Un cuarto de hora después, un nutrido grupo empezó a subir por el valle glaciar hacia la cueva de hielo. Además de los científicos, Conti y su pequeño séquito de ayudantes, también estaban Ekberg, los dos fotógrafos y el técnico de sonido. Les seguían más o menos una docena de peones de aspecto duro y vestidos con chaquetas de cuero; unos iban a pie y otros en el Sno-Cat, cuya plataforma estaba cargada a rebosar con palets de madera. Oficialmente, los peones no formaban parte del equipo de rodaje; eran gente de la zona, llevada en avión desde Anchorage para unos cuantos días de trabajo pesado. Ekberg ya había explicado que lo más urgente, en realidad, era conseguir cuanto antes la fotografía principal, el material en directo; ahora que ya había llegado el productor y que la estrella estaba de camino, el presupuesto se estaba consumiendo a toda velocidad y había que construir los escenarios con la mayor celeridad posible.
Lo normal, yendo a pie, era que la cara del glaciar Fear se alcanzase en veinte minutos, pero ellos tardaron el doble; Conti se paraba una y otra vez para que los fotógrafos filmaran tomas de la montaña, del valle de abajo y del grupo. En una ocasión lo detuvo todo durante diez minutos solo para contemplar pensativamente el glaciar. Lo más extraño fue que más tarde hizo varias tomas de Ekberg, desde todos los ángulos excepto de cara.
—¿Para qué son? —preguntó Marshall a la mujer tras la quinta toma.
Ekberg se bajó la capucha.
—Sustituyo a Ashleigh.
Marshall asintió con la cabeza. Ashleigh Davis, la presentadora, aún tardaría dos días en llegar, lo cual no le impedía a Conti filmarla.
—Supongo que, tal como dijo usted, en un rodaje de este tipo lo más importante es el calendario.
—Exacto. —Ekberg se volvió a mirarle—. Lamento lo ocurrido. Me gustaría haberle avisado, pero nos dieron órdenes estrictas. Tenía que decirlo Wolff.
—Así que es él quien manda. Y yo que creía que era Conti…
—Emilio se ocupa de los aspectos creativos: las tomas, la iluminación, la dirección y el montaje final, pero el dinero lo pone la cadena, que es la que tiene la última palabra. Y aquí, en la cima del mundo, la cadena es Wolff.
Marshall miró por encima del hombro, cuesta abajo. Wolff no les acompañaba pero aún podía verle: una silueta minúscula y enjuta, fantasmal, que les observaba sin moverse desde el lado exterior de la cerca.
Se volvió y suspiró.
—¿Esto es normal? ¿Pararse a cada momento, mirar a todas partes y rodar constantemente?
—La verdad es que no. Conti está usando el triple de película de lo habitual.
—¿Y por qué?
—Porque quiere que sea su Mona Lisa, su obra maestra. Se ha jugado mucho para que salga bien.
—Y ¿cómo se explica que el Gran Autor suba a pie por la montaña con el resto de la plebe? Yo creía que iría en el Sno-Cat.
—Quiere que le fotografíen «sobre el terreno», como solemos decir. Queda mejor para el vídeo de «cómo se hizo» que acabará saliendo en el DVD.
Marshall sacudió la cabeza en silencio, incrédulo ante el circo en el que se había convertido todo aquello.
Siguieron subiendo. En ese momento, Conti se acercó.
—¿Hay algo que debería saber? —le preguntó a Marshall con su acento italiano entrecortado.
—¿Sobre qué?
El productor dibujó un arco con la mano.
—Sobre lo que sea. El lugar, el clima, la fauna local… Cualquier cosa que pueda darle color al proyecto.
—Debería saber muchas cosas. Es una región geológica fascinante.
El productor asintió, algo dubitativo.
—Programaremos una entrevista a la vuelta.
Sully, que había oído la conversación, se acercó a toda prisa.
—Como jefe del equipo, estaré encantado de ayudarle en todo lo que necesite.
Conti asintió otra vez, ausente, mirando de nuevo el glaciar.
Marshall no sabía si hablar al productor de los indígenas, que con toda probabilidad darían exactamente el «color» que buscaba, pero decidió casi al instante que no. Lo último que necesitaban (o merecían) los tunit era que invadiera su poblado un equipo de rodaje bullanguero e ignorante. Podía imaginar su reacción si vieran cómo había cambiado en pocos días el monte Fear.
Miró disimuladamente a Conti. Le estaba costando encasillar al productor. Combinaba una pose de artista lunático con una fachada dura e inflexible: una mezcla de lo más inverosímil, una combinación de Truman Capote con David Lean que descolocaba.
Delante de ellos apareció la cueva de hielo, aunque la maquinaria pesada impedía ver bien su oscura garganta: un camión grúa con neumáticos de baja presión y otro vehículo que Marshall no reconoció. Ambos eran de un amarillo chillón, en contraste con la cubierta de nieve y el azul celeste del glaciar. Mientras los cámaras cambiaban los objetivos y el técnico de sonido ponía a punto su mezclador portátil, el batallón de hombres con chaquetas de cuero empezó a distribuirse en torno a las máquinas. Dos de ellos se pusieron al volante. Otros empezaron a bajar los palets de madera del Sno-Cat y a colocar su contenido en la plataforma del camión grúa. Marshall vio que eran bolsas de lona llenas de calces de acero con ajuste hidráulico de altura.
Barbour, con los ojos entornados, los miraba mientras trabajaban. Sus dos manos, enfundadas en guantes de abrigo, sostenían respectivamente un ordenador de bolsillo y una grabadora digital. Recelaba todavía más que Marshall del equipo de rodaje.
—Me imagino para qué es aquel trasto de grúa —murmuró—, pero ¿y lo otro?
Marshall se fijó en el segundo vehículo, cargado con aparatos de un aspecto casi medieval.
—Ni idea.
—Toma nota —estaba diciendo Conti a Ekberg—. Quiero una paleta de cuatro colores: el blanco de la nieve, el cerúleo del cielo, el azul claro del glaciar y el negro de la cueva. Debería ser un nocturno en azul. Que le den ese toque en el laboratorio. —Miró a los cámaras—. ¿Listos?
—Listos —dijo Fortnum, el director de fotografía.
—Listos, señor C —corroboró Toussaint, el auxiliar.
—Tendrán que ser muy, muy cuidadosos —dijo Marshall—. El suelo es de hielo transparente y resbala mucho. Y como ya le he dicho, los tubos de lava son extremadamente frágiles. Corremos un riesgo enorme. Al primer paso en falso, el techo se vendrá abajo.
—Gracias, doctor Marshall. —Conti volvió a girarse hacia los cámaras—. ¿Fortnum? ¿Toussaint? Si oís algún tipo de crujido cuando estemos dentro, enfocad enseguida las caras. Buscad las más asustadas y haced un zoom.
Los cámaras se miraron inquietos y asintieron.
Tras echar una última mirada a su alrededor, Conti hizo una señal con la cabeza a Toussaint.
—¡Silencio! —bramó el cámara.
Todas las conversaciones se cortaron de golpe.
Conti levantó la vista hacia la cueva.
—¡Acción!
Se oyó una claqueta digital. Las cámaras empezaron a rodar, al mismo tiempo que se ponía en marcha la maquinaria pesada con un estrépito ensordecedor; los engranajes chirriaban al bambolearse hacia la pared del glaciar. Detrás iban Conti y su equipo de ayudantes. Los cámaras se quedaron rezagados, esmerándose en no dejar a nadie fuera de plano. Con una enorme reticencia, Marshall siguió a la fila hacia la cueva. Tenía la angustiosa sensación de que todos pagarían muy caro el desmesurado orgullo de Conti.
Al llegar a la boca de la cueva los vehículos se pararon para que algunos de los peones bajasen bolsas de lona de las plataformas. Después se encendieron unos focos muy potentes sobre las cabinas amarillas, se oyó un ruido de embragues y la maquinaria reanudó su avance, esta vez más despacio, hasta quedar engullida por el techo bajo de la cueva. Marshall y los demás la siguieron en fila india. El aire del tubo de lava, frío y seco, se cargó de humo de diésel. Las paredes vibraban ostensiblemente y los motores hacían un ruido insoportable. Al mirar por encima del hombro, Marshall se fijó en que los peones (dirigidos por el capataz, un tal Creel, un hombre muy musculoso) sacaban los calces de acero de las bolsas de lona y los encajaban entre el suelo y el techo. Sin embargo, la tranquilidad que le dio aquel refuerzo provisional fue muy relativa.
Caminó por el túnel. No hacía falta linterna. Con los focos de las cabinas y la iluminación de las cámaras la cueva era un tubo azul brillante. Se oyó el chirrido de uno de los vehículos al rozar el techo bajo. Marshall observó cierta duda en la expresión decidida de Sully.
Finalmente el techo de la cueva se elevó y el reducido grupo de hombres se apresuró a formar un círculo alrededor de la parte despejada del suelo de hielo. Los motores diésel se apagaron uno tras otro. Al principio, el silencio parecía ensordecedor. La cueva recogió el eco sordo, entrecortado, del suelo de hielo al acomodar el peso de las grandes máquinas. Los peones pusieron los últimos calces para apuntalar la cueva y se quedaron al margen.
De primeras nadie dijo nada. Todos contemplaban los grandes ojos sin vida que les miraban desde detrás del hielo. Marshall observó uno por uno a sus acompañantes. Ekberg, ceñuda y con cara de preocupación. Barbour tomaba notas enérgicamente en su PDA. Conti, cuya autocomplacencia se tambaleaba al observar el hielo turbio. Faraday parpadeaba detrás de sus enormes gafas mientras sacaba aparatos de medición de sus bolsillos. Sully sonreía con una expresión parecida al orgullo paterno.
Al fin, Conti salió de su mutismo.
—Fortnum, Toussaint, ¿lo tenéis enfocado?
—Afirmativo —dijo el director de fotografía.
—¿Ya habéis pasado por los científicos?
—Dos veces.
—Muy bien. —El productor se volvió hacia Sully—. Marque el animal, por favor.
Sully carraspeó.
—¿Que marque qué?
—El bloque de hielo que recortaremos del suelo de la cueva. Sea generoso, nos daría mucha rabia cortarle una pata por accidente.
Sully hizo una mueca, pero se adelantó con animosidad y, tras consultar en voz baja con Faraday, realizó una serie de cálculos; después, trazó toscamente un rectángulo en el hielo con su navaja.
—¿Profundidad? —preguntó Creel.
Sully miró a Barbour, que consultó su ordenador.
—Dos metros setenta.
Creel se volvió hacia el operador de la consola de control del vehículo.
—Que sean dos ochenta.
El fragor de un motor diésel resonó otra vez en la cueva y la llenó de una densa humareda. Mientras las cámaras filmaban, otro de los peones, con un mando a distancia, movió un brazo mecánico muy grande, que formaba parte de la máquina de aspecto extraño, y lo situó sobre el hielo. Lo bajó lentamente hacia el dibujo de Sully.
—Apártense —avisó Creel.
En la punta del instrumento apareció un haz de un rojo intenso. El hielo de debajo empezó a hervir de inmediato.
—Láser de uso militar —dijo Conti—. Muy potente, pero preciso como una lima de joyero.
Todos observaron cómo recortaba despacio el contorno del hielo opaco y marrón. Uno de los peones encendió un compresor portátil montado en un lado del camión. Después introdujo una boquilla hidráulica en el agujero, cada vez más largo, y a través de un grueso tubo de goma canalizó el agua de fusión para arrojarla al fondo de la cueva de hielo. A Marshall le recordó una ortodoncia monstruosa. A pesar de que su lado científico se rebelaba ante la sola idea de sacar un espécimen de su matriz con tal brusquedad, le tranquilizó el enorme cuidado que ponían en la operación.
No duró más de veinte minutos. El rectángulo grabado en el hielo por Sully se había convertido en un canal profundo, de dos o tres centímetros en dos de sus lados y de casi quince en los restantes. Esperaron mientras Chen se acercaba y usaba el escáner a distancia para confirmar que la profundidad del corte fuera suficiente. Después retiraron el láser y salió de la máquina otro brazo telescópico de aspecto estrafalario. En la punta había algo que a Marshall le pareció la mano de un robot, fina pero bastante ancha, que empezó a moverse con un zumbido agudo, como de insecto.
—¿Qué es? —preguntó a Creel.
—Un taladro lateral —gruñó el capataz, haciéndose oír por encima del ruido—. Con punta de diamante y carburo de silicona.
Bajaron lentamente el aparato por uno de los canales más anchos. El zumbido del taladro adquirió más intensidad al cortar el hielo antiguo. Después bajaron la boquilla a la trinchera y volvió a derramarse agua de fusión por el suelo de la cueva. A continuación se acercó otro brazo mecánico, listo para instalar unos soportes por debajo del bloque de hielo.
El corte lateral duró menos. Al cabo de diez minutos el taladro ya estaba fuera. Siguiendo un gesto de la cabeza de Creel, los peones acercaron dos ganchos, los bajaron por la trinchera y los fijaron a los bordes del bloque de hielo. Luego los amarraron con gruesas tiras de lona.
Conti volvió a mirar a Fortnum y a Toussaint.
—Quiero una toma limpia. Solo tendremos una oportunidad.
Fortnum ajustó el objetivo, hizo unas comprobaciones en su transmisor y asintió.
Hubo un compás de espera mientras Conti se empecinaba en examinar el bloque a cuatro patas, con la nariz a pocos centímetros del hielo. Fortnum filmaba todos los movimientos del director.
—Vamos allá —dijo Conti mientras se levantaba, con el objetivo columpiándose pesadamente de su cuello.
Creel hizo señas a sus hombres. La maquinaria soltó otro rugido y en el camión se puso en marcha un cabrestante. Las pesadas cadenas fijadas a los ganchos hicieron un ruido metálico al tensarse. Todas las miradas convergieron en el hielo, que se resistía a la fuerza de los ganchos, mientras se oía el silbido del motor. De pronto, con un chirrido grave, como si temblase toda la montaña, el enorme bloque empezó a levantarse.
—Despacio —dijo Creel.
Conti miró a Fortnum.
—Enfoca la cámara a la maquinaria, como si la acariciases. Ella es la que está sacando nuestro tesoro de su cárcel de hielo.
El felino congelado se elevó muy despacio del lecho donde había yacido miles de años. Los científicos se adelantaron como un solo hombre, haciendo una observación visual y tomando notas apresuradamente. Marshall se les unió, muy atento. El bloque de hielo era de una opacidad exasperante, un remolino de barro y residuos detenidos en el tiempo, que a la luz inclemente de los focos tenía el color de un humo denso. La superficie estaba llena de pequeñas estrías regulares, hechas por el láser al desprender el bloque. «Dios mío —pensó Marshall, absorto a su pesar—. Este bloque no debe de bajar de cuatro toneladas.»
La operación se prolongó hasta que la cabeza de la grúa chocó con el techo de la cueva. Entonces el bloque se desprendió del todo y, con una fuerte inclinación, rozó el suelo nevado; estuvo a punto de chocar con Faraday, que lo estaba examinando con un espectrómetro sonar. Todos salieron corriendo y al dispersarse tropezaron los unos con los otros.
—¡Estabilizadlo! —gritó Creel con todas sus fuerzas.
El operario puso la potencia al máximo, arrancando un chirrido de protesta al cabrestante. El bloque fue escorándose hasta apoyarse poco a poco en el suelo de la cueva. El operario de la grúa bajó momentáneamente la potencia. Después, despacio y con mucho cuidado, volvió a levantar el bloque, lo hizo girar y maniobró hasta depositarlo en la plataforma. Se oyó un silbido hidráulico muy brusco. Mientras las cámaras filmaban, algunos de los peones amarraron el bloque al vehículo y le echaron encima una lona aislante. Pocos minutos después ya había terminado todo. La maquinaria iba hacia la entrada del túnel; los hombres arrancaban los innumerables calces de sus posiciones y los guardaban en sus bolsas de lona. En cuanto al felino (junto con el bloque de hielo que lo encerraba), ya estaba de camino hacia la cámara climatizada, donde permanecería rodeado de todas las medidas de seguridad hasta que se derritiese y lo mostraran en directo a millones de espectadores.
Conti no pudo disimular su satisfacción al mirar el túnel.
—Usaremos como referencia la maquinaria que se está yendo —dijo a Fortnum—. Haremos unos planos de transición saliendo del túnel y luego un salto de imagen a la base. No dejes de filmar. Con eso ya estará.
Se volvió hacia Marshall.
—¿Preparado para la entrevista?