Marshall se incorporó, apoyándose en un codo. La fuerza del golpe le había dejado momentáneamente fuera de combate. El pasadizo central del ala de ciencias se había convertido en una orgía de ruido y de violencia: la bestia descuartizaba a Sully, que chillaba; la sangre brotaba a chorro de las extremidades destrozadas del climatólogo, rociando las paredes y el suelo como un rojo torbellino; González y Phillips se echaban hacia atrás a la vez que intentaban dar en el blanco; la bandeja en la que reposaba el arma sónica estaba volcada junto a Marshall, con las ruedas girando; y Usuguk pasaba delante de los militares con su amuleto de chamán en alto, mientras el tono de su letanía se hacía cada vez más agudo y urgente.
Marshall, con los oídos zumbando por el impacto, vio que la bestia, con un solo movimiento de una de sus poderosas zarpas delanteras, arrojaba por los aires a Sully, que no había dejado de gritar. El siguiente zarpazo lanzó al científico por una puerta y le hizo aterrizar en el despacho. El animal saltó en pos de él y se perdió de vista. Se oyó un estrépito descomunal: muebles cayendo al suelo y el impacto de un cuerpo al estamparse contra las paredes. Los gritos de Sully se hicieron más entrecortados.
Marshall intentó levantarse. Perdió el equilibrio, pero al final lo consiguió. Era demasiado tarde. Sully iba a morir. Iban a morir todos. Se preguntó por un segundo si quedaba tiempo para sacarles del ala de ciencias y cerrar la compuerta, pero lo descartó enseguida. No había tiempo. Era el final. Aquella criatura mataría a Sully; luego se ensañaría uno por uno con el resto, y…
Su vista se posó en el arma sónica, desmontada en el suelo del pasillo. El caso era que había funcionado. La última onda que había probado Sully, la sinusoidal, había afectado claramente a la criatura. Intentó aislarse de la barahúnda, de los gritos de los soldados y de la presión dolorosa de su cabeza; intentó pensar y concentrarse durante los pocos segundos que le quedaban. ¿Por qué funcionaba una onda sinusoidal y no las de dientes de sierra o las cuadradas?
Se quedó inmóvil. Quizá no tuviera nada que ver con la forma de las ondas, sino con algo totalmente distinto…
Corrió hacia el carro, lo levantó y empezó a recoger a toda prisa las piezas electrónicas que estaban sueltas para montarlas otra vez.
—¿Qué hace? —exclamó Logan.
Sully ya no gritaba. Sin embargo, seguían oyéndose golpes y destrozos en el despacho.
—Intentarlo otra vez. —Marshall verificó las conexiones entre el amplificador y los altavoces de agudos, y encajó en su sitio un potenciómetro suelto—. Son los armónicos. No puede ser otra cosa. Es la única respuesta. Pero necesitaremos una buena acústica para maximizar… —Miró hacia todas partes durante un minuto, desquiciado—. Vamos, ayúdeme, en cualquier momento la criatura volverá a salir. Tenemos que meter esto en la cámara de eco.
—¡No tenemos tiempo para ese cacharro! —dijo González—. ¿De qué sirve moverlo?
—Es como poner veneno en la punta de una flecha. Lo que hacemos es aumentar al máximo la carga explosiva.
Con la ayuda de Logan, Marshall hizo rodar el carro por el pasadizo; patinó varias veces en el suelo, que resbalaba por la sangre de Sully. Usuguk iba detrás sin dejar de cantar, con su sonajero de chamán en una mano y un fetiche de hueso en la otra. No resultó fácil empujar el carro más allá de la sala de control y del cruce de pasillos e introducirlo en la cámara de eco a través de la compuerta del fondo.
—¡González! —exclamó Marshall—. ¡Cuento con que lo entretengan ustedes!
Tras hacer señas a Phillips, González se apostó justo a la entrada de la cámara de eco y adoptó una postura defensiva.
Los golpes y destrozos del interior del despacho cesaron.
—Tenemos que ponerlo en medio, para conseguir el máximo efecto —dijo Marshall a Logan.
Empujaron el carro hasta el centro de la pasarela. Los cables eléctricos se tensaron hasta el tope; Marshall temió que no alcanzaran, pero al final dieron lo suficiente de sí para colocar el arma justo en el centro de la sala, en un punto en el suelo de la pasarela marcado con una etiqueta en la que ponía «0 dB».
Marshall miró a Usuguk.
—Quizá esté más protegido en aquella cabina de control —dijo, señalando la plataforma con mamparas de cristal del fondo de la pasarela.
El tunit interrumpió su letanía y sacudió la cabeza.
—¿Ya no se acuerda de lo que le he enseñado? Ya que pisas hielo fino, mejor bailar.
—Como quiera.
Marshall giró el carro para que los altavoces mirasen hacia el pasadizo. Después comprobó las conexiones y volvió a encender la máquina. No pasó nada. Colocó de nuevo frenéticamente los tubos de vacío, tensó los cables y volvió a intentarlo. Esta vez el altavoz de bajos emitió un zumbido grave. Repasó el aparato, intentando recordar los principios básicos de la generación de sonidos por sintetizador y familiarizándose de nuevo con los controles de amplitud, frecuencia, forma de onda del oscilador y envolvente de filtro. Cogió el disco de amplitud y lo giró de golpe a la derecha. El carro empezó a temblar.
Se fijó en que Logan le observaba.
—Calculo que me quedan unos tres minutos de vida —dijo el historiador—. Si tengo suerte, será rápido. En ese caso, probablemente solo me queden dos minutos. Me gustaría morir sabiendo al menos qué está intentando hacer.
—La última onda que ha probado Sully —contestó Marshall, mirando otra vez los controles—, la que ha hecho reaccionar al animal… era una onda sinusoidal. Es la onda sonora más pura que existe, sin armónicos ni sobretonos. Voy a retomarlo donde lo dejó Sully. Usaré la serie de Fourier para complicar la forma. Es posible que le duela lo bastante para ahuyentarlo. Si conseguimos alejarlo el suficiente rato, quizá podamos construir otros…
Se calló. La criatura había salido del despacho. Se volvió lentamente hacia ellos. Tenía las patas y las zarpas delanteras empapadas de sangre, y en los dientes y vibrisas se distinguían trozos de vísceras.
Marshall respiró hondo e intentó que no le temblaran las manos.
El animal dio un paso hacia ellos. Marshall fijó rápidamente la onda del primer oscilador en dientes de sierra, estableció la frecuencia en treinta hercios y verificó que la amplitud de la salida principal estuviera en cien decibelios. Después pulsó el botón de tono. Una nota grave, justo por encima del nivel de audición, hizo vibrar la sala.
La bestia dio un salto hacia delante.
Marshall hizo un cálculo mental frenético. «Una segunda nota, sin sobretonos, varias octavas más aguda…»
La criatura, mientras tanto, iba imprimiendo más velocidad a los saltos con los que se acercaba por el pasadizo. Marshall puso el segundo oscilador en dientes de sierra y estableció la frecuencia en ochocientos hercios.
—¡Dios mío! —exclamó Logan.
González y Phillips ya estaban disparando. Lo único que oyó Marshall sobre el pitido del altavoz fue el grito entrecortado de Phillips, quien empezó a disparar sin ton ni son hacia arriba, hacia abajo y a ambos lados, mientras el soldado perdía los nervios por completo. La bestia llegó hasta los militares e hizo otra pausa para sacudir con fuerza la cabeza, agitando las vibrisas frenéticamente a la izquierda y a la derecha. Phillips soltó el arma, se levantó y corrió por el pasillo dando alaridos. La criatura bajó la cabeza, la levantó otra vez y, con un terrible zarpazo de una de sus patas delanteras, arrojó a González (que aún disparaba a bocajarro) a la cámara de eco, con una fuerza tan espantosa que el sargento pasó dando vueltas sobre las cabezas de Marshall y Logan. Después chocó con estrépito contra el fondo de la cámara de eco y resbaló tres metros por la pared curva hasta quedar en el suelo, aturdido, entre material aislante y espuma acústica.
Las manos de Marshall temblaban más que nunca, lo que casi le impedía manipular el tercer y último oscilador. Otra onda sinusoidal, esta vez a una frecuencia muy alta: sesenta mil hercios. Se aseguró con una rápida ojeada de que la envolvente de amplitud estuviese activada. Después bajó el fader principal al máximo. El fantasmagórico chirrido de la sinusoide se fue atenuando hasta desaparecer.
—Pero ¿qué hace? —preguntó Logan, apretando los dientes—. ¡Lo ha apagado! ¡Ahora estamos atrapados!
—Quiero que entre en la cámara —contestó Marshall—. Solo tenemos una oportunidad. Tiene que ser la definitiva.
Con un movimiento muy preciso, casi puntilloso, que contrastaba enormemente con su tamaño, la bestia levantó una pata delantera por encima del borde de la compuerta. Después hizo lo mismo con la otra pata. Miró a la izquierda, y luego a la derecha, examinando la cámara con sus ojos amarillos. En los oídos de Marshall, la nota extraña, grave y musical cobró más fuerza. El dolor de cabeza se hizo casi insoportable. La criatura ya estaba dentro de la cámara, subiéndose a la pasarela, que crujió bajo su peso. Un paso, dos pasos… Se apoyó en las patas traseras, tensándose dispuesto a dar un salto más, el último.
«Mejor bailar.» Con un movimiento rápido, Marshall cogió el disco de amplitud, lo puso en ciento veinte decibelios y empujó el fader hacia arriba.
La cámara de eco se llenó al instante de ruido. Fue como si la esfera se poblase con un millón de avispas cuyo zumbido simultáneo se amplificara varias veces. Justo cuando empezaba a saltar, la criatura sufrió espasmos en todo el cuerpo. Marshall giró el disco y aumentó el volumen hasta ciento cuarenta decibelios. La bestia volvió a tener espasmos en el aire, esta vez más violentos; se retorcía mientras se les echaba encima, lo cual entorpeció su salto y provocó una pesada caída que sacudió la pasarela de forma alarmante. Marshall tenía la impresión de que todo su mundo giraba alrededor del zumbido frenético y terrible que reverberaba en la cámara, alimentándose de sí mismo y aumentando con un crescendo de potencia e intensidad que parecía penetrar en todos sus poros. La bestia arañaba la pasarela, clavando sus garras ensangrentadas en la chapa de metal para impulsarse con las zarpas. Con los dedos apretados en el disco y la respiración rápida y entrecortada, Marshall giró el botón al máximo: ciento sesenta y cinco decibelios, la amplitud de un motor de reacción. A su lado, Logan se tapó las orejas con las manos. El historiador abrió la boca, pero el grito, si lo hubo, quedó apagado por la andanada sonora, un «criiiiiiiii» que parecía haber pasado a formar parte de la esencia de Marshall. Él también se llevó instintivamente las manos a las orejas, pero poca protección podían brindarle contra aquella angustiosa violación sonora. Veía manchas, y se estaba mareando.
La criatura se puso rígida. Otro fuerte temblor la sacudió desde la zarpa delantera hasta los cuartos traseros. Levantó la cabeza, abriendo mucho sus horribles fauces y enseñando unos dientes que todavía goteaban sangre de Sully, mientras las vibrisas seguían agitándose. Luego giró hacia un lado y se golpeó las mandíbulas contra la pasarela, una, dos veces, con sendos y estremecedores impactos. Después dobló las patas y se irguió. A continuación, ante la vista de Marshall, su cabeza estalló en una erupción de sangre y materia que les salpicó mientras se derrumbaba prácticamente a sus pies. El arma sónica, empapada, se acopló y dejó de sonar tras una explosión de chispazos.
Marshall se quedó un buen rato sin moverse, tembloroso. Después miró a Logan. El historiador también le miraba a él; un hilo de sangre salía de sus orejas. Decía algo, pero Marshall no le oía; de hecho, no oía nada. Marshall se volvió, pasó por encima de la bestia inmóvil (de cuyo cráneo destrozado manaba todavía sangre negra) y se dirigió hacia la compuerta de salida del ala de ciencias, sintiendo los brazos y las piernas muy pesados. De repente, tenía la necesidad de salir de aquel oscuro teatro de los horrores y de respirar aire puro. Percibió (más que oyó) que Logan y Usuguk iban tras él.
Se abrieron camino lenta y meticulosamente hacia la superficie: primero el Nivel D, después los ámbitos más familiares del Nivel B y por último el patio, sombrío y desierto. Marshall, todavía sordo y empapado de sangre procedente de la bestia, entró en la sala de aclimatación sin molestarse en ponerse una parka. Después de atravesar la zona de almacenamiento temporal, empujó la doble puerta de salida a la plataforma de cemento.
Estaba oscuro, pero, a juzgar por la línea del horizonte, algo arrebolada, no faltaba mucho para el amanecer. Ya había pasado la tormenta; empezaban a verse las estrellas, alumbrando la nieve compactada con un resplandor espectral. Vagamente, como de muy lejos, Marshall recordó un proverbio inuit: No son estrellas, sino ventanas por las que sonríen nuestros seres queridos para que veamos que son felices. Se preguntó si también lo creía Usuguk.
Precisamente entonces notó que el tunit le tocaba la manga; al volverse vio que señalaba el cielo con un dedo, sin decir nada.
Miró hacia arriba. El rojo intenso y sobrenatural de la aurora boreal (aquella aurora que les perseguía desde el principio de la pesadilla) se estaba desvaneciendo a gran velocidad, hasta que solo quedó la cúpula negra y estrellada. No había un solo indicio, ni uno solo, de que hubiera estado allí.