Justo después de que le destinaran a la base Fear en 1978, como soldado raso bisoño, González había participado en algún que otro ejercicio de infiltración. Les habían dicho (a los seis que había entonces) que se imaginasen que había penetrado en la base una unidad de sabotaje rusa y que su misión consistía en enfrentarse con ella. Naturalmente, dado que la base ya en aquel entonces llevaba casi veinte años cerrada, era un simple juego de guerra, pero se consideraba un buen ejercicio de formación, sobre todo para los que salían del cuerpo de ingenieros e ingresaban en el ejército regular. Era algo que no se olvidaba: González todavía guardaba un recuerdo muy nítido de las órdenes en voz baja, las armas a punto y las puertas abiertas a patadas.
La situación en ese momento se parecía mucho a aquello.
Después de que se fuera el tráiler con la caravana, el equipo había preparado las armas y, tras unas breves instrucciones y unas palabras de advertencia de González para que se anduvieran con cuidado, se había desplegado por el ala sur. Iban por los pasillos en un silencio casi total; González daba las indicaciones con un gesto o con una sola palabra. Ya habían dejado atrás la enfermería y se acercaban al lugar donde habían sido atacados Fluke y Davis. Era la segunda vez en una hora que González realizaba aquel trayecto. La última vez había llegado tarde por segundos. Fluke estaba muerto, literalmente despedazado, pero Davis había aguantado un poco. No había sido una visión muy agradable. En ese momento los dos cadáveres ocupaban la consulta de la enfermería, envueltos en láminas de plástico, en el lugar donde estaba Peters, que seguía desaparecido.
—Bien —dijo—, nos apostaremos en la entrada del cuarto de transformadores. Phillips, haz un reconocimiento rápido.
Phillips, que iba el primero, levantó el pulgar. González se volvió hacia Marcelin, que asintió con la cabeza en señal de que lo había entendido.
En su fuero interno, González estaba aliviado de lo bien que aguantaba el tipo Marcelin. Era el único que había entrevisto al animal y este lo había dejado amedrentado; pero, o bien se había recuperado o bien disimulaba. Las rotaciones que se realizaban en ese rincón del mundo no solía reunir a lo mejor del ejército, pero González estaba contento con su actual equipo. De acuerdo, eran ingenieros sin experiencia de combate, pero no eran quejicas ni iban de estrellas. Habían entendido que en la base Fear todos los días serían parecidos.
Hasta entonces, claro.
González miró a Creel por encima del hombro de Marcelin. El fornido capataz sonreía como un tonto, con dos pistolas metidas en la cintura y jugando a ser Rambo con la carabina con lanzagranadas M4. Creel era una incógnita. González no acababa de creerse que hubiera estado en el Tercero de Caballería, pero al menos sabía usar un arma; además, aunque tres ametralladoras parecieran muchas, el sargento González era un hombre precavido. Otro dedo en un gatillo parecía una buena precaución.
Se había planteado suspender la operación y aguardar órdenes, pero la llegada de una respuesta a través de la cadena de mando podía tardar horas y él no estaba de humor para esperar. Además, no le apetecía demasiado explicar exactamente qué buscaban. Ya se habían producido tres muertes con él al mando, pero, dado que estaba tan lejos de las autoridades, gozaba de bastante discrecionalidad. El cadáver lleno de balas se explicaría por sí mismo.
Habían llegado al cuarto de transformadores. Aunque el pasillo estaba mal iluminado, González vio que la puerta estaba abierta, colgando de las bisagras retorcidas.
—Acuérdate —dijo a Phillips—. Despacio y sin hacer ruido.
—Sí, señor.
El soldado bajó el MI6 y, con el arma a punto, se acercó al marco de la puerta y lo rodeó. Diez segundos después les dio luz verde.
González hizo señas a los demás para que entrasen y después les siguió. La sala estaba tal como la habían dejado: infinidad de manchas de sangre esparcidas que dibujaban arcos y chorros extravagantes por el suelo y al pie de los transformadores reductores. Habían conseguido cerrar el panel de acceso al túnel de mantenimiento, pero seguía haciendo un frío incómodo.
Observó a Marcelin. El cabo ponía todo su empeño en no mirar las manchas de sangre. Parecía un poco mareado.
—Cabo… —llamó González, haciéndose oír por encima del zumbido de los transformadores.
La mirada de Marcelin saltó hacia él.
—Señor…
—¿Te encuentras bien?
—Sí, señor.
González asintió con la cabeza y volvió a enfocar la vista en los ríos y afluentes de sangre. Decenas de sangrientas huellas de pies dibujaban líneas desesperadas, testimonio de la actividad frenética que había tenido lugar allí poco tiempo atrás. Algunas iban hacia el pasillo y volvían por donde habían llegado ellos, de la enfermería; pero había otra serie de huellas (si podían llamarse así) que partían en la otra dirección, hacia las profundidades de la base. González sacó la linterna de su cinturón, la encendió y examinó las huellas. Eran rosetones enormes y distorsionados; de la parte delantera de cada rosetón surgían ganchos curvos, largos y de aspecto cruel.
Se los quedó mirando un buen rato.
González se consideraba una persona sencilla, con pocas necesidades y menos pretensiones. Nunca le había interesado demasiado la compañía de otros, y no conocía mayor orgullo que el de hacer bien su trabajo. Por eso nunca había intentado ascender ni había puesto mucho interés en pasar del grado de sargento. Tenía la sensación de que ser sargento era lo que más cuadraba con él: lo suficientemente arriba para imponer su modesta visión del orden, pero no tanto como para atraer responsabilidades no deseadas. También por eso era el único militar que se había quedado más de dieciocho meses en la base Fear. En realidad, casi llevaba allí treinta años. Nunca se le olvidaría la cara del mayor de Fort McNair el día en el que, de regreso de un permiso después de su primera estancia en la base Fear, le había pedido repetir destino. Ya hacía años que podría haberse retirado, pero no se veía haciendo otra tarea que no fuera asegurar el buen estado de aquella instalación, paralizada y olvidada. No tenía familia, ni pertenencias aparte de una Biblia y el montón de novelas policíacas que leía y releía por las tardes, siguiendo el orden alfabético del título. Había pasado tanto tiempo a solas con sus pensamientos, que se habían convertido en su compañía preferida. Era una vida sencilla, pero ordenada, racional y previsible, como le gustaba a él.
Por eso la mancha ensangrentada que estaba iluminando la luz de la linterna le provocaba una inquietud tan desagradable.
Creel interrumpió sus pensamientos metiendo una granada en el lanzador que había debajo del cañón de su M4.
—¿Sabe que mi tío una vez ganó un safari en África? —dijo—. En serio, le tocó el primer premio en un sorteo, y volvió con un búfalo. ¡El buen hombre se pasó años presumiendo!
«Pues de esta caza nunca podrás presumir», pensó González. Echó un vistazo a sus hombres. Phillips paseaba la luz de la linterna por el suelo y las paredes, haciendo aparecer y desaparecer salpicaduras de sangre. Marcelin estaba en el umbral, mirando el pasillo y con la cabeza ladeada como si escuchara.
—¿Preparados? —preguntó González en voz baja.
—¡Diablos, claro! —dijo Creel—. Vamos a cargárnoslo.
Se reagruparon justo al otro lado de la puerta y después salieron al pasillo. Phillips volvió a situarse en cabeza, compensando la poca luz del corredor con lentos barridos de linterna que seguían las huellas de sangre, inquietantemente grandes. También allá fuera se veía alguna que otra gota de sangre, aunque no tenían ninguna relación con las huellas. ¿Estaría herido el animal?
—Diantre —oyó decir a Phillips—. ¿Qué tipo de huellas son estas?
El corredor se acababa en un cruce. A la izquierda había varios despachos vacíos y en desuso; a la derecha, el pasillo conducía al sector técnico de radares. Se pararon, mientras Phillips enfocaba con cuidado la linterna. Las huellas eran cada vez más borrosas y las gotas de sangre menos frecuentes, pero llevaban claramente hacia la derecha.
A González se le cayó el alma a los pies. El sector técnico de radares era un laberinto de pequeñas galerías y trasteros llenos de material. Si aquella cosa estaba allí dentro, sería muy complicado hacerla salir.
—Vamos —dijo—. Tened las armas preparadas. No habléis si no es estrictamente necesario.
Les miró uno a uno, deteniéndose un poco en Marcelin. La cara del cabo ya no estaba verdosa, sino pálida de nerviosismo.
Mientras se ponían otra vez en marcha, González hizo un rápido inventario de sus emociones. Se dio cuenta de que él también tenía miedo; no de que le mataran o le hirieran (de eso les protegería su abrumadora potencia de fuego), sino de las incógnitas que presentaba aquella cosa que estaban persiguiendo. Se acordó del fotógrafo, Toussaint, de sus delirios en voz alta y estridente, casi sin respirar, aunque estuviera sedado. Se acordó del pánico insinuándose en la voz de Marcelin, allá en el comedor: «¡No me hagan decirlo!». González era un hombre ya mayor, de hábitos demasiado arraigados, para que le desbaratasen sin contemplaciones su visión de lo que era natural. Así de sencillo.
El pasillo era un rectángulo negro que se alejaba, puntuado por manchas de luz amarilla. Phillips seguía las huellas con la linterna mientras los demás enfocaban las suyas a ambos lados, dibujando trazos libres, sin coreografiar. Primero dejaron atrás la escalera que llevaba al Nivel C y las habitaciones de los militares; después, las salas de obtención e identificación de datos. Las cuatro puertas estaban cerradas, sin señales de que se hubieran tocado; tampoco había ningún desperfecto en sus pequeñas ventanas con rejas de metal.
—¿Hacia dónde apuntamos? —oyó decir a Creel a sus espaldas, casi con impaciencia—. ¿A la cabeza? ¿Al corazón? ¿A la barriga?
—Vosotros id disparando hasta que se caiga —respondió González.
Ya tenían delante la estrecha abertura que llevaba al sector técnico de radares. Estaba negra como la pez. El primero en entrar fue Phillips, que giró a la derecha. Le siguió González, que alargó la mano y encendió las luces con la palma.
El sector técnico consistía en tres salas grandes alineadas, llenas de estanterías metálicas de una sola pieza dispuestas en paralelo: una biblioteca de tecnología obsoleta. La primera estantería la tenían justo delante, como una pared, con sus altos anaqueles cubiertos de aparatos antiguos para el barrido, adquisición e interpretación de datos por radar: pantallas CRT oscuras, placas lógicas festoneadas con tubos de vacío y bolas multicolores de alambres enredados.
—¿Adónde lleva esto? —susurró Creel.
—A ninguna parte —contestó González—. No hay salida.
—Genial; de modo que si la cosa está aquí, la tenemos acorralada.
Nadie contestó.
González se asomó a los bordes de la alta estructura de metal, primero a la izquierda y luego a la derecha. Después se volvió hacia Phillips y Marcelin.
—Vosotros dos id por el lado derecho —dijo—. Y vigilad vuestra espalda.
Tras asentir, los dos soldados dieron media vuelta y se metieron por la brecha que había entre la pared y la primera estantería, con las armas a punto.
González hizo señas a Creel.
—Nosotros iremos por la izquierda. Quedamos en la puerta trasera. Si ve algo, lo que sea, avise.
—De acuerdo.
González siguió la estantería. Al llegar a la pared izquierda de la sala, se asomó rápidamente por la esquina e hizo un barrido visual. Las otras estanterías se alargaban hacia el fondo, formando pasillos estrechos y oscuros. A la izquierda, a lo largo de la pared, había espacios profundos para almacenar más material. El sargento respiró hondo y siguió adelante, escudriñando las estanterías a medida que pasaba frente a ellas. Reconoció al fondo las siluetas de Phillips y Marcelin, que hacían lo mismo que él, pero por la derecha.
Tardó un minuto en llegar a la parte trasera de la sala. Entonces se giró y siguió la pared del fondo hasta reunirse con los demás en la puerta que comunicaba con la segunda zona de almacenamiento.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
Phillips sacudió la cabeza. González asintió. La sala no solo se veía vacía, sino que daba la sensación de estarlo. El registro del sector técnico empezaba a parecer una pérdida de tiempo. Probablemente el animal había escapado al Nivel C por la escalera. ¿Para qué se habría metido en aquel callejón sin salida?
—Vamos a por la siguiente —dijo, e introdujo una mano por la puerta y encendió las luces de la habitación contigua—. El mismo sistema.
La segunda sala parecía idéntica a la primera: estanterías altas llenas de material caído en el más absoluto olvido. El silencio era como el de la primera sala, excepto por un zumbido tenue y muy grave que, más que oírse, casi se palpaba. Debía de haber quedado aire en el sistema de calefacción. González y Creel volvieron a encargarse del lado izquierdo; recorrieron las estanterías despacio y en silencio, mientras los otros dos iban por la derecha. Cuando llegaron al fondo (poco iluminado, porque se había fundido una bombilla), se reunieron otra vez con Phillips y Marcelin en la puerta de la tercera sala.
González escrutó la oscuridad del otro lado.
—Echaremos un vistazo, para ser concienzudos. Luego volveremos a la escalera 12 y buscaremos en el Nivel C. Vamos. El mismo sistema.
—¿Lo oléis? —preguntó Creel.
—¿El qué?
—No lo sé. A hamburguesa o algo así.
González metió el brazo y encendió la luz. Parpadearon unos cuantos fluorescentes. Al cabo de unos segundos, los más próximos se fueron apagando con un siseo.
González frunció el entrecejo. «¡Vaya momento para que se estropee el balastro electrónico!» El fondo de la sala estaba a media luz, mientras que en la parte que tenían justo delante la oscuridad era absoluta.
Phillips resopló.
—Menudo momento has elegido para tener hambre —recriminó a Creel.
González cruzó la puerta, seguido por los demás.
—No, tío, me refería a una hamburguesa cocida.
González giró a la izquierda, disponiéndose a recorrer otra vez la estantería con Creel en sus talones, pero se detuvo.
Delante, donde se juntaban las paredes, distinguió el primero de una serie de nichos, pero no contenía los radares con lados metálicos que había visto hasta entonces. Había algo en el suelo; algo que con aquella escasa luz devolvía un brillo mate.
—Me duele la cabeza —dijo Marcelin.
González cogió la linterna y la enfocó al nicho. El haz iluminó un plástico retorcido de color claro que envolvía algo con sangre reseca.
Peters.
Justo entonces, Marcelin empezó a lloriquear.
González dio media vuelta. Desde la esquina del fondo de la estantería, algo les espiaba. Durante el breve instante en el que lo vio, captó un pelaje oscuro y lanoso, una oreja grande en forma de corazón, como las de los murciélagos, que sobresalía lateralmente de la cabeza, y un solo ojo amarillo.
Y también otra cosa: la cabeza estaba demasiado arriba, demasiado alejada del suelo…
El estallido del lanzagranadas de Creel hizo vibrar sus tímpanos. El proyectil salió disparado a lo largo de la estantería y explotó contra un anaquel, a unos dos metros de donde había estado la cabeza. Toda la sala tembló. Una humareda roja y amarilla se les echó encima y empezaron a llover por todas partes fragmentos de metal y cristales de tubo de vacío.
—¡Atrás! —vociferó González.
Se replegaron todos en la segunda sala.
—¡Apostaos en los rincones! —ordenó González—. ¡Phillips y Marcelin, cubrid la puerta! ¡Cuidado con el fuego cruzado!
Él se refugió en el rincón izquierdo del fondo de la segunda sala; desde ahí, agazapado y protegido por la cabecera de la última estantería, apuntó el MI6 hacia la puerta oscura. Nunca le había latido tan deprisa el corazón.
Creel farfullaba a su lado.
—Dios mío… Dios mío…
—Póngase detrás de mí —dijo González—. Si viene a por nosotros, apunte hacia la puerta. Hacia la puerta, ¿me oye? Como les pegue un tiro a mis hombres sin querer, se lo pegaré yo a usted.
Sin embargo, Creel no dio muestras de haberle oído.
—Dios mío…
—¡Preparaos! —gritó González a los soldados.
La única respuesta en la otra punta de la sala fue un leve lloriqueo, probablemente de Marcelin.
González apuntó con la mira de su MI6 mientras pugnaba por controlar el pánico tan repentino como desacostumbrado que había estado a punto de vencerle. Transcurrió un minuto. Luego otro. Parpadeó, intentando apartar las gotas de sudor que caían por su frente. El sonido grave que había percibido antes había crecido tanto que ahora no oía nada más; sentía incluso un dolor sordo de cabeza que…
Dolor de cabeza. También lo había comentado Marcelin…
Se puso tenso. En la oscuridad de la puerta algo se movió.
Volvió a parpadear y se pasó rápidamente una mano por los ojos. Era un efecto óptico. Pero no, sí que se movía algo entre las sombras, algo gris contra el gris. Se paró un momento. Después reanudó su avance y, lentamente, muy despacio, fue apareciendo la cabeza. De la garganta de Creel empezó a brotar un sonido gutural, como el de un hombre que se ahoga. González no hacía más que mirar, paralizado, como el resto. Dios santo… Parecía que no se acabara nunca: oscura, en forma de bala, con una gran cresta ósea que confluía en unos hombros altos, de una fuerza increíble. González nunca había visto nada igual. Era magnífico. Era aterrador.
Ya había metido toda la cabeza y miraba fijamente hacia donde estaban Marcelin y Phillips. González vio que se movía de nuevo; con una lentitud angustiosa e insolente, se volvió y lo miró a él. Fue como si aquellos ojos amarillos subyugaran al sargento. Después se abrieron las mandíbulas, la vista de González se detuvo en ellas, y… «Dios santo, pero qué eran esos…».
De repente tuvo la sensación de que su cordura empezaba a flaquear. Sus dedos temblaron espasmódicamente en el guardamonte de su arma.
Las gárgaras de Creel se convirtieron en un gemido agudo, que de repente dejó paso a un grito desgarrado.
Entonces, de un salto, la criatura se les echó encima.
Todo pasó al mismo tiempo. Con un chillido incoherente, Creel retrocedió, movido por el instinto, a la vez que levantaba el arma. Phillips y Marcelin abrieron fuego desde el rincón del fondo y sus balas, tras un veloz recorrido en paralelo a la pared, silbaron al rebotar encima de la cabeza de González. El sargento salió despedido brutalmente a un lado, en el momento en el que la criatura caía sobre Creel. Tras un crujido como el de una articulación de pollo al romperse, el capataz emitió otro horrible grito, esta vez de dolor. González dio un salto para levantarse y, mientras le daba vueltas toda la habitación, cogió el arma, se volvió y apuntó. Enseguida vio que ya era demasiado tarde para Creel. Aquel ser le estaba destrozando como si fuera un muñeco de trapo, entre halos de sangre y vísceras que subían como una niebla roja. Los otros dos ya no disparaban. De pronto, la mirada fija de González se topó con los ojos de la criatura; su rostro era una máscara roja. En la penumbra, tuvo la impresión de que se le curvaban los bordes de la boca, formando algo que no podía ser más que una sonrisa. En ese momento el sargento echó a correr; corrió dejando atrás los anaqueles, cruzó la puerta, en pos de Phillips y de Marcelin, atravesó la primera sala, salió al pasillo y corrió y corrió sin parar…