Durante los siguientes dos días sopló un viento gélido del norte que llevó cielos despejados y temperaturas glaciales. El tercer día, a las once de la mañana, Marshall, Sully y Faraday salieron de la base y caminaron por el llano congelado que a partir del monte Fear se prolongaba hasta el infinito hacia el sur. Hacía una mañana perfecta. El cielo era una cúpula de color azul ártico, sin una sola nube que lo alterase. Bajo sus pies, el permafrost tenía la dureza del cemento. La temperatura rondaba los veinte grados bajo cero y el glaciar había interrumpido sus horribles crujidos y gemidos, al menos de momento.
De pronto, un zumbido, que el frío ártico atenuaba de manera extraña, interrumpió sus pensamientos; apareció un punto en el sur del horizonte. Lentamente, vieron que se perfilaba la silueta de un helicóptero que se acercaba a ellos volando bajo.
Faraday bufó de irritación.
—Sigo pensando que deberíamos haber esperado un par de días. ¿Qué falta hacía llamar por teléfono tan pronto?
—Era el trato —contestó Sully, viendo cómo se acercaba el helicóptero—. Si nos hubiéramos retrasado, se habrían enterado.
Faraday masculló algo. Era evidente que no estaba convencido.
Sully miró al biólogo con el ceño fruncido.
—Ya lo he dicho otras veces. Si haces tratos con el demonio, no te quejes de las consecuencias.
Nadie contestó. No hacía falta.
La Universidad del Norte de Massachusetts no pretendía codearse con las mejores instituciones educativas. Dada la escasez de dinero para becas, había optado por una táctica bastante nueva: conseguir fondos para sus expediciones de un grupo de medios de comunicación a quienes entregarían los derechos en exclusiva. Aunque el cambio climático no fuera una cuestión particularmente atractiva, al menos era de actualidad. Terra Prime había financiado aquel equipo, y otra media docena (como un grupo que estudiaba medicinas indígenas en la selva amazónica y otro que excavaba en busca de la posible tumba del rey Arturo), con la esperanza de iniciar al menos un documental científico que valiera la pena desarrollar. Marshall llevaba semanas cruzando los dedos para que pudieran concluir la investigación e irse sin llamar la atención. Pero aquella esperanza acababa de irse a pique.
Los científicos se juntaron mientras el helicóptero daba unas vueltas sobre el campamento y se posaba en el suelo más o menos plano, azotando el aire con las palas. La puerta del pasajero se abrió y salió una mujer. Llevaba una chaqueta de cuero y pantalones vaqueros. Su pelo, largo y negro, caía muy por debajo del cuello y se movía un poco con la corriente del helicóptero. Era delgada, de unos treinta años. Cuando se giró para coger el equipaje, Marshall tuvo ocasión de ver unas nalgas bien formadas.
—No está mal, este demonio —murmuró.
La mujer, que ya tenía las maletas en la mano, se acercó y se agachó al pasar por debajo de las palas. Después se volvió para hacer un gesto de agradecimiento al piloto, que levantó el pulgar, aceleró el motor, despegó enseguida y, con un brusco giro hacia el sur, se fue a toda prisa por donde había venido.
Los científicos fueron a recibirla. Sully se quitó el guante y le tendió enérgicamente la mano.
—Soy Gerard Sully —se presentó—, climatólogo y jefe del equipo. Ellos son Evan Marshall y Wright Faraday.
La mujer dio los oportunos apretones de mano, que Marshall juzgó breves y profesionales.
—Yo soy Kari Ekberg, productora de campo de Terra Prime. Felicidades por el descubrimiento.
Sully cogió una de sus bolsas, y Marshall la otra.
—¿Productora? —preguntó Sully—. ¿Es usted quien manda?
Ekberg se rio.
—¡En absoluto! Como verán, en este tipo de plató todos los que llevan sujetapapeles son productores.
—¿Plató? —repitió Marshall.
—Bueno, nosotros lo llamamos así.
Ekberg se paró a mirar atentamente a su alrededor, como si escrutara el paisaje en busca de aspectos dramáticos.
—Va un poco ligera de ropa para la Zona Federal de Fauna y Flora —dijo Marshall.
—Sí, ya lo veo. He vivido casi siempre en Savannah. El sitio más frío donde he estado es Nueva York en febrero. Pediré al equipo que me traigan algo de Mountain Hardwear.
—Tal vez vaya ligera, pero es lo más atractivo que ha pasado por la base —dijo Sully.
Ekberg dejó de estudiar el paisaje y repasó de arriba abajo al climatólogo, y aunque no contestó, sonrió ligeramente, como si el repaso le hubiera dado la medida del personaje.
Sully se ruborizó y carraspeó.
—¿Volvemos? Cuidado con dónde pisa. Por aquí el suelo está lleno de tubos de lava antiguos.
Se puso en cabeza mientras comentaba con Faraday las investigaciones de la mañana. Ekberg no estaba al mando, ni parecía haber sido receptiva a sus torpes avances, lo cual bastaba para dar por zanjado su interés por ella.
Ekberg y Marshall cerraban la marcha.
—Me ha sorprendido lo que acaba de decir —comentó Marshall—. Lo de que nuestra expedición es un plató.
—No he querido parecer insensible; es evidente que para ustedes es el lugar donde trabajan, pero en un rodaje así lo más importante es el calendario. No tenemos mucho tiempo. Además, seguro que su grupo quiere que nos vayamos lo antes posible. Mi trabajo es ese: adelantar el curro.
—¿Adelantar el curro?
—Buscar localizaciones y organizar el calendario. Más que nada, consiste en trazar una trayectoria para que, cuando lleguen el productor y los talentos, ya tengan el camino hecho.
En su fuero interno, a Marshall le sorprendía aquel lenguaje: Productor, talentos… Al igual que el resto de los científicos, él había dado por supuesto que Terra Prime enviaría a una persona, a lo sumo dos: alguien que llevara la cámara y alguien que de vez en cuando se pusiera delante.
—Así, que usted hace todo el trabajo pesado y luego vienen los mandamases y se llevan la gloria.
Ekberg soltó una risa cristalina de contralto que reverberó en el permafrost.
—Más o menos.
Llegaron al control de seguridad, que llevaba mucho tiempo en desuso. Ekberg no disimuló su sorpresa al ver lo que tenía delante.
—¡Dios santo! No tenía ni idea de que esto era tan grande.
—¿Qué esperaba…? —preguntó Sully—. ¿Iglús y tiendas de campaña?
—En realidad, prácticamente toda la base es subterránea —aclaró Marshall mientras cruzaban la cerca y llegaban a la plataforma—. La construyeron aprovechando un desnivel natural. Trajeron partes prefabricadas y rellenaron el espacio sobrante con tierra helada y pumita. La mayoría de las estructuras visibles son sistemas mecánicos o técnicos: el generador, las antenas radar… Ese tipo de cosas. Los arquitectos querían reducir al mínimo el impacto visual. Por eso lo construyeron a la sombra de la única montaña que hay en muchos kilómetros a la redonda.
—¿Cuánto tiempo hace que la base no está en activo?
—Mucho —contestó Marshall—. Casi cincuenta años.
—Dios mío… Entonces, ¿quién la mantiene? ¿Quién comprueba que funcionen los váteres y ese tipo de cosas…?
—El gobierno la llama una instalación de mantenimiento mínimo. Hay una dotación militar muy reducida que se ocupa de que todo siga funcionando: solo hay tres miembros del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Tierra, al mando de González. El sargento González. Mantienen los generadores y la red eléctrica, ceban la calefacción, cambian las bombillas y controlan el nivel de los depósitos de agua. Y ahora mismo, nos hacen de canguros.
—Cincuenta años. —Ekberg sacudió la cabeza—. Supongo que por eso no les importa alquilárnosla.
Marshall asintió.
—Aunque el tío Sam no es precisamente un casero barato. Hemos pagado cien mil dólares suplementarios solo para alojar una semana al equipo del documental.
—Aquí arriba está todo muy caro —apostilló Sully.
Ekberg volvió a mirar a su alrededor.
—¿Los militares tienen que vivir aquí?
—Los cambian cada seis meses. Al menos a los tres soldados rasos. Al sargento González… parece que le gusta.
Ekberg sacudió la cabeza.
—Un hombre celoso de su intimidad, está claro.
Cruzaron la pesada puerta principal, una zona de almacenamiento temporal, una larga sala de aclimatación (con armarios para parkas y equipos para la nieve en ambos lados) y otra puerta, la de acceso a la base propiamente dicha. Pese a llevar medio siglo inactiva, la base Fear conservaba un marcado estilo militar: banderas americanas, paredes de acero y mobiliario estrictamente funcional. En las paredes había carteles descoloridos, con reglamentos y advertencias contra infracciones de seguridad. Del patio salían dos pasillos anchos, uno a la izquierda y otro a la derecha, que penetraban en la oscuridad: las zonas adyacentes estaban bien iluminadas, pero en las más apartadas solo había esporádicos focos de luz. Al fondo del patio se hallaba un hombre con uniforme militar, sentado detrás de un panel de cristal, leyendo un libro de bolsillo.
Marshall se fijó en que Ekberg arrugaba la nariz.
—Lo siento —dijo, riéndose—. Yo también tardé una semana en acostumbrarme a este olor. ¿A quién se le ocurriría pensar que una base en el Ártico huela como la sentina de un barco? Bien, vamos a que la inscriban.
Cruzaron el patio hasta la ventanilla de cristal.
—Tad —dijo Marshall a guisa de saludo.
El hombre de detrás del cristal contestó con un gesto de la cabeza. Era alto, joven y pelirrojo, con el pelo casi rapado, y llevaba la insignia de soldado del cuerpo de ingenieros.
—Doctor Marshall.
—Te presento a Kari Ekberg. Se ha adelantado al resto del equipo del documental. —Marshall se volvió hacia Ekberg—. Tad Phillips.
El soldado la miró con un interés mal disimulado.
—Nos han informado esta mañana. Si me hace el favor de firmar, señora Ekberg…
Pasó un sujetapapeles por una ranura situada en la base del panel de cristal. Ella firmó en la línea que le señalaba y se lo devolvió. Phillips anotó la hora y la fecha y dejó el sujetapapeles.
—¿Le explicará usted dónde está todo y cuáles son las zonas de libre acceso?
—Descuida —dijo Marshall.
Phillips asintió con la cabeza y, después de echar un último vistazo a Ekberg, volvió a mirar el libro que estaba leyendo. Sully llevó al grupo a una escalera por la que empezaron a bajar.
—Al menos aquí dentro hace calor —dijo Ekberg.
—Solo en los niveles altos —precisó Sully—. Los demás están en temperatura de mantenimiento.
—¿Qué ha querido decir con «zonas de Ubre acceso»?
—Esta parte de la base, la central, de cinco pisos, es donde vivían los oficiales y donde se hacía gran parte de la vigilancia —dijo Marshall—. Aquí podemos movernos sin restricciones, aunque no hemos tenido mucho tiempo ni ganas de investigar. En el ala sur, que es donde se guardaban y se mantenían casi todos los ordenadores y el resto del equipo, el acceso está restringido. Es donde viven los reclutas. A nosotros nos dejan entrar en los niveles superiores. El ala norte nos está prohibida.
—¿Qué hay en el ala norte?
Marshall se encogió de hombros.
—Ni idea.
Salieron a otro pasillo, más largo y mejor iluminado que el de encima. Había todo tipo de aparatos antiguos contra las paredes, como si lo hubieran abandonado todo con prisa. También volvía a haber armarios y letreros de aspecto oficial, con flechas que indicaban diversas instalaciones: MAPAS POR RADAR, PUESTO DE VIGILANCIA AÉREA, GRABACIÓN/SEGUIMIENTO… A ambos lados del pasillo se sucedían puertas con rejas metálicas en las ventanillas. No llevaban ningún nombre, sino letras y números.
—Nuestros laboratorios provisionales están instalados aquí, en el nivel B —informó Sully, señalando las puertas con el pulgar—. Al fondo está la cocina, el comedor y una sala de instrucción que hemos convertido temporalmente en salón de recreo. A la vuelta de la esquina están los dormitorios, con literas. Le hemos reservado uno.
Ekberg le dio las gracias en voz baja.
—Aún no entiendo por qué se puede necesitar una base así —dijo—. Quiero decir tan al norte.
—Formaba parte del sistema original de alerta temprana —dijo Marshall—. ¿Le suena de algo la línea Pinetree, o la línea DEW?
Ekberg sacudió la cabeza.
—En 1949, cuando los soviéticos probaron su primera bomba atómica, nos volvimos locos. Creíamos que disponíamos de al menos cinco años para prepararnos, pero de repente nuestros expertos predijeron que en pocos años los rusos tendrían suficientes bombas para acabar con Estados Unidos. La reacción fue aumentar el número de soldados, aviones, armas… incluido un programa a gran escala para instalar un sistema de defensa en todo el perímetro del país. Las costas del Pacífico y del Atlántico ya estaban bien protegidas. Estaba claro que la principal amenaza vendría de los bombarderos que pudieran llegar por encima del polo, pero entonces los radares eran muy primitivos y no podían detectar aparatos que volasen bajo; no podían detectar nada en el horizonte.
—Así que tenían que estar lo más cerca posible del peligro.
—Exacto. Los militares analizaron y establecieron las rutas más probables que seguirían los bombarderos rusos en caso de ataque. Entonces construyeron sistemas de alerta temprana lo más al norte que pudieron en cada ruta. Este es uno de ellos. —Marshall sacudió la cabeza—. Lo irónico es que a finales de los años cincuenta, cuando acabaron de construirlo, ya estaba obsoleto. Los misiles estaban sustituyendo a los aviones que lanzaban bombas. Para ese tipo de amenaza necesitábamos una red centralizada. Por ello, crearon un nuevo sistema, el SAGE, y estas estaciones quedaron inutilizadas.
Ya habían doblado la esquina y ahora estaban en otro pasillo como de cuartel. Sully se paró delante de una de las puertas, giró el pomo y la empujó, mostrando una habitación espartana, con un catre, un escritorio, un armario ropero y un espejo. Por la mañana, Chen había limpiado un poco el polvo.
—Aquí está su habitación —dijo Sully.
Ekberg echó un vistazo rápido y dio las gracias a Sully y a Marshall con un gesto de la cabeza cuando estos dejaron su equipaje sobre el catre.
—De Nueva York hasta aquí hay un buen trecho —dijo Sully—, y si es usted como nosotros, seguro que no habrá dormido mucho durante el viaje. Si quiere acostarse un rato, o refrescarse, adelante. Las duchas y los lavabos están al fondo del pasillo.
—Gracias por su ofrecimiento, pero prefiero empezar enseguida.
—¿Empezar?
Sully parecía perplejo. De repente, Marshall lo entendió.
—Quiere decir que quiere verlo.
—¡Claro! Para eso he venido. —Ekberg miró a su alrededor—. Si les parece bien, claro.
—Lo siento, pero no nos parece bien —contestó Sully—. En las últimas semanas se han visto varios osos polares, y los tubos de lava son muy peligrosos. Pero si quiere observarlo de lejos, supongo que no hay inconveniente.
Ekberg se lo pensó y al fin asintió despacio.
—Gracias.
—Evan la llevará. ¿Verdad, Evan? Y ahora, con su permiso, tengo que acabar unas pruebas.
Dicho lo cual, Sully sonrió ligeramente a Ekberg, se despidió de Marshall con un gesto de la cabeza, dio media vuelta y regresó hacia los laboratorios provisionales.