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Habían trabajado deprisa, usando el mínimo de luz. González ignoraba hasta qué punto el animal dependía de la vista, pero no tenía sentido facilitarle las cosas a aquel bicho del demonio.

Dio un golpecito en el hombro a Phillips y señaló el cruce de pasillos que tenían delante, poco iluminado.

—Cubre esa esquina —susurró—. Yo haré los últimos empalmes.

—Sí, señor.

—En cuanto oigas algo, me informas.

—Sí, señor.

Vio cómo Phillips se alejaba por el pasillo (una sombra entre sombras) y se apostaba cerca de la intersección. Después miró la trampa que tenía delante, fabricada a toda prisa: media docena de gruesos cables de cobre colgados del techo, a treinta centímetros de un charco de agua poco profundo. Rudimentario, pero, una vez a punto, sería mortal. Después volvió a cruzar la puerta donde ponía GENERADOR.

Se quedó en el umbral mirando el rompecabezas de ruedas dentadas, juntas, ejes, rotores y sistemas hidráulicos. Aquella subestación albergaba la gigantesca maquinaria que antiguamente había hecho girar los platos del radar. La había elegido por tres razones: porque estaba cerca, porque tenía bastante potencia y porque se encontraba en el único pasillo por el que se salía de aquella parte del Nivel B. Tarde o temprano el animal pasaría por allí.

Su mirada recaló en la esquina del fondo donde estaba el cabo Marcelin, con el arma a sus pies, temblando y mirando el suelo. González cogió las puntas de los cables de cobre, que Phillips le había ayudado a pasar por encima de los tubos del techo del pasillo y por el montante de la puerta, y se fue con ellos hacia el cuadro eléctrico principal. Aunque hiciera casi medio siglo que no se ponían en marcha los radares, las conexiones eléctricas que los alimentaban seguían en buen estado. Él mismo acababa de verificarlo. Los fusibles estaban un poco deshechos, y las conexiones algo oxidadas, pero aún podían transmitir mucha corriente. Además, a él no le hacían ninguna falta los radares. Solo tenía que enviarles electricidad.

Lo que no sabía González, ni le importaba, era cómo y por qué Sully y los miembros del laboratorio de ciencias naturales habían llegado a la conclusión de que el punto débil de la bestia era la electricidad. Para él era suficiente alivio saber que tenía alguno. La concepción y puesta en marcha de ese plan había durado un cuarto de hora, en el que por suerte había estado demasiado ocupado para pensar.

El cuadro principal estaba empotrado en la pared más próxima, fijado al metal por cuatro aisladores de cerámica. Abrió la placa y enfocó hacia el interior la linterna, que iluminó cuatro hileras de fusibles de alta tensión. Tras comprobar que no hubiera corriente, cogió la navaja y empezó a pelar las puntas de los cables de ocho hilos. Después los fijó directamente a una de las barras de distribución, lo más deprisa que pudo. Acto seguido repasó el cuadro, para asegurarse de que estuvieran desactivados todos los seguros. Por último, levantó una mano, cogió la palanca de seguridad que había junto al cuadro y la puso en On. El circuito zumbó un poco al encenderse.

Ahora corrían seis mil voltios por los cables, y veinte amperios de corriente. Un voltaje así (el triple que el de una silla eléctrica) podía parar el corazón de cualquier bicho, por grande que fuese; y como González no quería arriesgarse, con los veinte amperios se aseguraba de dejarlo achicharrado.

Puso otra vez la palanca de seguridad en Off y se volvió hacia Marcelin.

—Ven, cabo.

Durante un minuto, pareció que Marcelin no le hubiera oído. Después recogió el MI6 y se acercó con las piernas rígidas.

—Tú espera aquí. Cuando yo te avise, enciende esta palanca. Y hazlo deprisa. ¿Lo has entendido?

El cabo asintió con la cabeza.

—Colócate al lado de la puerta. Espera a que esa cosa se haya metido en el agua y haya tocado los cables. Entonces empieza a disparar, y no pares.

Marcelin se apostó junto al cuadro eléctrico. Tras un último vistazo a la conexión improvisada, González salió al pasillo y también ocupó su posición, intentando no acercarse a los cables. Comprobó que tuviera el arma a punto. Después sacó el cargador, le dio unos golpecitos en el suelo y volvió a deslizado en su sitio. Solo quedaba esperar.

Repasó rápidamente el plan. Ya hacía más de treinta años que había estudiado ingeniería elemental, pero recordaba bastante bien los principios básicos. La electricidad pasa por el agua con facilidad. Los organismos están compuestos principalmente de agua, lo cual los convierte en buenos conductores de electricidad. En consecuencia, debía colgar del techo cables con corriente, de modo que ese bicho tuviera que tocar como mínimo uno, y dejarlos lo bastante largos para que no pudiera arrastrarse por debajo. Luego, echar bastante agua en el suelo, para formar un charco poco profundo, y asegurarse de que se extendiese de pared a pared. Situar los cables por encima del agua y aplicar corriente positiva. Cuando la bestia cruzase los cables, completaría el circuito… y hasta nunca.

Parecía infalible. Ahora solo hacía falta que la cosa hiciera acto de presencia.

Se agachó un poco más, para abultar lo mínimo. Vio la silueta borrosa de Phillips en el cruce. Phillips era el señuelo. Como tenía buena visión de ambos pasillos, divisaría a la bestia desde lejos. Una vez se asegurara de que lo había visto, se retiraría por el pasillo hasta donde le esperaba González, pasando a través de los cables, por encima del agua. Cuando el animal se aproximase, harían señas a Marcelin para que accionase la palanca y ese maldito bicho se quedaría frito.

González pegó la culata de su M16 a la mejilla y apuntó por la mira. Mientras repasaba el cuadro de distribución y conectaba los cables, había sido perfectamente consciente de que el animal podía sorprenderles en cualquier momento. Ahora que estaba todo a punto, tenía tiempo de pensar. Pero él no quería pensar, porque sabía adónde le llevarían sus pensamientos: a la imagen de esa cosa convirtiendo a Creel en comida para perros; en los horribles momentos de huida alocada y ciega, sin saber si estaba a punto de que se le clavasen unos dientes en la espalda y de sentir que aquellas garras le arrancaban del cuerpo las extremidades…

Cambió de postura. Con la trampa lista, ya no tenía sentido seguir en silencio.

—Phillips —llamó en voz alta—, ¿alguna novedad?

En el círculo de luz del cruce de pasillos, Phillips sacudió la cabeza y formó una equis con los antebrazos.

González cambió nuevamente de postura en la oscuridad. Creel, por desgracia, había demostrado tener muy mala puntería. No era de extrañar que su proyectil no hubiera detenido a la criatura. En cambio la lluvia de balas posterior… ¿Podía ser que hubieran fallado todas? Porque si no habían fallado, significaba que…

González no quería pensar en lo que aquello significaba.

Quizá estuviera muerto. Quizá fuera eso. Lo habían herido de muerte y su cadáver estaba en algún pasillo oscuro. A menos que hubiera bajado al Nivel C. Tal vez se pasarían varias horas esperando a oscuras…

Sacudió la cabeza con todas sus fuerzas para expulsar aquellos pensamientos y echó un vistazo a la subestación, a la figura inmóvil de Marcelin. El cabo estaba muy afectado. González confiaba (más o menos) en que se pudiera contar con que accionase la palanca de seguridad. Era un riesgo inevitable. Él no podía estar en dos sitios a la vez, y Phillips le necesitaba para…

Por el rabillo del ojo vio que se movía algo. Se volvió hacia el pasillo. Phillips gesticulaba como un loco, con cara de pánico.

—¿Ya viene? —preguntó González en voz alta—. ¿Lo ves?

Phillips intentó coger la pistola con una sola mano, pero se le cayó. La recogió frenéticamente, sin dejar de levantar la mano sobre la cabeza y agitarla como si girase una carraca en Nochevieja.

—¡Ven aquí, vamos! —exclamó González—. ¡Marcelin, listo con la palanca!

Phillips, sin embargo, no se movió. Se quedó donde estaba, moviendo la boca como si el miedo le hubiera dejado sin voz.

González, ceñudo, escrutó la oscuridad, intentando ver mejor a Phillips. Al fijarse en su mano levantada, se dio cuenta de que no se limitaba a agitarla. Señalaba algo. Detrás de González.

El miedo estrujó las tripas del sargento, que miró rápidamente por encima del hombro, hacia el pasillo que tenía detrás.

Allí estaba, negro sobre negro, a unos quince o veinte metros, moviéndose con un sigilo que González nunca habría creído posible en un animal tan grande. Se lo quedó mirando, horrorizado. El corazón se le paró un momento en el pecho y luego reanudó su actividad de golpe, sacudiendo sus costillas. Retrocedió, tambaleándose. Después cruzó el charco, moviendo los cables con brusquedad, y se precipitó por el pasillo en dirección a Phillips. «No puede ser —decía una voz en un rincón de su cerebro—. Este pasillo es la única salida. No puede habérsenos adelantado.» Sin embargo, de alguna manera lo había conseguido. Al llegar jadeando hasta Phillips, vio que la criatura se paraba un momento y les miraba fríamente con sus ojos amarillos, sin pestañear, antes de reanudar su lento avance.

—¡Marcelin! —exclamó González—. ¡Ahora, Marcelin!

No salió ninguna respuesta de la subestación.

—¡Marcelin, por Dios, dale ya a la palanca!

¿Aquello que oía era el zumbido del transformador? Resultaba difícil saberlo entre bocanadas de aire, con aquella presión que de repente volvía a llenarle dolorosamente la cabeza. El animal seguía acercándose. En pocos segundos dejaría atrás la puerta de la subestación… y llegaría hasta los cables. González se lanzó cuerpo a tierra y apoyó en la mejilla la culata de su MI 6, apuntando hacia delante. Intentó centrarlo en su objetivo, pero el cañón subía y bajaba sin parar al ritmo de su corazón. Ahora la bestia iba más deprisa, como si renunciase a cualquier pretensión de sigilo.

—Dios mío… —decía Phillips, como si rezase y llorase al mismo tiempo—. Dios mío… Dios mío…

Otro paso. Y otro. Mientras se acercaba, no les quitó la vista de encima ni un momento; no parpadeó ni vaciló una sola vez. Su mirada era tan aterradora que González se quedó paralizado; tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para que no se le escapase el fusil de los dedos y cayera al suelo.

Entonces, el animal llegó hasta el agua. González vio que vacilaba un poco antes de lanzarse entre dos de los cables colgados.

Al principio no ocurrió nada. Después, un estampido tremendo y ensordecedor sacudió todo el pasillo. Entre los cables saltaban relámpagos violáceos que dibujaban arcos sobre su enorme grupa, escupiendo un centenar de lenguas hacia el techo. El aire se llenó de olor de ozono. González sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se levantaron grandes nubes de humo gris, que al llenar el pasillo impidieron ver a la criatura. El zumbido del transformador se volvió más agudo al intentar hacer acopio de más corriente. Las luces parpadearon dos veces seguidas. Lo siguiente que se escuchó fue un estallido sordo, debido a la sobrecarga del transformador. El pasillo quedó sumido en una oscuridad total.

—Dios mío —seguía repitiendo Phillips inexpresivamente, como un mantra—. Dios mío.

Volvió a encenderse la luz, gracias a un transformador auxiliar. Los cables se mecían y saltaban, haciendo llover chispas a ráfagas discontinuas. González escudriñó el agitado manto de humo en un desesperado esfuerzo por vislumbrar a la criatura. Tenía que estar muerta. Seguro. No había nada que pudiera sobrevivir a aquello…

La cabeza del animal asomó por el borde del humo. González, sin aliento, cogió con fuerza su fusil. Cuando empezó a disiparse lentamente el humo, se hicieron visibles más partes de su cuerpo. Tenía el lomo chamuscado. Durante un momento se quedó muy quieto, como muerto.

Luego abrió la boca.

Dentro de la subestación, Marcelin se puso a gritar.

La criatura se volvió hacia el ruido, se irguió sobre su poderosa grupa, giró y se introdujo lentamente, sin prisas, por la puerta. González lo miraba todo sin poder moverse ni reaccionar, con la sensación de que se le aceleraba el pulso al mismo ritmo con el que subían de tono los alaridos de Marcelin.