—¿Qué ha sido eso?
Conti se giró de golpe, balanceando peligrosamente la cámara sobre su hombro.
Volvieron a pararse y escuchar, los tres.
Wolff ladeó la cabeza.
—Yo no oigo nada —dijo—. Es la tercera vez que haces lo mismo.
—Te lo aseguro. He oído algo. Creo que era un grito. O alguien llorando. —Conti señaló el pasillo—. Llegaba de allí.
Kari Ekberg siguió con la mirada el dedo extendido del director. El pasillo se perdía en la oscuridad. Ni siquiera se veía el fondo. Era como si se prolongase hasta el infinito y penetrase en los páramos helados, bajo la noche ártica. Tiritó a pesar del calor húmedo.
Ya llevaban media hora buscando infructuosamente a González y a sus hombres. Habían empezado por la zona de almacenamiento temporal, pero solo habían encontrado grandes reservas de armas. Después se habían movido por el ala central en círculos cada vez más amplios. A cada minuto que pasaba, Conti se ponía más nervioso; se quejaba del tiempo que había despilfarrado en convencerles de que le ayudasen y de que estuviera perdiendo su «excelente oportunidad». Cuando trasladaron la búsqueda al ala sur de la base, Ekberg se sintió cada vez más inquieta. Le parecía igual de probable encontrar a la criatura que al grupo de González.
—Venga, vamos —dijo Conti—. La enfermería queda justo delante.
—Ya lo sé —dijo Wolff—. Te recuerdo que también he estado. ¿Por qué piensas que el sargento ha venido por aquí?
—Les oí decir que queda cerca de donde mataron a Ashleigh y al soldado —contestó el director.
—Pues me parece una buena razón para no acercarse —dijo Ekberg.
Conti no se molestó en responder. Se limitó a encender la luz suplementaria de la cámara. El pasillo se llenó de un resplandor amarillo que hizo resaltar los contornos de los viejos aparatos distribuidos al pie de las paredes.
—Si tantas ganas tienes de encontrarles —dijo Wolff—, ¿por qué no usas la radio?
—No puedo —contestó Conti—. El sargento no tiene fe en mi trabajo. Ni él ni nadie. Lo más probable es que nos orientase mal para mantenernos alejados. O que confiscase la cámara. No podemos arriesgarnos.
Les llevó por el pasillo. La mayoría de las puertas estaban cerradas y las otras daban a espacios en penumbra, abarrotados de material inidentificable. Bajaron por una escalera y doblaron una esquina.
—Es allí, ¿verdad? —dijo Conti—. La puerta de la izquierda.
Wolff asintió con la cabeza.
Ekberg les siguió hasta una salita de espera. Nunca había estado en aquella parte de la base; sin embargo, a pesar de su inquietud, miró con curiosidad el material médico lleno de polvo y las etiquetas antiguas y descoloridas de los frascos que había al otro lado de las puertas de cristal. Conti ya estaba en la siguiente sala. Al oír que se le cortaba la respiración, Ekberg supo que había encontrado algo. Miró por encima de su hombro y vio dos cadáveres empaquetados sobre una mesa de reconocimiento. Uno de ellos era más corto de lo normal, como si estuviera compuesto de trozos, en vez de ser un cuerpo entero. Los envoltorios de plástico estaban tan embadurnados de sangre y fluidos que no se veía nada de los restos. Apartó rápidamente la vista.
—Kari —dijo Conti.
Estaba tan horrorizada que no contestó.
—Kari —repitió el director—, enciende el equipo de audio.
Ekberg tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para encender el mezclador y conectar el cable del micrófono. Conti iba y venía junto a los cadáveres, sometiéndolos sin compasión a la luz cruda de la cámara.
—Están aquí —dijo por su micro lavalier, plasmando en su voz toda la gravedad del momento—. Las víctimas más recientes. Uno era un simple soldado que cumplía con su deber al servicio de nuestro país, y que dio la vida para proteger a los demás. La otra era una de los nuestros, Ashleigh Davis, que también prestaba un servicio, y no menos esencial. Vino a este lugar dejado de la mano de Dios a fin de resolver un gran misterio. Era una reportera intrépida, que jamás se escabullía del peligro ni vacilaba en jugarse la vida por los demás, tanto para educar como para entretener. Lo que la mató todavía anda por ahí, al igual que la partida de soldados que ha jurado destruirlo.
Se calló, pero sin apartar la cámara de los cadáveres envueltos, a los que sometía a todo tipo de barridos y zooms.
—Nunca te dejarán emitir esto —dijo Wolff.
—Estoy pensando en el DVD que saldrá después —dijo Conti—. El montaje del director. —Bajó la cámara—. Ha sido un golpe de suerte.
—¿Un golpe de suerte? —preguntó Ekberg—. ¿De qué hablas?
—De encontrarlos aquí. Tenía miedo de que ya estuvieran en la cámara.
«Pues ellos no han tenido tanta suerte», pensó ella. Se dispuso a protestar, pero acabó mordiéndose la lengua. No serviría de nada.
Volvieron al pasillo y reanudaron su camino, levantando un eco sordo con sus pasos. De vez en cuando, Conti hacía que se pararan y se quedaba muy quieto, escuchando con atención. Ekberg nunca había visto en su cara esa expresión: de un ansia extrañamente furtiva. Se le notaba en el brillo de los ojos. Miró a Wolff, incómoda. Bajo el reflejo de la luz de la cámara mostraba un rostro ceñudo, escéptico.
Otro cruce, y otro pasillo interminable. Conti se detuvo otra vez.
—Mirad —dijo, enfocando la cámara como una linterna gigante—. ¿Eso que hay en el suelo no es sangre?
Ekberg siguió la dirección del haz. Tenía razón: a unos veinte metros, el suelo del pasillo estaba salpicado de algo que solo podía ser sangre. Las salpicaduras parecían salir de una puerta abierta donde ponía CUARTO DE ANDAMIOS. Unas huellas entraban y salían formando una mezcolanza desorientadora de rastros de sangre que iba hacia el fondo del pasillo. Ekberg sintió una punzada de inquietud.
Conti se adelantó rápidamente mientras ajustaba al ojo el visor de la cámara. Ekberg vio que enfocaba el objetivo en la sangre y lo movía a la izquierda y a la derecha, rodando un plano largo y detallado. Después, Conti se acercó a la puerta (manchándose de sangre los zapatos) y empezó a filmar el interior de la sala. Hizo señas a Ekberg para que volviera a grabar el sonido.
—Este es el escenario de la atrocidad —recitó—. Aquí es donde fueron sometidos al inefable punto final de la muerte; una muerte a manos de lo que solo puede describirse como un monstruo, cuyos secretos estamos decididos a desvelar… y contar.
Indicó a Ekberg que apagase el sonido. Después bajó la cámara y señaló con entusiasmo el suelo.
—Mirad, mirad las huellas. ¡Como mínimo hay tres distintas! Tienen que ser González y sus hombres. —Hizo una pausa para examinar el suelo con más detenimiento—. Dios mío… ¿Esto es el rastro del monstruo?
Volvió a levantar la cámara y filmó una toma del pasillo que tenían delante.
Mientras se acercaba, Ekberg evitó mirar la sala donde habían muerto Ahsleigh y el soldado, Fluke; prefirió centrarse en la mancha de sangre que hipnotizaba a Conti. No podía ser la huella de un animal. Imposible. Era demasiado grande, y su forma muy irregular. Por alguna razón, la perturbó profundamente. Apartó la vista.
—Precioso —murmuró Conti mientras filmaba—. Francamente precioso. Lo único que lo superaría sería que…
Se reprimió y guardó silencio. Después bajó la cámara y miró con disimulo a Wolff y a Ekberg.
La tenue iluminación del pasillo se redujo un poco, recuperó intensidad y volvió a debilitarse. Después se apagó del todo. Ekberg se encontró completamente a oscuras. Oyó un siseo de sorpresa de Wolff. Pocos segundos después, la luz volvió a encenderse, aunque algo más débil que antes.
Conti se puso otra vez la cámara en el hombro.
—¿Listos?
—No estoy seguro de que sea buena idea —dijo Wolff.
—Pero ¿qué dices? Ahora ya sabemos adónde han ido. Es justo lo que buscábamos. Hay que darse prisa.
Se fue, medio corriendo. Al cabo de un momento, Wolff fue tras él. Ekberg se les sumó con una enorme reticencia.
El pasillo terminaba en un cruce; los rastros de sangre seguían claramente por la derecha. Después de varias puertas y de una escalera que bajaba al Nivel C, las huellas terminaban. Se pararon donde se veían los últimos restos en el suelo.
—¿Y ahora? —preguntó Wolff.
Conti señaló hacia delante.
—El pasillo termina en aquella sala del fondo.
Volvió a pegar el ojo a la cámara y siguió caminando.
Ekberg se quedó quieta, viendo cómo el director iba hacia una doble puerta donde ponía en letras de plantilla: SECTOR TÉCNICO DE RADARES. Estaba abierta. Lo sorprendente era que dentro había unas cuantas luces encendidas. Ekberg vio entrar a Conti. El director miró primero a la derecha, y después a la izquierda. Luego se quedó muy quieto. Tardó un buen rato en moverse. Finalmente encendió la cámara, filmó durante unos quince segundos y se volvió para mirar hacia el pasillo.
—Kari… —dijo con voz rara, pastosa—. ¿Puedes venir un momento?
Ekberg recorrió el pasillo hasta la puerta y la cruzó. Justo delante había una estantería enorme de metal, llena de material antiguo y cubierto de polvo. Al ver su mirada interrogante, Conti se limitó a señalar con la cabeza por encima del hombro de ella; Ekberg se volvió hacia donde indicaba. Al principio no vio nada. Luego miró el rincón donde se unían el suelo y las paredes adyacentes. Una cabeza del revés la miraba fijamente con una expresión que casi parecía acusadora. Retrocedió, perdiendo el equilibrio por el doble impacto de la impresión y del horror. A duras penas identificó la cabeza como la de Creel, el capataz del equipo de peones que habían contratado en Anchorage. Había sido arrancada brutalmente de los hombros y estaba rodeada de un gran halo de salpicaduras de sangre arterial. A un par de metros, dos pies con botas asomaban casi de forma traviesa por el borde de la estantería metálica.
Gimió, y al echarse hacia atrás chocó bruscamente con algo. Se volvió y se encontró con el objetivo de la cámara de Conti. La había estado filmando. Vio el reflejo de su cara en el cristal: una cara pequeña, pálida, vulnerable y asustada.
—¡Para! —se oyó gritar—. ¡Para ya, por Dios! ¡Para, para!