—¿Señor Fortnum? Soy Penny. ¿Qué tal por ahí detrás?
Esta vez la respuesta tardó en llegar.
—Ahora tenemos frío. Mucho frío.
—Aguanten —dijo ella por el auricular—, solo nos faltan…
Miró a Carradine.
—Treinta kilómetros… —murmuró el camionero—. Si llegamos.
—Treinta kilómetros —dijo ella, antes de volver a poner el auricular en la unidad CB—. Tenemos que llegar. ¿Cómo andamos de gasolina?
—El depósito izquierdo se ha vaciado muy deprisa. —Carradine dio unos golpecitos en el salpicadero—. Según esto tenemos para quince kilómetros más.
—Aunque se acabe el depósito, los otros quince los podríamos hacer caminando.
—¿Por aquí? —Señaló la Zona yerma, por encima del volante—. Perdone, señora, pero si ahora los de atrás ya tienen frío, no durarían ni doscientos metros.
Barbour echó un vistazo por el parabrisas. El horizonte estaba manchado de rojo por el alba; la tormenta amainaba deprisa; el viento casi se había encalmado y el paisaje que les rodeaba estaba cubierto de un nuevo manto de nieve en polvo. En contrapartida, el final de la tormenta había llevado consigo una bajada brusca de la temperatura. El tablero de mando marcaba treinta bajo cero.
El camión se zarandeaba mucho. Barbour se aferró a la barra estabilizadora. Treinta kilómetros. A la velocidad que llevaban, tardarían más de media hora.
Miró el GPS montado en el salpicadero. Estaba acostumbrada a ver el de su coche siempre lleno de calles, carreteras y referencias mientras conducía por Lexington, Woburn y la zona metropolitana de Boston, pero el GPS del camión de Carradine estaba totalmente vacío: una pantalla tan blanca y desnuda como la nieve exterior, donde el único indicio de que se movieran era la brújula y la latitud y la longitud.
—Parece cansada —dijo Carradine—. ¿Por qué no descansa?
—Bromea, ¿verdad? —contestó ella.
Era cierto, sin embargo, que aquella vigilia en apariencia interminable (añadida a tantas horas sin dormir en la base Fear) la había dejado agotada. Cerró los ojos para que descansaran, solo un momento, y cuando volvió a abrirlos todo era distinto. El cielo estaba un poco más claro y el sol repartía chispas sobre la nieve. También había cambiado el ruido del camión: las revoluciones por minuto eran más bajas y la velocidad se había reducido apreciablemente.
—¿Cuánto he dormido? —preguntó.
—Un cuarto de hora.
—¿Cómo vamos de gasolina?
Carradine echó un vistazo al panel.
—Prácticamente está vacío.
El camión iba cada vez más despacio.
Al volver a mirar el GPS, Barbour reparó en que aparecía algo: una franja de un azul homogéneo que ocupaba la parte superior de la pantalla.
—No será otro… —empezó a decir, pero se calló.
—Sí. El lago Gunner.
El miedo, adormecido por una vaga ansiedad, se recrudeció.
—¡Creía que había dicho que solo cruzaríamos un lago!
—Sí, lo había dicho, pero ya no tenemos bastante gasolina para rodear este.
Barbour no contestó. Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios. Notaba la boca muy seca.
—No se preocupe; el lago Gunner es ancho, pero no largo.
Miró a Carradine.
—Entonces, ¿por qué tenía planeado rodearlo?
Carradine vaciló un poco.
—El lago solo tiene unos diez o doce metros de profundidad. Está sembrado de rocas grandes, erráticos glaciares y cosas por el estilo. En estas condiciones, con la capa de nieve, a veces cuesta verlos. Si nos equivocamos y chocamos con uno…
No terminó la frase. No hacía falta.
Barbour miró por el parabrisas. El lago se veía con claridad, justo delante. Carradine fue aminorando al acercarse a la orilla.
—¿No va a parar? —dijo ella—. ¿No va a sondear la profundidad con la barrena eléctrica?
—No hay tiempo —contestó el camionero—. Ni gasolina.
Se metieron muy despacio por el hielo. Una vez más, al sentir que el lago se hundía bajo su peso, Barbour se agarró con todas sus fuerzas a la barra estabilizador y, una vez más, sintió que aumentaba la tensión cuando volvieron a empezar los horribles crujidos, extendiéndose hacia todas partes desde debajo de las ruedas. Se veían con claridad algunas rocas, que sobresalían del manto de nieve como colmillos; el sol matinal se reflejaba en sus puntas negras. Otras estaban escondidas debajo de la nieve acumulada. El viento había modelado en la nieve formas fantásticas: crestas, cimas y colinas en miniatura. Carradine avanzó por la superficie, conduciendo con cuidado, sinuosamente, entre las rocas y las formaciones de nieve. La mirada de Barbour iba una y otra vez del GPS al lago helado; deseaba con vehemencia que se actualizase la pantalla y quedase de nuevo toda blanca.
Pasaron tres minutos. Cinco. Los crujidos se volvieron más fuertes, mientras las fracturas se bifurcaban en líneas resquebrajadas según se alejaban. El motor tosió. Carradine pisó gradualmente el acelerador y las revoluciones por minuto recuperaron la normalidad. Barbour no quería ni imaginar qué pasaría si se quedaban sin gasolina en medio del hielo.
—Casi hemos llegado —dijo el camionero, como si le leyera el pensamiento.
Justo delante apareció una cresta baja de nieve, de unos cuatro metros de ancho, esculpida y festoneada por el viento hasta darle la forma de una ola con espuma.
—Eso tiene que ser nieve virgen —dijo Carradine—. No puedo arriesgarme a rodearlo, ya que podríamos volver a derrapar. Lo atravesaremos directamente y abriremos un camino para la caravana. Agárrese.
Barbour ya lo hacía, y con todas sus fuerzas; era imposible agarrarse más. Contuvo la respiración mientras Carradine dirigía el camión en línea recta hacia la cresta de nieve. En el momento del impacto, que hizo temblar el vehículo, el camionero pisó el acelerador y lo soltó enseguida, para mantener la velocidad.
De repente, el morro del camión salió despedido hacia arriba. Barbour se vio impulsada hacia delante y, a pesar del cinturón de seguridad, estuvo a punto de chocar con la cabeza contra el salpicadero.
—¡Dios! —exclamó Carradine, girando el volante a la izquierda—. ¡Debía de haber una roca escondida debajo de la nieve!
Hubo un segundo impacto cuando las ruedas de la derecha traseras de la cabina pasaron por encima de la roca. El camión se levantó y cayó pesadamente sobre el hielo. Tras un ruido como el de un cañón, el gran vehículo frenó de golpe. Barbour se sintió empujada otra vez contra el asiento.
—¡Nos estamos hundiendo por detrás! —gritó el camionero—. ¡Coja el teléfono! ¡Diga a los de la caravana que se pongan todos delante!
Barbour buscó el auricular del CB. Se le cayó y tuvo que recogerlo.
—Fortnum, se ha partido el hielo. Lleve a todo el mundo a la parte delantera de la caravana. Dese prisa.
Dejó el auricular en su sitio; mientras, Carradine pisaba el acelerador con todas sus fuerzas. El camión avanzó con gran dificultad, arrastrando literalmente por la brecha de hielo la parte trasera de la caravana. Barbour notó que se inclinaban aún más hacia atrás, y que el ángulo aumentaba.
—¡No! —se oyó gritar—. ¡Dios mío, no!
Carradine cambió de marcha y hundió el pedal en el suelo. Se oyó otro crujido, casi tan fuerte como el primero. Con un bramido de esfuerzo, el camión se liberó del agujero y salió despedido hacia delante. Carradine levantó rápidamente el pie del pedal, con cuidado de no perder el control en la resbaladiza superficie. Barbour se dejó caer en el asiento, casi desmayada de alivio.
—Más justo, imposible —dijo Carradine. Echó un vistazo al indicador de gasolina—. Ahora no queda ni una gota en el depósito. No tengo ni idea de qué podemos estar quemando.
Barbour miró el GPS y por fin vio una línea blanca de tierra firme justo delante, a cuatrocientos metros.
Dejando atrás las últimas rocas, el camión subió a la orilla y rugió al acelerar. Carradine dejó escapar un suspiro enorme, entrecortado, y apartó la camisa de flores de su cuerpo flacucho para abanicarse. Después se incorporó y señaló hacia delante.
—¡Mire!
Barbour miró por el parabrisas. A lo lejos, donde el cielo se juntaba con el horizonte, divisó un cúmulo de formas negras y bajas y una luz roja que parpadeaba.
—¿Eso es…? —empezó a decir.
El camionero asintió, sonriendo de oreja a oreja.
—Arctic Village.
Cogió rápidamente el auricular de la radio CB.
—Barbour a Fortnum. Lo hemos conseguido. Tenemos Arctic Village justo delante.
Al colgar el auricular, le pareció oír una salva de aplausos por encima del chirrido del motor.