Durante el largo viaje de Infierno helado desde el concepto a la realidad impresa, son muchas las personas que han tenido la generosidad de brindarme su tiempo y sus conocimientos. El doctor J. Bret Bennington, del departamento de geología de la Hofstra University, me ayudó a entender mejor el trabajo de campo y los principios de la paleoecología. Timothy Robbins me abrió una ventana a los detalles más técnicos del rodaje de documentales. (Me apresuro a añadir que los pecadillos de Terra Prime, Emilio Conti et al. son exclusivamente obra mía.) El doctor William Cors me ayudó con diversos aspectos médicos de la novela. Mi padre, el doctor William Child, exprofesor de química y vicedecano del Carleton College, me proveyó de datos extremadamente valiosos sobre las estructuras cristalinas y otros aspectos de la química. El agente especial Douglas Margini me ayudó una vez más con los detalles sobre armas de fuego. Y mi primo Greg Tear escuchó pacientemente y me ofreció sus consejos, tan acertados como siempre.
También deseo dar las gracias a mi editor y amigo Jason Kaufman, por haber sido, una vez más, mi guía durante la composición de la novela, así como a Rob Bloom y a todos los miembros de Doubleday, por haberme cuidado tan bien. Gracias asimismo a mis agentes, Eric Simonoff y Matthew Snyder, por luchar por una buena causa. Gracias a Claudia Rülke, Nadine Waddell y Diane Matson por sus diversas atenciones. Un martini casi helado de Beefeater, extraseco, sin hielo y con una piel de limón para mi compañero de escritura Douglas Preston, por tantos años de compañerismo y por su valiosa aportación a la ambientación de esta novela. Su hija Aletheia propuso un giro fabuloso. Y por último, pero no por ello menos importante, vaya mi gratitud a mi familia, por su amor y respaldo.