—Es increíble —dijo Ekberg, empañando el aire con sus palabras—. Creo que nunca había visto un azul tan claro e intenso.
Estaban subiendo a pleno sol por el valle glaciar. A pesar de algunas vagas quejas que aludían a la urgencia de sus quehaceres, Faraday había decidido acompañarles. Subía jadeando, sin aliento. Desde hacía un mes, realizaba aquella caminata como mínimo una vez al día, y el hecho de que todavía le costase delataba los muchos años de sedentarismo pasados en el laboratorio. En cambio Ekberg avanzaba sin esfuerzo, como una corredora experimentada. Se fijaba en todo, sin pasar nada por alto. De vez en cuando murmuraba unas palabras en una grabadora digital. Llevaba la parka de repuesto de Penny Barbour por encima de la chaqueta de piel.
—Ciertamente —corroboró Marshall—. Pero me gustaría que durase más.
—¿Cómo?
—Los días se están acortando muy deprisa. Tan solo quedan entre dos y tres semanas de luz diurna. Después llegarán las noches blancas, veinte horas al día, y nosotros nos iremos.
—No me sorprende que tengan prisa. De todos modos, este cielo será una gozada para Allan.
—¿Allan?
—Allan Fortnum, nuestro director de fotografía. —Ekberg miró hacia delante, hacia el glaciar, que enmarcaba el azul nítido del cielo con su azul marino—. ¿De dónde viene el nombre de monte Fear?
—De Wilberforce Fear, el explorador que lo descubrió.
—¿Y eso lo hizo famoso?
—La verdad es que le mató. Murió congelado en la base de la caldera.
—Ah. —Ekberg murmuró algo en la grabadora—. Caldera. Entonces, ¿es un volcán?
—Un volcán extinto. La verdad es que es muy raro; el único accidente geológico en casi tres mil kilómetros cuadrados de permafrost. Todavía se discute sobre cómo se formó.
—El doctor Sully ha dicho que era peligroso. ¿En qué sentido?
—En realidad, el monte Fear solo es un cono apagado de lava prehistórica. El clima y el glaciar lo han ido desgastando y ahora es muy frágil. —Marshall señaló una de las crestas del valle, afilada como un cuchillo, y luego una de las grandes cuevas que abundaban en la base de la montaña—. Los tubos de lava como aquel se crean cuando se forma una corteza sobre una corriente activa de magma. Con el paso de los años se vuelven muy quebradizos y pueden venirse abajo con facilidad. A consecuencia de ello, la montaña es como un gran castillo de naipes. Hicimos el descubrimiento al final de uno de esos tubos.
—¿Y los osos polares que ha mencionado Sully?
—Son muy bonitos, pero se comportan agresivamente con los seres humanos, sobre todo ahora que se está reduciendo su hábitat. Cuando llegue su gente, asegúrese de que no se alejan de la plataforma a menos que vayan armados. En la base hay reservas de fusiles potentes.
Después de unos minutos escalando en silencio, Ekberg volvió a hablar.
—Usted es paleoecólogo, ¿verdad?
—Sí, paleoecólogo del Cuaternario.
—¿Y qué hace aquí exactamente?
—Los paleoecólogos reconstruimos ecosistemas desaparecidos a partir de fósiles y otros indicios antiguos. Intentamos averiguar qué tipos de animales paseaban por el mundo, qué comían, cómo vivían y cómo morían. Yo estoy estudiando qué tipo de ecosistema existió aquí antes del avance del glaciar.
—Y ahora que el glaciar está retirándose, vuelven a salir a la luz los indicios, las muestras.
—Exacto.
Ekberg miró a Marshall con unos ojos penetrantes e inquisitivos.
—¿Qué tipo de muestras?
—Vestigios de plantas. Barro estratificado. Algunos restos macroorgánicos, como madera.
—Barro y madera —dijo Ekberg.
Marshall se rio.
—No es demasiado atractivo para Terra Prime, ¿verdad?
Ella también se rio.
—¿Para qué le sirven?
—La madera y otros materiales orgánicos se pueden datar por radiocarbono y así determinar cuánto tiempo ha pasado desde que quedaron sepultados en el glaciar. Las muestras de barro se procesan en busca de polen, el cual, a su vez, indica el tipo de plantas y árboles que predominaban antes de la glaciación. Lo malo de los ecólogos actuales es que se quedan atascados analizando el mundo tal como es ahora, con las enormes alteraciones ejercidas por el hombre durante los últimos cien siglos. Sin embargo, con las muestras, los datos y las observaciones que hago se puede reconstruir el mundo tal como existía antes de que los seres humanos se convirtieran en el elemento dominante.
—Puede recrear el pasado —dijo Ekberg.
—En cierto modo, sí.
—Me parece muy atractivo. Y supongo que para ello son ideales los glaciares, porque al estar todo congelado se conserva como en una cápsula del tiempo.
—Exacto —dijo Marshall, impresionado por la rapidez con la que Ekberg se hacía una idea de una disciplina que desconocía—. Por no hablar de que, cuando se derrite el hielo, suelta su contenido. Te ahorras tener que sudar utilizando palas y cinceles para desenterrar fósiles y subfósiles.
—Un planteamiento muy pragmático. ¿Qué son los subfósiles? ¿Fósiles muy pequeños?
A Marshall se le escapó otra vez la risa.
—Es como llaman los paleontólogos a los fósiles de menos de diez mil años.
—Ah, ya. —Ekberg se volvió hacia Faraday, que seguía jadeando—. Doctor Faraday, usted es biólogo evolutivo, ¿verdad?
Faraday se paró para recuperar el aliento y los demás se detuvieron amablemente para esperarle. Faraday asintió, y cambió la bolsa de hombro.
—¿A qué se dedica?
—Para decirlo de manera sencilla, estudio cómo cambian las especies con el paso del tiempo —resopló.
—¿Y por qué lo hace aquí, en un sitio tan poco acogedor?
—Mi investigación tiene que ver con el efecto del cambio climático en el desarrollo de las especies.
Ekberg esbozó una sonrisa.
—Así que usted sí trabaja sobre el cambio climático, mientras que lo único que hace el doctor Marshall es aprovecharse de él.
En la cabeza de Marshall sonó un rumor de alarmas: Terra Prime había financiado la expedición partiendo de la premisa de que estaría relacionada con el cambio climático. Sin embargo, la sonrisa de Ekberg era amable, así que se limitó a devolvérsela.
Se pararon un momento para que Ekberg pudiera tomar algunas notas más. Marshall esperó y se puso a observar el horizonte. Después hizo una pausa, apartó de sus ojos los prismáticos y se los dio a ella.
—Mire. En el permafrost, al sudoeste.
Ekberg miró un momento por los prismáticos.
—Hablando del rey de Roma… Dos osos polares. —Tras observarlos unos minutos, devolvió a Marshall los prismáticos—. ¿Tenemos que dar media vuelta?
—Aquí arriba, en la montaña, no tiene por qué pasarnos nada. Lo normal es que alguno de nosotros iría armado.
—Y ¿por qué no lo estamos?
—Porque yo me niego a llevar armas, y Wright es un despistado. Vamos, tenemos que seguir.
Al acercarse al glaciar, Marshall miró con cierto temor la pared de hielo, pero las temperaturas gélidas de los últimos días habían frenado su retirada; el muro glacial se veía prácticamente igual que tres días atrás, cuando la cueva quedó a la vista.
—La cueva es aquello —dijo señalando unas fauces negras junto a la base del glaciar.
Ekberg echó un vistazo y, aunque no lo delatara su expresión, Marshall estuvo seguro de que se sentía decepcionada de no verla por dentro. El biólogo metió una mano en el bolsillo de su parka, sacó una foto grande y satinada y se la dio.
—Aquí está lo que encontramos —dijo—. La sacamos de la película de vídeo.
Ekberg la cogió con ansia y al contemplarla se oyó que se quedaba sin respiración.
—Murió con los ojos abiertos —dijo en voz baja.
Nadie contestó. No hacía falta.
—Dios mío… ¿Qué es?
—No estamos seguros —contestó Marshall—. Como puede ver en la foto, el hielo es muy opaco y solo se aprecian los ojos y un poco del pelo de alrededor, pero nos parece que podría ser un esmilodonte.
—¿Un qué?
—Un esmilodonte. Más conocido como tigre de dientes de sable.
—Lo cual es técnicamente incorrecto —dijo Faraday—, porque el esmilodonte desciende de una línea distinta por completo de la del tigre.
Sin embargo, Ekberg no parecía escucharle. Miraba la foto con los ojos muy abiertos, olvidándose por una vez de la grabadora digital.
—Nos lo parece por los ojos —dijo Marshall—, porque son muy similares a los de los grandes felinos; en realidad, de todos los felinos. Fíjese en que son ojos de depredador, grandes y con la mirada hacia delante. Un iris muy ancho, pupilas verticales. Apuesto a que la autopsia revelará una capa de tapetum lucidum detrás de la retina.
—¿Cuánto tiempo lleva congelado?
—Los esmilodontes se extinguieron hace unos diez mil años, no sabemos si por el avance del hielo, por la pérdida de su hábitat o la falta de comida, o por un virus que se saltó la barrera entre especies. Teniendo en cuenta la época en la que el glaciar tapó esta cueva, calculo que fue uno de los últimos en morir.
—Aún no estamos muy seguros de cómo se congeló —añadió Faraday. La forma nerviosa de parpadear de sus ojos grandes y acuosos le daba el aspecto de un niño sorprendido—. Lo más probable es que el animal se escondiera en la cueva para huir de una tormenta de hielo y muriera congelado. Tal vez lo hirieron o se consumió de hambre. A menos que muriese de viejo, simplemente… Quizá sepamos más cosas cuando lo analicemos a fondo.
Ekberg había recuperado de inmediato su actitud profesional.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando un agujero limpio y vertical cerca de los despojos, más o menos de un centímetro de ancho.
—Habrá observado que la visión no es muy clara —dijo Marshall—. Este hielo está sucio, con oclusiones y mucho barro prehistórico. Así que pedimos a nuestro becario, Ang, que trajese un escáner a distancia que emite señales de sonar y mide los ecos que se producen.
—Como una sonda de pesca —dijo Ekberg.
—En cierto modo —admitió Marshall, divertido—. Una sonda de pesca de última tecnología. Sin embargo, el estado del hielo impide hacer mediciones exactas, aunque parece que el cuerpo mide unos dos metros y medio de largo.
Calculamos que el peso rondará la media tonelada.
—Más propio de un Smilodon populator que de un Smilodon fatalis —puntualizó Faraday.
Ekberg meneó despacio la cabeza, sin apartar la vista de la foto.
—Increíble… —dijo—. Miles de años enterrado debajo de un glaciar.
Se quedaron callados unos instantes. Al no moverse, Marshall empezó a notar que el frío penetraba por los bordes de su capucha y que se le entumecían los dedos de las manos y los pies.
—Ha hecho usted muchas preguntas —dijo en voz baja—. ¿Le importaría contestar a una?
Ekberg le miró.
—Adelante.
—Sabemos que Terra Prime pretende hacer algún documental, pero aquí nadie sabe de qué tipo. Suponemos que explicarán nuestro trabajo y que tal vez al final describirán este descubrimiento excepcional, para así dejar constancia para la posteridad. Pero ¿podría darnos más detalles?
En los labios de Ekberg se formó una sonrisa irónica.
—La verdad es que a la cadena no le importa demasiado la posteridad.
—Siga.
—Lo siento, pero los detalles tendrá que dárselos Emilio Conti, el productor ejecutivo. Sin embargo, doctor Marshall, lo que sí puedo asegurarle es que Conti ve esto como un triunfo personal, la culminación de toda su trayectoria profesional. —La sonrisa se hizo más amplia—. Su expedición está a punto de hacerse más famosa de lo que jamás hayan podido soñar.