—No estás aquí —le dije al muerto—. Eres producto de una imaginación hiperactiva, agotada de una manera intolerable a causa de un día duro, unos vasos de whisky y un cerrojito insignificante que he tardado una eternidad en abrir. No existes. Voy a cerrar los ojos, y cuando los abra habrás desaparecido.
No funcionó.
De acuerdo. En tal caso, sería yo quien no estaba allí. Para ser exactos, borraría todas las huellas de mi visita, y en cuanto desapareciera en la oscuridad de la noche (o lo que quedara de ella), sería como si nunca hubiera estado allí.
En primer lugar, las huellas digitales. Me había quitado los guantes para ponerme serio con el cerrojo, y todavía no me había molestado en ponérmelos de nuevo. Me los puse, cogí un trapo y limpié todo lo que hubiera podido tocar durante el intervalo sin guantes: la lámpara; la puerta; el tirador de uno y otro lado; el asiento del retrete, que había levantado (y no había bajado luego; ¿qué puedo decir?, los hombres somos así); la cadena, de la que había tirado; la cortina de la ducha, que había cometido el error de descorrer y que ahora colocaba en su posición original; el interruptor de la luz que había encima del lavabo, que funcionaba; y el interruptor que había fuera, que volví a apretar y que seguía sin funcionar. También limpié otras cosas como el toallero y el cesto de la ropa sucia, que probablemente no había tocado, pero ¿qué necesidad había de correr riesgos?
Salí del cuarto de baño y cerré la puerta. Puse la lámpara de Joan Nugent donde la había encontrado, volví a recorrer su estudio con la mirada y me dirigí al dormitorio principal, donde dejé todas sus joyas en el joyero. No sabía con seguridad si estaba poniendo todo en el compartimiento que había ocupado originalmente, pero hice lo que pude. Había llevado los guantes cuando las había cogido y también los llevaba ahora, mientras las dejaba en su sitio, de manera que no tenía que preocuparme por las huellas.
Puse el reloj del señor Nugent donde lo había encontrado, en la mesilla de noche, y devolví sus gemelos de diamantes y ónix al estuche que había en su cajón de los calcetines. Me había quedado con dos bolsas de tienda de ultramarinos vacías. Las llevé a la cocina y las llené con la caja de cereales y las toallas de papel que habían contenido cuando yo había entrado en el piso. No estaba muy seguro de si era acertado hacer esto. ¿No era arriesgado sacar cualquier cosa del edificio? ¿Y realmente tenía que preocuparme de que la policía fuera a recorrer todas las tiendas de ultramarinos del barrio en busca de dos rollos de Bounty y una caja de Conde Chócula? Decidí dejarme guiar por una versión modificada del lema del Servicio de Parques Nacionales, puesta al día para los desventurados ladrones de casas: No deje ni siquiera pisadas, dije para mis adentros. Ni siquiera haga fotos.
Con las bolsas llenas, me detuve una vez más en el oscuro vestíbulo. El temor que me invadía ahora tenía otra causa. En unos minutos estaría fuera de aquel lugar, y lo habría dejado todo tal como lo había encontrado…
Conque sí, ¿eh?, exclamó apremiantemente una vocecita. ¿Y qué me dices de la puerta del cuarto de baño?
Me quedé quieto. Pensé en ello y, cuando acabé, volví a pensar en ello.
A continuación saqué mis ganzúas y regresé a la habitación de invitados.
Ya eran más de las cinco cuando salí de allí. Di los buenos días a Eddie cuando pasé volando a su lado con la cara vuelta hacia otra parte. «Hola, ¿qué tal?», dijo él para variar. Recorrí tres manzanas a buen paso en dirección sur, saludé con la cabeza al portero de mi casa, quien me respondió de igual manera, y subí. Me detuve ante la rampa del contenedor de basuras y arrojé mis guantes de usar y tirar. A punto estuve de arrojar también las dos bolsas del ultramarinos, pero, qué narices, había comprado y pagado aquellos artículos, y eran míos. Entré en mi piso y los guardé. Guardé también mis herramientas de ladrón y mi estetoscopio. Colgué la corbata y la chaqueta, me descalcé y arrojé todo lo demás al cesto de la ropa sucia. Me duché, algo que no habría sorprendido a nadie dada la hora que era, y luego me eché a la cama y me dormí.
Me despertó el teléfono. Era Patience, mi terapeuta poética. Llamaba para preguntarme si me encontraba mejor.
Ah sí, la intoxicación alimenticia.
—Aún estoy algo débil —dije.
—Estabas durmiendo, ¿verdad? Siento haberte despertado. Te he llamado a la tienda, pero como no contestabas, me he preocupado. ¿Te ha visto el médico?
¿Me había visto? No lograba recordar lo que Carolyn le había dicho.
—En realidad —dije—, me siento mucho mejor.
—¿Pero no acabas de decir que aún estás algo débil?
—Creo que lo peor ya ha pasado —respondí—. Y en cuanto a lo de despertarme, me alegro de que lo hayas hecho. Debería haberme levantado hace horas. —Decir aquello no parecía entrañar ningún peligro, si era lo bastante tarde como para que ella me hubiera llamado a la tienda. ¿Qué hora era, a propósito? Joder, las once y cuarto. Era cierto que debería haberme levantado hacía horas.
—A decir verdad —proseguí—, tengo que ponerme en movimiento ahora mismo. Pero me alegro de que hayas llamado, porque quería pedirte disculpas por lo de anoche. No sabes cómo me molestó tener que suspender la cita en el último momento.
—Tranquilo. Lo importante es que tú estás bien.
—¿Podríamos quedar otra vez, Patience? ¿Estás libre para cenar esta noche?
—¿Esta noche? ¿Estás seguro de que estás recuperado como para salir, Bernie?
—Completamente seguro —dije—. No ha sido más que una de esas intoxicaciones que duran veinticuatro horas. Todavía me siento un poco débil porque sólo han pasado veintitrés horas, pero dentro de una hora estaré listo para pelearme con quien sea.
—¿Tan exacta es la duración de la indisposición?
—Es tan exacta que en general se puede poner el reloj en hora con ella —dije—. Me ocurrió lo mismo hace dos o tres años por culpa de un knish de arroz integral de la tienda de productos naturales. Creía que iba a morirme, y veinticuatro horas más tarde estaba silbando como si no hubiera pasado nada. ¿Qué me dices de lo de la cena?
—Tengo un cliente a las siete —dijo—, así que estaré libre para las ocho, aunque puede que la sesión se alargue. El cliente está en medio de una serie de sonetos bastante complicada, y si hay algo que no me gustaría hacer es meterle prisa. Esto no es como el análisis freudiano, en que al cabo de cincuenta minutos ya están empujando al cliente hacia la puerta. No quiero arriesgarme a reprimir la creatividad de una persona.
—Comprendo.
—¿Quieres venir aquí entonces? Ven a las ocho, y si no hemos acabado todavía, puedes quedarte en la sala de espera y leer una revista. A las ocho y media ya habré acabado, te lo aseguro, y no es demasiado tarde, ¿verdad?
—No; es una buena hora.
—Podemos ir a cenar a algún restaurante de barrio —añadió—. Pero no burritos.
—No menciones esa palabra, por favor.
No iba a averiguar aquel día si me gustaban los Conde Chócula. Tenía demasiada prisa. Me afeité, me vestí y salí de casa sin detenerme siquiera a cruzar un saludo con la cabeza con mi portero. Fui a pie hasta Broadway y cogí el metro. Habría cogido un taxi, pero pensé que a aquella hora el metro sería más rápido, a pesar incluso del cambio de tren en Times Square y las tres manzanas que tenía que recorrer andando desde la calle Catorce.
¿A qué venían las prisas?
Normalmente abro a las diez, pero no porque suela tener una multitud de bibliófilos impacientes aporreando la reja de acero. Tengo la costumbre de comer con Carolyn. Sin embargo, podría haberla llamado para decirle que iba a llegar tarde o que no se preocupara y fuera a comer sola. Había estado toda la noche levantado y había sido una noche movida. ¿Por qué no me pasaba el resto del día en la cama?
Buena pregunta.
Abrí el candado grande y la reja de acero. Luego abrí las diversas cerraduras de mi puerta, entré y encendí las luces. Antes de que pudiera dar dos pasos dentro de la tienda, el puñetero muerto de hambre ya estaba frotándose contra la pernera de mi pantalón.
—Vale, vale… —dije—. Ya basta, ¿eh? Ya estoy.
Él dijo lo que dice siempre:
—Miau.