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Sin ser un llanto particularmente ruidoso, se negaba a remitir: un zumbido constante de fondo, mezclado con el crujido de los tubos de la calefacción y el lejano rumor de los generadores. Cuando Wolff cerró la puerta del comedor de oficiales dejó de ser tan audible, pero siguió presente en el cerebro de Kari Ekberg, con una presencia tan real como la del miedo que la corroía y que no quería marcharse.

Miró a su alrededor, a los que estaban en el comedor: Wolff, González, el cabo llamado Marcelin, Conti, Logan (el profesor), Sully (el climatólogo) y algunos miembros del equipo de rodaje. A simple vista parecían todos tranquilos, pero había algo (en sus expresiones furtivas, en la manera de sobresaltarse por ruidos inesperados) que delataba un pánico controlado.

González miró a Wolff.

—¿Les ha encerrado a todos?

Wolff asintió con la cabeza.

—Están todos en sus dormitorios, con órdenes de no salir si no les decimos lo contrario. Su soldado, Phillips, está montando guardia.

Ekberg recuperó la voz.

—¿Seguro que están muertos? —preguntó—. ¿Los dos?

González se volvió hacia ella.

—Señora Ekberg, no hay cadáveres más muertos que esos dos.

Ekberg se estremeció.

—¿Usted lo ha visto? —preguntó Conti en voz baja, inexpresivamente.

—Solo he oído los gritos de la señora Davis —contestó González—, pero Marcelin los ha visto.

Todos se volvieron en silencio hacia el cabo, que estaba solo en una mesa, con un MI6 al hombro, removiendo con expresión ausente una taza de café de la que ya no se acordaba.

—¿Y bien? —preguntó Conti para que hablase.

El rostro juvenil de Marcelin estaba sonrosado y lleno de estupor, como si acabaran de arrancarle las tripas. Abrió la boca, pero no salió ningún sonido.

—Adelante —le animó González.

—No he visto mucho —dijo el cabo—. Iba por el pasillo, y al volver la esquina…

De nuevo se quedó callado. Toda la sala aguardaba en silencio.

—Era grande —continuó Marcelin—. Y tenía una cabeza con…

—Sigue —le apremió Wolff.

—Tenía una cabeza con… con… ¡no me hagan decirlo!

Su tono de voz se volvió agudo de golpe.

—Calma, cabo —dijo González con severidad.

Marcelin respiró entrecortadamente, sujetando con más fuerza el palito de plástico para el café. Se recuperó en un minuto, pero sacudió la cabeza, negándose a decir nada más.

Todos se quedaron un buen rato en silencio, hasta que intervino Wolff.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

González frunció el ceño.

—No me parece que tengamos muchas alternativas. Esperar a que mejore el tiempo. Hasta entonces no podremos evacuar ni recibir refuerzos.

—¿Está proponiendo que nos quedemos esperando a que nos maten? —preguntó Hulce, uno de los técnicos del equipo de rodaje.

—Aquí no se va a matar a nadie —replicó Wolff. Se volvió hacia González—. ¿Cómo estamos de armas?

—Muchas de pequeño calibre —repuso el sargento—. Una docena de MI6, media docena de carabinas de gran calibre, más de veinte pistolas y cinco mil balas.

—El equipo científico tiene tres fusiles de alta potencia —dijo una voz.

Ekberg se volvió para ver quién era: Gerard Sully, el climatólogo. Estaba apoyado en la pared del fondo, al lado del carro de las bandejas, tamborileando nerviosamente en la baranda de acero con una sola mano. Estaba muy pálido.

Wolff miró a su alrededor.

—Tendremos que asegurarnos de que nadie se desplace sin ir acompañado de un grupo armado.

González gruñó.

—Puede que no baste ni siquiera con eso.

—Pues ¿qué más podemos hacer? —replicó Wolff—. No vamos a encerrarnos con llave y quedarnos acobardados…

—Pueden usar mi camión —dijo otra voz.

Todos se volvieron. Era Carradine, sentado en una silla de plástico que solo se apoyaba en las patas traseras. Hasta entonces Ekberg no había reparado en su presencia; no estaba segura de si había escuchado todo el rato o había entrado en mitad de la conversación.

—Ya me he ofrecido antes —añadió el camionero—. Mi tráiler es la única manera de salir con este tiempo.

Wolff suspiró de irritación.

—Ya lo discutimos, y es demasiado peligroso.

—¿Ah, sí? —contestó Carradine—. ¿Y quedarse aquí no?

—No cabría todo el mundo.

—Podría meterles en la caravana de la señora Davis. —El camionero bajó la voz—. Como ya no la necesita…

—Tiene razón —dijo González—. ¿Cuánto personal tienen? ¿Treinta y tres, treinta y cuatro? Con el equipo científico, siguen sin llegar a cuarenta. Cabrían todos en la caravana.

—¿Y si se pierde? —preguntó Wolff.

—Yo no me pierdo nunca —contestó Carradine—. Gracias al GPS.

—¿Y si tiene una avería? ¿Y si se le pincha una rueda?

—Los camioneros sobre hielo siempre llevan neumáticos de repuesto y material de sobra. Y aunque no pudiera arreglarlo… para eso inventó Dios la radio CB.

—Es demasiado peligroso, y punto —dijo Wolff—. Ya le dije antes que no y vuelvo a decírselo.

—La situación ha cambiado —gruñó González.

Wolff se giró a mirarle.

—¿En qué sentido?

—En que ahora se impondrá mi criterio.

Wolff se quedó muy serio.

—¿Que…?

—Nos enfrentamos a algo que rebasa las condiciones impuestas para su estancia. Su documental se ha ido al traste. Han muerto tres personas. No hay ninguna razón para agravar esta tragedia. —Se volvió hacia Carradine—. ¿Cuánto tardará en preparar el tráiler?

El camionero se levantó.

—Máximo media hora.

González miró a Marcelin.

—Quiero que acompañes al señor Carradine a su camión. No corras ningún riesgo. Volved aquí al primer indicio de problemas.

Marcelin asintió.

—Después quiero que tú y Phillips empecéis a evacuar al equipo de rodaje. Usaremos este comedor como centro de reunión. Tráelos en grupos de seis. Con cuidado, ciñéndote a las normas.

—Sí, señor.

Marcelin se descolgó el MI6 e hizo una señal con la cabeza a Carradine. El camionero se levantó, a la vez que se sacaba una pistola grande de la cintura. Marcelin se acercó a la puerta, la abrió y, tras echar una rápida mirada al pasillo, salió. Carradine le siguió, dejando la puerta bien cerrada.

González metió una mano en uno de los profundos bolsillos de su uniforme de campaña y sacó dos radios. Lanzó una de ellas a Wolff y la otra a Sully.

—Con esto pueden ponerse en contacto conmigo. He preprogramado la frecuencia de emergencia. —Se levantó y también cogió un MI 6—. Cierren con llave cuando salga. Volveré en cinco minutos.

—¿Adónde va? —preguntó Wolff.

—A la armería. Voy a necesitar más potencia de fuego.

—¿Por qué?

—Porque me voy de caza.

Después de que González se fuera y cerrara la puerta, Wolff fue a echar el cerrojo y se quedó un rato en silencio, mirándola. Después se volvió, bastante bruscamente, y fue al centro de la sala.

—¿Qué? —espetó, sin dirigirse a nadie en particular.

—Yo no puedo irme. —Quien hablaba era Sully, el climatólogo. Le temblaba un poco la voz—. Soy el jefe de la expedición. No puedo dejar aquí todos nuestros experimentos. Además, Evan ha desaparecido.

Ekberg dio un respingo al oírlo.

—¿Ha desaparecido? Pero si no hace ni dos horas que he hablado con él…

Sully asintió, cariacontecido.

—Desde entonces no le ha visto nadie. No está en su laboratorio ni en su habitación.

—Ya volverá —dijo Logan.

Todos se volvieron hacia el profesor.

—¿Perdón? —preguntó Sully.

—Se ha llevado prestado el Sno-Cat.

—¿En plena tormenta? —preguntó Ekberg—. ¿Adónde ha ido?

—Al norte, a la aldea tunit.

—¿Por qué? —quiso saber Sully.

Logan miró uno por uno a sus inquisidores.

—Para buscar respuestas. Vayamos a buscar a Faraday y hablemos de ello.

En su laboratorio.

Sully suspiró y sacudió la cabeza.

—De acuerdo. Cuando vuelva González con la potencia de fuego.

—Y cuando vuelva, quizá tenga algo que decir sobre sus planes. —Wolff miró a su alrededor—. ¿Y el resto?

—¿Lo pregunta en serio? —Era Hulce—. Yo me voy.

Se oyeron murmullos de aquiescencia en toda la sala. Wolff miró a Conti.

—¿Emilio?

Conti no respondió. Había estado callado desde que preguntó sobre el animal, mirando al vacío.

—¿Emilio? —volvió a preguntar Wolff.

Ekberg vio que Conti tomaba conciencia lentamente de que hablaban con él.

—¿Perdón?

—¿Estarías listo para irte dentro de media hora?

Conti parpadeó y frunció el ceño.

—Yo no me voy a ningún sitio.

—¿No has oído a González? Está dando órdenes a todo el mundo de que se vaya al sur en el camión de Carradine.

El productor sacudió nerviosamente la cabeza.

—Yo tengo que acabar un documental.

Los párpados de Wolff se contrajeron de incredulidad.

—¿Cómo dices? Ya no hay documental.

—En eso te equivocas.

Conti medio sonrió, como si fuera un chiste que solo conocía él.

—Emilio, Ashleigh está muerta. Y dentro de una media hora todo tu equipo estará camino de Fairbanks.

—Sí —murmuró Conti—. Ahora depende todo de mí.

Wolff levantó un brazo, haciendo un gesto de exasperación.

—¿No me has oído? ¡No tienes equipo!

—Lo haré yo solo. A la manera de antes, la clásica. Como Georges Méliès, Edwin Porter y Alice Guy Blaché. Fortnum se irá con los demás. Estoy seguro.

Lanzó una mirada a Ekberg. Ella entendió qué significaba y qué le estaba pidiendo. A pesar de lo que le había dicho a Marshall en el Centro de Operaciones, a pesar de su entrega incondicional tanto a Conti como a su carrera, sintió un escalofrío de miedo solo de pensarlo. Aun así sostuvo la mirada de Conti y asintió despacio sin rehuirla.