El ascensor las pasó canutas para llevarme hasta el noveno piso, como si la operación que años atrás lo había convertido en un aparato automático hubiera acabado minándole las fuerzas. Salí por fin a un pasillo oportunamente vacío, doblé hacia la derecha, pasé por delante de unas puertas en las que se podía leer 9 D y 9 C y comprendí que me había equivocado de camino. Giré sobre los talones, dejé atrás el ascensor y encontré el 9 G (de Grafton) al fondo del pasillo. Fui hasta la puerta, dejé las bolsas de ultramarinos una a cada lado de un felpudo de yute e intenté adivinar si había alguien dentro de la casa.
Y es que nunca se sabe. Quizá los Nugent habían vuelto a casa antes de lo previsto. Quizá Harlan había recibido una llamada urgente de la fábrica de chismes en que trabajaba o Joan no había podido soportar pasar una hora más separada de su querido filodendro de hoja partida. O tal vez Doll Cooper se había equivocado de número de piso y los Nugent vivían en el de abajo, el 8 G, justo debajo del profesor de kung fu que sólo salía de su piso para sacar a su rottweiler a pasear.
Saqué mi estetoscopio, me puse los auriculares en los oídos, apreté la trompetilla contra el mismísimo corazón de la puerta y escuché con atención.
No habrás pensado que el estetoscopio era para disimular, ¿verdad? Si hubiera tenido la intención de tener aspecto de médico, habría cogido un maletín Gladstone viejo y deteriorado y habría fingido ir a visitar a un enfermo. Pero no era esta mi intención. Estaba utilizando el estetoscopio por la misma razón que lo utiliza un médico: para hacerse una idea de lo que ocurre dentro.
Si el 9 G hubiera sido un ser humano, le habría cerrado los ojos y le habría puesto una etiqueta en un dedo del pie. No oí ni pío.
¿Pero acaso significaba algo? Los Nugent podían estar durmiendo. Y el profesor de kung fu también. Incluso el rottweiler podía estar durmiendo.
Que duerman, me dije. No tienes por qué estar aquí, poniendo en riesgo tu vida y tu libertad en aras de la felicidad. Puedes coger tus bolsas del ultramarinos e irte a casa. Tarde o temprano te comerás el pan y los cereales. ¿Quién sabe? Igual te gustan los Conde Chócula y todo. Y las toallas de papel te duran una eternidad; aguantan en la despensa tanto tiempo como los Twinkies…
Llamé al timbre, y con la ayuda del estetoscopio lo oí claro como… Bueno, claro como un timbre. Dejé de llamar, escuché el silencio y volví a llamar, insistiendo un poco más esta vez. Una vez más escuché el silencio.
También la voz insidiosa que había estado hablándome guardaba silencio ahora. Yo estaba funcionando con el piloto automático, haciendo lo que mejor se me da. Me metí el estetoscopio en el bolsillo, cogí las anillas de las ganzúas y las sondas y puse manos a la obra.
Es un don que tengo. Hay quien puede golpear con el bate una bola con efecto. Hay quien puede hacer cuentas complicadas. Yo puedo forzar cerraduras.
Cualquiera puede aprender a hacerlo. Se lo he enseñado a Carolyn, y ahora en una situación apurada puede abrir la puerta de su piso sin las llaves. Sin embargo, para la mayoría de las personas, incluso para aquellas que se dedican a ello (incluso las que ganan lo justo para vivir de esa manera), forzar una cerradura es una operación sumamente laboriosa. Hurgan y vuelven a hurgar con la ganzúa, casi como si trataran de someter a la cerradura a fuerza de insistir, y se vuelven torpes con los dedos y sienten calambres en las manos. A veces lo mandan a hacer puñetas, y fuerzan el maldito trasto con una palanca o abren la puerta a patadas.
A menos que tengan buena mano.
La puerta de los Nugent tenía dos cerraduras. Una era una Poulard; quizá la conozcas por esos anuncios que te garantizan que son a prueba de ladrones. La otra era una Rabson; no está garantizada, pero es una cerradura sólida y de confianza.
Conseguí abrirlas en menos de dos minutos. ¿Qué puedo decir? Es un don que tengo.
En rigor, no creo que debiera decirse «forzar una casa». Si uno tiene verdadera aptitud para ello, nunca llega a forzar nada en realidad.
A menos que haya una alarma antirrobo. En tal caso, en el mismo momento en que abres una puerta o una ventana conectada al circuito, fuerzas la conexión eléctrica y la rompes. Cuando esto ocurre, suele oírse una especie de quejido estridente, y dispones de cierto tiempo (por lo general cuarenta y cinco segundos) para encontrar el teclado numérico y marcar el código que le dice al sistema que tienes todo el derecho del mundo a estar allí. A continuación se produce toda esa cantinela de pitidos y sirenas y, tarde o temprano, aparecen un par de guardias privados para dar una respuesta armada a la situación.
Claro que para entonces cualquier ladrón en su sano juicio ya se ha ido a casa.
Respiré hondo, giré el tirador y abrí la puerta.
No sonó ninguna alarma.
Bueno, en realidad no lo sabía con seguridad. Y es que también existen unas cosas llamadas alarmas silenciosas. Abres la puerta y no oyes ningún quejido de aviso, ningún sonido aparte de la música de las esferas. En algún lugar hay un teclado numérico escondido, pero tú no tienes ningún motivo para ir a buscarlo, por lo que cuando han pasado los cuarenta y cinco segundos, ya es demasiado tarde, porque la alarma ha sido registrada en la oficina de la empresa de seguridad, y los guardias aparecen con un arma en las manos mientras tú estás llenando una funda de almohada con dinero contante y sonante.
Lo cierto es que prácticamente nadie instala una alarma silenciosa hoy en día salvo como sistema suplementario. La gente quiere una alarma antirrobo para impedir que los ladrones entren en la casa, no para tener la oportunidad de pillarlos cuando ya están dentro. La mayor parte de los ladrones, lamento decirlo, sólo busca sacarse un par de dólares sin complicarse la vida. No tienen vocación para el oficio. La gran mayoría, una vez ha hecho saltar el sistema de seguridad y oye el quejido acusica, huye de la casa como un rayo. Algunos de ellos, yonquis y adictos al crack que entran rompiendo una ventana o derribando una puerta a patadas, tardan unos minutos en llevarse una radio o registrar el cajón de arriba de la cómoda. Luego se largan.
Si la única alarma que hay es de las silenciosas, el ladrón no sabe de su existencia, lo cual, al fin y al cabo, es de lo que se trata. Por tanto, el ladrón se pone a la tarea, y si es un yonqui o incluso si no lo es, lo más probable es que termine y se vaya a casa antes de que aparezcan los chicos de la respuesta armada. Incluso cuando no hay mucho tráfico, tardan un rato en acudir a una llamada. En hora punta, mejor no hablar.
Por otra parte, la alarma silenciosa es una verdadera lata para el inquilino. Como es silenciosa, no hay nada que te recuerde que debes teclear el código. Varias veces te olvidas, de manera que los policías de alquiler aparecen mientras tú estás sentado en el salón haciendo zapping. Cuando esto ocurre en unas cuantas ocasiones, dejas de conectar la alarma.
Con las bolsas de ultramarinos en la mano, crucé el umbral y pasé a la primera fase del allanamiento de morada. Cerré la puerta con la cadera, de manera que me quedé sin la luz del pasillo. El lugar estaba oscuro como la boca de un lobo y silencioso como una tumba.
¡Menuda sensación! Se te acelera el pulso, sientes un cosquilleo en la yema de los dedos y un vacío en el pecho. Pero estas palabras se quedan cortas para describir lo que sentí, y siempre siento, en semejantes circunstancias. Le había hablado a Carolyn de la emoción, del estremecimiento que se siente, pero había más. Experimenté una profunda satisfacción, como si estuviera haciendo lo que estaba destinado a hacer en la tierra. Era un ladrón nato, y estaba robando, y fuera lo que fuese lo que me había llevado a pensar que podía dejarlo había sido una equivocación.
Dejé en el suelo las bolsas del ultramarinos y me puse los guantes de quita y pon. Cogí mi linterna diminuta, pero se me cayó. La busqué a tientas por el suelo, maldiciendo la oscuridad. Finalmente la encontré y la encendí, tras lo cual me puse en pie y seguí el pequeño y recto haz de luz por todo el piso. Cuando hube comprobado que todas las ventanas estaban tapadas por las cortinas, encendí unas cuantas luces y di cautelosamente otra vuelta por el piso.
Yendo de habitación en habitación, me sentí como un terrateniente cabalgando por sus propiedades, dueño y señor de todo lo que contemplaba. Pero no estaba haciéndolo a lo loco. Tiempo atrás, en un bonito piso de la calle 67 Este, me había divertido desvalijando un salón mientras el verdadero inquilino del piso yacía muerto al otro lado de la puerta del cuarto de baño. Había muerto, todo sea dicho, por causas naturales: alguien le había asesinado. La policía, que muy oportunamente apareció mientras yo todavía estaba ocupado con el desvalijamiento, llegó de manera precipitada a una conclusión injustificada: debía considerárseme la causa inmediata de la muerte. Las pasé moradas para aclararlo todo.
No es la clase de experiencia que uno desee tener una segunda vez, de veras. Así pues, aprendí que hay que dedicar los primeros minutos de un robo a comprobar si hay cadáveres en el piso y, como es natural, nunca encuentro uno. Son como la policía y los taxis, nunca están ahí cuando los necesitas.
Lo que sí encontré, en cambio, fue lo que los corredores de fincas llaman un «seis clásico», algo que se suele encontrar con bastante frecuencia en los edificios del Upper West Side construidos antes de la guerra. Un vestíbulo, que era donde había buscado a tientas mi linterna; un salón; un comedor para las ocasiones especiales; una cocina con ventanas; dos dormitorios de gran tamaño, uno con dos camas gemelas y otro, el de los invitados, que evidentemente hacía las veces de taller de pintura para Joan Nugent. Había un caballete con un cuadro a medio pintar de un hombre vestido de arlequín tocando la flauta de Pan. ¡Chúpate esa, Picasso!
Eso es un total de seis habitaciones si cuentas el vestíbulo, pero no creo que haya que contarlo, porque de la cocina se pasaba a otra habitación. No sé de qué serviría originalmente. De despensa, supongo, o de cuarto para la doncella. Ahora era el estudio de Harlan Nugent. Tenía un escritorio con un ordenador y un fax módem encima, y una librería con un gran número de novelas de misterio futurista y libros de divulgación del tipo Cómo beneficiarse de la próxima época glaciar. Encima del escritorio había colgado un paisaje rural que pude identificar como obra de la señora Nugent.
Hubo un momento, he de reconocer, en que me embargó un sentimiento de infinita tristeza. Estaba en un piso que transmitía una serenidad indescriptible, con sus pesados cortinajes y su gruesa moqueta cubierta en diferentes puntos con alfombras orientales; sus elegantes muebles y candelabros franceses; los anticuados medallones del techo y las molduras de la pared, e incluso las obras de arte que colgaban de las paredes, los grabados coloreados a mano de lugares lejanos que compartían el espacio de las paredes con los acrílicos que habría comprado la señora Nugent en alguna tienda de segunda mano y que producían una extraña sensación de confort. ¿Por qué no podía disfrutar durante una hora de la alegría de haber cometido allanamiento de morada y luego, cuando me hubiera quedado satisfecho, dejarlo todo tal como lo había encontrado?
Supongo que porque los safaris fotográficos pueden ser estupendos, pero a un cazador nato le resultan un tanto aburridos. Podía intentar convencerme de que me tomara el piso de los Nugent como un parque nacional, y me limitara a hacer fotos y dejar mis pisadas, pero no iba a funcionar. Soy un ladrón, y ningún ladrón que se precie considera que la noche ha sido un éxito cuando vuelve a casa con las manos vacías.
Así pues, puse manos a la obra. Comencé por la cocina, donde saqué los artículos de las bolsas de ultramarinos, les limpié las huellas y los metí en la alacena. (Quizá a los Nugent les gustaría Conde Chócula). Luego abrí la nevera. No había ningún producto perecedero, lo cual daba a entender que Joan y Harlan se había ido para una semana o más. Lástima, tampoco había dinero en ella, y tampoco en el congelador. Mucha gente guarda dinero en la nevera; supongo que es un lugar tan bueno como cualquier otro, o al menos lo fue hasta que todo el mundo empezó a guardarlo ahí. Pero no había nada de dinero frío en el frigorífico de los Nugent, de manera que pasé a otra cosa.
En la cocina no había nada que mereciera la pena llevarse. En la alacena había un juego de tarros de ocho piezas, hechos de porcelana blanca con adornos azules de motivos holandeses: molinos, tulipanes, un muchacho patinando sobre hielo, una chica mofletuda con uno de esos cortes de pelo a lo garçon. Un recipiente contenía unos treinta dólares en cambio y billetes pequeños, que servirían para dar la propina a los chicos que traían los envíos, supongo. Lo dejé tal como lo había encontrado.
En el escritorio del estudio había un cajón cerrado con llave, por lo que fue el primero que abrí. Este tipo de cerraduras nunca ofrecen problemas serios, y esta en concreto fue un juego de niños. Dentro había un diario, que supuse cerrado bajo llave para que la señora Nugent no le pusiera las manos encima. Leí unas páginas con la esperanza de hallar algo lascivo, y quizá lo hubiera, pero no en las páginas que casualmente abrí. Todo lo que encontré fueron las reflexiones personales de Harlan Nugent acerca de la vida y la muerte, y en cuanto comprendí de qué iba el asunto, dejé el cuaderno en su sitio como si me quemara la mano. Desvalijar la casa de una persona ya supone suficiente violación de las intimidades para mí. No tenía ánimo como para saquearle el alma.
Aparte del diario, el cajón que hasta hacía poco había estado cerrado bajo llave contenía tres sobres de papel manila un poco más grandes que los de tamaño carta. El primero contenía una póliza de seguros y el segundo un testamento. Apenas eché un vistazo a cada uno antes de meterlos de nuevo en sus respectivos sobres, y estuve a punto de desentenderme del tercero, lo cual habría sido un error. Estaba lleno de dinero.
Era un grueso fajo de billetes de cien dólares. Me quité los guantes para contarlos rápidamente, pensando que no importaba si dejaba las huellas en ellos. Iban a irse a casa conmigo.
Había ochenta y tres, aparte de uno de cincuenta que se había colado en medio del fajo. Es decir, un total de 8350 dólares en billetes usados y totalmente anónimos. ¿Eran una parte de los ingresos que mi querido Harlan no quería declarar? ¿O acaso su existencia era completamente legítima? Al fin y al cabo, todavía es legal para los americanos poseer dinero de verdad.
Bueno, si eran una parte no declarada de sus ingresos, estaba quitándole a Nugent un peso de encima. Me los metí en el bolsillo y dejé el sobre vacío en el cajón.
Luego, sólo para presumir, cogí las ganzúas y dejé el cajón cerrado tal como lo había encontrado.
Moví un buen número de cuadros, pero no encontré la caja de seguridad. Tampoco encontré ningún ladrillo suelto en la chimenea. En realidad no esperaba dar con ninguna caja o escondrijo; si el piso hubiera tenido uno, Harlan habría guardado los 8350 dólares en él, no en un cajón del escritorio que uno podía abrir con unas pinzas para las cejas.
Encima del aparador del comedor había una cubertería de plata bastante buena, inglesa, a juzgar por su aspecto. Georgiana, diría. Había más del mismo tipo en los cajones. En el transcurso de los años he conocido tres clientes buenos para la plata de calidad. Uno está muerto, el otro está en la cárcel y el tercero se jubiló hace dos años y vive en Florida. (Es posible que de vez en cuando compre alguna que otra sopera, pero no es una buena idea mandar un cargamento de plata robada por avión. ¿Cómo haces para que pase por el detector de metales?).
Renuncié a la plata y a unas bonitas piezas de encaje e hilo y fui al dormitorio, donde la señora Nugent guardaba sus joyas en un cofre miniatura reforzado con latón que tenía encima de su cómoda estilo Reina Ana. El cofre tenía cerradura, pero no lo había cerrado con llave, lo cual demostraba que era una mujer sensata. Yo lo habría abierto en un abrir y cerrar de ojos, pero un mangante más tosco se habría puesto el cofre bajo el brazo y se lo habría llevado para abrirlo luego con tranquilidad.
Hay personas que con las piedras preciosas poseen el mismo don que yo poseo con las cerraduras. Sólo tienen que mirar una piedra para saber si procede del consorcio De Beers de Sudáfrica o de la Organización del Zirconio Cúbico de la Red de Venta por Correo. Pueden distinguir un lapislázuli de una sodalita y un rubí de una espinela antes de lo que a mí me cuesta diferenciar el ámbar del plástico o una cuenta de hematita de un rodamiento. (Realmente no tiene importancia, ya que no merece la pena robar ninguno de los dos, pero una persona ha de ser capaz de saber distinguirlos).
No poseo ese don, aunque cuando llevas bastante tiempo robando esa clase de cosas, desarrollas cierto sentido para decidir qué te llevas y qué dejas. Cuando tienes una duda, te lo llevas. Renuncié a las piezas que eran evidentemente bisutería. Había un collar, por ejemplo, con una piedra tan grande que de ser auténtica debería haber sido el diamante Kloppman. También había unos pendientes hechos con abalorios africanos. Cogí algunas cosas que no estaban nada mal, y podría describirlas con detalle e incluso hacer un cálculo aproximado de su valor, pero ¿para qué?
Como se verá, todo fue en balde.
Media hora después estaba listo para salir del piso de los Nugent e irme a casa. No había dormido en ninguna de las camas ni roto ninguna silla, y no había visto gachas por ninguna parte. Había metido las joyas, así como un reloj y unos gemelos de Harlan, en mis dos bolsas de plástico, y luego había guardado cada bolsa en un bolsillo. Había puesto las joyas en los bolsillos delanteros del pantalón, el dinero en el bolsillo interior de la americana, el estetoscopio en uno de los bolsillos exteriores y las ganzúas y la linterna donde había encontrado sitio. Puede que luciera una silueta estrafalaria, pero al menos tenía las manos libres.
Di una última vuelta al piso, no con la esperanza de encontrar algo más que robar, sino para cerciorarme de que no había dejado ningún rastro de mi visita. Como de costumbre, había mostrado una escrupulosa pulcritud. Estaba listo para irme a casa por aquella noche, que ya se había alargado bastante, cuando mis ojos fueron a posarse en una puerta en la que no había reparado antes. ¿Otro armario? Aquel piso tenía armarios por todas partes, y en ninguno de ellos había nada que mereciera la pena robar.
La puerta no cedía. Y no tenía ojo de cerradura ni, por tanto, cerradura que forzar.
¿Se trataba de una puerta permanentemente cerrada que conducía a otro piso, una abertura rudimentaria de la época en que aquel piso y el contiguo habían formado una única pieza? Parecía poco probable. La puerta se encontraba en una de las paredes laterales de la habitación de invitados, el taller de la señora Nugent. En la misma pared había otra puerta que daba a un gran armario empotrado, del cual había entrado y salido unos minutos antes. ¿Se extendería el armario por toda la pared y tendría una de sus puertas cerradas por alguna oscura razón?
Fui a mirar. El armario era ancho y profundo, pero sólo alcanzaba hasta la mitad de la pared. ¿Daba la puerta cerrada acceso a la parte trasera de un armario del otro piso? Parecía una extraña manera de hacer las cosas, pero los edificios antiguos son divididos de formas curiosas en el curso de los años, de manera que cabía la posibilidad.
De todos modos ¿qué más daba? Resultaba curioso, y punto. Pero yo sentía curiosidad, y me daba igual lo que esta le hubiera hecho al gato.
Saqué mi anilla de ganzúas y seleccioné una laminilla de acero de diez centímetros y pico de largo. Me acerqué a la puerta misteriosa e introduje la lámina de acero entre la hoja y la jamba. Levanté la mano hasta lo alto de la puerta y luego la bajé. No encontré ninguna resistencia hasta que llegué a un punto situado unos centímetros por debajo de mi cintura, justo donde uno esperaría encontrar una cerradura. Saqué lentamente la lámina, tirando de ella hacia abajo para describir el contorno de algo que parecía un cerrojo. Por debajo del cerrojo, la lámina volvió a navegar por aguas tranquilas hasta el suelo.
Cada vez sentía más curiosidad. Si uno divide un piso para convertirlo en dos, no pone simplemente una puerta y la cierra con un cerrojo. Eso podrá valer si se tienen dos habitaciones de hotel contiguas y se desea mantener la posibilidad de acceso, pero en este caso no tenía sentido, ya que lo que se buscaba era aislamiento y seguridad. Cuando menos, deberían haber tapado la puerta con alguna clase de argamasa. Por otra parte, el cerrojo no era uno de esos que compras en la ferretería e instalas tú mismo. No, este cerrojo estaba puesto justo en medio de una puerta de cinco centímetros de grosor, lo cual significaba que servía para una habitación concebida para ser abierta y cerrada únicamente desde dentro. Los armarios no tienen cerrojos de ese tipo.
Los cuartos de baño sí. Sí, claro. Había un cuarto de baño en el dormitorio principal y medio baño en el vestíbulo («Medio baño, medio humano. Le llaman… ¡el hombre baño!»). Por tanto era lógico que también hubiera uno en el segundo dormitorio. No era más que eso, otro cuarto de baño. Si hubiera querido robar toallas habría ido al Waldorf, así que a hacer puñetas. Ya podía…
Un momento.
¿Cómo era posible que en un piso vacío hubiera un cuarto de baño cerrado por dentro?
Volví a la puerta y pasé la mano por ella como si quisiera apreciar su energía psíquica. Al lado, en la pared, había un interruptor a la altura del hombro, si es que tienes los hombros un poco más bajos que yo. Lo apreté. En el dormitorio no se encendió o apagó ninguna luz, y no sabía si en el cuarto de baño había sucedido algo. Por debajo de la puerta no se veía ninguna luz.
Volví a apretar el interruptor, para deshacer lo que pudiera haber hecho, fuera lo que fuese. Cogí una silla y me senté. Miré al pobre arlequín que Joan Nugent todavía no había terminado. La otra vez que me había fijado en él me había parecido triste. Ahora me parecía confuso.
¿Había alguien ahí dentro? ¿Le había puesto sobre aviso al apretar el timbre, y la persona en cuestión había reaccionado… no sé, encerrándose en el cuarto de baño?
¿Por qué habría de hacer algo así una persona?
Bueno, pongamos que yo no era el primer ladrón que visitaba aquella casa. En una ocasión me encontraba revolviendo un piso cuando de pronto entró otra persona. La situación que se dio fue un tanto embarazosa para mí. No me encerré en el cuarto de baño, pero podría haberlo hecho si se me hubiera ocurrido.
¿Pero se parecía aquel piso a uno en el que otro ladrón hubiera entrado a robar recientemente? En absoluto.
Sin embargo…
La lógica, pensé. Cuando falla todo lo demás, prueba la lógica.
De acuerdo. Había dos posibilidades. O había alguien en el cuarto de baño o no había nadie. Si había alguien, ¿quién era? ¿Uno de los Nugent?
Si fueras un Nugent u otra persona cuya presencia en el piso de los Nugent fuese legítima, tanto podrías optar por responder al timbre a una hora intempestiva como no hacerlo. Pero si no fueras a abrir la puerta, o al menos a mirar por la mirilla, ¿te encerrarías en el cuarto de baño?
De ningún modo.
Así pues, si había alguien ahí dentro, se trataba de una persona que no tenía que estar ahí y que era capaz de quedarse sentado en el retrete a oscuras durante media hora con tal de evitar ser descubierto. Todo lo que tenía que hacer era largarme a casa y dejar que el visitante misterioso permaneciera en el anonimato. Si había alguien, tenía que haber advertido mi presencia, y saldría (él o ella; o, quién sabe, tal vez fuera Doll Cooper, que estaba probando una tercera profesión) cuando le pareciera conveniente. Todavía podía llevarse algo de plata, y quedaban treinta dólares en el tarro del molino y quizá el legendario diamante Kloppman.
Di una vuelta al piso para apagar las luces. En un abrir y cerrar de ojos todo el lugar quedó a oscuras con la salvedad del vestíbulo, iluminado por la luz del techo. La apagué igualmente. A continuación abrí la puerta principal y asomé la cabeza al pasillo.
Volví a meterla, cerré la puerta y avancé por el oscuro piso sin hacer ruido y sin utilizar siquiera mi linterna de bolsillo. Moviéndome lenta y silenciosamente, entré de nuevo en la habitación de invitados, donde me detuve, sin apenas respirar, y aguardé a que la puerta del cuarto de baño se abriera.
Pasaron diez minutos, probablemente los más largos de mi vida. Cuando transcurrieron, no me cupo ninguna duda de que el cuarto de baño no estaba ocupado.
¿Entonces por qué estaba cerrado?
¿Y qué había dentro?
Lo típico, me dije. Un lavabo, una bañera, una ducha, un inodoro, un botiquín… Vete a casa, me aconsejé; lo que haya ahí dentro puede quedarse donde está. Además ¿a quién le importa qué es?
A mí, evidentemente, ya que lo que hice (una vez hube encendido de nuevo la luz para al menos ver lo que estaba haciendo incluso si no podía explicarlo satisfactoriamente) fue ponerme de rodillas y tratar de forzar la puñetera cerradura. Aunque no era una cerradura, sino un simple cerrojo como los que echas cuando estás en el retrete y no quieres que nadie te moleste. No había gachetas, ni clavijas, ni nada; sólo un cerrojo que corría de un lado a otro cuando girabas el pequeño artilugio que había al otro lado de la puerta.
No conseguí abrir al muy jodido. Podría haberlo hecho saltar de una patada, pero no quería hacer eso. Yo era el hombre al que en una ocasión habían llamado «el Heifetz de la ganzúa», y ciertamente debía ser capaz de abrir una puerta de cuarto de baño cerrada con cerrojo. Aquello no era Fort Knox, por amor de Dios. Era un cuarto de baño. Un cuarto de baño para invitados de West End Avenue.
Me resultó imposible.
Volví a apretar el interruptor, el que había al lado de la puerta, el mismo que antes no había hecho nada. Como cabía esperar, tampoco ocurrió nada esta vez.
Imaginemos que me caso. Imaginemos que mi esposa y yo tenemos hijos. ¿Y si uno de ellos se encierra en el cuarto de baño, como suelen hacerlo los muy puñeteros, y luego no puede abrir la puerta y le entra pánico? ¿Y si papaíto corre a rescatarlo, ganzúas en mano, y luego tiene que decirle a mamaíta que llame a un cerrajero porque él, precisamente él, no puede abrir la jodida puerta?
Qué absurdo.
Si hubiera sido mi cuarto de baño, y mi hijo hubiera estado dentro, hubiera sacado la puerta de los goznes. Pero esto cuesta mucho trabajo, y es una labor muy delicada. Siempre acabas haciendo saltar desconchones de pintura de los goznes, que caen al suelo y se convierten en el mudo testamento de la incapacidad de uno para correr el cerrojo.
El caso era que no lograba que mi toque mágico funcionara con aquel trasto. Lo único que podía hacer era intentar hacer palanca con mis herramientas para meter la barra en la puerta. La ranura entre la puerta y la jamba era bastante exigua, de manera que no disponía de mucho espacio para trabajar. Podía avanzar un poco, pero tarde o temprano me sería imposible mantener una presión constante sobre el cerrojo, de modo que mi ganzúa resbalaría y yo volvería al punto de partida. Y no precisamente contento.
Una de las láminas de acero que tenía en mi anilla de herramientas era una hoja de sierra de arco cortada que habría atravesado el cerrojo como un cuchillo corta la mantequilla. No se trataba de un cuchillo caliente ni la mantequilla estaba blanda, pero habría podido cumplir su función. No obstante la descarté, por la misma razón por la que no quería sacar la puerta de los goznes ni darle una patada que la mandara al condado vecino. Aquello era para mí un desafío, maldita sea.
Me quité los guantes de plástico transparente, acerqué una lámpara de pie curvo y la coloqué en el lugar más conveniente. Apreté los dientes y puse manos a la obra.
Y conseguí abrir al muy jodido, maldita sea.
Una vez el cerrojo hubo cedido y tuve una mano sobre el tirador, me detuve para mirar la hora. Asombrosamente, iban a dar las cuatro de la madrugada. ¿Cuánto me había costado abrir la puerta del cuarto de baño? No quería ni saberlo.
Lo que quería hacer (o, mejor dicho, lo que tenía que hacer) era utilizar el cuarto de baño, y pensé que me había ganado el derecho a hacerlo. Dejando aparte sus aspectos utilitarios, el retrete me causó la enorme decepción que me esperaba. Tenía los típicos complementos de porcelana, un botiquín que no contenía nada más interesante que aspirinas, una bañera con una cortina de ducha corrida…
Con tanta tensión acumulada, era de esperar, ¿no?
Bueno, ¿y por qué no? Era lógico, ¿no? Si un cuarto de baño resulta tan difícil de abrir por fuera, ¿cómo es posible que lo hayan cerrado? Pues está claro, so tonto: lo han cerrado por dentro. Y, a menos que la persona en cuestión haya saltado luego por la ventana, dejando la acera hecha un cisco, ¿dónde va a estar sino en la bañera, por ejemplo, detrás de la cortina de ducha con motivos florales?
Allí era donde estaba y allí fue donde la encontré. Desnudo como la verdad, muerto como una piedra y con un agujerito redondo en medio de la frente.