A medida que la noticia de la muerte de Peters se extendía por la base Fear, la gente (casi inconscientemente) empezó a salir de sus habitaciones y a juntarse en los espacios más amplios del Nivel B, buscando consuelo en la compañía de otros. Sentados a las mesas del comedor de oficiales, hablaban en voz baja y se contaban anécdotas cariñosas: cosas descabelladas que había hecho o dicho Peters, errores técnicos absurdos que había cometido… Otros se quedaban en el Centro de Operaciones bebiendo té tibio, haciendo conjeturas sobre cuánto duraría la tormenta y prometiéndose con miradas de complicidad que formarían un equipo de búsqueda y encontrarían al oso polar que había destrozado al ayudante de producción. El ambiente de tristeza no hacía sino exacerbar la sensación de estar abandonados en un desierto de hielo, aislados de las comodidades tranquilizadoras de la civilización. Cuando empezó a caer la noche y languidecieron las conversaciones, los grupos siguieron en su sitio, reacios a volver a sus habitaciones y al silencio íntimo y desazonador de sus pensamientos.
Aunque esos no eran sentimientos de los que participase Ashleigh Davis, que, en su desconsuelo, sentada a una mesa del comedor de oficiales, apoyaba sobre las manos su cabeza elegantemente peinada y no apartaba la vista del reloj de la pared, metido en su jaula de metal. Llegó a la conclusión de que aquello era un infierno. No, peor que un infierno. Aquel sitio daba asco. La comida no llegaba ni a ser vomitiva. El spa más cercano quedaba a un millón de kilómetros. Ni muerta conseguiría una taza decente de expreso a la bergamota. Y lo peor de todo: aquello era una cárcel. Mientras no pasara la tormenta, tendría que quedarse de brazos cruzados, con su gloriosa carrera en punto muerto. Solo se podía salir a dar un paseo. Probablemente, se dijo taciturna, acabaría haciéndolo si se quedaba allí mucho más tiempo; saldría a caminar de noche, por la nieve, como aquel tipo de la expedición de Scott a la Antártida… Había narrado un documental sobre ello, pero no encontraba fuerzas para acordarse del nombre de aquel pobre desgraciado.
¡Y el tiempo pasaba tan despacio! La tarde se le había hecho eterna. Había obligado al equipo de maquillaje a que le hicieran un tratamiento facial improvisado, la manicura y la pedicura. También le habían arreglado el pelo. Había dejado agotada a la chica de vestuario después de hacer que le llevara no uno, ni dos, sino tres vestidos sucesivamente, para probárselos y decidir qué se ponía para la cena. «Cena». No, no merecía esa palabra; mejor «rancho» o «bazofia». Además, los comensales, que no eran lo que se dice una compañía agradable, parecían zombis. Iban todos como si fuera a acabarse el mundo, solo porque el idiota de Peters había sido tan tonto para toparse con un oso polar. Ya no se acordaban de que allí había una estrella. En verdad, era patético; no se la merecían ni remotamente.
Suspiró irritada, sacó un cigarrillo de su bolso Hermés y lo encendió con un chasquido de su mechero de platino.
—En el interior de la base no se puede fumar, Ashleigh. —Era la voz de Conti—. Normas de los militares.
Soltó un bufido de exasperación, se sacó el cigarrillo de la boca y se lo quedó mirando. Después se lo puso otra vez entre los labios, aspiró con fuerza y lo aplastó en un plato de tapioca medio congelada. Mientras expulsaba el humo por la nariz, miró al productor, que estaba al otro lado de la mesa. Davis llevaba casi una hora recurriendo a todo tipo de súplicas, chantajes y amenazas para que la sacasen en un vuelo de emergencia de aquel lugar horrible y la dejaran volver a Nueva York, pero era inútil. Conti decía que era imposible, que todos los vuelos estaban suspendidos hasta nuevo aviso, tanto los públicos como los privados, y no cedía ante ningún argumento. De hecho, casi no le prestaba atención. Parecía preocupado por algo. Davis se dejó caer con un mohín contra el respaldo. Ni siquiera Emilio era capaz de valorarla. Increíble.
Apartó la silla y se levantó.
—Me voy a mi caravana —anunció—. Gracias por esta deliciosa velada.
Conti, que volvía a mirar lo que escribía, levantó otra vez la vista.
—Si te cruzas con Ken Toussaint —dijo—, pídele que venga a verme, por favor. Si no estoy aquí, estaré en mis habitaciones.
Davis se puso el abrigo por encima de los hombros, sin dignarse contestar. Brianna, su asistente personal, también recogió el abrigo y se levantó de la mesa. No había dicho nada en toda la cena. Sabía muy bien que cuando Davis estaba de un humor de perros había que mantener la boca cerrada.
—¿Seguro que quieres volver a la caravana? —preguntó Conti—. Podría prepararte unas habitaciones aquí mismo.
—¿Habitaciones? ¿Con baño compartido, como si dijéramos? ¿Haciendo vivac en algún catre del ejército? Supongo que bromeas, querido Emilio.
Davis se giró; incluso el vuelo de su armiño mostraba desprecio.
—Pero… —empezó a protestar él.
—Te veré por la mañana. Y espero que para entonces haya un helicóptero esperándome.
Mientras caminaba deprisa hacia la puerta, Davis vio que se acercaba alguien. Era el hombre que había remolcado hasta allí su caravana. Le echó un vistazo. Era bastante guapo, con un cuerpo bronceado y esbelto de surfista, pero su camisa hawaiana, de unos colores pastel escandalosos, era el colmo del mal gusto. Mascaba un chicle enorme, como un rumiante.
—Señora… —dijo él, sonriendo, y saludó a Brianna con la cabeza—. Aún no nos han presentado oficialmente.
«Tampoco me han presentado oficialmente a mi chófer», pensó ella, ceñuda.
—Me llamo Carradine, por si no lo habían oído. Yo también me vuelvo a mi camión, así que, si no les importa, las acompaño.
Davis miró a su asistente, como preguntando: «¿Qué más voy a tener que aguantar?».
—¿Sabe que tenía muchas ganas de hablar con usted, señora Davis? —dijo el camionero mientras se dirigían hacia la escalera principal—. Cuando me enteré de que era la dueña de la caravana que tenía que traer hasta aquí, y me di cuenta de que tenía la oportunidad de hablar con alguien de su categoría… la verdad es que me pareció una de esas casualidades afortunadas que salen en los libros. Como cuando Orson Welles conoció a William Randolph Hearst.
Davis le miró.
—¿William Randolph Hearst?
—¿Me he confundido? Bueno, el caso es que espero que no le importe que le robe un minuto.
«Ya lo has hecho», pensó Davis.
—La verdad es que no soy solo camionero. Pero la temporada es bastante corta: cuatro meses. Normalmente no subo tan pronto, porque el hielo de los lagos aún no es lo bastante grueso; así que tengo mucho tiempo para hacer otras cosas. Bueno, tampoco es que esté siempre ocupado, ya que en Cabo Coral la vida va bastante despacio, pero alguna ocupación sí he tenido.
Parecía querer que Davis le preguntase cuál, pero ella se mantuvo firme en su silencio mientras subían la escalera.
—Soy guionista —dijo él.
Davis le miró sin poder disimular su sorpresa.
—Quiero decir que he escrito un guión. Mientras conduzco escucho libros grabados, porque me distraen del hielo, y empecé a meterme en las obras de William Shakespeare; al menos en las tragedias, con toda esa sangre y todas esas luchas. Mi preferida es Macbeth. El guión es precisamente eso, mi versión de Macbeth, pero en vez de ser la historia de un rey es la de un camionero que conduce sobre hielo.
Davis apretó el paso por el patio intentando distanciarse de Carradine, que aceleró para no quedarse rezagado.
—El rey de los camioneros sobre hielo, ¿entiende? Lo que ocurre es que hay otro camionero que está celoso de él y de su fama entre los demás. También quiere robarle a la chica. Así que sabotea la ruta del rey, la rompe, rompe el hielo… ¿Ve por dónde voy?
Cruzaron la zona de almacenamiento temporal y, en cuanto salieron por la puerta principal, el viento y el hielo les echaron hacia atrás con una mano gigante e invisible. Las luces exteriores apenas penetraban en los remolinos de nieve. Prácticamente no se veía a más de un metro de distancia. Davis vaciló al recordar que a Peters le había matado un oso polar justo al otro lado de la cerca.
Carradine sonrió al ver su titubeo.
—No se preocupe —dijo, levantándose la camisa para mostrarle una pistola enorme metida en la cintura—. Nunca salgo sin esto.
Davis hizo una mueca, se arrebujó un poco más en el abrigo y dejó que Brianna se pusiera en cabeza, para cortar el viento.
Recorrieron despacio la explanada, entre barracas de Quonset reducidas a espectros por la ventisca. Davis iba con la cabeza baja, esquivando como podía los ríos de cables eléctricos y de datos que se escondían traicioneros bajo el manto blanco. Carradine iba a su lado, indiferente al frío. Ni siquiera se había molestado en coger una parka de una de las taquillas de la sala de aclimatación.
—Como le iba diciendo, el tráiler del rey se cae en el hielo y el otro camionero pasa a ser el rey.
—Ya, ya —murmuró Davis.
«Dios mío… Ya solo faltan una docena de pasos para la caravana.»
—La verdad es que es un argumento genial, con mucha violencia. Lo de que sean camioneros sobre hielo es lo mejor. En el camión tengo una copia. Con la de gente que conoce usted, he pensado que si pudiera echarle un vistazo y tal vez recomendárselo a…
Dejó de hablar tan bruscamente que Davis le miró. Después, ella también lo oyó: un golpe sordo delante, en la oscuridad, como si alguien llamara fuerte y despacio a una puerta.
—¿Qué ha sido eso? —musitó Davis.
Miró a Brianna, que le devolvió la mirada con nerviosismo.
—No lo sé —dijo Carradine—. Puede que alguna pieza suelta.
Pum.
—¡Es igual que la escena del portero de Macbeth! —exclamó Carradine—. ¡Cuando llaman a la puerta después de haberse cargado a Duncan! También lo he puesto en el guión. Es cuando el nuevo rey de los camioneros vuelve a Yellowknife y oye que el hijo del antiguo rey llama a su puerta…
Pum.
Carradine se rio.
—«Despiértate, Duncan, con tantas llamadas… —recitó—. Ojalá pudieras.»
Pum.
Davis dio otro paso y vaciló.
—Esto no me gusta.
—No pasa nada. Vayamos a mirar qué es.
Avanzaron más despacio por la tupida cortina de nieve. El viento silbaba lúgubremente entre los anejos, clavándose en las piernas desnudas de Davis y tirando del borde de su chaqueta. Tropezó con un cable y estuvo a punto de caer, pero al final recuperó el equilibrio.
Pum.
—Viene de la parte trasera de su caravana —dijo Carradine.
—Entonces átelo. Con tanto ruido no podré dormir.
Ya se dibujaba la forma de la caravana, como un monolito gris en la penumbra nevada, y se oía el ronroneo del generador. Carradine fue el primero en rodearla por detrás, con los faldones de la camisa sacudidos por el viento. Entre la caravana y la cerca, las sombras eran más oscuras. Davis tuvo escalofríos y se humedeció los labios.
Pum.
Y de pronto apareció delante de ellos: un cuerpo colgado boca abajo de un soporte de uno de los toldos de las ventanas. No llevaba abrigo y tenía la ropa desgarrada en varios lugares. Los brazos pendían hacia el suelo, flácidos. La cabeza, situada al mismo nivel que la de ellos (e irreconocible por la nieve), chocaba despacio contra la pared metálica de la caravana, al albur del viento.
Pum.
Brianna chilló y dio un paso hacia atrás.
—¡Está muerto! —gritó Davis.
El camionero se lanzó rápidamente hacia delante y apartó la nieve de la cara que colgaba frente a él.
—¡Dios mío! —exclamó Davis—. ¡Toussaint!
Carradine levantó las manos para descolgar el cuerpo por el brazo. Justo entonces se abrieron de golpe los ojos de Toussaint, que les miró sin entender nada. Después abrió la boca y gritó.
Brianna cayó desmayada. Su cabeza hizo un ruido desagradable al chocar contra la caravana.
Toussaint, aún sin descolgar, chilló otra vez, con un alarido entrecortado.
—¡Juega contigo! —exclamó—. ¡Juega contigo! Y cuando ha acabado de jugar, te mata. Nos matará a todos.