2

Había acertado. Fue una semana ajetreada.

—Según Oscar Wilde —le dije a Carolyn—, un cínico es un nombre que sabe el precio de todo y no sabe el valor de nada. Creo que esto define bastante bien a Borden Stoppelgard. Ni siquiera lee los libros, pero sabe cuánto cuestan. He llamado a un par de librerías especializadas en novela de misterio y me he enterado de que el muy hijo de perra ha acertado con los precios. Se han llegado a pagar mil dólares por un ejemplar en buen estado de C de coartada. Y mi ejemplar de Ladrón vale quinientos dólares.

—Yo tengo los dos.

—¿De veras?

—En edición de bolsillo.

—En edición de bolsillo cuestan un dólar cada uno.

—Da igual, Bern. No pensaba venderlos. Tengo todos sus primeros libros en edición de bolsillo. No empecé a comprar los libros de Sue Grafton en tapa dura hasta que publicó la novela del fotógrafo que hacía fotos al director de escuela y la monja para hacer chantaje. No me acuerdo del título.

P de parada.

—Ese es. Creo que es la primera novela suya que compré en tapa dura. ¿O fue la del terapeuta sexual explotador?

—¿Esa no es L de lugar?

—Un libro estupendo. Sé que lo tengo en tapa dura, y creo que también tengo el de la P. De todos modos no los compré como inversión, sino porque no quería esperar un año a que saliera la edición de bolsillo… ¿Tú crees que es lesbiana?

—¿Sue Grafton? Pues… no, no lo creo. ¿No está casada?

Carolyn hizo un gesto de negación, impaciente.

—No me refería a Sue Grafton —dijo—. Estoy segura de que Sue Grafton es heterosexual. ¿No te he dicho que la conocí la primavera pasada en Foul Play? Estaba firmando libros. Su marido también estaba. Es un hombre muy musculoso; parecía capaz de levantar un Pontiac a pulso. No, yo diría que es heterosexual, sin lugar a dudas.

—Eso pensaba yo.

—No tiene aires de lesbiana para nada: es ciento por ciento heterosexual. Esa es la impresión que me da esa mujer. —Suspiró—. Es una pena…

—Bueno, si es heterosexual…

—Está claro, Bern. No cabe la menor duda.

—¿Entonces a quién te referías?

—A Kinsey.

—¿A Kinsey?

—Kinsey Millhone.

—¿Kinsey Millhone?

—¿Pero qué eres? ¿Un eco? Sí, Kinsey Millhone. ¿Te ocurre algo, Bernie? Kinsey Millhone, la detective privada más importante de Santa Teresa, California. Por Dios, Bern, ¿es que no lees sus libros?

—Claro que leo sus libros. ¿Crees que Kinsey es lesbiana?

—Hay muchas probabilidades de que lo sea.

—Está divorciada —dije—, y tiene relaciones con hombres de vez en cuando. Además…

—Eso es camuflaje, Bern. Vamos a ver, fíjate en los hechos. No le gusta llevar maquillaje, tiene un vestido para todas las ocasiones que no se ha quitado en los diez libros de la serie, tiene una actitud práctica y poco sentimental, es una mujer dura, sensata, lógica…

—Debe de ser lesbiana…

—A eso me refiero. Por Dios, fíjate en los tíos con que se lía, como ese policía idiota. No es más que camuflaje. —Se encogió de hombros—. Eso sí, entiendo que no lo saque a la luz. Perdería muchos lectores. Pero ¿quién sabe en qué clase de líos se meterá entre libro y libro?

—¿No se lo preguntaste a Sue Grafton?

—¿Estás de guasa o qué? Apenas pude articular palabra… Lo último que se me hubiera ocurrido es preguntarle qué le gusta a Kinsey hacer en la cama. Me firmó su libro, Bern. De hecho me lo dedicó personalmente.

—Qué bien.

—¿Verdad que sí? Le dije: «Señora Grafton, me llamo Carolyn, y soy una verdadera aficionada a Kinsey Millhone», y ella puso: «Para Carolyn, una verdadera aficionada a Kinsey Millhone».

—Muy original.

—Eso digo yo. Bueno, se dedica a escribir, Bern… El caso es que compré un ejemplar firmado de uno de sus libros, pero dudo que valga mil dólares, ya que debe de haber una tonelada de ellos. Ese día la fila daba la vuelta a la esquina. Es el libro sobre el médico. ¿No lo has leído todavía?

—Aún no.

—Pues yo no puedo prestarte mi ejemplar, porque está firmado. Tendrás que esperar a que salga la edición de bolsillo. Como no la has leído, no voy a contarte sobre el método que emplea para cometer el asesinato, pero permite que te diga que es sensacional. El tipo es proctólogo, para que te hagas una idea. ¿Por qué nunca me acuerdo de los títulos?

P de preparación.

—Ese. Un libro estupendo. De todos modos creo que es lesbiana, Bern. De veras.

—Carolyn.

—¿Qué?

—Carolyn; es un personaje. Un personaje de novela.

—Ya lo sé. Bern, ¿sólo porque dé la casualidad de que alguien sea un personaje de novela crees que no puede tener inclinaciones sexuales?

—Pero…

—¿Y no piensas además que podría haber tomado la decisión de no contárselo a nadie? ¿Acaso crees que en los libros no hay personas que mantienen en secreto que son homosexuales?

—Pero…

—Déjalo. Lo comprendo. Estás disgustado por lo del alquiler, por la posibilidad de quedarte sin la librería. Ese es el motivo por el que no puedes pensar con claridad.

Eran aproximadamente las seis de la tarde. Habían pasado unas tres horas desde que Borden Stoppelgard me había pagado una quinta parte del valor de mercado de mi ejemplar de la segunda novela sobre la famosa lesbiana Kinsey Millhone y me encontraba con Carolyn Kaiser en el Bum Rap, un barucho entre la calle Once y Broadway. Aunque pueda evocar la época en que la Cuarta Avenida estaba ocupada en su mayor parte por vendedores de libros de segunda mano, Barnegat Books está situada en la calle Once, a mitad de camino entre Broadway y University Place. (Cabría decir que está a un tiro de piedra de la Cuarta Avenida, pero se encuentra a manzana y media de distancia, y si puedes arrojar una piedra a esa distancia, no sé qué pintas en la Cuarta Avenida o en la calle 11 Este. Deberías estar en el Bronx, jugando de lateral derecho para los Yankees).

También en la calle Once, aunque dos números más cerca de Broadway, está la Casa del Caniche, donde Carolyn se gana la vida a duras penas bañando perros, muchos de los cuales son más grandes que ella. Nos conocimos poco después de que yo comprara la librería, congeniamos desde el primer momento y hemos sido amigos desde entonces. Solemos almorzar juntos, y casi siempre vamos al Bum Rap después del trabajo para beber una copa.

Lo típico es que yo dé cuenta de una botella de cerveza y que Carolyn despache un par de whiskies escoceses. Aquella tarde, sin embargo, cuando la camarera se acercó a preguntarnos si queríamos lo de siempre, yo empecé a decir:

—Sí, por supuesto… —Pero me interrumpí—. Espera un momento, Maxine —dije a continuación.

—Ay, ay, ay… —exclamó Carolyn.

—Nada de cerveza —dije—. Que sean dos whiskies, uno para cada uno. —Y volviéndome hacia Carolyn, pregunté—: ¿Qué significa eso de «ay, ay, ay»?

—Falsa alarma —respondió—. Me has tenido preocupada por un momento, eso es todo.

—¿Ah sí?

—Temía que fueras a pedir un agua Perrier.

—Y como sabes que beber eso me vuelve loco…

—Bern…

—Es por las burbujitas. Son lo bastante pequeñas como para traspasar la barrera hemoencefálica, así que para cuando uno quiere darse cuenta…

—Ya basta, Bern…

—La mayoría de la gente —dije— se inquietaría si pensara que un amigo va a pedir un whisky y sentiría alivio si el tal amigo acabara pidiendo agua de seltz. En tu caso ocurre lo contrario.

—Bern —dijo ella—, los dos sabemos qué significa que determinada persona pida Perrier.

—Significa que quiere tener la mente despejada.

—Y los dedos ágiles, los reflejos rápidos y todas esas cosas necesarias cuando estás a punto de entrar a robar en casa de alguien.

—Espera un momento —dije—. Son muchas las veces que pido una coca-cola o una Perrier en lugar de una cerveza, y no siempre significa que estoy preparándome para cometer un delito.

—Ya lo sé. No pretendo comprenderlo, pero sé que es cierto.

—También sé que por sistema no bebes absolutamente nada de alcohol antes de cometer allanamiento de morada y que…

—Allanamiento de morada… —repetí.

—Es una expresión, ¿no?

—Sí, y bastante elocuente. Mira, ya nos traen las copas.

—Y en el momento oportuno. Bien. Brindo por la delincuencia. Olvida eso, no lo decía en serio.

—Ya, ya… —dije, y bebimos.

Hablamos del dueño de mi local, el amante de los libros, y luego hablamos de Sue Grafton y su lesbiana encubierta. En cierto momento pedimos otra ronda.

—Dos whiskies —dijo Carolyn—. Creo que esta noche no tengo que preocuparme por ti.

—Puedes dormir tranquila —dije—, sabiendo que si sigo así voy a emborracharme. —Miré la superficie de la mesa, donde me había dedicado a entrelazar anillos con el fondo de mi vaso, intentando dibujar el logotipo de los juegos olímpicos—. A decir verdad —añadí—, tengo un motivo para pedir whisky esta tarde.

—Yo siempre pido whisky —dijo ella— y, créeme, siempre tengo un motivo. Sin embargo he de reconocer que tu motivo es especialmente bueno tras la escena que has tenido con tu amigo Stoppelgard.

—Ese no es el motivo.

—¿No lo es?

Negué con la cabeza.

—Estoy bebiendo —dije— para tener la seguridad de que no voy a robar esta noche. Llevo diez días aguantándome las ganas.

—Debido a…

—La subida del alquiler. ¿Sabes una cosa? No me metí en el negocio de los libros para ganar dinero. Supuse que me daría lo suficiente para los gastos. El dinero de verdad lo ganaría robando y la tienda me daría una fachada respetable aparte de toda la lectura que pudiera desear. Además, pensé que sería un buen lugar para conocer chicas.

—Bueno, me has conocido a mí.

—He conocido a un montón de personas, y la mayoría de ellas muy simpáticas. Algo bueno del negocio de los libros es que tus clientes suelen ser cultos y en tu relación con ellos rara vez hay un enfrentamiento, si exceptuamos el episodio de hoy. Por asombroso que parezca, a medida que he aprendido más acerca del negocio, la tienda ha ido dando más dinero hasta el punto de resultar rentable. Nunca será una mina de oro, por supuesto. Nadie se hace rico dedicándose a esto. Pero durante el último año he conseguido vivir de lo que me llevo a casa de la librería.

—Eso es estupendo, Bern.

—Supongo que sí. No llegué a tomar la decisión de dejar de robar. Simplemente fui aplazándola, hasta que un buen día me di cuenta de que habían pasado más de seis meses desde mi último robo; para cuando quise darme cuenta, ya había pasado un año entero. Entonces pensé: Bueno, quizá me he reformado, quizá los principios morales con los que me educaron han calado finalmente, o quizá es la madurez que poco a poco se ha apoderado de mí. Fuera lo que fuese, parecía preparado para ser un ciudadano decente que vive conforme a la ley. Pero voy y me entero de lo que el nuevo dueño de mi local se propone hacer con el alquiler y de pronto me doy cuenta de que nada tiene sentido.

—Comprendo.

—No conseguía quitarme la subida del alquiler de la cabeza, pero no se me ocurría qué podría hacer al respecto. Créeme, no hay manera de ganar diez mil dólares al mes vendiendo más libros. ¿Qué voy a hacer? ¿Subir de golpe el precio de los libros que vendo en la mesa de «tres por un dólar»? En definitiva, me sorprendí a mí mismo pensando: Bien, podría cubrir el aumento robando ciento veinte mil dólares al año.

—Que reinvertirías en el negocio.

—Ya sé que no tiene sentido, pero no puedo soportar la idea de renunciar a la tienda. En cualquier caso, todo iba bien hasta hace diez días.

—¿Qué sucedió hace diez días?

—Quizá fueron nueve.

—¿Qué sucedió hace nueve días, pues?

—No; lo he dicho bien la primera vez. Fue hace diez días.

—Bernie, por Dios…

—Perdona. Bien, estaba haciendo cola para comprar entradas para Si los deseos fueran caballos. Conseguí un par para la función de la noche siguiente; la mujer que tenía delante, en cambio, compró entradas con diez días de antelación. Llevaba pieles y un montón de joyas, y estaba manteniendo una conversación de lo más tonta con una mujer que iba forrada y enjoyada como ella. Entonces empecé a pensar que sabía su nombre y su dirección y que ella y su marido iban a estar fuera de casa cierta noche de septiembre.

—¿Esa noche es la de hoy?

—Así es —dije asintiendo. Levanté una mano para llamar la atención de Maxine e hice ese movimiento circular con el que uno pide otra ronda—. Esa noche es la de hoy. Cuando se levante el telón a las ocho de la noche en el teatro Cort, en el público se encontrarán Martin y Edna Gilmartin, residentes del piso 6 L del 1416 de la avenida York.

—¿Te piden el número de tu piso cuando compras entradas para el teatro?

—No cuando las compras con diez días de antelación. Pero me enteré de algunos datos escuchando la conversación con su amiga y luego investigué un poco por mi cuenta.

—¿Tenías planeado entrar a robar en su casa?

—No exactamente.

—¿No exactamente?

—Pensé en ello —dije—. Eso es todo. No quería descartar la posibilidad. De ahí que Stoppelgard me diese tal susto al principio, cuando habló de ladrones y coartadas antes de que yo me diera cuenta de que estaba refiriéndose a libros. —Dejé de hablar cuando Maxine nos trajo los whiskies; luego bebí un trago y proseguí—. Sería una estupidez volver a robar, y en cualquier caso no saldría bien. No puedo robar para ser solvente.

—¿No puedes trasladarte?

—Tendría que irme lejos del vecindario. He mirado si hay algún local vacío por aquí, y lo mejor que he encontrado es uno en la calle Nueve, a bastante distancia en dirección este, que mide la mitad de metros que Barnegat Books y un alquiler tres veces más alto que el que pago ahora y con unas subidas escalonadas que habrán doblado la cantidad dentro de cinco años.

—Eso no soluciona nada.

—También he mirado áticos, pero para la clase de tienda que tengo necesito un bajo. Necesito a los clientes que pasan por la calle, a las personas que se detienen a hojear libros en la mesa de saldos y acaban pasando al interior. Para conseguir lo mismo que tengo ahora he de largarme de Manhattan, y ¿de qué me valdría eso? Nunca entraría un cliente en la tienda. Ni siquiera yo, porque no querría ir allá. No quiero moverme ni un centímetro de donde estoy, Carolyn. Quiero estar a dos números de la Casa del Caniche para que siempre podamos almorzar juntos, y quiero estar a una manzana del Bum Rap para que podamos venir aquí después del trabajo y coger una trompa.

—¿Estás cogiendo una trompa?

—Una pequeña quizá.

—Bueno, estás en tu derecho —dijo Carolyn—. Además, es una buena manera de asegurarte de que no irás a visitar a los Gilhooley esta noche.

—Los Gilmartin.

—Eso quería decir.

—Él se llama Martin Gilmartin. Si te apellidaras Gilmartin, ¿pondrías a tu hijo Martin?

—Probablemente no.

—Bien. ¿Cómo se le puede hacer algo así a un chaval?

—Bueno, al menos no vas a ir a forzarles las cerraduras.

—¡Pero qué dices! Jamás he bebido más de una cerveza antes de salir. Y ¿cuánto he bebido ya, tres copas?

—Tres y media, para ser exactos. Has estado bebiéndote la mía.

—Perdón.

—No importa.

—Tres whiskies y medio —dije—. ¿Y piensas que podría forzar una cerradura en este estado?

—Bern…

—No podría forzar ni una puerta abierta —dije.

—Bern, no levantes tanto la voz.

—Era un chiste, Carolyn. «No podría forzar una cerradura; no podría forzar ni una puerta abierta». ¿Lo coges?

—Sí, lo cojo.

—Pero no te has reído.

—He pensado que sería mejor reírme luego —respondió—, cuando tenga más tiempo. Bern, estás levantando mucho la voz para hablar de forzar cerraduras.

—O puertas abiertas.

—O puertas abiertas —repitió ella asintiendo—. En cualquier caso, tienes que ajustar el volumen.

—Oh… No me había dado cuenta de que estaba gritando.

—Bueno, no estabas gritando precisamente, pero…

—Pero estaba hablando en voz alta.

—Más o menos.

—No me había dado cuenta. ¿Y ahora estoy hablando en voz alta?

—No, ahora está bien.

—¿Estás segura?

—Del todo.

—Es curioso que uno pueda hablar en voz alta sin saberlo siquiera. No sucede cuando bebes Perrier, te lo aseguro.

—Lo sé.

—¿Tienes alguna moneda de cuarto?

—¿Alguna moneda de cuarto?

—Sí, esas cosas redondas que tienen a George Washington en una cara y un pájaro en la otra —expliqué—. Todavía los llaman cuartos, ¿no?

—Creo que sí —dijo Carolyn—. Aquí tienes uno y aquí otro. ¿Es suficiente, Bern? ¿Para qué los quieres?

—Para poner música en el tocadiscos —dije—. Espérame aquí. Ahora mismo vuelvo.

El jukebox del Bum Rap es ecléctico, lo cual significa que tiene música para ofender a cualquier persona. Tiende más hacia el country, pero también tiene algo de jazz y de rock y un single de Bing Crosby: Madre Machree, con Bahía de Galway en la cara B. En medio de todo esto están los dos mejores discos que se han grabado jamás: No logro comenzar contigo con voz y solo de trompeta de Bunny Berrigan, y Amor acabado, de la difunta y magnífica Patsy Cline. Son unas grabaciones maravillosas, y no es en absoluto necesario estar borracho para disfrutar de ellas. Pero te diré una cosa: estarlo no hace ningún daño.

Terminé la copa de Carolyn mientras los discos sonaban, y estaba masticando los cubitos de hielo cuando acabó el segundo.

—Qué suerte hemos tenido. Una suerte increíble.

—¿Por qué lo dices, Bern?

—Podrían fácilmente haber sido al revés —respondí—. Podríamos haber oído a Bunny Berrigan cantar Amor acabado y a la difunta y magnífica Patsy Cline No logro comenzar contigo. ¿Dónde estaríamos entonces?

—Tienes razón.

—No; tú tienes razón —dije—. Tienes razón cuando dices que tengo razón. Sabes lo que eso significa, ¿no?

—Que los dos tenemos razón.

—Los dos la tenemos —asentí—. Dios mío, qué mundo… Qué mundo más increíble…

Carolyn apoyó una mano sobre la mía y dijo dulcemente:

—Bern, creo que deberíamos ir pensando en comer algo.

—¿Aquí? ¿En el Bum Rap?

—No, por supuesto que no. Había pensado en…

—Menos mal. Ya lo probamos una vez, ¿te acuerdas? Maxine nos metió un par de burritos en el microondas. Tardaron muchísimo en enfriarse para que pudiéramos comerlos, y para entonces ya estaban pasados.

—Me acuerdo.

—Me pasé varios días sin hacer otra cosa que tirarme pedorretas —proseguí. Luego fruncí el ceño y dije—: Lo siento.

—No te disculpes ahora, Bern. De eso hace ya año y medio.

—No siento haberme tirado pedorretas. Siento haberlo mencionado. No es muy elegante, que digamos, ¿verdad? Hablando de tirarse pedorretas. Joder, ya he vuelto a hacerlo.

—Bern.

—No quiero decir que haya vuelto a tirarme una pedorreta, sino que he vuelto a mencionarlo, eso es todo. ¿No es asombroso que me pase semanas y semanas sin emplear la palabra «pedorreta» y que de repente parezca incapaz de pronunciar una frase sin ella?

—Bern, estaba pensando en…

—De modo que será mejor que no coma ningún burrito esta noche. Si ni siquiera soy capaz de afrontar este asunto verbalmente…

—Estaba pensando en comida hindú.

—Mmm…

—O quizá italiana.

—Quizá.

—O tailandesa.

—Siempre es una posibilidad. —Una idea empezó a colárseme por la derecha, de manera que estiré una pierna mental y le puse la zancadilla—. Pero me temo que esta noche es imposible. Debo atender un compromiso.

—Ibas a cancelar lo de los Gilmartin —dijo ella—. ¿Te acuerdas?

—No se trata de los Gilmartin. Tengo una cita con Patience. ¿No te parece un gran nombre?

—Sí, Bern.

—Deliciosamente antiguo, cabría decir.

—Sí, cabría decirlo —dijo ella asintiendo—. Es la poetisa, ¿no?

—Es una terapeuta poética —dije—. Tiene un MSW[2] de la NYU. ¿O es un MSU de la NYW?

—Creo que has acertado la primera vez.

—Tal vez sea un BMW de PDQ[3] —dije—. En fin, se dedica a trabajar con personas con trastornos emocionales. Les enseña a expresar sus sentimientos más íntimos mediante la poesía. De ese modo nadie se da cuenta de que están locas; simplemente piensan que son poetas.

—¿Funciona?

—Supongo que sí. Aparte de ser terapeuta poética, Patience es poetisa, por supuesto.

—¿Y la gente se da cuenta de que está loca?

—¿Loca? ¿Quién ha dicho que está loca?

—Da igual… Escucha, Bern, creo que será mejor que la llame.

—¿Para qué?

—Para cancelar la cita.

—¿Para cancelar la cita? —La miré fijamente—. Espera un minuto —dije—. ¿No irás a decirme que tienes una cita con ella? Creía que era yo quien tenía una cita con ella.

—Y así es.

—Esto no va a ser otra historia como la de Denise Raphaelson, ¿verdad?

—No, por supuesto que no.

—¿Te acuerdas de Denise Raphaelson?

—Por supuesto.

—Era mi novia —dije—, y de pronto un buen día pasó a ser la tuya.

—Bern…

—Así, por las buenas —insistí—. Puf… Como quien no quiere la cosa.

—Bern, presta atención un momento, ¿vale? Serénate.

—Vale.

—Quiero llamar a Patience para cancelar la cita porque estás borracho y no sería una buena idea que la vieras esta noche. ¿Comprendes?

—Sí.

—Acabas de empezar a salir con ella, la relación no ha hecho más que comenzar y le causarías una mala impresión.

—Podría tirarme una pedorreta —dije.

—Bueno…

—O mencionar las pedorretas, o algo por el estilo. Será mejor que no la vea. —Respiré hondo—. Tienes toda la razón, Carolyn. Voy a llamarla ahora mismo.

—No, la llamaré yo.

—¿Lo harías? ¿Harías eso por mí?

—Claro.

—Eres una persona maravillosa, Carolyn. La mejor amiga que haya tenido jamás un hombre. O una mujer. Una amiga que vela por la igualdad de oportunidades, Carolyn.

—Dame su número de teléfono de una vez, Bern.

—Ah… —exclamé—. Un momento.

Se fue, y al cabo de unos minutos regresó.

—Todo en orden —dijo—. Le he dicho que tienes una gripe abdominal grave y que el médico piensa que se debe a una intoxicación alimenticia. También le he dicho que hoy has tomado un burrito en mal estado para comer.

—Y ya sabemos lo que eso significa, ¿verdad?

—Se ha mostrado muy comprensiva, Bern. Parecía simpática.

—Todas parecen simpáticas —dije sombríamente—. Luego las conoces.

—Supongo que esa es una forma de ver las cosas… Bernie, ¿de dónde han salido estas copas? No las hemos pedido.

—Debe tratarse de un milagro.

—Las has pedido tú —dijo—. Las has pedido mientras estaba hablando por teléfono.

—No deja de ser un milagro.

—Bern…

—No tienes que preocuparte —dije—. Si no puedes con la tuya, ya me bebo yo las dos.

—Dios santo… —exclamó Carolyn—. No creo… Bern, ¿qué música es esa?

Agucé el oído.

Bahía de Galway —respondí—. La canta el difunto y magnífico Bing Crosby. La he puesto yo.

—No me digas…

—Daba la casualidad de que Maxime tenía cuartos —dije—. Con Washington en una cara y un pájaro en la otra. Me ha dejado que me quede con los cuatro a cambio de un dólar.

—Parece justo.

—Bueno, no sé qué decirte. ¿Cómo va a ganarse la vida de esa manera? Es como vender L de ladrón por ochenta y seis dólares y sesenta centavos. ¿Cómo va a pagar el alquiler? Dios… ¿No te encanta Bahía de Galway?

—No.

—Bueno, seguro que te gusta la siguiente. Es Madre Machree.

—Oh, Dios santo… —exclamó.