Fueron bajando los niveles en un silencio absoluto. En cabeza iba González, con el Mi6 colgado en la espalda y una linterna potente con la que alumbraba el camino entre los trastos. Llevaba una gran llave inglesa colgando de una anilla de tela cosida al uniforme de campaña. Detrás iban Logan y los científicos: Sully, con un arma en cada mano, y Marshall y Faraday con unos talegos de color caqui llenos de herramientas reunidas a toda prisa y de material, que tanto podía servirles como no. Les seguía Usuguk, sin ninguna expresión en su cara tatuada. El último era Phillips, que miraba a menudo por encima del hombro.
Cruzaron los espacios de almacenamiento del Nivel D, con repisas llenas de instrumentos antiguos e hileras de sensores redundantes que en la penumbra parecían centinelas montando guardia. A cada arco que trazaba el haz de la linterna de González, en el que se reflejaban nuevos objetos, surgían sombras que se les lanzaban bruscamente encima por las puertas abiertas y desde las estanterías empotradas.
La oscuridad y el silencio empezaron a poner nervioso a Marshall. En el fondo habría preferido no dejar atrás a Ekberg, Conti y Wolff, pero la posibilidad de fabricar un arma que pudiera hacer daño al animal hacía que valiera la pena arriesgarse. Caminó un poco más despacio y se fue quedando rezagado, hasta ponerse a la altura del tunit.
—Usuguk —dijo, solo por pensar en otra cosa—, ¿por qué dice que esta montaña es un lugar maligno?
El tunit tardó un poco en contestar.
—Es una historia muy antigua, transmitida de padres a hijos y de generación en generación durante más tiempo del que pueda recordarse.
—Me gustaría oírla.
Usuguk hizo otra pausa antes de continuar.
—Mi gente cree en dos grupos de dioses, los de la luz y los de la oscuridad. De la misma manera que todo tiene su contrario (la alegría y la pena; el día y la noche), hicieron falta dos grupos de dioses para crear nuestro mundo. Los de la luz son los dioses supremos. Son los antiguos: los dioses del bien y la sabiduría. Bendicen la caza y llenan el mar de peces. Velan por el orden natural. Los dioses de la oscuridad son distintos. Ellos controlan la enfermedad y la muerte, y las pasiones humanas. Viven en los sueños y las pesadillas. Con el paso del tiempo, empezó a envenenarles su propio velo de oscuridad y sintieron envidia de los dioses de la luz. Les sedujo el mal, que era su instrumento y su fuente de poder. Y se volvieron malvados.
Doblaron una esquina y dejaron atrás una serie de talleres de reparación.
—Los dioses de la oscuridad intentaron debilitar a los dioses de la luz, desviar sus acciones hacia el mal, contaminar la tierra y oscurecer el sol que todo lo cura, pero al ver que no lo conseguían, intentaron usar su maldad para corromper a los dioses de la luz y volverlos en contra de sí mismos. Aunque los dioses de la luz eran benévolos, estaban preocupados y enfadados. Fue entonces cuando habló Anataq.
—¿Anataq?
—El dios bromista. No es de la luz ni de la oscuridad; es el equilibrio entre las dos. Había visto las acciones de los dioses oscuros y sabía que eran negativas y perjudiciales para el orden de la naturaleza, así que acudió a los dioses de la oscuridad y les habló de una cueva secreta tunit. Les contó que era donde estaban prisioneras las cincuenta mujeres más bellas y puras de la tribu. Dijo que su belleza era tan extraordinaria, que no debían ser tomadas por ningún varón, sino admiradas y reverenciadas. Su cueva estaba en lo más profundo de una montaña. Esta historia despertó el interés y la lascivia de los dioses oscuros y les encendió la sangre.
Seguían a González por una escalera que llevaba al Nivel E, el más bajo del ala central; los peldaños metálicos resonaban suavemente bajo sus pasos.
—Los dioses de la oscuridad le preguntaron a Anataq dónde estaba la montaña, pero el dios bromista no quiso decírselo. Solo les explicó que él visitaba la montaña una vez al año, en el solsticio de verano, cuando los guardianes de las mujeres se ausentaban para ir a la ceremonia de la purificación. Aquel año, al llegar el solsticio, fue a la montaña hueca y, tal como había previsto, le siguieron los dioses de la oscuridad. Cuando estuvieron en la cueva más profunda, Anataq vertió encima de ellos fuego líquido y les dejó encerrados.
—Lava —murmuró Marshall.
—La ira de los dioses de la oscuridad fue terrible. Bramaban, aullaban, y la montaña escupía fuego sin cesar. Fue tal su violencia, que el cielo se puso rojo de un horizonte al otro y el firmamento sangró. Rabiaron durante miles de años, pero Anataq les había encerrado muy bien y al final se cansaron. La montaña dejó de escupir fuego rojo. El firmamento ya no lloraba.
«Hasta ahora», pensó Marshall. Si una leyenda así formaba parte de sus creencias, no era de extrañar que a Usuguk le hubiera preocupado tanto la reaparición de aquella aurora boreal, tan extraña, de color rojo. Parecía increíble que hubiera sido capaz de trabajar en aquella base (y encima con una criatura tan aterradora y peligrosa). Pero Marshall pensó que Usuguk, en aquel entonces, era joven y tenía muchas dudas sobre las tradiciones de su pueblo. Lástima que hubiera hecho falta un episodio tan traumático para transformarle.
—¿Y el kurrshuq? —preguntó—. Usted lo ha llamado guardián de la montaña prohibida.
—Después de encerrar en la montaña a los dioses de la oscuridad, Anataq apeló a los kurrshuq para que la vigilasen y se asegurasen de que no huyera nadie. Los kurrshuq son seres del mundo espiritual; no son dioses, sino seres poderosos que no se dignan participar en las costumbres y vidas de la Gente. Durante muchos años, la montaña estuvo vigilada por un grupo de estos seres, pero la oscuridad de los dioses cautivos los fue corrompiendo poco a poco y al final se convirtieron en malvados.
—Devoradores de almas —dijo Marshall.
Los ojos del tunit se posaron un momento en él y luego volvieron a desviarse.
El Nivel E estaba aún más abarrotado de residuos que las plantas superiores y, dado que además la oscuridad era total, su avance quedó considerablemente entorpecido. Encabezados por González, pasaron junto a varios espacios mecánicos y una sala de control auxiliar. Justo después había una instalación eléctrica, que fue donde se pararon. González entró tras hacer señas a los demás de que le esperasen. Marshall vio cómo abría un cuadro eléctrico, enroscaba una serie de fusibles grandes, cerraba el cuadro y accionaba una palanca de seguridad. Con un gruñido de satisfacción, el sargento salió otra vez al pasillo.
—Ahora debería haber corriente en el ala norte —dijo.
Después de una serie de habitaciones más pequeñas, giraron a la derecha en un cruce. El pasillo se acababa al fondo, interrumpido por una compuerta maciza con cierres y candados. Marshall miró con cierta inquietud la bombilla roja de encima, que estaba apagada, y el aviso que prohibía el paso a quien no contase con la debida autorización.
González se volvió hacia Phillips.
—Tú vigila la retaguardia, mientras yo intento abrir esto.
Marshall vio que el sargento abría las cornamusas una por una con la llave inglesa, haciéndolas protestar tras medio siglo en desuso. Después de soltar la última, González sacó un enorme manojo de llaves de un bolsillo; no encontró la que correspondía hasta después de media docena de intentos. Una vez abierta la cerradura, cogió el pasador circular y tiró de la compuerta, que hizo un ruido sordo de succión al abrirse. La junta, casi momificada, desprendió una lluvia de caucho en polvo. Salió un remolino de aire viciado, con un olor reseco de humedad.
Al otro lado, todo estaba negro.
—Es como si miraras la tumba de Tutankamón —murmuró Logan.
Marshall supo por qué lo decía. Por aquella compuerta no había mirado nadie en cincuenta años.
González palpó la pared del otro lado y encendió un interruptor. Se oyó otra serie de chasquidos, de algunas bombillas del techo al explotar, aunque quedaban suficientes en funcionamiento para iluminar un pasadizo estrecho de metal que se perdía en la penumbra. Pasaron todos al otro lado. González cerró y aseguró la compuerta.
—Parece un reducto bastante seguro —dijo Sully, señalando la pesada compuerta con un gesto de satisfacción.
González sacudió la cabeza.
—Esa cosa ya se nos ha adelantado una vez, aún no sé cómo. Además, en esta ala hay tubos de ventilación y túneles de servicio, como en las demás.
Enfilaron lentamente el pasillo, hacia la primera puerta abierta. A Marshall el aire le sabía a polvo, con un toque metálico, como de cobre.
González se paró en la puerta más cercana y enfocó con la linterna al otro lado. El haz reveló dos mesas de madera y, encima de ellas, dos máquinas de escribir antiguas. Debía de ser algún tipo de despacho. Aún se veía un informe a medio escribir en una de las máquinas, con el papel amarillento enroscado en el cilindro. Apartó la luz. Se acercaron a la siguiente puerta. Cuando González se asomó, Marshall oyó que se le cortaba la respiración.
Se acercó a mirar. Un enorme remolino de líquido oscuro y reseco cubría todo el suelo y dibujaba trayectorias disparatadas por encima de varias hileras de algo que parecía material eléctrico. En un rincón había un empalme quemado y medio fundido.
—La sala de cuadros eléctricos —dijo monótonamente Usuguk.
—No se molestaron ni en limpiar las manchas de sangre —dijo Sully.
El sargento apagó la linterna.
—¿Se les puede reprochar?
Siguieron por el angosto pasadizo, encendiendo luces a medida que avanzaban. Había laboratorios llenos de osciloscopios y aparatos negros en forma de caja; algunos sobre mesas y anaqueles, mientras que otros aún estaban en sus cajas de madera.
—Esto debe de ser el equipo de sonido —murmuró Faraday.
Se pararon en una especie de sala de control, con una mesa de mezclas y varios amplificadores. La linterna de González reveló que la pared del fondo era de cristal, con vistas a un pequeño estudio insonorizado.
A partir de allí había pasillos a la izquierda y a la derecha. Más allá del cruce, el pasillo central se acababa en otra gran compuerta. González la abrió, enfocó la linterna hacia el otro lado y bufó de sorpresa. Encendió la luz. Marshall siguió a los demás al interior… y se paró de golpe.
Estaban sobre una pasarela estrecha que cruzaba por el centro una estancia grande y circular. Al fondo había una plataforma de unos tres metros por tres, delimitada por mamparas de cristal. Toda la superficie interior de la esfera estaba acolchada con un almohadillado oscuro. En algunos puntos sobresalían pequeños pinchos de las paredes.
—Dios mío —musitó Faraday—. Esto sí es una cámara de eco. Está claro que pensaban usarla para hacer pruebas con el dispositivo sonar.
—Si hubieran tenido la ocasión —puntualizó Sully.
—Cierto. Supongo que hicieron los experimentos en otro sitio, después de sellar esto.
Logan se inclinó hacia Marshall.
—Una única salida.
Marshall miró a su alrededor.
—Es verdad.
—Una cámara de eco. ¿De verdad es eso lo que les parece?
—Sí. —Marshall se volvió hacia el historiador—. ¿Por qué? ¿A usted no?
Logan hizo una pausa.
—La verdad es que no. A mí me parece más bien la última batalla del general Custer.