En cinco días, la base Fear cambió radicalmente. La plataforma de cemento de algo más de una hectárea que había entre la entrada de la base y el perímetro vallado se convirtió en un hormiguero de actividad frenética. Día y noche llegaban helicópteros y avionetas que descargaban trabajadores, provisiones, comida, combustible y todo tipo de aparatos de aspecto misterioso. Los pasillos silenciosos y mal iluminados del ala central de la base parecían calles de una gran ciudad, llenas de voces, ruido de teclas y zumbidos de máquinas. El suelo estaba cubierto de cables traicioneros, dispuestos a poner la zancadilla a los incautos. El generador de la base, que hasta entonces había funcionado casi al mínimo de su capacidad, lo hacía en ese momento al cincuenta por ciento y llenaba el silencio ártico con su gruñido. La primera reacción del sargento González y sus tres ingenieros militares ante la súbita invasión que había convertido su base somnolienta en un enjambre de urbanitas exigentes y costosos de mantener fue de perplejidad, seguida de irritación. El pequeño equipo trabajaba día y noche, conectando cables rotos, reparando escapes, instalando tubos de calefacción y volviendo habitables varías docenas de habitaciones, prácticamente en desuso durante cincuenta años.
Evan Marshall bajaba por el valle con una nevera al hombro, llena de especímenes. Se paró un momento a medio camino de la base, para descansar y contemplar la pequeña ciudad, bañada por la luz de media tarde. El equipo del documental se alojaba en la base, lo cual era natural puesto que era donde hacía más calor; había varias habitaciones en el Nivel B para los maquinistas, los técnicos de luces, los publicistas y los ayudantes de producción, y dormitorios de oficiales en el Nivel C, más elegantes, para el productor, el director de fotografía y el representante de la cadena. Aun así el recinto seguía contando con innumerables construcciones anejas. Distinguió varios tipos de cabañas prefabricadas, cobertizos de almacenamiento y otras estructuras provisionales. En un lado, un enorme Sno-Cat (un todoterreno con orugas gigantescas, como un tanque) custodiaba un depósito de gasolina del que se habría enorgullecido cualquier división del ejército. Al fondo, justo al lado de la valla, se erguía solitaro un cubo con paredes de metal: una misteriosa cámara acorazada de la que los científicos no habían logrado averiguar nada.
Desde esa mañana, con la llegada de Emilio Conti, el productor ejecutivo y creador del proyecto, el ritmo atropellado se había acelerado aún más. Conti no daba ni un respiro. Ahora, siguiendo órdenes suyas, el final del valle glaciar estaba bloqueado por grandes máquinas que dificultaban el acceso de los científicos a su lugar de trabajo. Por lo que había oído Marshall, el productor había dedicado las horas posteriores al aterrizaje a pasearse alrededor de la base y por el permafrost de las inmediaciones con su equipo fotográfico, estudiando cómo caía la luz en la nieve, la lava y el glaciar, y examinándolo todo desde una docena de posiciones distintas, con un gran angular colgado al cuello. Kari Ekberg, que no se separaba ni un momento de él, le había informado de cuáles habían sido sus actividades, le había puesto al corriente de todo y había apuntado las órdenes para los próximos días.
Prometían ser días muy, pero que muy interesantes.
Marshall volvió a coger la nevera, se la colgó en el otro hombro y siguió caminando cuesta abajo. Estaba exhausto; de noche le había costado conciliar el sueño, como de costumbre, y las nuevas y ruidosas incorporaciones a la base Fear no le habían ayudado en absoluto.
Parecía increíble que solo hubiera pasado una semana desde el descubrimiento. En su interior, casi le habría gustado no encontrarlo. Le disgustaba aquel frenesí, tan distinto del enfoque cuidadoso y precavido que adoptaban los científicos. Le disgustaba la actitud evasiva, casi hermética, del equipo del documental acerca de los detalles concretos de su proyecto. Y aún le disgustaba más la distracción y el efecto entorpecedor que aquella gente ejercía en su trabajo. A ellos se les estaba escapando su oportunidad en el hielo. Pensó que lo único bueno de aquellas prisas era que cuanto más rápido trabajara el equipo de rodaje, antes se largarían.
Entró en el campamento, pasando al lado del Sno-Cat. Al cruzarse con un miembro del equipo de rodaje que llevaba una larga jirafa de metal, tuvo que apartarse para no recibir un golpe. La entrada de la base estaba obstruida por un grupo de empleados de Terra Prime que le daban la espalda. Mientras dejaba la nevera en el suelo y levantaba la tapa para mirar las muestras, oyó voces en tono de queja.
—Te aseguro que es el peor plató en el que jamás he trabajado —dijo alguien—. ¡Y mira que he trabajado en lugares horribles!
—A mí se me congela el culo —dijo otro—. Literalmente. Creo que se me va a gangrenar.
—¿En qué estaba pensando Conti? ¡Mira que ir al quinto pino solo por un pellejo muerto!
—Y esos memos que se pasean por todas partes, estropeando nuestras localizaciones y estorbando.
«Nuestras localizaciones», pensó Marshall, sonriendo con tristeza.
—Hablando de pasear, ¿habéis oído lo que dicen de los osos polares? Si no morimos congelados, seguro que se nos comerán.
—Deberían pagarnos un plus de peligrosidad.
—Esto es una mierda. La presión del agua es horrible. Y la comida es pésima. Yo estoy acostumbrado a productos frescos: piña en rodajas, canapés, minibocadillos, sushi… Aquí nos dan rancho como en una cárcel: judías, salchichas de Frankfurt, espinacas congeladas…
De repente se oyeron aplausos al fondo de las construcciones anejas. Poco después se repitieron. Una vez cerrada la nevera, Marshall se acercó rápidamente para investigar.
Fuera de la pequeña cámara de acero acababa de formarse un grupo de unas doce personas, que se felicitaban con abrazos y apretones de manos. También estaba Conti, no muy lejos. Era bajo, moreno, con una perilla recortada. Observaba al grupo con los brazos cruzados. A su lado estaba el «enlace del canal», o representante de la cadena: un tal Wolff. Y junto a Wolff había dos fotógrafos: uno con una cámara grande en el hombro y el otro con una de mano. Cerca había otro hombre (el que había estado a punto de derribar a Marshall unos minutos antes) con un micro colocado en una jirafa. Desde las cámaras salían cables conectados a un dispositivo del cinturón del último hombre.
Marshall miró a Conti con curiosidad. Le precedía su fama; su documental Desde los mares fatales, sobre unos submarinos de investigación que exploraban las grandes simas oceánicas, había ganado media docena de premios y aún se proyectaba en museos y cines IMAX. También había realizado otros documentales, casi siempre sobre el mundo natural y catástrofes ecológicas, todos con éxito de crítica y de público. Con su perilla, su actitud quisquillosa y su gran angular en el cuello, como una enorme joya negra, era la viva imagen del director excéntrico y con talento. Marshall pensó que lo único que le faltaba era un megáfono y un pañuelo blanco. Se dijo que las apariencias engañaban: no era solo un personaje respetado, también era muy influyente.
—Otra vez —dijo Conti, en tono seco y cierto acento italiano—. Ahora con más entusiasmo. Acordaos de que lo habéis conseguido. Misión cumplida. Quiero verlo en vuestra cara y oírlo en vuestra voz.
—Cámara —dijo el hombre de la cámara de mano.
—Y… ¡acción! —dijo Conti.
Volvieron a elevarse gritos de júbilo entre los reunidos, que saltaban, gritaban y se daban palmadas en la espalda. Marshall miró a su alrededor, perplejo y dolorosamente consciente de su absoluta ignorancia sobre el proyecto.
Ekberg lo miraba todo desde cerca. Llevaba unos días muy ocupada, pero siempre le sonreía muy educada cuando lo veía, a diferencia de la mayoría del equipo, que estaba claro que consideraba a los científicos una molestia que había que soportar, pero nada más.
Marshall se acercó a ella.
—¿Qué ha pasado?
—Ya está —dijo Ekberg—. Todo un éxito.
—¿Ya está?
—Bueno, al menos es lo que estamos rodando.
—Pero…
De repente Marshall lo entendió. Conti estaba filmando la reacción del equipo ante un final coronado por el éxito, fuera cual fuese el final en cuestión. Al parecer, el productor estaba filmando todo lo que podía, lo más deprisa que podía, al margen de que fuera real o una escenificación. Para él, obviamente, no existía el concepto de tiempo lineal. Marshall se dio cuenta de que tenía mucho que aprender sobre documentales.
Conti afirmaba con la cabeza, como si estuviera satisfecho con el último intento. Se volvió hacia el fotógrafo de la cámara pequeña.
—¿Tienes las tomas secundarias?
El fotógrafo le sonrió, levantando el pulgar. Al desviar la mirada hacia Ekberg, Conti reparó en Marshall.
—Usted es Marshall, ¿verdad? El ecólogo.
—Sí, el paleoecólogo.
Bajó la vista hacia el sujetapapeles y tachó algo con el lápiz que sostenía su mano enguantada.
—Muy bien. Es lo siguiente de la lista. —Volvió a mirar a Marshall, esta vez con más atención, repasándolo de pies a cabeza como si examinase a una res—. ¿Podría reunir al resto de su equipo en la zona de almacenamiento temporal, con ropa para salir? Dentro de un cuarto de hora, por favor. Dado que están ustedes disponibles, la toma saldrá más realista.
—¿Qué toma es?
—Subiremos a la montaña.
Marshall vaciló.
—Estaré encantado de reunir a los demás, pero antes creo que ya va siendo hora de que explique qué está documentando. Todavía no ha concretado nada. No es que quiera ponerme difícil, pero ya hemos estado bastante tiempo en la inopia.
Conti husmeó el aire frío.
—Estamos filmando todo lo que podemos antes de que llegue Ashleigh.
—Esto tampoco lo entiendo. ¿Qué falta hace que una presentadora viaje hasta aquí? ¿Por qué no puede añadir su explicación en Nueva York, cuando esté montada la película?
—Porque no se trata solo de explicar —contestó Conti—. Se trata de un docudrama, un increíble docudrama.
Marshall frunció el entrecejo.
—¿Y eso qué tiene que ver con nuestro trabajo? ¿O con el felino que hemos descubierto?
Conti reaccionó con una vaga sonrisa.
—¿Con el felino? Todo, profesor Marshall. Resulta que vamos a subir por la montaña para sacarlo del hielo.
Marshall sintió un escalofrío de incredulidad.
—¿Ha dicho sacarlo?
—En un solo bloque. Para transportarlo hasta nuestra cámara, fabricada para la ocasión. La cámara se cerrará herméticamente y el bloque de hielo se derretirá en condiciones controladas. —Conti hizo una pausa teatral—. Y cuando vuelva a abrirse la cámara, lo haremos en directo, aquí mismo, para diez millones de espectadores.