Kari Ekberg daba tumbos por el pasillo del Nivel C; sujetaba la linterna con manos sudorosas. Le dolían las espinillas, peladas contra tubos y cajas de almacenamiento, y tenía las rodillas llenas de arañazos a consecuencia de media docena de caídas sobre suelos duros de acero y linóleo. Menos mal que aún funcionaba la luz, y la radio. Expulsó por enésima vez de su cerebro las horripilantes imágenes de Conti chillando mientras la sangre salía despedida hacia todas partes como por un aspersor giratorio. Por enésima vez, repitió incesantemente como un mantra: «No mires hacia atrás. No mires hacia atrás».
Había tardado un cuarto de hora en bajar las dos plantas que la separaban del comedor de oficiales, quince minutos de terror en estado puro. Llegó a la lavandería, con sus hileras de lavadoras y secadoras antiguas, mudas bajo carteles medio despegados que exhortaban a la limpieza. A continuación pasó por la sastrería, un cuarto en el que a duras penas cabían una mesa, una máquina de coser y un maniquí para confección. Después el pasillo se bifurcaba. Se detuvo y manoseó la radio. Sus manos temblaban tanto que no consiguió pulsar el botón de transmisión hasta el tercer intento.
—Estoy al lado de la sastrería, donde se bifurca el pasillo —dijo, oyendo cómo temblaba su voz.
La voz de Marshall crepitó en respuesta.
—Acabo de llegar al Nivel D. Espere, le pediré a González que me oriente por radio.
Respiró a bocanadas, en una oscuridad impenetrable. Eran los peores momentos: quedarse quieta en espera de instrucciones… y de aquella extraña sensación de plenitud en los oídos que indicaba la inminencia de la pesadilla…
—Gire a la izquierda —dijo la voz electrónica de Marshall—. Al fondo del pasillo vuelva a girar a la izquierda. Verá una escalera. Baje. Si no me encuentra esperando, llámeme por radio.
Ekberg volvió a guardarse la radio en el bolsillo de los vaqueros, giró a la izquierda y movió un poco la linterna en busca de obstáculos. Apretó el paso, dejando atrás las zonas en las que se preparaba la comida: cocinas vacías, con enormes fregaderos de porcelana, relucientes y espectrales. Pasaron como exhalaciones diez o doce puertas, bocas de habitaciones negras y misteriosas. Le dolían mucho las rodillas y las espinillas, pero intentaba pensar lo menos posible en el dolor. Vio que el pasillo volvía a bifurcarse, iluminado por una sola bombilla. «Ha dicho que gire a la izquierda, que entonces veré una…»
De repente tropezó con algo y cayó de bruces, mientras la radio se iba rodando por el pasillo y la linterna se apagaba al chocar contra la pared. «No, Dios mío, no…»
Se apoyó en las manos y en las rodillas lastimadas y empezó a buscar a gatas, tanteando frenéticamente. Los dedos de una de sus manos se cerraron alrededor de la linterna. Con el alma en vilo, pulsó el botón. La linterna parpadeó, se apagó y volvió a brillar. «Gracias. Gracias.» Se levantó y enfocó la luz hacia delante para buscar la radio. Estaba en el suelo, a unos tres metros. Corrió, se arrodilló y la recogió.
—¡Hola! —saludó, toqueteando el botón de transmisión—. ¡Hola, Evan! ¿Me oye?
Nada. Ni siquiera el ruido de estática.
—¡Hola, Evan! —Su voz se agudizó de nerviosismo y de consternación—. ¡Hola…!
Enmudeció de pronto. Algo acababa de poner en alerta su instinto de conservación, haciendo saltar todas las alarmas. ¿Oía unos pasos descalzos a su espalda, a la vez pesados y horriblemente sigilosos en la oscuridad? ¿Escuchaba el zumbido de la sangre en los oídos, o bien era un canto suave, extraño, casi de otro mundo? Tuvo otro ataque de miedo. Gimiendo de desesperación, guardó la radio estropeada en el bolsillo y se obligó a seguir corriendo. La luz del fondo del pasillo se acercó. Ya estaba en el cruce, giró a la izquierda, moviendo la linterna con desesperación en busca del hueco de la escalera.
Allí estaba: un pozo negro. Corrió y se lanzó escaleras abajo, mientras la linterna chocaba con la barandilla de metal, sin que ella, presa del pánico, hiciera esfuerzo alguno por controlar la huida.
Se detuvo en el último escalón y miró a su alrededor. Delante había otro pasillo poco iluminado, con mesas y herramientas amontonadas a ambos lados. Estaba vacío.
Parpadeó con fuerza, se pasó el dorso de una mano por los ojos y volvió a mirar. Nadie.
—Evan… —llamó en el vacío.
Sintió que su respiración se aceleraba. «No, no, no…»
Otra vez. Otra vez la misma nota, grave y musical, casi como un susurro en sus oídos. Lloriqueó al dar el siguiente paso, mientras se apartaba de la escalera y se metía por el pasillo. Sentía la necesidad abrumadora de mirar por encima del hombro, hacia la escalera. La linterna se agitaba en su mano…
—¡Kari!
Volvió a mirar el pasillo. Al fondo había aparecido una figura, una silueta oscura en la penumbra. Gritó y corrió hacia ella. Al acercarse reconoció a Marshall, con cara de preocupación y un fusil automático colgado en el hombro.
—Kari —dijo él, yendo a su encuentro—. Menos mal. ¿Está usted bien?
—No. Me está persiguiendo. El monstruo. Acabo de oírlo ahora mismo.
—Desee prisa.
La cogió de la mano y tiró de ella, llevándosela por el pasillo.
Pese a estar cada vez más exhausta, Ekberg siguió de cerca a Marshall por un sinuoso recorrido a través de almacenes y talleres. Se pararon una vez en un cruce, porque él no se acordaba de la ruta correcta. En otra ocasión llamaron por radio a González para que les orientase por el laberinto.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella, sin aliento.
—Al ala de ciencias. Queda una planta más abajo. Está protegida por una compuerta muy maciza. Es mucho más segura que las plantas superiores. Además, hemos montado un arma, un arma sónica, que esperamos probar con la bestia. Pero cada cosa a su tiempo. Lo primero es ponerla a salvo al otro lado de la compuerta.
Llegaron a otra escalera. Marshall prácticamente se lanzó por ella, bajando los escalones de tres en tres. Ekberg le siguió tan rápido como pudo. El Nivel E era una tumba, con techos bajos cubiertos de ríos caudalosos de tubos y de cables. Pasaron corriendo junto a varias salas, mientras Marshall alumbraba el camino con su linterna. Al llegar a un cruce en T, Marshall giró a la derecha y se paró tan de golpe que Ekberg casi chocó con él.
Al fondo del pasillo había una compuerta, grande, completamente abierta y muy iluminada por detrás. Justo al otro lado había un extraño artilugio sobre un carrito con ruedas, compuesto de cables, antenas y piezas eléctricas, como si lo hubieran sacado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta. Sobre él se afanaban dos de los científicos, Faraday y Sully; junto a ellos, el sargento González, con su fusil preparado, apuntaba hacia Ekberg y Marshall.
—¿Qué pasa? —preguntó este último—. ¿Por qué el arma no está fuera, lejos de la compuerta?
—No hay pilas —dijo Faraday—. Hemos tenido que enchufarlo dentro, a la corriente. Los cables no dan más de sí.
—¡Pues buscad alguna conexión aquí fuera, por Dios! —dijo Marshall.
—No hay tiempo —contestó Sully.
—¡Claro que no hay tiempo! Esa criatura viene detrás de nosotros y no podemos poner en peligro la seguridad del ala de ciencias abriendo la…
Marshall se interrumpió a media frase. Ekberg también se dio cuenta: un presentimiento furtivo, más cerca de un sexto sentido que de una percepción, le erizó los pelos de la nuca y volvió a meterle el miedo en el cuerpo. Una vez más, su instinto la urgió a volverse y mirar; esta vez cedió y echó un vistazo por encima del hombro.
A la vuelta de la esquina, justo donde alcanzaba la vista, bajaba sigilosa por los escalones una forma negra.