La criatura se destacó muy lentamente de la oscuridad. Las estrías de sombra ondulaban con el movimiento de sus flancos musculosos. Ekberg contempló, horrorizada, cómo iban cobrando forma una serie de detalles atroces y terribles. La descomunal cabeza en forma de pala, cubierta por un pelo corto, negro, recio y reluciente. La mandíbula superior proyectada sobre la de abajo, con una hilera de dientes enormes, y a cada lado un colmillo tras el que, horribles, colgaban centenares de púas finas y afiladas como cuchillas, como las vibrisas de las morsas. La ancha mandíbula inferior, que en comparación era pequeña y echada hacia atrás, pero que quedaba unida al cráneo mediante una enorme bisagra ósea. Y lo más impresionante, porque ya lo había visto dentro del hielo (hacía una eternidad): los ojos que les miraban sin pestañear, con una mezcla de avidez y maldad.
—Dios mío —murmuró a su lado Conti—. Dios mío. Es espectacular.
Lentamente, muy despacio, enfocó la cámara, accionó el botón de grabar e inició la filmación.
Wolff estaba justo detrás. Empezó a levantar la pistola, pero temblaba tanto que Ekberg oyó que le castañeteaban los dientes.
—Emilio —dijo con voz ahogada—, por el amor de Dios…
—Deprisa, Kari —le interrumpió con un susurro Conti—. Sonido.
Pero Ekberg estaba paralizada. Solo podía mirar.
Moviéndose tan despacio que Ekberg ni siquiera estuvo segura de que se hubiera desplazado, la criatura inició su aproximación por el pasillo moteado. Sus fuertes patas delanteras estaban un poco dobladas, como las de un bulldog, y rematadas por zarpas bulbosas, como cascos, erizadas con unas impresionantes garras. Ya se distinguía en toda su longitud, que era como la de un caballo joven. Partiendo de unos hombros altos y anchos, el lomo se iba adelgazando hasta una grupa robusta y poderosa, cubierta de un pelo recio, apelmazado. Ekberg se lo quedó mirando, boquiabierta. Después, su vista regresó casi de forma involuntaria a la boca: los dientes curvados; la masa de púas incontables e indescriptibles que colgaba detrás. Se fijó en que las púas, además de oscilar suavemente con los pasos del monstruo, parecían deslizarse con un movimiento independiente…
El dolor de cabeza de Ekberg se acentuaba, y su corazón latía con dificultad. Aun así, era incapaz de batirse en retirada. Ni siquiera podía moverse. Estaba petrificada de miedo. La criatura volvió a pararse y se agazapó a unos tres metros de ellos, pero no parpadeó ni apartó la vista una sola vez. Ekberg tuvo la impresión de que sus ojos tenían la dureza y la profundidad de dos topacios, en los que ardía un vivo fuego interior.
Se quedó inmóvil unos sesenta segundos. Solo se oía el zumbido grave de la cámara de Conti y la respiración pesada de Ekberg. De pronto, la cosa reanudó su movimiento y empezó a acercarse a ellos.
Para Wolff fue demasiado. Gimiendo en voz baja, dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo, sin recoger la pistola que antes se le había caído al suelo.
La cosa se detuvo otra vez, durante menos tiempo. Debajo de las vibrisas asomó una lengua estrecha, bífida y rosada, que se fue alargando, más y más, hasta lamer un colmillo y luego el otro.
Fue entonces cuando pareció que Conti enloqueciera. Empezó a reírse, primero en voz baja y luego con más fuerza. Al menos Ekberg, en su paroxismo de horror e incredulidad, creyó que aquello debía de ser una risa: una nota extraña, aguda.
—Iiiiiiii —aullaba Conti, todavía más fuerte, sacudiendo los hombros y haciendo que la cámara se inclinara visiblemente—. Iiiiiiiiiiiiiiii…
—Emilio —susurró ella.
—¡Listo! —exclamó Conti, casi histérico—. ¡Ya lo tengo! Iiiiiiiiiiiii…
En dos saltos, la cosa se le echó encima y le lanzó por los aires brutalmente. La cámara salió volando por el pasillo, se estampó en una pared y se hizo pedazos al chocar contra el suelo. Cuando Conti aterrizó, le cogió entre sus enormes zarpas delanteras y empezó a darle vueltas como un artesano tornero, acercándoselo mucho para pasar por todo su cuerpo las púas afiladas y móviles que le colgaban de la mandíbula superior: de los pies a la cabeza y en sentido contrario, como si se estuviera comiendo una mazorca de maíz. Empezaron a llover por todas partes grumos de sangre que salpicaban las paredes y el techo, haciendo que las bombillas más próximas explotaran y sisearan. La fantasmagórica risa de Conti se transformó en un alarido que se agudizó bruscamente. De pronto el animal se metió la cabeza del director en la boca y la mordió. Se oyó un ruido sordo, como de algo triturado, y el grito cesó de golpe. La bestia volvió a abrir la boca y Conti cayó al suelo. Fue entonces cuando Ekberg recuperó la movilidad de los pies y echó a correr; pasó al lado de Conti y del abominable monstruo que se cebaba en él, sin importarle ni la oscuridad ni los obstáculos que pudiera haber en el camino. Mientras ella se lanzaba a toda velocidad por el pasillo en el que acechaban sombras, alejándose de la locura, Conti volvió a hacer un ruido; ya no eran risas, ni gritos, sino un crujido seco de huesos: crac, crac, crac…