El alba prendió en las montañas Blue Ridge con un violento estallido de colores. Mientras se alzaba sobre el monte Marshall, el sol tiñó el cielo de otoño con tonos de una intensidad más propia de la paleta de un pintor: naftol y cadmio, magenta y bermellón. Las somnolientas cimas y laderas se encendieron con el manto verde oscuro y azul de los robles, las tuyas, los arces y los nogales americanos. Era como si las montañas exhalasen el aire frío y su aliento se asentara en gruesos mantos de niebla que cubrían los oscuros valles y coronaban las cimas con anillas de gasa, como tonsuras de monjes.
Jeremy Logan frenó junto al puesto de entrada de Front Royal, pagó la estancia en el aparcamiento y pisó con suavidad el acelerador del coche de alquiler. Había maneras más rápidas de llegar (la Skyline Drive era sinuosa como una serpiente y no se podía ir a más de cincuenta y cinco por hora), pero aún era temprano y no circulaba por esa carretera desde sus acampadas infantiles con su padre. El aparcamiento desaparecía al fondo en una bruma aterciopelada, promesa de un viaje de descubrimiento a la vez que nostálgico.
En el equipo de música del coche sonaba La Bohéme (la versión de 1946 de Toscanini, con la soprano Licia Albanese de protagonista). Lo apagó para concentrarse en el paisaje. El mirador del valle de Shenandoah: se acordó que pararon ahí a comer unos bocadillos de jamón picante y hacer unas fotos con la Instamatic. A continuación, Low Gap, Compton Gap y Jenkins Gap: aparecieron todos sucesivamente en el parabrisas, ofreciendo —casi a regañadientes— sus espectaculares vistas del río Shenandoah y las faldas montañosas de Virginia, salpicadas de manchas. Logan, que había pasado su infancia en los llanos de Carolina del Sur, recordó que cuando vio todo aquello por primera vez, con ojos de niño, no podía creer que hubiera tantos paisajes impresionantes concentrados en una superficie relativamente tan pequeña.
En el mojón de la milla 27 pasó al lado del desvío por donde se subía a pie a Knob Mountain. También había parado allí con su padre, para recorrer los tres kilómetros de ascensión. Se acordó de que hacía calor y de que la cantimplora que llevaba colgada del cuello le mojaba el pecho con gotitas frías de condensación. A su difunto padre, que era historiador y no estaba acostumbrado al ejercicio, el paseo lo dejó sin resuello. Al llegar a la cima habló a Logan de su cáncer.
En Thornton Gap, Logan salió de la Skyline Drive y tomó por la estatal, bordeando el río hasta dejar atrás el parque nacional. En Sperryville giró hacia el sur por la Ruta 231 y siguió los letreros de Oíd Rag Lodge.
Al cabo de diez minutos estaba a la sombra de la montaña. Old Rag, con sus mil metros, era una cumbre no muy alta, pero famosa por la dificultad de escalar sus rocas hasta la cima desnuda. Sin embargo, si era tan conocida no era tanto por las excursiones cuanto por el hotel de lujo situado a sus pies, en un valle en forma de cuenco. Old Rag Lodge parecía un gran chateau, aunque desentonaba terriblemente en aquella zona agreste de Virginia. Logan se metió por el camino privado de acceso y aceleró por una suave cuesta; empezó a asomar el hotel, con sus muros monolíticos de piedra caliza y sus vidrieras de colores vivos enmarcadas por molduras. El laberíntico edificio estaba rematado con extravagantes cúpulas y minaretes de cobre.
Pasó al lado de un campo de golf exuberantemente verde, de treinta y seis hoyos, y se internó por el camino de grava blanca perfectamente rastrillada que llevaba a la puerta cochera. Tras darle las llaves al mozo que le estaba esperando, entró.
—¿Desea una habitación? —preguntó la recepcionista.
Logan sacudió la cabeza.
—Vengo para la visita guiada.
—Las visitas del búnker empiezan a las diez.
—He concertado una visita privada. Me llamo Logan.
Deslizó una tarjeta de visita sobre el mostrador de mármol. Ella la examinó, se giró hacia la pantalla del ordenador y pulsó unas cuantas teclas.
—Muy bien, señor Logan. ¿Tendría la amabilidad de tomar asiento en el vestíbulo?
—Gracias.
Logan recogió el maletín, cruzó el espacio amplio y resonante situado debajo de la cúpula y fue a sentarse entre dos grandes columnas corintias envueltas en seda roja.
Aunque durante siete décadas Old Rag Lodge había recibido a la nobleza virginiana aficionada al golf y la caza, desde hacía unos años el hotel había adquirido prestigio internacional porque a partir de 1952 había albergado un búnker subterráneo, grande y secreto, para los miembros del gobierno de Estados Unidos. En caso de guerra nuclear, los miembros del Congreso y del Senado, además de otros funcionarios, podrían refugiarse en el búnker de debajo de Old Rag Lodge para coordinar las operaciones militares, aprobar nuevas leyes y garantizar la continuidad del gobierno del país, en el supuesto, de que Estados Unidos mantuviera un gobierno. Logan sonrió ligeramente al mirar el opulento vestíbulo. Era del todo lógico que los miembros del gobierno hubieran elegido un lugar como aquel para refugiarse: lo bastante lejos de Washington para evitar lo peor del holocausto, pero con todo lo necesario para capear el Armaguedón con lujo y comodidad. Pese a estar en desuso desde los años ochenta, el búnker no había sido desclasificado hasta 1992; ahora se había convertido en un museo histórico, un imán para los teóricos de la conspiración, y una excéntrica atracción turística.
Logan alzó la mirada y vio que un hombre bajo y algo rechoncho, con traje blanco de hilo y sombrero panamá, cruzaba el vestíbulo. Llevaba unas gafas redondas y negras y tenía la cara muy rosada. Le tendió una mano.
—¿El doctor Logan?
Logan se levantó.
—Sí.
—Soy Percy Hunt, el historiador oficial del hotel. Seré su conductor durante la visita de esta mañana.
«Conductor —se dijo Logan, estrechando su mano—. Así deben de llamar a los guías turísticos en Oíd Rag Lodge.»
—Se lo agradezco mucho.
—Es usted de Yale, si no me equivoco… —Hunt echó un vistazo a un papelito doblado—. ¿Profesor de historia medieval?
—Sí, aunque ahora mismo estoy en excedencia.
Hunt guardó el papel en la chaqueta.
—Muy bien. ¿Me acompaña, por favor?
Llevó a Logan al fondo del vestíbulo, que daba a un pasillo con moqueta mullida y grabados deportivos en las paredes.
—El búnker tiene dos entradas —dijo—. Una gran puerta exterior en la parte trasera de la montaña (para los camiones y los vehículos pesados) y un ascensor detrás de la sala de reuniones del hotel. Nosotros entraremos por la segunda.
Cruzaron una piscina cubierta adornada con falsos mármoles griegos, un salón de banquetes y otro de baile y entraron en la sala de reuniones, grande y bien decorada. Hunt siguió caminando hacia la doble puerta del fondo, cubierta con el mismo papel de pared que el resto de la sala.
—El Congreso habría usado este espacio para reunirse, siempre que se mantuviera en pie —dijo—. De lo contrario habrían usado las salas más pequeñas de abajo. —Señaló la pared que tenían delante—. Esto aguanta las puertas blindadas que protegen el ascensor del búnker.
Abrió las puertas con cierta dificultad, dejando a la vista un espacio pequeño con otra puerta al fondo. Después de abrirla con una llave que llevaba colgada de una leontina, hizo pasar a Logan a un ascensor grande y pintado de verde. Tras cerrar la puerta, utilizó la misma llave para poner en marcha el ascensor, que no tenía botones de pisos ni ningún tipo de indicador luminoso.
La bajada fue muy larga. Al cabo de unos treinta segundos, Hunt se volvió hacia su huésped.
—Bien, doctor Logan —dijo—, ¿qué parte concreta le interesa? ¿Los cuadros técnicos? ¿Las habitaciones? ¿La enfermería? Lo pregunto porque los investigadores que conciertan visitas particulares como esta suelen circunscribirse a un ámbito de conocimiento en particular. Cuantas más cosas me diga, mejor podré ayudarle.
Logan miró hacia atrás.
—La verdad es que lo que me interesa no es el búnker, señor Hunt.
Hunt parpadeó.
—¿No? Entonces, ¿por qué…?
—He venido a consultar el archivo Omega.
Abrió mucho los ojos.
—¿El archivo? Lo lamento, pero es imposible.
—La información que contenía el archivo ha sido desclasificada… —Logan echó un vistazo a su reloj—. A las ocho de esta mañana, hace setenta minutos. Ahora es de acceso público.
—Sí, sí, pero antes hay que cumplir como es debido con los trámites de desactivación: permisos, comprobaciones… Ese tipo de cosas. Las solicitudes tienen que hacerse por los canales indicados.
—A mí solo me interesa una carpeta. Puede observar si quiere. La leeré en su presencia. En cuanto a los canales indicados, creo que estará de acuerdo conmigo en que esto evita cualquier posible objeción.
Logan abrió su maletín, sacó una hoja doblada, con el sello del gobierno de Estados Unidos en la parte superior, y se la dio al hombrecillo, que después de leerla por encima abrió aún más los ojos y se humedeció los labios.
—Muy bien, doctor Logan, muy bien. Pero todavía necesito una autorización verbal…
Logan señaló la firma del final de la carta.
—Si tantas ganas tiene de molestarle, adelante, pero hágalo cuando volvamos al hotel. Si me permite llevar a cabo mi investigación sin trabas, apenas tardaré unos minutos.
Hunt se quitó las gafas, se las limpió con la chaqueta, se las puso otra vez y se ajustó el sombrero de paja.
—¿Puedo preguntarle…? —Le falló la voz. Carraspeó—. ¿Puedo preguntarle qué interés tiene un profesor de historia medieval por el archivo Omega?
Logan le miró con afabilidad.
—Como ya le he comentado, señor Hunt, estoy en excedencia.
El ascensor se abrió con un crujido, frente a un túnel de cemento con una cubierta semicircular y el suelo de rejillas de acero.
—Sígame, por favor —dijo Hunt, que echó a caminar rápidamente por el túnel, gélido y sin ningún tipo de adorno.
Una hilera de bombillas, en apliques circulares, colgadas del techo con varillas iluminaba el corredor. En la parte superior de las paredes, unos tubos pintados de verde se adentraban sinuosamente en el búnker. Hunt iba a paso veloz, como si ya no le apeteciera conversar. Dejaron atrás varios túneles, algo que parecía un dormitorio y una sala grande, en la que había cámaras de televisión y una gran foto del Capitolio tomada cuando los cerezos están en flor que ocupaba toda la pared del fondo. Finalmente, Hunt abandonó el pasillo central y, seguido de Logan, entró en una habitación llena de cuadros eléctricos de control, a la que daba una antecámara pequeña. Una vez en esta última, corrió la falsa pared del fondo y apareció una puerta de metal pesada con bisagras muy macizas. Entonces sacó otra llave del bolsillo y la encajó en la ranura central.
—El archivo está aquí detrás —dijo—. Por favor, busque la carpeta y consúltela tan deprisa como pueda. Tengo que pedir autorización con la máxima premura.
—Iré rápido —contestó Logan.
Hunt asintió, frunciendo el entrecejo. Después giró la llave y tiró de la puerta. Un chorro de aire salió de la oscuridad del otro lado; un aire enrarecido y lleno de polvo cuyo simple olor aceleró el pulso de Logan.
El archivo Omega era exactamente uno de esos descubrimientos a los que Jeremy Logan (cuyo título de experto en historia medieval, sin alejarse del todo de la realidad, era una especie de cortina de humo) consagraba su vida. Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el gobierno había aprovechado las medidas de seguridad del búnker del Congreso para almacenar documentos militares secretos y de alto secreto. Aunque el búnker en sí llevase una década desclasificado, habían sido necesarios muchos más años (y mucha presión política por parte de historiadores, periodistas y defensores de la libertad de información) para acabar con el hermetismo del archivo Omega. Técnicamente, el archivo había sido desclasificado esa misma mañana, aunque, según los trámites habituales, antes de ser de acceso público su contenido debía ser examinado por una serie de representantes de los organismos de seguridad, que aprovechaban para eliminar abundante material que aún se consideraba delicado. Para que se le permitiese una breve consulta antes de que empezara el examen final, Logan había tenido que pedir múltiples favores.
El espacio en el que entró estaba a oscuras, aunque su sexto sentido le dijo que era grande, enorme. Palpó la pared hasta encontrar al menos dos docenas de interruptores, algunos de los cuales pulsó al azar.
Aquí y allá empezaron a encenderse varias hileras de fluorescentes que hacían un ruido sordo al crear islotes de luz en aquel mar de oscuridad. Logan encendió algunas luces más, hasta que todo el archivo quedó a la vista: hileras, hileras y más hileras de armarios de tres metros de altura y color verde aceituna, dispuestos en columnas regulares. Los últimos casi no se veían. Se quedó en la entrada parpadeando, mientras se acostumbraba a las dimensiones del conjunto. El espacio que tenía delante era más ancho que un campo de béisbol y como mínimo igual de largo. Paseó la mirada por las hileras de carpetas. La cantidad de información potencialmente fascinante (secretos oficiales, patentes científicas, patrimonios culturales y nacionales confiscados y testimonios jurados cuyas contradicciones habrían resultado de lo más esclarecedoras) podrían haberle tenido felizmente ocupado durante años.
Un movimiento inquieto junto a él le recordó que el tiempo se le echaba encima. Con una sonrisa y un gesto de aquiescencia cogió con más fuerza el maletín y echó a andar. La carpeta que le interesaba estaba relacionada con un hecho ocurrido en Italia en 1944. Durante los combates contra los alemanes por el control de Cassino, varias unidades del Quinto Ejército de Estados Unidos requisaron una antigua fortaleza, el castello Diavilous. En aquel alcázar, que llevaba mucho tiempo deshabitado, había vivido un alquimista de triste fama, autor de experimentos sumamente inquietantes. Tras la ocupación se había incendiado y el laboratorio secreto del sótano había sido saqueado. Logan estaba siguiendo el rastro de los logros del alquimista y el destino de sus peculiares experimentos. Ahora sabía que su única esperanza de saber algo más estaba allí, entre los mohosos documentos del archivo Omega.
Avanzó deprisa entre las altas filas de metal, mirando al azar las etiquetas de los armarios. No tardó mucho en llegar a la conclusión de que estaban ordenadas cronológicamente y que se subdividían según el destacamento de las fuerzas armadas. Tardó diez minutos en localizar el año 1944, otros cinco en acotar las carpetas sobre el Quinto Ejército y sesenta segundos en identificar los dosieres relativos a los escenarios italianos de la guerra. Sacó al máximo el cajón correspondiente. Había casi un metro de carpetas de color manila y caqui sobre las operaciones en Cassino. Estaban llenas de polvo y muy descoloridas, pero por lo demás parecía que apenas las hubieran tocado. Hojeando a toda velocidad los títulos, encontró una gruesa carpeta con la etiqueta FORT DIAVILOUS - TÁCTICA Y ESTRATEGIA.
Echó un vistazo a Hunt, que estaba cerca y le miraba con desaprobación.
—¿Hay alguna mesa de lectura que pueda usar para trabajar?
Hunt parpadeó y aspiró ruidosamente por la nariz.
—Hay un despacho al fondo del pasillo, después de la subestación eléctrica —dijo—. Ya le acompaño.
Logan sacó la carpeta, pero, justo cuando iba a cerrar el cajón, se detuvo. Al sacar la carpeta había aparecido otra detrás, casi igual de descolorida. La etiqueta del título llevaba impresa una sola palabra: FEAR.
La cogió instintivamente. Era muy fina. Detrás había otra carpeta idéntica, con la misma palabra impresa.
¿Dos copias de una carpeta clasificada, guardadas en el mismo sitio? Aquello era muy raro.
Miró con disimulo a Hunt. El hombre caminaba por el pasillo de armarios gigantes, de espaldas a Logan. Este volvió a mirar el cajón, abrió la primera de las dos carpetas idénticas y echó un vistazo a la portada.
MÁXIMO SECRETO
EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS
Destinatario:
Comisión Interna de Investigación
Asunto:
(1) Anomalía D-1, análisis pormenorizado de
(2) Circunstancias en torno a la muerte del equipo científico
(3) Recomendaciones (urgente)
Autor:
H. N. Rose
Oficial al mando de la base Fear
Fecha:
7 de mayo de 1958
REFERENCIA
B2837(a)
Logan tenía una intuición muy afilada cuando se trataba de investigar hechos anómalos y en ese momento se dispararon las alarmas. Era una oportunidad. No vaciló. Con el máximo sigilo, abrió su maletín, guardó una de las dos finas carpetas debajo de otros papeles, cerró la tapa y puso la carpeta del castello Diavilous encima del cuero negro. Después cerró el cajón y, con una expresión neutra en el rostro, dio media vuelta y siguió a Hunt, el «conductor» de la visita, por el pasillo de cemento para salir del almacén lleno de ecos.