la bandeja donde hacían las necesidades encima de la tapa del retrete, luego había cortado un agujero en ella y después había ido agrandando el agujero poco a poco hasta que al final había prescindido de la bandeja.

—Bueno, algo es algo —dije—. Supongo que no sabrá tirar de la cadena.

—No. Y no dejes el asiento subido.

Suspiré. El animal estaba merodeando por la librería, metiendo la cabeza en las esquinas. Por mucho que lo hubieran operado, yo temía que en cualquier momento iba a levantar una pata ante un estante lleno de primeras ediciones. Lo reconozco, no me fiaba de aquel cabroncete.

—No sé qué decirte —dije—. Debe de haber alguna manera de proteger una tienda como esta de los ratones. Quizá debería comentárselo a un exterminador de plagas.

—¿Lo dices en serio? ¿Quieres que un extraño se te meta entre las estanterías y te llene el local de productos químicos tóxicos con un pulverizador? Bern, no es preciso llamar a un exterminador de plagas. Aquí tienes un exterminador interno, tu propia división de control de roedores orgánicos personal. Le han puesto todas las vacunas, está limpio de pulgas y garrapatas, y si alguna vez hay que bañarlo, ya tienes a una amiga en el negocio. ¿Qué más se puede pedir?

Noté que empezaba a ceder, algo que detesto.

—Parece que le gusta la librería —reconocí—. Se comporta como si estuviera en casa.

—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Hay algo más natural que un gato en una librería?

—No es del todo feo —añadí—. En cuanto me habitúe a la ausencia de la cola… Lo cual no creo que sea muy difícil, dado que ya estoy acostumbrado a la ausencia del gato entero. ¿De qué color dirías que es?

—Gris atigrado.

—Un color muy funcional —opiné—. No tiene nada de espectacular, pero armoniza con todo, ¿no te parece? ¿Se llama de alguna manera?

—Siempre puedes cambiarle el nombre, Bern.

—Vaya, seguro que es un nombre precioso.

—Bueno, no es espantoso, al menos eso creo. Pero es como la mayoría de gatos que he conocido. No responde cuando lo llamas por su nombre. Ya sabes cómo son Archie y Ubi. Llamarles por su nombre es una pérdida de tiempo. Si quiero que se acerquen, lo único que tengo que hacer es poner en funcionamiento un abrelatas eléctrico.

—¿Cómo se llama, Carolyn?

Raffles —contestó ella—. Pero puedes cambiarlo por cualquier otro nombre. La decisión es tuya.

—Raffles —repetí.

—Si te parece espantoso…

—¿Espantoso? —La miré de hito en hito—. ¿Estás de broma? Seguro que es el nombre perfecto para él.

—¿Por qué lo dices, Bern?

—¿No sabes quién es Raffles? ¿No has leído los libros que escribió E. W. Hornung a finales de siglo y los cuentos que ha escrito recientemente Barry Perowne? ¿No conoces a Raffles, el ladrón de casas aficionado? No puedo creer que no hayas oído hablar del célebre A. J. Raffles.

Carolyn se había quedado boquiabierta.

—No los había asociado —dijo—. Lo único que se me había ocurrido era que se parece a Rafael, que no es precisamente un nombre de gato. Pero ahora que lo mencionas…

—Raffles —repetí—. El ladrón de ficción por antonomasia. Y aquí lo tenemos, en una librería. ¿Y a quién pertenece la librería? A un antiguo ladrón. Permite que te diga una cosa: si hubiera tenido que buscar un nombre para el gato, no se me habría ocurrido uno mejor que el que ya tiene.

Carolyn me miró a los ojos.

—Bernie —dijo solemnemente—. Estaba escrito.

—Miau —dijo Raffles.

El día siguiente, a mediodía, me tocaba a mí comprar el almuerzo y, de camino a la Casa del Caniche, me acerqué al puesto de falafels. Carolyn me preguntó por Raffles.

—Está bien —dije—. Bebe del tazón de agua y come de su nuevo platillo para gatos azul. Y tenías toda la razón: usa el retrete. Claro que tengo que acordarme de dejar la puerta entornada, pero cuando me olvido me lo recuerda poniéndose delante de ella y maullando.

—Parece que todo va bien.

—Va estupendamente —dije—. Dime una cosa. ¿Cómo se llamaba antes de llamarse Raffles?

—No te entiendo, Bern.

—«No te entiendo, Bern». Con ese detalle remataste todo el asunto, ¿no? Esperaste a que yo empezara a ceder para soltarme el nombre como una especie de golpe de foie gras. «Se llama Raffles, pero siempre puedes cambiarlo». ¿De dónde sacaste al gato?

—¿No te lo dije? Uno de mis clientes, un fotógrafo de moda, tiene un spaniel de aguas irlandés precioso, y me dijo que un amigo suyo mostraba síntomas de asma y que estaba desconsolado porque su alergólogo le había insistido en que se deshiciera de su gato.

—¿Y entonces qué ocurrió?

—Entonces tú empezaste a tener problemas con los ratones, así que fui por el gato y…

—No.

—¿No?

Negué con la cabeza.

—Estás olvidando algo. En cuanto mencioné la palabra ratón saliste de aquí como un gato escaldado. Ni siquiera tuviste que pensar en ello. Y me extraña que tardaras veinte minutos en recoger el gato, meterlo en una caja y volver aquí. ¿Cómo pasaste esos veinte minutos? Veamos: en primer lugar fuiste a la Casa del Caniche a buscar el número de tu cliente, el fotógrafo de moda, y luego le llamaste y le preguntaste el nombre y el número de teléfono de su amigo el de las alergias. Luego supongo que llamaste al amigo, te presentaste y quedaste para ir a su casa a echar un vistazo al gato. Luego…

—Ya basta.

—¿Qué me dices, pues?

—El gato estaba en mi piso.

—¿Y qué hacía allí?

—Vivía allí, Bern.

Fruncí el entrecejo.

—Conozco a tus gatos —dije—. Los conozco desde hace años. Los reconocería, con o sin cola. Archie es un birmano negro y Ubi un azul ruso. Ninguno de los dos podría pasar por un gris atigrado, salvo quizá si estuvieran en un callejón oscuro.

—Vivía con Archie y Ubi —dijo Carolyn.

—¿Desde cuándo?

—Desde no hacía mucho.

Me quedé pensativo.

—Tuvo que ser más que eso —dije—. De lo contrario no sabría lo del retrete. Uno no aprende una cosa así de la noche a la mañana. Ya ves lo que les cuesta a los seres humanos. Fue así como aprendió, ¿verdad? Imitando a tus gatos, ¿no?

—Supongo.

—Y tampoco aprendió de la noche a la mañana, ¿verdad?

—Me siento como una sospechosa —repuso—. Es como si estuvieras friéndome a preguntas.

—¿Friéndote? Asarte viva es lo que debería hacer. Me has engatusado para luego aprovecharte de mí, joder. ¿Cuánto tiempo lleva Raffles viviendo contigo?

—Dos meses y medio.

—¡Dos meses y medio!

—Bueno, quizá tres.

—¡Tres meses! Increíble. ¿Cuántas veces he estado en tu casa en los últimos tres meses? Nueve o diez por lo menos. ¿Vas a decirme que cuando he mirado al gato ni siquiera me he fijado en él?

—Cada vez que venías lo metía en la otra habitación —dijo Carolyn.

—¿En qué otra habitación? Vives en una sola habitación.

—Lo metía en el armario.

—¿En el armario?

—Sí, en el armario. Para que no lo vieras.

—Pero ¿por qué?

—Por la misma razón por la que no te hablé de él.

—¿Y qué razón es esa? No lo entiendo. ¿Estabas avergonzada de él? ¿Le sucede algo o qué?

—No le sucede nada.

—Si ese animal tiene algo de lo que avergonzarse, no sé si quiero verlo rondando por mi librería.

—No tiene nada de qué avergonzarse —dijo ella—. Es un gato normal, digno de confianza, leal, servicial y amistoso…

—Cortés y amable —seguí yo—. Además de obediente, alegre y ahorrativo. El típico boy scout, ¿no? Entonces ¿por qué narices no querías que yo lo viera?

—No era por ti, Bern. De veras. No quería que lo viera nadie.

—Pero ¿por qué, Carolyn?

—No sé ni si quiero decirlo.

—Vamos, por amor de Dios.

Ella respiró hondo.

—Porque —dijo sombríamente— era el tercer gato.

—No sé de qué estás hablando.

—Dios santo… Esto es imposible de explicar. Bernie, has de comprender una cosa. Los gatos pueden ser muy peligrosos para una mujer.

—¿De qué estás hablando?

—Primero tienes uno —dijo—, y está muy bien, no hay ningún problema, no tiene nada de malo. Luego tienes otro y, a decir verdad, es incluso mejor, porque se hacen mutua compañía. Es curioso, pero en realidad es más fácil tener dos gatos que tener uno.

—Si tú lo dices, lo creo.

—Luego traes un tercer gato, lo cual no tiene nada de malo. Aún resulta manejable. Sin embargo, antes de que te des cuenta, ya has metido en casa al cuarto, y entonces ya no tiene remedio: ya lo has hecho.

—¿Ya has hecho qué?

—Has cruzado la línea.

—¿Qué línea? ¿Y cómo la has cruzado?

—Te has convertido en una «mujer con gatos». —Hice un gesto de asentimiento. Empezaba a comprenderlo—. Ya sabes a qué tipo de mujer me refiero —prosiguió—. Las hay por todas partes. No tienen amigos, y apenas salen a la calle, y cuando mueren la gente descubre que tenían treinta o cuarenta gatos en su casa. O si no, se encierran en sus casas con treinta o cuarenta gatos y los vecinos las llevan a juicio para que las desahucien a causa de la suciedad y el mal olor. O parecen personas normales, pero entonces se produce un incendio o un robo y la gente se da cuenta de cómo son en realidad. Son «mujeres con gatos», Bernie, y yo no quiero ser así.

—No, claro —dije—. Y comprendo el motivo. Sin embargo…

—Para los hombres no parece suponer un problema —continuó—. Hay muchos hombres con dos gatos, y probablemente haya bastantes con tres o cuatro, ¿pero has oído alguna vez que haya «hombres con gatos»? Cuando se trata de gatos, no parece que los hombres tengan problemas para saber cuándo tienen que decir basta. —Frunció el entrecejo—. Es curioso, ¿verdad? En todas las demás facetas de la vida de los hombres…

—Ciñámonos a los gatos —sugerí—. ¿Cómo acabó Raffles metido en tu armario? ¿Y cómo se llamaba antes de llamarse Raffles?

Carolyn meneó la cabeza.

—Olvídate de eso, Bernie. Era un nombre muy hortera, si quieres que te diga la verdad. No le iba nada. Y en cuanto a cómo llegó a mi casa, pues bueno, ocurrió más o menos como te lo he contado, sólo que me he saltado unos cuantos detalles. George Brill es uno de mis clientes. Me trae su spaniel de aguas irlandés para que se lo bañe.

—Y su amigo es el de las alergias.

—No, el alérgico es George. Cuando Felipe se trasladó a casa de George, se hizo evidente que había que deshacerse del gato. El perro y el gato se llevaban bien, pero George estaba todo el día estornudando y con los ojos rojos, de manera que Felipe tuvo que decidir entre George y el gato.

—Y fue entonces cuando se acabó la suerte de Raffles.

—Bueno, Felipe no estaba muy unido al gato. Al fin y al cabo no era suyo, sino de Patrick.

—¿De dónde es Patrick?

—De Irlanda. Patrick no podía conseguir el visado de residencia y además no le gustaba mucho vivir aquí, de modo que cuando volvió a casa, le dio el gato a Felipe, porque la oficina de inmigración no le permitía sacarlo del país. Felipe quería proporcionarle un hogar al gato; sin embargo cuando se fue a vivir con George, el gato tuvo que largarse.

—¿Y cómo es que te eligieron a ti para que te lo quedaras?

—George me engañó.

—¿Qué hizo? ¿Te dijo que tenías la Casa del Caniche infestada de ratones?

—No; me hizo chantaje emocional de una forma bastante escandalosa. Pero, en fin, surtió efecto. Para cuando quise darme cuenta, ya tenía el tercer gato.

—¿Cuál fue la reacción de Archie y Ubi?

—No dijeron nada, pero mediante el lenguaje corporal me dieron a entender que su llegada iba a suponer el fin del barrio. No creo que ayer se les rompiera el corazón cuando empaqueté a Raffles y lo traje aquí.

—En cualquier caso ha pasado tres meses en tu casa y tú no me has dicho ni pío hasta ahora.

—Tenía intención de decírtelo, Bern.

—¿Cuándo?

—Tarde o temprano. Pero tenía miedo.

—¿De lo que fuera a pensar?

—No sólo de eso. Tenía miedo de lo que significaba el tercer gato. —Dejó escapar un suspiro—. Las «mujeres con gato» no tienen intención de acabar como acaban, Bern. Primero tienen un gato, luego el segundo, luego otro y de pronto se acabó.

—¿No crees que antes de que ocurra todo eso ya son un poquito raras?

—No —respondió Carolyn—. No, no lo creo. Bueno, de vez en cuando te encuentras con una señora que está un tanto chiflada y de pronto te enteras de que tiene gatos hasta en la sopa. Pero la mayoría de las mujeres con gatos son normales al principio. Es cierto que cuando por fin te enteras de toda la historia, resulta que les falta un tornillo, pero eso es lo que le sucede a uno si tiene treinta o cuarenta gatos. Se cuelan en tu vida poco a poco, y para cuando quieres darte cuenta, ya estás desquiciada.

—Y el tercer gato es el talismán, ¿no?

—Sin duda. Bern, hay algunas culturas primitivas que en realidad no tienen números, o al menos no en el sentido en que nosotros los entendemos. Tienen una palabra que significa «uno» y otras que significan «dos» y «tres»; después tienen una palabra que significa simplemente «más de tres». Esto es lo que ocurre en nuestra cultura con los gatos. Uno puede tener un gato, puede tener dos gatos e incluso puede tener tres gatos. Pero después lo que tiene es «más de tres».

—Y tú eres una «mujer con gatos».

—Eso es. Lo has pillado.

—Sí, claro que lo he pillado. He pillado tu tercer gato. ¿Es esta la verdadera razón por la que no lo has mencionado hasta ahora? ¿Porque tenías pensado desde el principio endilgarme a ese cabroncete?

—No —se apresuró a decirme ella—. Te lo juro por Dios, Bern. En los últimos años ha surgido el tema de los perros y los gatos en un par de ocasiones y tú siempre has dicho que no querías un animal doméstico. ¿Acaso te he presionado para que tengas uno?

—No.

—Siempre he aceptado lo que decías. Alguna vez he pensado que te lo pasarías mejor en la vida si tuvieses un animal al que querer, pero me las he arreglado para morderme la lengua. Jamás se me había ocurrido que pudiera venirte bien un gato trabajador. Pero entonces, cuando me enteré del problema que tenías con los roedores…

—Supiste enseguida cómo resolverlo.

—Pues claro. Es una gran ocasión, ¿no? Reconócelo, Bern. ¿No se te ha alegrado la cara esta mañana cuando Raffles ha salido a saludarte?

—Bueno, no ha estado mal —reconocí—. Al menos seguía vivo. He llegado a imaginármelo muerto patas arriba con el cuerpo rodeado de ratones.

—¿Ves? Te preocupas por él, Bern. Antes de que te des cuenta, estarás enamorado del pequeñín.

—Puedes esperar sentada… Carolyn, ¿cómo se llamaba antes de que se llamara Raffles?

—Olvídate de eso. Era un nombre estúpido.

—Dímelo.

—¿Realmente tengo que decírtelo? —Suspiró—. Bueno, se llamaba Andro.

—¿Andrew? ¿Qué tiene ese nombre de estúpido? Andrew Jackson, Andrew Johnson, Andrew Carnegie… Ninguno de ellos tuvo problemas con su nombre.

—No he dicho Andrew, Bern, sino Andro.

—Andrew Mellon, Andrew Gardner… ¿Que no se llamaba Andrew? ¿Andro?

—Exacto.

—¿Y qué es eso? ¿Andrew en griego?

Carolyn negó con la cabeza.

—Es un diminutivo de Andrógino.

—Ah…

—Se lo pusieron porque la operación que le hicieron dejó al gato con las ideas bastante poco claras desde el punto de vista sexual.

—Vaya.

—Que supongo también es la situación de Patrick, aunque en su caso no creo que la cirugía tenga nada que ver con ello.

—Vaya…

—Yo nunca le he llamado Andro —prosiguió Carolyn—. De hecho, no le llamaba de ninguna manera. No quería ponerle un nuevo nombre, porque eso habría significado que en el fondo tenía intenciones de quedármelo y…

—Lo comprendo.

—Luego, de camino a la librería, se me ocurrió de repente: Raffles.

—A pesar de que se parece a Rafael, que no es precisamente un nombre de gato, creo que dijiste ayer.

—No me odies, Bern.

—Lo intentaré.

—No ha sido fácil vivir con una mentira durante los últimos tres meses. Créeme.

—Supongo que todo será más fácil para todo el mundo ahora que la situación de Raffles ya no es ningún secreto para nadie.

—Así lo creo. No tenía intención de engañarte para que te lo quedaras.

—Claro que la tenías.

—No, no la tenía. Sólo quería facilitaros las cosas a ti y al gato para que empezarais con buen pie la relación. Sabía que cuando le conocieras bien te pirrarías por él, y pensé que cualquier cosa que hiciera para ayudarte a pasar el primer escollo, cualquier artimaña sin importancia que tuviera que emplear…

—Por ejemplo, contarme una sarta de mentiras.

—Era por una buena causa. En el fondo sólo lo hice por vuestro bien, Bern. Por el tuyo y el del gato.

—Y por el tuyo.

—Bueno, vale —dijo con una sonrisa victoriosa—. Pero ha funcionado, ¿no? Reconoce que ha funcionado.

—Ya veremos —dije.