—El alquiler es sólo una parte del problema —dije—. El asunto es más grave. Echo de menos forzar cerraduras y entrar a robar en casas. A veces se me olvida cuánto lo echo de menos, pero en cuanto sucede algo que hace aumentar el nivel de ansiedad, pues bueno, este viejo ladrón se acuerda de todo de inmediato.
—¿Qué es lo que echas de menos, Bern?
—La emoción. Cuando entro en la casa de alguien siento un estremecimiento que no se parece a nada de lo que he experimentado jamás. Acaricias una cerradura y la engañas de manera que salte, giras un tirador y te cuelas por una puerta medio abierta. Por fin estás dentro, y es como si te probaras la vida de otra persona a ver cómo te queda. Eres Ricitos de Oro: te sientas en todas las sillas, te duermes en todas las camas. ¿Sabes una cosa? Nunca he entendido el final de ese cuento. ¿Por qué se enfadan tanto los osos? Se encuentran con una encantadora niñita rubia dormida como un cordero, y lo lógico sería que quisieran adoptarla. ¿Pero qué es lo que hacen? Cogen un cabreo de narices. No lo entiendo.
—Bueno, no es una invitada muy buena, Bern. Se come toda su comida, ¿recuerdas? Y rompe la silla del osito.
—Un asqueroso tazón de gachas —dije—. Y cuando se lo come está bien de temperatura, ¿te acuerdas? Si no se lo hubiera comido, se habría quedado frío antes de que los osos llegaran a casa, como el de mamá oso. Y, ya que la mencionas, esa silla siempre me ha escamado. ¿Qué clase de silla puede aguantar a un osezno fuerte pero se hunde bajo el peso de una niña delgada como un palillo?
—¿Cómo sabes que la niña está delgada como un palillo? ¿Y si está hecha una bola de sebo? Las gachas se las come en un abrir y cerrar de ojos.
—En los dibujos que yo he visto nunca está regordeta. En mi opinión, a esa silla le sucedía algo. Iba a hundirse en cuanto alguien, cualquier persona, se sentara en ella.
—¿De manera que eso opinas de Ricitos de Oro y los tres osos? ¿Que la silla era defectuosa?
—Tenía que estarlo.
—Me gusta eso —dijo ella—. Supone un punto de vista completamente nuevo con respecto al cuento. Creo que Ricitos de Oro tenía razones de sobra para ir a juicio por negligencia.
—Pues sí, pensándolo bien, podría haber entablado un pleito.
—Quizá por eso va corriendo hasta su casa. Quiere llamar a su abogado antes de que salga de su oficina. ¿Sabes qué, Bernie? Me has convencido.
—¿De qué?
—De que todavía llevas el robo en el alma. ¿Quién sino un ladrón nato interpretaría el cuento de ese modo?
—Lo de ir a juicio por negligencia ha sido idea tuya —dije—, y sólo un abogado nato…
—Ojo, Bern…
—La verdad es que en circunstancias normales soy bastante honrado. Aviso a la gente cuando se van sin el cambio, y cuando un camarero se olvida de cobrarme el postre, suelo decírselo.
—Te he visto hacerlo —dijo Carolyn—, aunque nunca lo he entendido. ¿Qué haces cuando un teléfono público te devuelve un cuarto de más? ¿Lo devuelves en sellos?
—No; me lo quedo. Pero nunca robo en las tiendas, y pago mis impuestos. En realidad sólo soy un ratero cuando entro en las casas, de modo que no soy un ladrón nato. Aunque supongo que tienes razón. Supongo que soy un ladrón nato. «Nacido para robar» sería el tatuaje ideal para mí.
—No te hagas un tatuaje, Bern.
—No te preocupes —dije—. Que no estoy tan borracho.
—Sí lo estás —dijo—. Pero no lo hagas.
A decir verdad, apenas estaba borracho. Estábamos en un restaurante italiano de los de verdad, uno que hay en un sótano de la calle Thompson, dos manzanas al sur de Washington Square. Habíamos descartado la comida india y la tailandesa porque no creía que mi estómago pudiera soportarlo después del ataque de gripe abdominal que Carolyn se había inventado que tenía. (La comida mejicana ni la habíamos mencionado, por supuesto). El aire fresco que me había dado de camino al restaurante me había despejado la cabeza, y ahora, tras comer un gran plato de espagueti marinara y tomar dos tazas de café exprés, estaba prácticamente sobrio.
Eran las nueve y diecisiete minutos cuando Carolyn pidió la cuenta. Lo sé porque inmediatamente eché un vistazo a mi reloj.
—Es temprano todavía —le dije—. ¿Quieres otro café?
—No quería el anterior —respondió ella—. No; quiero ir a casa a mirar los gatos y dar de comer al correo… ¿Qué sucede?
—¿Mirar los gatos y dar de comer al correo?
—¿Eso he dicho? Bueno, ya sabes a qué me refiero. Sea lo que sea, quiero hacerlo. Ha sido un día muy largo.
—Sé a qué te refieres —dije—. Déjame antes hacer una llamada.
—No lo hagas, Bern.
—¿Cómo?
—Si tienes intención de llamar a Patience, no lo hagas. Ya la he llamado yo y he cancelado la cita. ¿No te acuerdas?
—Como si fuera ayer. No iba a llamarla, aunque supongo que podría hacerlo, ¿no?
—No lo hagas.
—Restablecimiento milagroso: parecía como si en lugar de coger la gripe me hubiera atropellado un camión y resulta que se me ha pasado en cuestión de segundos, etcétera, etcétera… Crees que no es buena idea, ¿eh?
—Fíate de mí.
—Supongo que tienes razón. Patience pensaría que no he estado enfermo y probablemente se imaginaría que he salido con otra mujer. Pensándolo bien, estaría en lo cierto, ¿no?
Me levanté, pasé al lado del camarero, que estaba peleándose con una columna de cifras, y telefoneé. Cuando volví a la mesa, Carolyn estaba mirando la cuenta con ceño.
—Supongo que está todo bien —dijo—. Con una letra como la que tiene, este camarero debería haber sido médico. —Dividimos la cuenta y ella me preguntó si había hecho una llamada—. No has estado mucho rato al teléfono —añadió.
—No había nadie.
—Ya.
—He recuperado mi cuarto. Pero el teléfono no me ha devuelto un cuarto de más, de manera que no he tenido que resolver ningún dilema moral.
—Mejor que mejor —dijo Carolyn—. Los dos hemos tenido un día muy largo.
Echamos a andar en dirección oeste y cruzamos la Sexta Avenida. Al pasar por delante de un bar tranquilo que había en una de las calles laterales, sugerí entrar a tomar una copa.
—¿En ese bar? Ahí no entro nunca.
—Bueno, yo tampoco. Pero quizá esté bien.
Ella negó con la cabeza.
—Me asomé una vez, Bern. No había más que viejos con abrigos de segunda mano, todos ellos separados por unos cuantos taburetes. Cualquiera diría que estaban viendo una peli porno.
—Vaya.
—No creo que nos dejaran entrar, Bern. Ninguno de los dos ha pasado un programa de desintoxicación siquiera una vez. Creo que es uno de los requisitos para entrar.
—Vaya. ¿Y ese bar que hay en la esquina? El Niño Apaleado.
—No hay más que universitarios. Gritan, alborotan y derraman cerveza encima de todo el mundo.
—Eres difícil de contentar —repuse—. Un garito es demasiado tranquilo y el otro es demasiado ruidoso.
—Lo sé, soy peor que Ricitos de Oro.
—Allí hay un teléfono —dije—. Voy a intentarlo de nuevo.
Lo hice, pero nadie contestó, y esta vez no recuperé mi cuarto. Di un par de golpes a un lado del teléfono, como se suele hacer, pero el aparato se quedó con mi moneda, como suele suceder.
—¡Maldita sea! —exclamé.
—¿A quién llamabas?
—A los Gilmartin.
—Están en el teatro, Bern.
—Lo sé. La obra acaba a las diez y treinta y ocho.
—Lo has investigado a fondo, ¿eh?
—Bueno, no era tan complicado. Yo también he ido a ver la obra, ¿recuerdas? Todo lo que tuve que hacer fue consultar mi reloj cuando acabó.
—Entonces ¿por qué estás intentando hablar con ellos? ¿Hay algo que no me hayas dicho, Bern? ¿No habías decidido no entrar a robar en su piso?
Asentí y clavé la mirada en la acera, como si esperara encontrar mi moneda en ella.
—Por eso he llamado —dije.
—No entiendo.
—En cuanto lleguen a casa podré relajarme, porque habré dejado de correr el peligro de actuar impulsivamente. Mientras esté con alguien, comiendo, bebiendo una copa o tomándome un café, nada puede hacerme daño. Por eso había quedado con Patience. Pensaba que estaría con ella hasta que los Gilmartin regresaran a casa, y que luego yo también podría irme a casa.
—A menos que te fueran bien las cosas…
—Me conformo con pasar la noche sin cometer ningún delito. Pensaba que lo mejor sería asegurarme tomando una copa a la salida del trabajo, pero me he pasado de seguro y me he emborrachado, y tú has tenido que cancelar mi cita. Lo cual agradezco, no me malinterpretes, ya que no estaba en condiciones de verla. Pero ahora son… —consulté mi reloj—; aún no han dado las diez. Todavía faltan cuarenta minutos para que acabe la obra y Dios sabe qué harán luego. ¿Y si deciden ir a cenar? Podrían tardar horas en volver a casa.
—Pobrecillo… —Carolyn puso una mano sobre mi brazo—. Estás asustado, ¿verdad?
—Estoy haciendo una montaña de un grano de arena —dije—, aunque supongo que cabría decir que estoy sufriendo un poco de ansiedad.
—Pues acompáñame a casa —sugirió—. Puedes beberte una copa o tomarte una taza de café y ver un poco la tele. Puedes llamar a los Gilmartin cada cinco minutos si quieres, y para ello no te hace falta un cuarto. Si se quedan por ahí hasta tarde, puedes pasar la noche en el sofá. ¿Qué te parece?
—Me parece maravilloso —dije—. Menos mal que eres lesbiana.
—¿Cómo?
—Porque eres la mejor amiga que nadie haya tenido jamás, y si fueras heterosexual, nos casaríamos y todo se iría al garete.
—Suele ocurrir —dijo ella—. Vámonos a casa.
A las once menos cuarto cogí el teléfono de Carolyn por millonésima vez. Pulsé la tecla con que se marca automáticamente y oí el tono media docena de veces antes de colgar.
—No puedo creer que no tengan contestador automático.
—Puede que tuvieran uno —sugirió Carolyn— hasta que un ladrón entró en su casa y lo robó. ¿No tienes ganas de meterte en la cama, Bern? Yo empiezo a tener sueño.
—Me temo que el café me ha hecho efecto.
—Estás nervioso, ¿eh?
—Más o menos. Pero tú acuéstate. Ya me quedo yo sentado aquí, a oscuras.
Me lanzó una mirada y luego se volvió hacia el televisor, en el que Charlie Rose estaba formulando unas preguntas meditadas y penetrantes a un individuo muy serio que parecía tremendamente erudito y seriamente estreñido. Le presté toda la atención que pude, aunque cada cinco minutos me precipitaba al teléfono y volvía a marcar la tecla de llamada automática. Por fin, la cuarta o quinta vez que lo hice una persona contestó. Era un hombre, y dijo:
—¿Diga?
—¿Señor Gilmartin?
—¿Sí?
—Gracias a Dios —exclamé—. Empezaba a estar preocupado por usted.
—¿Con quién hablo?
—Con alguien que vela por sus intereses. Mire, usted ya está en casa, y eso es lo que cuenta. ¿Qué tal la obra de teatro?
Oí que respiraba hondo y que luego decía:
—¿Tiene idea de qué hora es?
—Yo tengo las doce y nueve minutos, pero de un tiempo a esta parte el reloj se me adelanta algún minuto. Oiga, Marty, anímese. Sólo llamaba para desearle a usted y a Edna lo mejor. Ahora duerma un poco, ¿vale?
Colgué y me giré para ver cómo Carolyn me hacía un gesto de desaprobación con la cabeza.
—Me he dejado llevar por el entusiasmo —dije—, y le he gastado un par de bromas inofensivas a Marty Gilmartin. Bueno, supongo que tenía derecho a hacerlo. Hay que ver lo que he tenido que pasar sólo para evitar que le robaran esta noche.
—Comprendo. ¿Te vas, Bern? No tienes por qué hacerlo. Puedes quedarte a dormir.
Me lo pensé. Era tarde, y si me quedaba a pasar la noche en el piso de West Village de Carolyn podía ir andando al trabajo por la mañana. Pero decidí que quería cambiarme de ropa por la mañana y dormir en mi cama por la noche.
Fue una decisión de fatales consecuencias.
Tomé una segunda decisión de fatales consecuencias cuando una pareja de turistas borrachos se me adelantó cuando llamaba a un taxi en la calle Hudson. Al infierno, decidí, y fui andando hasta Sheridan Square y cogí el metro. Bajé en la calle Setenta y dos, compré el Times del día siguiente y esperé ante un semáforo para poder irme a casa y leerlo.
—Perdone…
Me volví hacia la voz y me encontré con una mujer delgada y morena que tenía cara con forma de corazón. Sus facciones eran menudas y proporcionadas y su tez parecía salida de un anuncio de jabón. Llevaba un traje con chaqueta de tonos oscuros y una boina roja. Tenía una pinta estupenda, y la primera idea que me cruzó fue que iba a sentirme profundamente decepcionado cuando resultara que vendía flores para el reverendo Moon.
—Perdone que le moleste —dijo—, pero usted vive en este barrio, ¿verdad?
—Sí.
—Ya decía yo. Me sonaba su cara, y estoy segura de que le he visto por ahí. Me siento como una estúpida diciendo esto, pero es que acabo de bajar del autobús y cuando me dirigía a mi piso he tenido la sensación de que alguien me seguía. Ahora que me oigo a mí misma decirlo parece melodramático, pero esa es la sensación que tuve. Como vivo aquí al lado, me parece una tontería coger un taxi…
—¿Quiere que la acompañe a casa?
—¿Le importaría? Mientras no tenga que desviarse mucho… Vivo en la Setenta y cuatro con West End.
—Yo también vivo en West End.
—Estupendo.
—Con la Setenta y uno.
—Vaya —dijo ella—. Eso significa que tendrá que desviarse dos manzanas de su camino y luego tendrá que volver sobre sus pasos. Eso es un total de cuatro manzanas de más. No, no puedo pedirle que haga eso.
—Claro que puede. Hay quien me ha pedido mucho más que eso.
—¿Está seguro? Por ahí viene un taxi. ¿Por qué no lo cojo y se acabó el asunto?
—Por dos manzanas. Vamos…
—Bueno, puede acompañarme hasta West End —dijo—; luego seguiremos cada uno nuestro camino, de manera que sólo tendré que caminar dos pequeñas manzanas sola…
—Ya basta —dije—. Voy a acompañarla hasta casa. No me importa, de veras.
Fue una decisión de fatales consecuencias, fatales de verdad…
No solía volver a casa tan tarde, según me dijo. Había tenido una clase y se le había hecho más tarde de lo habitual. Luego había salido a tomar un café con un par de compañeros de clase, y la conversación había resultado tan animada que el tiempo se les había pasado sin darse cuenta.
Le pregunté sobre qué había versado la conversación.
—Sobre todo —contestó ella—. Empezamos hablando de una de las escenas que ensayamos, a continuación pasamos a las consecuencias éticas del método y luego… bueno, una cosa llevó a otra.
Como suele ocurrir.
—Eres actriz.
—Bueno, voy a clases de interpretación —dijo—. Es posible que sea actriz, pero no lo sabemos todavía. Esta es una de las razones por las que voy a clases. Para averiguarlo.
—¿Y mientras tanto…?
—Soy abogada. Aunque esto tampoco es del todo cierto. En realidad trabajo de pasante, pero estoy estudiando para ser abogada. Voy a clase los lunes, miércoles y viernes a la facultad de derecho de Manhattan.
—Y a clase de interpretación los jueves, ¿no?
—Los martes y los jueves.
—¿Y de día trabajas de pasante?
—Trabajo cinco días a la semana de nueve a cinco en Haber, Haber y Crowell. Casi siempre quieren que vaya los sábados, y casi siempre voy. Es probable que pienses que tengo un horario muy apretado, y es cierto, pero prefiero que sea así, al menos por ahora. Creo que hoy en día soy más feliz si no tengo mucho tiempo libre. Ya sé que esto parece enigmático y que lo típico es que uno le cuente la historia de su vida a un completo desconocido, pero soy algo tímida, aunque quizá apocada sería una palabra más adecuada; soy un tanto apocada, aunque de todos modos tú no eres un completo desconocido porque vives aquí mismo, en el barrio. Mira, ya estamos en West End, donde si no fueras un caballero cada uno seguiría su camino. No me has dicho cómo te llamas. Pero es normal que no me lo hayas dicho: he sido yo quien ha hablado todo el rato. Me llamo Gwendolyn Cooper. ¿Y tú?
—Bernie Rhodenbarr.
—Diminutivo de Bernard. Pero la gente te llama Bernie, ¿verdad?
—Por lo general.
—Con Gwendolyn puedes elegir. Puedes llamarme Gwen o Wendy o incluso Lyn.
—O Doll —sugerí.
—¿Doll? Ah, por la segunda sílaba… Doll Cooper. O Dolly. Pero no suena muy bien. Doll Cooper. ¿Te imaginas ese nombre en un cartel de teatro?
—Me resulta más fácil imaginármelo que en un diploma de la facultad de derecho.
—Bueno, me temo que en el diploma pondrá «Gwendolyn Beatrice Cooper». Eso suponiendo que aguante el tiempo suficiente para sacarlo. Doll Cooper. ¿Quieres que te diga una cosa? Me gusta.
—Es tuyo.
—Todavía mejor: soy yo. ¿A qué te dedicas, Bernie? Si no es una pregunta indiscreta.
—Soy librero.
—¿Como en Dalton o en Waldenbooks?
—No, tengo mi propia tienda.
Le dije cómo se llamaba y dónde estaba, y resultó que era lo que siempre había soñado: ser dueña y encargada de una librería de segunda mano.
—Y además en el Village —añadió—. Parece algo realmente ideal. Seguro que estás encantado.
—Pues sí, la verdad.
—Seguro que todas las mañanas vas a trabajar cantando.
—Bueno…
—Yo lo haría, lo sé. Mira, aquí es donde vivo. Es este, el del toldo. ¿Y encima vas a acompañarme hasta la puerta? Y yo que me preguntaba dónde andarían metidos hoy en día los caballeros de verdad, y resulta que se encuentran en el Village vendiendo libros.
El portero de su edificio estaba encaramado a una silla plegable con la atención centrada en una publicidad de supermercado. El titular del artículo que estaba leyendo insinuaba que había una relación entre los extraterrestres y la lotería de California.
—Hola, Eddie —dijo ella.
—Hola, ¿qué tal? —respondió él, sin levantar la vista de la página.
Ella se volvió hacia mí, puso los ojos en blanco y luego se volvió nuevamente hacia él.
—Eddie, ¿sabes cuándo van a volver los Nugent?
Esta vez Eddie alzó la vista para mirarla. La impasibilidad de su cara daba a entender que no había comprendido nada.
—El señor y la señora Nugent —insistió ella—. Piso 9 G. Se han ido a Europa. ¿Sabes cuándo tienen previsto volver?
—Me pillaste —dijo—. Tendrás que preguntárselo a los del turno de día.
—Siempre se me olvida —repuso ella, dirigiéndose a mí probablemente, ya que la publicidad había reclamado la atención de Eddie—. Estoy tan despistada cuando salgo de aquí por la mañana que lo único que consigo hacer es encontrar el metro. ¡Dios santo! ¿Sabes qué hora es? Mañana estaré más despistada que nunca. Bernie, eres un ángel.
—Y tú un encanto[4].
—Ahora sí lo soy, gracias a ti. —Sonrió, mostrando una dentadura perfecta. Luego se puso de puntillas, me besó en la comisura de los labios y entró en el edificio.
A tres manzanas en dirección sur, saludé al portero de mi casa con un movimiento de cabeza y obtuve otro movimiento de cabeza por respuesta. Desde que me enteré que el tipo con el que me había atrevido a practicar español era de Azerbaiyán, me he mostrado un tanto menos efusivo con el personal del edificio. Actualmente me limito a saludar con la cabeza y ellos me responden de la misma manera. En esto consiste todo el trato que uno realmente necesita.
Subí a mi piso. Durante largo rato me quedé de pie en la oscuridad, sintiéndome como si fuera un saltador sobre un trampolín.
Bueno, al menos podía acercarme un poco más al borde. E incluso doblar los dedos del pie sobre él.
Encendí la luz y puse manos a la obra. Me quité los zapatos de puntera perforada Florsheim y me puse un viejo par de zapatillas de deporte. Miré en un compartimiento situado al fondo del armario del dormitorio y me equipé con una pequeña anilla de instrumentos que, en rigor, no pueden considerarse llaves. Sin embargo, en las manos correctas pueden hacer todo lo que puede hacer una llave y mucho más. Los metí en el bolsillo y cogí además una pequeña linterna que arroja un haz de luz pequeño y a corta distancia. Fui a la cocina y en el cajón donde guardaba las bolsas y el papel de aluminio encontré un paquete de guantes de plástico fino de usar y tirar a los que hoy en día son tan aficionados los médicos y los dentistas, así como esas almas caritativas para las que la palabra «puño» es sinónimo de «puñetazo».
Antes utilizaba guantes de goma, y les cortaba las palmas para tener ventilación. Pero hay que estar al día. Cogí dos guantes de plástico del paquete y los metí en el bolsillo.
Llevaba una chaqueta de béisbol sobre una camisa azul de botones abierta a la altura del cuello y un pantalón caqui. Me puse una corbata y cambié la chaqueta de béisbol por una chaqueta azul marino. Para rematar cogí un estetoscopio de un cajón de la cómoda y lo metí en un bolsillo de la chaqueta de manera que los auriculares apenas resultaran visibles a una mirada atenta.
De camino a la puerta me detuve un momento para buscar un número en la guía telefónica. Pero no llamé. O al menos no lo hice con mi teléfono.
A la 1:24, provisto de todo lo necesario para tener éxito, salí del edificio. Avancé por la calle Setenta y dos, y luego me desvié una manzana para ir a la esquina en que había conocido a Doll Cooper. Eché un cuarto por la ranura del teléfono y marqué el número que había buscado en la guía.
El teléfono sonó cuatro veces. Luego una voz salida de un contestador me invitó a que dejara un recado para Joan o Harlan Nugent. Preferí colgar. Fui a Broadway, entré en una tienda de ultramarinos coreana a la altura de la calle Setenta y cinco y compré artículos suficientes para llenar un par de bolsas. Escogí los de poco peso y mucho volumen: tres cajas de cereales, una barra de pan y un par de rollos de toallas de papel. No tenía sentido cargarme de peso.
Salí de la tienda y doblé hacia la izquierda, recorrí la manzana que había hasta West End Avenue, doblé una vez más hacia la izquierda y avancé hacia la esquina de la Setenta y cuatro, hacia la casa de Doll.
El leal portero del edificio seguía ocupando su puesto.
—Hola, Eddie —dije.
Esta vez alzó la vista. Vio a un individuo bien vestido, cansado tras haber pasado el día entero extirpando bazos, haciendo la última tarea doméstica antes de disfrutar de un corto pero merecido descanso. ¿Se fijaría en el estetoscopio que asomaba por el bolsillo? Y en el caso de que lo hubiera visto, ¿habría sabido qué era? Vete tú a saber.
—Hola, ¿qué tal? —dijo.
Pasé a su lado como Pedro por su casa y subí a casa de los Nugent.