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Los pasillos del ala sur estaban poco iluminados, con franjas de sombra en las apagadas paredes de metal. Eran las seis de la tarde. Reinaba un silencio absoluto en toda la base Fear. Ken Toussaint recorría el pasillo central del Nivel A con una cámara digital portátil en una mano y el mapa improvisado de Conti en la otra. Aunque no hubiera visto a ningún miembro del pequeño destacamento militar (que Conti le había prometido distraer a la hora de la comida), se dio cuenta de que andaba casi de puntillas. Por alguna razón, aquel silencio le ponía nervioso.

Nunca había participado en un rodaje tan raro, ni tan desagradable. Le habían enviado a sitios apartados otras veces: en Camboya se lo comieron vivo los mosquitos, en Chad tuvo que quitarse arena de todos los orificios imaginables y en Paraguay acabó limpiando de escorpiones incluso su material. Pero aquello era el colmo: perdido en el techo del mundo, a centenares de miles de kilómetros de algo que se pareciera remotamente a la civilización, amenazado por tormentas de hielo y osos polares, recluido en una base militar destartalada y maloliente… Y encima parecía que todas aquellas incomodidades no habían servido para nada.

Al llegar a un cruce de pasillos se detuvo, consultó el mapa y tomó hacia la derecha. Pero lo peor era que, de repente, las simples molestias se habían convertido en algo letal.

De hecho, ¿qué hacía escabullándose de aquella manera? Había recibido el encargo de Conti en un estado de aturdimiento causado por la noticia de la muerte de Peters; no había acabado de asimilarla. Entonces aún no se daba cuenta de las consecuencias de lo que quería Conti, pero ahora, mientras caminaba por aquel pasillo silencioso, sí, ¡y cómo! Ahora que ya era demasiado tarde para protestar.

En aquella ala de la base solo había estado una vez, el día anterior, cuando buscaba sin mucho entusiasmo al animal desaparecido. Estaba llena de instalaciones y aparatos, al menos a juzgar por los letreros desgastados de las puertas junto a las que pasaba. Siguió el impulso de pararse en una donde ponía TRANSDUCTORES DE EMERGENCIA I. Cogió el pomo y lo movió. Estaba cerrada con llave. Siguió caminando.

Casi parecía canibalismo lo que quería Conti: una toma gratuita y sensacionalista de un miembro de su equipo, ahora que ya estaba muerto y no podía negarse. Era una invasión flagrante de su intimidad. ¿Qué diría la familia de Josh?

Por otro lado, se dijo mientras seguía avanzando, los de la cadena no eran tontos. Ya se asegurarían de que no fuera algo truculento, sino de buen gusto. Conti, por su parte, sabía lo que se hacía. Eso debía reconocerlo. Aunque fuera un cineasta de talento, no dejaba de ser una persona realista. Si había alguna manera de darle la vuelta a aquel desastre y convertirlo en algo memorable, la encontraría. Toussaint se recordó que él también tenía una reputación que cuidar.

Los fluorescentes se espaciaban cada vez más. El cruce del fondo estaba sumido en una trama de sombras. Además había que tener en cuenta otra cosa: era un encargo excepcional. Nadie estaba al corriente aparte de él y Conti. Podía convertirse en un triunfo, en algo que añadir a su currículo. Durante toda la fase de producción, él había hecho trabajos secundarios: rodar planos de detalle, ocuparse de las tomas alternativas… Siempre había estado a la sombra de Fortnum y ahora tenía la oportunidad de dejar de estarlo. Debía incorporar comentarios de audio a la toma; así, si gustaban a la cadena, quedaría más potenciada su autoría.

Cuando llegó a otro cruce, destapó el objetivo de la cámara, la puso en marcha, introdujo el disparador de tomas, activó la iluminación suplementaria, ajustó el enfoque, verificó el equilibrio de blancos y la exposición y enchufó el cable del micro al cinturón. Haría un solo plano largo: entraría en la enfermería, iría a la consulta, haría un trescientos sesenta del cadáver, un par de zooms y, como máximo, apartaría un momento la sábana en la que le habían dicho que estaba envuelto Peters. Con eso bastaría. Podía entrar y salir en noventa segundos, con la toma bien guardada en el disco duro de la cámara. Lo que le había dicho Conti: entrar, rodar la toma y salir.

Dobló la esquina. Allí estaba: la segunda puerta a la izquierda. Embutió el mapa en el bolsillo, pegó el visor al ojo y encuadró la toma. El vaivén de su hombro hizo saltar por el pasillo el haz luminoso de la cámara. Lo enfocó en la puerta de la enfermería. Estaba cerrada.

De repente tuvo un pensamiento desagradable. ¿Y si estaba cerrada con llave? Conti no estaba de humor para aceptar un no.

Se acercó rápidamente sin dejar de mirar por el objetivo. Al probar la puerta, sus nervios se calmaron: estaba abierta. Metió un brazo, buscó a tientas el interruptor, lo encendió y retiró la mano.

Apartó el visor del ojo para volver a mirar hacia ambos lados del pasillo, con los movimientos bruscos y culpables de quien está a punto de hacer algo malo, pero no había nadie. No había nada. Nada excepto el vello de su nuca erizándose nervioso y una especie de pitido muy suave en las orejas, señal de que tal vez había esperado demasiado para tomarse las pastillas de la presión.

Era el momento. Carraspeó sin hacer mido, volvió a ajustarse el visor en el ojo, pulsó el botón de grabar y abrió la puerta al máximo.

—Voy a entrar —dijo por el micro.

Cruzó la puerta, procurando no subir ni bajar la cámara al efectuar una toma circular de la pequeña habitación. Habría preferido que no le latiera tan deprisa el corazón. Sus movimientos eran bruscos, espasmódicos. Se reprochó no llevar la Steadicam, pero después se lo pensó mejor: en aquella ocasión podía ser perfecta una estética de aficionado. Ya aplicarían filtros digitales en el laboratorio para dar el toque de grano de una cámara barata, imitando una filmación furtiva…

El visor se enfocó en la puerta que llevaba a la habitación contigua. Conti había dicho que allí era donde estaba el cadáver.

—El cadáver está en la siguiente habitación —murmuró por el micro—. Detrás del despacho.

Sintió que se le aceleraba la respiración hasta ponerse al ritmo del pulso. Noventa segundos. Nada más. Entrar y salir.

Avanzó mientras hacía un barrido hacia la izquierda y la derecha con la cámara y teniendo cuidado de no tropezar con ningún obstáculo. La puerta era un rectángulo negro, perforado por el pequeño cono amarillo de la luz de la cámara. Volvió a palpar la pared más cercana con la mano y encontró un interruptor grande y anticuado.

En cuanto se encendieron las luces, la imagen que se veía a través del objetivo quedó absolutamente blanca. ¡Qué error tan tonto! Debería haber encendido la luz antes de entrar y así dar tiempo a la cámara a compensar. Cuando el blanco perdió saturación y se dibujaron las formas de la habitación, vio la mesa de reconocimiento en medio de la sala. El cadáver estaba encima, en un envoltorio de plástico muy apretado. Por debajo de la sábana había estrías de sangre, como las rayas de un palo de caramelo.

Respirando aún más deprisa, hizo un buen plano general de la habitación y empezó a rodear lentamente la mesa, haciendo un barrido por todo el cadáver envuelto. Estaba muy bien. La intuición de Conti no había fallado. Editarían el material, le añadirían unos cuantos cortes y dejarían que la imaginación de los espectadores llenase los huecos. Entre jadeo y jadeo, se rio, demasiado entusiasmado para acordarse de seguir haciendo el comentario en audio. «Cuando se entere Fortnum…»

Fue entonces cuando lo oyó, aunque «oír» no era la palabra exacta; fue más bien como un cambio repentino en la presión del aire, una dolorosa sensación de plenitud en toda la cavidad pulmonar del pecho, y particularmente en los canales más profundos de los oídos y los senos nasales. Percibió de inmediato algo que estaba cerca y su intuición le dijo que era peligroso. Su cabeza se apartó del visor y, con la certeza atávica de un millón de años siendo la presa, fijó la vista en la puerta oscura de la pared opuesta de la consulta.

Había algo al acecho. Algo hambriento.

Empezó a respirar aún más deprisa que antes, a bocanadas que, por alguna razón, no bastaban para llenar sus pulmones. La cámara seguía en marcha, pero él ya no se fijaba en ella. Su cerebro funcionaba a toda velocidad, intentando decirle que era una locura, un simple ataque de nervios, totalmente comprensible en aquella situación.

Pero ¿por qué diablos se ponía tan nervioso? En realidad, no había visto ni oído nada. Aun así, en el negro perfecto de la puerta del fondo había algo que ponía su instinto en alerta máxima.

Retrocedió e hizo que se balanceara la cámara (que aún zumbaba) y que el haz luminoso barriera las paredes y el techo. Su espalda chocó bruscamente contra el cadáver; la vomitiva resistencia del rigor mortis la empujó.

«Date la vuelta y ya está —se dijo—. Ya tienes la toma. Date la vuelta y sal pitando.»

Dio media vuelta, dispuesto a huir.

Sin embargo, no pudo. En su fuero interno sabía que si no miraba en ese momento, no miraría nunca, nunca más. También percibía otra cosa, aún más profunda: algo que le decía que de todos modos, si su intuición no erraba, correr no serviría de nada.

Levantando la cámara y ajustándose el visor en el ojo, con jadeos que ya eran perfectamente audibles, Toussaint se volvió y enfocó muy despacio la luz hacia la oscuridad del otro lado de la puerta del fondo.

Y hacia el rostro de la pesadilla.