La intención de Penny Barbour había sido llevarse todos los datos cruciales para la expedición: una imagen de la red, las bases de datos, las muestras y los diarios de laboratorio de sus colegas, pero al final no se llevó nada. Los dos soldados, Marcelin y Phillips (que a pesar de sus MI6 parecían nerviosos), no le dieron tiempo. Barbour, Chen y los otros cuatro asignados al grupo recibieron órdenes de abrigarse tanto como pudieran y coger algún tipo de identificación. Les llevaron al comedor de oficiales, les tacharon de una lista de ocupantes de la base y les acompañaron a la zona de almacenamiento temporal. Phillips iba delante, y Marcelin detrás. Recorrieron deprisa los pasillos, en un silencio absoluto, parándose en cada intersección para que Phillips hiciera un rápido reconocimiento. Al llegar a la escalera central, subieron muy despacio y cruzaron el patio (espectral en la penumbra de la noche) para ir a la sala de aclimatación. Estaba tan llena como vacío el resto de la base. Al abrir la puerta, un grupo de caras tensas se volvió rápidamente hacia ellos.
Al frente estaba González, con una carretilla llena de armas y de munición (suficiente para un pequeño ejército), que comprobaba metódicamente. Después de hacer una señal con la cabeza a los soldados, cargó la pistola que estaba examinando y se la enfundó.
—¿Son los últimos? —preguntó.
—Sí, señor —contestó Marcelin.
Entregó la lista de nombres al sargento, que la inspeccionó, le dio el visto bueno con un gruñido y la dejó sobre la mesa. Después miró su reloj.
—Carradine estará listo para cargar dentro de cinco minutos. —Se volvió hacia el grupo—. A ver, atento todo el mundo: ahora pónganse la ropa de abrigo. Tenemos guantes, bufandas y pasamontañas de recambio. Lo encontrarán todo dentro de aquella caja. Cuando les dé la señal, saldremos. Me seguirán todos directamente hasta la caravana. Guarden silencio en todo momento. ¿Alguna pregunta?
Nadie dijo nada.
—Entonces, a trabajar.
Un chirrido de metal contra metal acompañó la apertura casi simultánea de tres docenas de taquillas. Al abrir la suya, Barbour se puso la parka, se enrolló una bufanda en el cuello, cogió un pasamontañas de una caja grande de cartón que había en medio de la sala y se lo pasó por la cabeza. También guardó una bufanda de repuesto en un bolsillo, y unos guantes en el otro.
—Yo tengo una pregunta —dijo una voz huraña.
Era el capataz de los peones, Creel, el único que no se había puesto una parka. Estaba apoyado en la pared, con uno de sus brazos musculosos cruzado sobre el otro.
González le miró y asintió con la cabeza.
—¿Se puede saber qué planes tiene para una vez haya salido el camión?
—Nuestros planes son que no muera nadie más.
—Así que piensan cazarlo.
—Sea lo que sea, me parece que él ya ha cazado bastante. Ahora nos toca a nosotros.
—Solo son tres —dijo Creel.
González miró las reservas de armas y sonrió sin ganas.
—¿Por qué? ¿No le parecen suficientes nuestras fuerzas?
—Teniendo en cuenta su inteligencia, creo que cuantas más sean las fuerzas, mejor.
González se fijó con más atención en Creel.
—¿Usted ha estado en el ejército?
Creel sacó pecho.
—Tercero de Caballería Acorazada, Tormenta del Desierto.
González se acarició la barbilla.
—¿Verdad que no forma parte de este grupo? Usted es el capataz de por aquí.
Creel asintió con la cabeza.
—George Creel, de Fairbanks.
—¿Ha cazado alguna vez?
El capataz esbozó una media sonrisa.
—Solo a seres humanos de uniforme.
—Con eso basta. ¿Quiere sumarse a la fiesta, señor Creel?
La sonrisa burlona de Creel se amplió.
—¿Y puedo hacerlo gratis? ¡No lo preguntará en serio!
—Muy bien.
Barbour oyó su propia voz casi antes de darse cuenta de que estaba hablando.
—Me parece un error.
González se volvió a mirarla.
—¿Qué le parece un error?
—Que salgan a cazarlo con tan poca información. Sully y Faraday están en el laboratorio, analizando su sangre y averiguando todo lo que pueden. Cuanto más sepan, más posibilidades tendrán de hacerle daño.
González contrajo los párpados.
—¿Y qué pueden averiguar que nos ayude?
—Pueden encontrar algún punto débil. Descubrir en qué es vulnerable. Hacer algunas observaciones.
—Que hagan todas las observaciones que quieran, pero de su cadáver. —González paseó la mirada por toda la sala de aclimatación—. Bueno, vamos, síganme.
Entraron en la zona de almacenamiento temporal, donde González se detuvo para formarles en fila de a tres. Después se abrió la puerta principal y marcharon hacia la tormenta. La desaliñada procesión iba muy junta, dando trompicones por la nieve que se amontonaba alrededor de sus tobillos. González iba en cabeza, con su MI6 a punto. El último era el cabo Marcelin, que arrastraba un trineo improvisado con cajas de agua y provisiones de emergencia.
Barbour oyó el tráiler antes de verlo: el rugido de un motor diésel en punto muerto que llegaba hasta ella a través de la oscuridad. Siguió avanzando a trancas y barrancas en el mal tiempo, inclinando la cabeza, hasta que se estampó contra quien iba delante; al mirar hacia arriba vio que la comitiva se había parado. Ya se veía el camión, lleno de lucecitas amarillas, como un pastel de cumpleaños gigante, que penetraba la centelleante nieve con sus faros. Carradine ya había enganchado la caravana de Davis; su figura se recortaba en la ancha puerta, por la que arrojaba objetos a la nieve: cajas de sombreros, vestidos caros de alta costura, un tocador… Barbour vio que salía despedida por la puerta de la caravana una pequeña maleta de cuero, que se abrió al chocar contra el suelo, lanzando una explosión de productos de maquillaje. El viento hizo volar por los aires un delicado negligé que chasqueó y se onduló como una cometa de seda antes de engancharse un momento en la antena de la caravana; luego salió volando en el cielo oscuro hasta perderse de vista.
Carradine se frotó las manos con satisfacción.
—Así está mejor —dijo, haciéndose oír por encima del traqueteo del motor—. Vamos, suban ya.
González hizo el último recuento.
—Vayan entrando —dijo a la primera fila—. Busquen algún sitio cómodo.
—No se apiñen —añadió Carradine—. Distribuyan lo más posible el peso. —Saltó a la nieve—. He dejado una radio CB a pilas que me sobraba, para que puedan comunicarse con la cabina. Alguien tendrá que cuidarse de ella.
Se levantó una mano tímida.
—Ya lo haré yo.
Era Fortnum.
Barbour miró cómo ayudaban a subir a los dos heridos: Toussaint, desmadejado y profundamente sedado, murmurando en voz baja, y Brianna, con la cabeza vendada, muda y con cara de miedo. Cuando la fila comenzó a avanzar, Barbour percibió el calor que salía por la puerta. Seguro que Carradine había subido la calefacción al máximo para calentar la caravana mientras aún se pudiera.
—Necesito a alguien delante —dijo el camionero—, para que me vaya indicando el camino si la cosa se pone peliaguda.
—Ya iré yo —dijo Barbour.
Carradine la miró.
—¿Sabe programar un GPS?
—Soy ingeniera informática.
—Perfecto. Echo un vistazo a la lona de debajo y al evaporador de alcohol y nos vamos.
Barbour salió de la fila y trató de guarecerse al pie de la cabina. Cuando los últimos del grupo subieron a la caravana, Marcelin les dio las cajas de agua y las provisiones de emergencia. Tras un último repaso al camión, Carradine entró en la caravana, inspeccionó de un vistazo el interior, enseñó a Fortnum el CB y cerró la puerta. Después fue al fondo y desenchufó el cable eléctrico. La caravana quedó inmediatamente a oscuras, salvo las luces de freno de detrás.
—¿Listo? —preguntó González.
El camionero levantó un pulgar.
—Entonces, buena suerte y buen viaje.
Carradine ayudó a Barbour a subir a la cabina, corrió al otro lado y trepó al asiento del conductor. Después de comprobar rápidamente la lista de material e instrumentos que había en la pared trasera, en un sujetapapeles, se abrochó el cinturón y cogió el receptor CB del salpicadero.
—¿Se me oye detrás? —dijo.
«Aquí estamos», fue la respuesta.
—Mensaje recibido. —Dejó la radio en su sitio y miró a Barbour—. ¿Preparada?
Ella asintió con la cabeza.
—Pues vámonos.
Carradine soltó el freno de aire, metió la marcha y pisó el embrague. El camión tembló y empezó a avanzar despacio.
Barbour vio cómo corría la nieve por la ventanilla. Mientras ponían rumbo al desierto, y a la oscuridad, lo último que vio de la base Fear fue a los tres militares (González, Marcelin y Phillips) junto al trineo vacío, con las armas a punto, mirando cómo se iban.